El monstruo umbral del presente

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El monstruo umbral del presente

Charles Manson

De acuerdo con Buchanan la imposición de los castigos deviene de la incertidumbre del hombre por que otro sujeto o él mismo cumplan ya sea con los designios de Dios o con los pactos suscritos entre los hombres. Si el individuo fuera capaz de obedecer las reglas divinas o humanas, de vivir conforme a una anarquía ordenada, no tendría necesidad alguna de crear instituciones o delegar a otro la ejecución de las penas. A pesar del interés de los cristianos y kantianos por gobernar el mundo de acuerdo a sus preceptos se siguen dando casos de paganismo y amoralismo, dando pie a nuevas técnicas de castigo en aras de la obediencia a la ley, incluso si es necesario bajo el canon: “cueste lo que cueste”.i Este costo, que de inicio rebasa cualquier código moral, se plantea conforme a la creación de mecanismos que sin demasiada inversión monetaria permitan vigilar y castigar adecuadamente. Uno de los instrumentos más efectivos al poder punitivo es fijar en el individuo la idea de temporalidad cuando decide cometer un crimen.

La noción de finitud respecto al capital humano provoca que las decisiones en los hombres se tomen con base en el interés: la utilidad y rendimiento en el trabajo y la satisfacción en el menor tiempo posible del mayor número de deseos. Con el crimen, según Buchanan, sucede algo muy similar: el delincuente que perpetra un ilícito lo hace pensando que en el presente o futuro inmediato obtendrá una satisfacción o una utilidad mucho mayor a la que representa el castigo al que se hace acreedor, el cual además no se concretará sino hasta el futuro lejano. El balance del máximo de utilidades, tanto temporales como económicas del criminal y la población, se ve plasmado en el artilugio constitución protegido por el Estado. ii La función del neoliberalismo es impedir el retorno del monstruo e incentivar en la población y el individuo el orden de la anarquía liberal.

Beccaria y Bentham son fundamentales para la confección del pensamiento jurídico al castigo al interior del modelo neoliberal:iii “A principios del siglo XIX, el gran filósofo Jeremy Bentham nos ofreció su perspectiva sobre la motivación de quienes cometen un delito […] Según este enfoque económico, los delincuentes responden a los incentivos, como todas las demás personas”.iv Se trata en este caso, según Foucault, de “neutralizar todos los efectos surgidos desde el momento en que se pretendió -como sucedió con Beccaria y Bentham- repensar los problemas económicos y darles forma dentro de un marco jurídico que fuera absolutamente adecuado”.v En primer caso, inspirado por el humanismo Beccaria será un entusiasta reformador de las condenas en tanto economista de los castigos. En su libro De los delitos y las penas escribe: “No sólo es interés común que no se cometan delitos sino que sean menos frecuentes proporcionalmente al daño que causan en la sociedad”.vi Para que esto suceda será necesario establecer, cuando la violación a la ley ya se ha cometido, castigos que correspondan a la gravedad del delito; pero cuando el acto no se ha llevado a cabo es la disciplina la que debe “prevenirlo”, debe administrar, vigilar y castigar con antelación al individuo por medio del control del tiempo y el espacio. Ambos autores sugieren pensar la impartición de la justicia del derecho penal del siglo XVIII con base en el análisis del crimen desde la propia economía, pues la ley es el medio más barato para impartir las penas eficientemente. Becker en su artículo “Essays in the economics of crime and punishmentvii define crimen como la acción que puede hacer que un individuo sufra una pena, es decir, un crimen es un acto que está legislado conforme a una determinada pena. Esta definición obliga preguntarse, por una parte, lo que significa crimen para el criminal mismo, para el sujeto capaz de cometer acciones sujetas a castigos, pero también a intereses; por la otra analizar al homo œconomicus en tanto individuo que comete una acción aun bajo el peligro de ser castigado por una pena legislada. En ambos casos, desde dicha definición, no existe la posibilidad de diferenciar delitos como el pasarse un alto y cometer un homicidio, lo que significa al mismo tiempo que cualquier persona sin ser aparentemente un monstruo puede ser un criminal. Se entiende que el sujeto económico, individuo libre, es perfectamente capaz de invertir en un acto cualquiera, por ejemplo cometer un delito, pensando en la ganancia que obtendrá -quizá la satisfacción de un interés- y la pérdida a la que estará sujeto posteriormente -el castigo legislado. La pretendida reducción gradual del crimen se ve fácilmente rebasada en las sociedades contemporáneas neoliberales, en cuyo seno los crímenes obedecen más al mercado del crimen que a la economía de las penas. En consecuencia el sistema judicial no tiene que lidiar con la dicotomía crimen-criminal, sencillamente se ocupa de la economía de las conductas criminales con base en las gananciasy pérdidas que obtenga el infractor, esto es, conforme a una oferta del crimen.viii

