Alepo

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Alepo, los ojos abiertos de par en par.

Siempre hay que tratar de ver en el corazón lo que nos ciega, lo que se llama “pensar”. En el fondo, más allá de las indignaciones y de los gritos, es la guerra que hay que deshonrar.

Uno no lograría ser más claro: todo lo que se dice y lo que se analiza a propósito de Alepo no deja de poner mejor en evidencia dos circunstancias fundamentales.[1] La primera: una guerra igual de fría que caliente (y, en todo caso, muy guerrera, muy técnica y muy económica) está en marcha para hacer mutar la dominación del mundo y el mundo con ella. El resultado no es cierto, los actores importantes (China e India, por lo menos) no han avanzado sus peones en todo este juego imperial que ha comenzado desde hace mucho tiempo. En segundo lugar: la vieja lucha entre chiítas y sunnitas incorpora hábilmente su forma contemporánea en el conflicto mundial. Un vaivén local se busca (desde hace cuarenta años) a favor de la mutación general. En el imperio árabe y el persa se mezcla el turco. Todo lo demás es secundario. Por lo tanto, devienen secundarios, en última instancia, los cientos de miles de muertos de Siria y los millones de exiliados, después de otros millones ya sacrificados a los Molochs imperiales (que son las industrias, el flujo de la energía, los algoritmos productivos, los saberes sofisticados).

Por lo tanto, M. Fillon puede decir “Es la guerra” (esta terrible frase que asume a la vez el fatalismo y el cinismo). Esta es la razón por la cual otros reanudan esta frase, otros para los que ésta significa sobre todo que es la guerra de nuestros viejos países queridos contra la maquinación americana. Esta última, sin embargo, desde hace mucho tiempo ha cedido el lugar a una maquinaria mucho más grande y compleja –a las que pertenecen, precisamente, las maniobras en curso alrededor de Alepo. La impotencia de Europa no debe quejarse: es una pieza indispensable para el conjunto del juego. Europa es el compartimento vacío que permite los desplazamientos de los peones.

Estos peones son los monstruos fríos que producen nuestra historia a pesar de todas nuestras expectativas mesiánicas o utópicas. Ellos son el precio que hay pagar por nuestra supuesta emancipación. Se llevan entre ellos como se llevan los peones y los monstruos: sus guerras son sus acoladas y sus amistades. Nos agarraron allí. Ya no podemos pretender que es posible escapar. Estamos estupefactos, asustados o abatidos.

 

El crecimiento exponencial de la destrucción

No es suficiente lamentar las matanzas ni tampoco reducirlas vergonzosamente a las duras exigencias de la guerra. No es para nada suficiente terminar de evacuar los pocos que quedan: porque la ciudad está destruida. No es suficiente para nada discutir el gusto excesivo por la victimización en una sociedad hasta aquí mucho más protegida. Porque hay, desde hace un siglo, un crecimiento exponencial de la destrucción, sincronizado con el aumento de la población y sus sistemas de explotación (operating system y big data).

 

Esta sociedad sabe que vive una sacudida considerable no sólo de su historia, sino de su propia naturaleza: de su humanismo, de su dominio, de su seguridad, de su universalismo, de sus religiones y de sus filosofías. Ninguna otra cosa será suficiente sino aquello que realmente nos abrirá los ojos a lo que nos pasa. Es decir, en lo oscuro y lo desconocido, por supuesto que es muy difícil. Pero si hubiéramos empezado muy temprano a discernir en la oscuridad, no estaríamos aquí, con los ojos nublados, unos por las lágrimas y otros por las viejas imágenes deslucidas.

Por supuesto, hay mil cosas que hacer, mil gritos que soltar. Por supuesto, hay que indignar, por supuesto imaginar. Sin embargo, también debemos, sin duda, pasar a otra velocidad, la velocidad de la luz. Intentar ver en el corazón lo que nos ciega. Lo que siempre se llama “pensar”. Al menos podemos empezar a repetir esto: “Emocionados e indignados por las atrocidades cometidas […], nos damos cuenta de que son inherentes a todas las guerras, y que es la guerra la que hay que deshonrar”. Sucedió en 1925, se trató de la guerra de Rif. Uno de los firmantes se llamaba Emile Benveniste. Era nativo de Alepo.[2]

 

Notas

[1] El original en francés fue publicado en el periódico francés Libération el 21 de diciembre de 2016. v. http://www.liberation.fr/debats/2016/12/21/alep-les-yeux-grands-ouverts_1536755

[2] Agradezco a Lilian Vianey por las correcciones de estilo.

 

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