Arreola frente a su espejo roto

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Visitar los textos de Arreola es como recorrer las barracas de una feria; todas las voces de las emociones primarias nos acosan: la sorpresa, la euforia infantil, el miedo, la euforia demoníaca, la incredulidad, el desconcierto; y luego nos llevamos a la casa todas las emociones más sutiles para rumiarlas al calor de la almohada. Las voces de Arreola nos mueven primero y más tarde nos conmueven.

Hay una sola voz en los textos de Juan José: la suya propia. Se mira al espejo y habla. Se mira al espejo y escribe. Se enamora de las voces escuchadas. Se enamora de las voces vistas. El hablar y el escribir significaban en él, el acto más puro y más inocente del narcisismo. No del narcisismo patológico y grosero, sino de un narcisismo prístino, natural y cristalino. Recorran todas sus páginas una a una y encontrarán muy escasamente un narrador en tercera persona. No le hace falta esta distancia ya que para él era fundamental hablar y escribir en primera persona. Fue un gran modelador de palabras. Un malabarista de palabras. Un artífice genial del dicho y hecho. La primera persona le permite romper la distancia con su interlocutor o su lector. Quiere asegurarse de que alguien lo está oyendo o leyendo. Encontramos lo mismo una oralidad en su literatura que una “literariedad” en su palabra hablada. Y frente a esto el tema recurrente tiene que ser el yo mismo: sus experiencias vitales, sus lecturas, sus pensamientos, sus convicciones, sus obsesiones, sus debilidades.

Juan José Arreola siempre fue un juglar que sacaba de su viejo zurrón las fábulas con que entretenía a su audiencia. Tocaba todos los tonos de la palabra escrita; desde la erudición hasta la trivialidad; desde lo profundamente serio hasta lo ridículamente jocoso; de lo divino a lo humano; de lo agudo a lo romo; de lo pudoroso a lo soez; de lo ingenuo a lo maligno. Es un trabajador de la palabra y con ella nos transporta a donde quiere. Es un niño que juega con dados que forman palabras. Es un loco que se pierde en sus propias voces. Es un alucinado que nunca pierde el camino.

Todavía nos cuesta trabajo separar al Arreola decidor del Arreola escribidor. Porque en realidad es un “escribidor”; es la mano que mece la pluma; el instrumento de una fuerza que está más allá de sí mismo; le presta su voz a otras voces; en él y por él hablan otros escritores; sus juegos intertextuales son infinitos.

Pero el Arreola Narciso no se contempla en un espejo claro; se mira en un espejo roto que deforma lo que refleja. Arreola al verse a sí mismo se deforma, se fracciona, se transforma. En todos sus textos vive su imagen; pero rota, fragmentada. El lector tiene que realizar un trabajo de reconstrucción. Todos sus textos juntos, su obra completa, es como un gran rompecabezas: la imagen que compone finalmente es un autorretrato.

No tiene nada nuevo que decir: “heredé un talego de imágenes gastadas” dice en su “Monólogo del insumiso”. Como escritor no le queda más remedio que caminar sobre lo andado. Tiene que descubrir lo maravilloso que es, en realidad,  lo viejo sin el polvo de lo cotidiano. Tal como lo está haciendo Cortázar en sus Historias de cronopios y de famas (1962), lo hace nuestro juglar en La feria (1963). Sacuden el polvo de lo viejo y lo pintan con nuevos aromas. Van dándole vueltas de tuercas a todo lo que tocan. Y todo resulta nuevo, transformado, único.

Los juegos borgianos también están presentes en Arreola, aunque tienen otra dimensión, más oscura, más desencantada, pero también menos solemne, más juguetona.

Los juegos de ingenio, los juegos de ajedrez aparecen por todas partes a lo largo y ancho de los textos.

Arreola no es escritor de cuentos, novelas, obras de teatro o ensayos. Deforma los géneros; también los ve a través de su espejo roto. Sus escritos son fábulas, relatos, anécdotas, parábolas, diarios, farsas, aunque nunca se ajustan estrictamente a un solo género. La feria, por ejemplo, se dice novela pero en realidad es una colección de viñetas, la biografía de una ciudad o una colección de chismes regionales. Narra historias y las hace jirones. Todo lo fragmenta. Sus relatos rompen la continuidad narrativa porque no le interesa el proceso de la historia contada, sino cada uno de sus fragmentos. Le importa que nos detengamos en el detalle, que vayamos compartiendo con él los pedazos. En verdad sus textos son eso: vasijas rotas, tepalcates; las piezas de un reloj que tal vez nunca armemos. En el tiempo no importa la continuidad, sino el momento. En el espacio no importa el objeto completo, sino sus partes. Juan José Arreola es un verdadero minimalista del arte literario.

El hombre del siglo XX no percibe la realidad como un todo, sólo le es dado manejar fragmentos de esa realidad; es como el obrero que en la gran fábrica de automóviles le toca nada más poner las tuercas de las llantas. Arreola nos hace sentir con su literatura la ansiedad de este hombre fragmentado; la angustia de este ser deshecho, enajenado de su propia realidad.

Nunca vemos en sus textos la mano de la naturaleza, vemos siempre la mano de la cultura; es decir, la realidad transformada por la mano del hombre. Su juego con las palabras es como el de los barrocos, artificial, artificioso, teatral, ingenioso, superficial, exhibicionista, ampuloso. Le gusta vestirse de ateo cuando en realidad es profundamente religioso. Se exhibe de misógino para no aparecer como amador de las mujeres. En su Bestiario no ve al animal mismo sino al hombre animalizado. Usa siempre anteojos para ver el mundo y se los cambia cada que los aires cambian. Literaturiza el mundo, lo deforma, se ríe de él. La sátira es su principal arma en la transformación del universo visible. La realidad tal cual es puede resultar decepcionante, gris, sosa y por eso hay que transformarla al precio que sea: vestirla de payaso y luego reírse de ella.

Los textos arreolanos son como esas cobijas hechos de pedacitos de múltiples colores. No hay una uniformidad de colores, son disparatados. No hay una uniformidad de texturas, van de lo suave a lo ríspido; de lo almidonado a lo güango. Pero ese es su más grande atractivo, su disparidad, su conformación disparatada. Y son así porque así quieren ser, porque son textos salidos de las manos de un artesano del lenguaje, de aquel que no fabrica objetos en serie, sino que hace de cada objeto una obra única e irrepetible.

Arreola es como el personaje de Chaplin, un vagabundo tierno y divertido, pero también a veces patético y conmovedor. Sus textos son como sus juegos de pantomima, nos hacen reír y llorar al mismo tiempo; su sabor es agridulce, como el que nos despierta el contemplar al personaje chaplinesco cuando en La edad de oro se come satisfecho una de sus botas. Vive Juan José Arreola cuando un nuevo lector llega a saborear sus textos, a masticarlos con paciencia infinita, con regocijo de vaca contenta.