El análisis de la criminalidad vista desde el neoliberalismo permite pensar la ley como una prohibición dada en la realidad. A la manera de un speech actix el castigo junto con el enforcement of law admite el ejercicio de toda una serie de instrumentos para proporcionarle realidad a los códigos y normas a través de técnicas que detectan y detienen a los criminales, aportan pruebas contundentes a los jueces y agravan o moderan la pena consignada. Estos elementos componen la demanda negativa del crimen con que se inserta en el mercado la conducta ilegal del hombre económico. Sin embargo la oferta del crimen dispuesta de esta manera impide que sea indefinida y elástica, esto es, que sea constante ante cualquier forma y nivel proveniente de la demanda negativa. Foucault propone, por ejemplo, pensar en los crímenes pasionales.x

Delitos de este tipo pueden reducirse si los divorcios fueran más ágiles y se combatiera el laxismo judicial, sin embargo aunque las leyes fueran modificadas para reducir el número de asesinatos pasionales resulta muy difícil mantenerlos en un cinco, dos o uno por ciento. Explica Foucault: “la elasticidad, es decir, la modificación de la oferta con respecto a los efectos de la demanda negativa, no es homogénea según las diferentes franjas o los diferentes tipos de acción examinados”.xi La diferencia entre los reformistas del siglo XVIII y los neoliberales es que aquellos pensaban en la erradicación del crimen: el panóptico pretendía que la perpetua vigilancia hiciera consientes a los individuos de las miradas que los persiguen y el castigo al que se hacen merecedores. El sujeto en riesgo de sufrir una pena por cometer un delito, basándose en un cálculo económico, preferiría no hacerlo y en consecuencia, paulatinamente, las infracciones se reducirían hasta ser eliminadas por completo.xii En cambio el neoliberalismo no pretende la aniquilación del crimen, más bien busca intervenir en el mercado de este por medio de una oferta negativa del crimen, en cuyo caso el costo no deberá rebasar el costo del crimen cuya oferta se pretende reducir.

Las sociedades contemporáneas son productoras y consumidoras de diversos tipos de comportamientos entre los que se incluyen los criminales, no desea un sistema penal que procure una tasa cero en delitos, más bien están complacidas con cierto grado de ilegalidad. El problema para los neoliberales no es más cómo castigar cada crimen sino qué es lo tolerable y conforme para una sociedad, cuántos crímenes pueden dejarse pasar por alto y cuántos criminales pueden no estar sujetos a un proceso legal.

La penalidad sería entonces una manera de administrar los ilegalismos, de trazar límites de tolerancia, de dar cierto campo de libertad a algunos, y hacer presión sobre otros, de excluir a una parte y hacer útil a otra; de neutralizar a éstos, de sacar provecho de aquellos. En suma, la penalidad no “reprimiría” pura y simplemente los ilegalismos; los “diferenciaría”, aseguraría su “economía” general.xiii

Según Ehrlich, prosigue Foucault, el carácter monstruoso del castigo carece de importancia alguna, lo realmente significativo es que los involucrados se encuentran inmersos en las nociones de ganancia y pérdida con base en el crimen.xiv Esto significa que la distinción dada entre criminales natos, ocasionales, perversos y reincidentes con base en la patología de su acción o en las estadísticas criminales, habla de cualquier modo de un hombre empresa envuelto en el costo y beneficio o en la ganancia y pérdida del crimen al interior del ambiente.

Si bien en el siglo XVI y XVII el monstruo es en sí mismo un personaje peligroso y criminal, en los siglos XVIII y principalmente en el XIX la figura que predomina en la práctica judicial y médica es la del crimen monstruoso y amoral. Tal es el caso de Sélestat, Papavoine yHenriette Cornier.xv Estos personajes presentan en sus actos la monstruosidad jurídica al violar la ley, pero al mismo tiempo la natural al vulnerar el orden divino; mezcla trasgresora al reino del derecho y al de la naturaleza: “El monstruo es, en el fondo, la casuística necesaria que el desorden de la naturaleza exige en el derecho”. Detrás de la economía del exceso soberano y la posterior economía mesurada del castigo se encuentra el crimen amoral, terriblemente monstruoso por cometerse entre la norma y la transgresión, la razón y la locura, el derecho y la naturaleza; frontera caracterizada, por una parte, por el quebranto del pacto social en aras del interés egoísta; por la otra debido a la ausencia de interés en el crimen y la inexistencia de un móvil.xvi

Lo que busca conocer el dínamo jurídico-psiquiátrico rebasa el entorno de la infracción, desea saber la inteligibilidad natural del crimen, esto es, el interés del autor por violentar los intereses de los otros. Cuando el delincuente actúa de forma egoísta rompe ya sea con la suma de voluntades del Leviatán o el pacto social entre iguales, por lo que se considera a este individuo un elemento de la naturaleza contranatura, es decir, un monstruo enfermo. A fines del siglo XVIII la relación entre patología y crimen deviene en códigos y reglamentos jurídicos colmados de posibles prescripciones médicas; por primera vez el criminal se considera un ser patógeno. La economía del poder de castigar patologiza el crimen en la figura del político, enfermo de poder que abandona el interés de la población para satisfacer sus propios intereses, criminal que rompe el pacto suscrito entre un hombre y otro, soberano que dicta leyes a los súbditos, pero que al no ser respetadas éstas por la misma realeza se convierte ipso facto en un déspota, un hombre solo que “hace valer su violencia, sus caprichos, su sinrazón, como ley general o razón de Estado”.xvii

El humanismo promotor de la economía de los castigos basados en el derecho y la psiquiatría señala, clasifica y juzga al antiguo soberano como criminal jurídico, monstruo que daña a todos desde su particularidad y que por su irreverente conducta se hace merecedor al castigo popular: la guillotina. El monstruo político es Luis XVI, el verdugo humanista es el jacobino, el castigo es la muerte y el libro la reunión de los mil rostros ocultos del terror.

Una de las primeras atenciones del legislador debe ser prevenir los crímenes, y es responsable ante la sociedad de todos los que no impidió cuando podía hacerlo. En consecuencia, debe tener dos metas: una, expresar todo el horror que inspiran los grandes crímenes; la otra, espantar mediante grandes ejemplos […] El crimen habita la tierra y el gran error de los escritores modernos es prestar sus cálculos y su lógica a los asesinos: no vieron que esos hombres eran una excepción a las leyes de la naturaleza, que todo su ser moral estaba apagado; ése es el sofisma generador de los libros. Sí, el aparato del suplicio, aún visto de lejos, horroriza a los criminales y los detiene; el cadalso está más cerca de ellos que la eternidad. Están al margen de las proporciones corrientes; ¿sin esto asesinarían? Así pues, hay que armarse contra el primer juicio del corazón y desconfiar de los prejuicios de la virtud.xviii

En la literatura de terror convergen tanto el monstruo real como el popular, desde el rey hasta el homicida. Escribe Foucault: “véase la aparición de la literatura policial y el interés periodístico por el crimen a partir de mediados del siglo XIX; véanse todas las campañas relacionadas con la enfermedad y la higiene; miren también todo lo que pasa en torno a la sexualidad y del miedo a la degeneración”.xix

Hacia finales del siglo XX y principios del XXI, se puede aventuradamente afirmar, aparece el dispositivo que incluye dicha serie criminal-literaria-discursiva cuyo ejercicio inculca uno de los mayores miedos entre los sujetos económicos: el criminal desinteresado. En apariencia es un sujeto formado acorde la natura, sin resquicios psicológicos o jurídicos que denoten peligrosidad alguna, secreto y cauto con su propia epistemología, hombre económico que produce y consume como lo hace normalmente la población, pero que gusta de los ilícitos sin móvil. Monstruo oculto tras diversas y antiquísimas subjetividades que devienen en máscaras cuyos crímenes le retribuyen utilidades todas, pues no le importa más la oferta y la demanda del crimen sino la repetición del mismo. No se trata del criminal útil avalado por la ley que se oculta tras el genérico “verdugo”, sino del criminal que fascina, es probablemente el serial killerxx motivo de literatura, discursos médico-jurídicos y el desarrollo de sistemas de control. ¿Se trata, entonces, de Jack “El destripador” y John Wayne Gacy, es Ted Bundy y Jeffrey Dahmer, pero también se trata de Pierre Riviére y Henriette Cornier? Figuras que expresan, paradójicamente a decir de Jaques-Alain Miller, que “nada es más humano que el crimen”.xxi

i Cf. Robert Alexy, El concepto y la validez del derecho, pp. 136-157. Para una defensa de la razón práctica kantiana en el derecho y contra los argumentos “emotivos” de Nietzsche y Foucault, además de la teoría de la maximización de utilidades de Buchanan que, según el autor, sigue de cerca los pasos de Hobbes. Vid. “Una concepción teórico discursiva de la razón práctica”.

ii Cf. James M. Buchanan, “El dilema del castigo”, Los límites de la libertad, pp. 161 y ss. Para la economía y el derecho actuales todos los sujetos son sin excepción alguna potencialmente criminales, pero la aplicación del castigo con base en la utilidad temporal del crimen obliga a dichas disciplinas concentrarse en al menos dos tipos de sujetos: el criminal declarado y el “normal” que cometió un error. Para la comunidad, la misma que a través de la constitución fijó leyes y penas, mostrará castigos que bien puede soportar el criminal (el castigo aun le resulta permisivo pues la utilidad del crimen es mayor que la aplicación punitiva), pero excesiva para aquel que por primera vez delinque. Al parecer el recurso más viable es la procuración de la felicidad del hombre medio, pero al tiempo que se promulga esta solución se manifiesta en el fondo el terrible retorno del Leviatán, no bajo la forma imaginada por Hobbes: súbdito y rey, sino por el monstruo colectivo llamado contrato social, pacto entre los hombres, sociedad, población. En otro sentido para Foucault el New Deal, The laissez faire y el plan Beveridge son pactos de guerra contra el individuo. Su característica común es obligar a la población firmar un contrato en que se hagan matar por el trabajo, el horario o la seguridad social a cambio de conservar el empleo a lo largo de su vida. Lo interesante de estos documentos es que los pactos no se suscriben entre los Estados-nación sino entre civiles, quienes están obligados a defender a las potencias de la invasión extranjera a cambio de políticas de seguridad social y laboral.

iii Lepage resalta en su estudio, aunque no lo desarrolla, la importancia del análisis económico en relación con el crimen. Trabajos pioneros son los de Erlich, Ozen y Landes. En el presente estudio principalmente se hace referencia a los de Becker.

iv Gary S. Becker, “El enfoque económico en lucha contra el crimen”, La economía cotidiana, p. 218.

v M. Foucault, Nacimiento de la biopolítica, p. 290.

vi César Beccaria, De los delitos y las penas, p. 225.

vii Apaud M. Foucault, Nacimiento de la biopolítica, p. 286.

viii A decir de Andrew Dilts “The problem of crime, in this approach, begins and ends with economic analysis as an interior logic, prior to the use of any legal framework. It is not that the application of the law should be economical, but that economics should dictate the law”.Andrew Milts, “Michel Foucault meets Gary Becker: criminality beyond discipline and punish”, p. 10.

ix M. Foucault, op. cit., p. 294. Para Wittgenstein no se puede saber el significado de una palabra sino hasta que ésta se utiliza en la cotidianidad bajo un contexto determinado. Para hablar de palabras hace falta formar parte de la actividad, de la vida y de las instituciones, es decir, formar parte de los “juegos del lenguaje”. Esto significa que comprender una oración es entender también el juego en que se desarrolla, el contexto en que se dice y las reglas con las que se constituye. Los individuos se encuentran inmersos en juegos del lenguaje que a la vez forman parte de su vida habitual. (Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, pp. 107 y ss.) Por su parte Searle afirma que hablar un lenguaje es sumarse a una serie de reglas que gobiernan una conducta. En sus palabras: “hablar un lenguaje consiste en realizar actos del habla, actos tales como hacer enunciados, dar órdenes, plantear preguntas, hacer promesas y así sucesivamente, y más abstractamente, actos tales como referir y predicar, y, en segundo lugar, que esos actos son en general posibles gracias a, y se realizan de acuerdo con, ciertas reglas para el uso de los elementos lingüísticos”. (John R. Searle, Actos del habla. Ensayo de filosofía del lenguaje, pp. 25-26). En tanto Austin, de manera similar, escribe: “lo que tenemos que estudiar no es la oración sino el acto de emitir una expresión en una situación lingüística, entonces se hace muy difícil dejar de ver que enunciar es realizar un acto”. (John L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras. Palabras y acciones, p. 185). Para Foucault estos análisis anglosajones si bien son importantes son limitados al centrarse en conversaciones cotidianas, más bien propone un contexto más extenso y real: las prácticas y estrategias con que el poder se entrama en los discursos para dar con la racionalización y regularización que guardan los enunciados al producir subjetividades: “si uno se sitúa en el nivel de una proposición, en el interior del discurso, la separación entre lo verdadero y lo falso no es ni arbitraria, ni modificable, ni institucional, ni violenta. Pero si uno se sitúa en otra escala, si se plantea la cuestión de saber cuál ha sido y cuál es constantemente, a través de nuestros discursos, esa voluntad de verdad que ha atravesado tantos siglos de nuestra historia, o cuál es su forma general el tipo de separación que rige nuestra voluntad de saber, es entonces, quizá, cuando se ve dibujarse algo así como un sistema de exclusión (sistema histórico, modificable, institucionalmente coactivo)”. M. Foucault, El orden del discurso, p. 19.

x Cf. José Martí Gómez, Historias de asesinos, pp. 52-56. En España a finales del siglo XX se dio a conocer un caso conocido como “El matrimonio que se comportaba como amantes” en que Antonio Tous, exboxeador y alcohólico, a l’heure des crimes et des amours asesinó a su esposa. No obstante que su relación conyugal se encontraba en fase de divorcio canónico se seguía viendo con su esposa un día por semana en un departamento de la madre de Tous; esto levantó sospechas en torno a la infidelidad del marido en la familia de ella, la cual decidió contratar a un detective y saber de la amante. La sorpresa fue de lo más desagradable: la amante era la propia esposa. Cierto día él, después de verse con ella, acudió a la jefatura de policía para declararse culpable de su muerte mediante la siguiente declaración: “Volvió a decir que aquello era una locura. “Todo lo nuestro parece que siempre ha sido una locura”, le respondí […] Mientras se subía la cremallera lateral de la falda comentó que era absurdo vivir separados para encontrarnos sólo un día a la semana. Le pregunté si sabía de alguna solución mejor. Me respondió que sí: que la mejor solución era suprimir ese día de la semana, aunque al principio nos pudiera resultar doloroso. Cogió una de sus medias y empezó a ponérsela. Era la media de la pierna izquierda. Le pregunté si lo que acababa de decir iba en serio. Observó, ladeando ligeramente la cabeza, si la costura posterior de la media estaba recta. Prestó tanta atención a ese detalle que parecía ser lo único importante para ella en ese momento. Me respondió que sí. Que lo había dicho en serio. “Completamente en serio -remachó-. Hace tiempo que lo vengo pensando […] Monté el arma. Vi por última vez, lleno de vida, su cuerpo esbelto, su piel dorada. Nada me importaba si no podía seguir teniendo a aquella mujer entre mis brazos y escuchar su voz y percibir su perfume de violetas. Me acerqué unos pasos, levanté el arma y disparé. Volví a disparar sin tan siquiera ver su rostro. Sólo una silueta que se contorsionaba de forma que me pareció grotesca, impropia de la elegancia de Nuria. Disparé de nuevo, apuntando de arriba abajo sobre un bulto inmóvil a dos metros de mis pies”.

xi M. Foucault, Nacimiento de la biopolítica, p. 296.

xii Empero la cárcel construida con el modelo del panóptico no concretó los valores proclamados por el humanismo ni combatió el crimen como dijeran las predicciones reformistas, por el contrario se convirtió en un espacio en que no disminuía la tasa de crímenes y el número de reincidentes aumentaba en gran medida. La prisión pronto se transformó en la fábrica de delincuentes más efectiva de las ciudades. M. Foucault, Vigilar y castigar, p. 270. Cf. François Boullant, Michel Foucault y las prisiones, pp. 63 y ss.

xiii M. Foucault, Vigilar y castigar, p. 277.

xiv M. Foucault, El nacimiento de la biopolítica, p. 302. Según David Garland, quien sigue de cerca a Rusche y Kirchheimer, en las sociedades modernas tardías, principalmente en Estados Unidos, se da lugar un fenómeno conocido como el “complejo penal comercial”. La perpetuación del crimen -tolerado por la sociedad- genera año con año miles de millones de dólares de ganancia por medio de la privatización de las cárceles (desde su edificación hasta los servicios que cada una ofrece), la creación de empresas privadas que ofrecen seguridad y la creación de tecnología que proteja a los particulares de la delincuencia y en consecuencia los mantenga en el estado de bienestar: “tendencias actuales de política criminal, como la ‘privatización’ de las prisiones, los ‘castigos comunitarios’ y la utilización de nuevas tecnologías de vigilancia, tienen claras implicaciones financieras, así como repercusiones para el mercado laboral […]”. David Garland, Crimen y castigo en la modernidad tardía, p. 153.

xv M. Foucault, Los anormales, pp. 103, 109. Foucault hace alusión al estudio que realizara Jean-Pierre Peter sobre la mujer de Sélestat, quien en 1817 mató a su hija, luego la descuartizó y finalmente cocinó su pierna con repollo blanco, platillo que degustó en su hogar. El análisis psiquiátrico del hecho dictaminó conforme a la hambruna que azotaba a Alsacia. La mujer en su calidad miserable actuó conforme a un móvil válido para todo ser humano: el hambre, por lo que la locura, y por ende el análisis psiquiátrico, no formaba parte del crimen. En 1824 Papavoine asesinó a dos niños, uno de cinco y el otro de seis años de edad. Según su alegato creyó reconocer en ambos infantes a miembros de la familia real. El móvil se enfocó en la ilusión, la falsa creencia y el delirio, en suma, a la locura. Por lo que, a la inversa del móvil casi lúcido y racional de la mujer de Sélestat, Papavoine fue motivo de análisis del poder psiquiátrico. (p. 109). Henriette Cornier, mujer joven, fue abandonada por su marido; luego ella hizo lo propio con sus hijos. Trabajaba cuidando niños de familias parisinas, pero sus deseos de suicidio y constantes tristezas generaron la desconfianza de la gente. En noviembre de 1825 Cornier acude con su vecina y se ofrece para cuidar a su hija de 18 meses de edad: “Henriette Cornier lleva a la niña a su habitación y allí, con un cuchillo que ya tenía preparado, le corta el cuello por completo, permanece un cuarto de hora junto al cadáver, con el tronco de un lado y la cabeza del otro, y cuando la madre llega a buscar a su hija, le dice: ‘Su hija ha muerto’. La madre se inquieta y al mismo tiempo no lo cree, intenta entrar al cuarto y, en ese momento, Henriette Cornier toma un delantal, envuelve la cabeza con él y la arroja por la ventana. Es detenida de inmediato y, cuando le preguntan ‘¿por qué?’, contesta: ‘Fue una idea’. Y prácticamente no se le pudo sacar nada más.” No se puede hablar de locura en Henriette, pero tampoco existe un móvil jurídico, no hay interés en el crimen. (p. 110).

xvi En entrevista con J. Bauer, Foucault pregunta a propósito del crimen de Rivière: “La psychiatrie contemporaine soutiendrait que Pierre a été forcé de commettre son horrible crime. Mais pourquoi devons-nous situer toute chose à la limite entre santé mentale et folie? Pourquoi ne pourrions-nous accepter ‘idée qu’il existe des personnes totalement amorales qui marchent dans les rues et sont absolument capables de commettre des homicides ou d’infliger des mutilations sans en éprouver aucun sentiment de culpabilité ou aucun scrupule de conscience?” M. Foucault, “M. Foucault. Conversation sans complexes avec le philosophe qui analyse les « structures du pouvoir »”, Dits et écrits II1976-1988, p. 677.

xvii Ibid., p. 95.

xviii Prugnon, apaud M. Foucault, Los anormales, p. 92. La economía punitiva es el terreno propicio para el florecimiento de la literatura de terror cuyas páginas describen y relatan las andanzas de dos tipos de monstruos. El primero el príncipe egoísta transgresor de la ley general, el segundo el monstruo común: el bandolero, el idiota, el hombre que vive al interior de los bosques. A decir de Foucault el Château des Pyrénées juega con ambas figuras al mostrar el castillo, símbolo de la realeza y el poder soberano, como el refugio de los bandoleros que siembran el terror entre los pueblerinos. Lo que significa que la lectura de las novelas de terror de este estilo debe hacerse, además, conforme lo demanda una novela política. Hacia esta dirección apuntan las novelas de Sade. Para este autor el monstruo proviene igual de la nobleza que del pueblo, lo mismo es un rey que un insurgente, nadie se salva de ser protagonista de la enfermedad que provoca el interés particular. Forman parte de la literatura de terror la monstruosidad sexual y antropofágica relatos en torno a “Vacher en Francia, el Vampiro de Düsseldorf en Alemania; es, sobre todo, Jack el destripador en Inglaterra, que presentaba la ventaja, no sólo de destripar a las prostitutas, sino de estar probablemente vinculado con un parentesco muy directo con la reina Victoria. Por eso, la monstruosidad del pueblo y la monstruosidad del rey se reunían en una turbia figura”. M. Foucault, Los anormales, p. 104.

xix M. Foucault, Nacimiento de la biopolítica, p. 87. Por ello Foucault recupera la trilogía Lacenaire-Gaboriau-Lombroso, afirma Boullant, para dar cuenta de tres actividades cómplices: el criminal, el novelista y el criminólogo: “la que relata el hecho supuestamente en bruto, la que lo novela y la que especula a partir de él”. Unidades del discurso ordenado en torno al crimen. François Boullant, Michel Foucault y las prisiones, p. 89.

xx Cf. Robert K. Ressler, Tom Shachtman, Dentro del monstruo, pp. 75 y ss. El término “asesino en serie” fue acuñado por Robert K. Ressler (ex-agente del FBI) para renombrar los todavía llamados en la década de 1970 “asesinatos cometidos por desconocidos” y aplicarles además el mote de monstruos. Explica Ressler respecto al “Destripador”: “Una de las razones por las que Jack el Destripador aterrorizaba a los que oían o leían cosas de él cuando estaba en activo era que mataba a personas desconocidas, de lo que se desprende que cualquier individuo normal y corriente que saliera a dar un paseo por la noche debía temer a cualquier extraño que se cruzara en su camino […] Los asesinatos de Jack el Destripador, aunque no incluían el coito, eran también sexuales, puesto que el arma homicida era un cuchillo y la acometida con el cuchillo en el cuerpo sustituía a la acometida del pene” (pp. 76-79). Entre las características de un asesino serial, comenta, es el uso predilecto del cuchillo, luego la estrangulación y por último la asfixia.

xxi Jaques-Alain Miller, Nada es más humano que el crimen, en: http://www.facebook.com/note.php?note_id=35884607146.

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