El ojo del alter ego

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El ojo del alter ego

Posibilidad de una fenomenología de la recepción fílmica

Montaje que impresiona sobre el

Montaje que impresiona sobre el “Trigal con segador a la salida del sol” (1889), de Van Gogh, el “Don Quijote”(1955), de Picasso

  • 1. El aprendizaje de un idioma de la mirada

Cuando Alonso Quijano cierra el último de sus libros dispuesto a armarse caballero andante, lo hace teniendo en mente el recuerdo de los muchos héroes y las muchas hazañas que ha leído en las novelas de caballerías. La resolución de imitar las gestas de Amadís de Gaula y de dejarse guiar por la ley de la caballería andante proviene de una prolongada identificación de su persona con aquellos héroes y hazañas. El inminente Don Quijote sale al mundo. Su firme voluntad de verse cuanto antes armado caballero encubre un deseo mucho más amplio: el deseo de que el sombrío horizonte manchego adquiera por completo la tonalidad de una tierra de leyenda. Hay que hacer notar, bajo la voluntad expresa, esta creencia implícita: Alonso Quijano no sólo se ha identificado con los héroes de las novelas de caballerías, sino también con la atmósfera de las mismas, con el modo en que las gestas de aquellos son relatadas. Dicho de otro modo, Don Quijote se identifica tanto con los protagonistas de las novelas como con sus narradores, aquellos que hechizan al lector con la palabra y con un privilegiado punto de vista. Don Quijote no pretende entonces ser un caballero andante en un mundo cualquiera. Para él es preciso que el mundo se presente, junto a su nueva condición, como un mundo de leyenda. Ahora bien, que esto sea así no ofrece duda alguna a Don Quijote. Él no necesita ir en busca de un narrador que esté a la altura de sus hazañas. En su primera salida lo que Don Quijote ansía es ser armado caballero andante, porque así es como se dan las cosas en las novelas que lee. El resto se dará por añadidura.

13.1

La asistencia de un narrador que desde algún lugar siga atento con su pluma las hazañas del héroe es una creencia tácita que no ofrece motivos de vacilación. Si hay aventura, hay narración. La misma convicción podría ejemplificarse desde una perspectiva religiosa: si hay sufrimiento, hay un Dios para justificarlo; si hay pecado, hay un Dios para perdonarlo. El ojo que desde algún lugar contempla y asiste a la peripecia humana proviene de un imaginario que hunde sus raíces en la propia esencia de la conciencia. Ya en Sócrates encontramos al daimon, a quien aquél daba la más absoluta credibilidad. En el caso de Don Quijote, el narrador imaginario no está allí para ofrecer las reglas de una vida virtuosa, sino para narrar sus resultados. Don Quijote, como hemos advertido, no sólo proyecta en su imaginación sus futuras leyendas, sino el relato de las mismas. Las confía a un sabio, pero no deja de anticiparlas, como queriendo asegurar que sean pintadas a imitación de las que él ha leído en los libros:

Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo y diciendo:

—¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a la luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera?: Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados parajillos con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel»

Y era verdad que por él caminaba. Y añadió diciendo:

—Dichosa edad y siglo dichoso siglo aquel adonde saldrán a la luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar ser el coronista de esta peregrina historia! Ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras[1]

13.2

Tenemos aquí, en un breve espacio, la confluencia de tres puntos de vista: a) la narración de la primera salida de Don Quijote; b) la voz en primera persona de Don Quijote; y c) la narración, evocada por el mismo por Don Quijote, de esta primera salida. Tenemos, por así decir, dos narraciones —y por tanto dos narradores— de esta primera salida: una narración que parodia la situación de Don Quijote y otra que la encumbra, aprendida de los libros de caballerías. En ambos casos, y a esta altura del relato, ninguno de estos dos narradores tiene nombre conocido, mientras que ya sabemos que su personaje se llama Don Quijote y que antes se llamó «Quijada», «Quesada» o «Quijana». Es interesante notar que si bien Don Quijote no pregunta por el nombre de su narrador, tampoco nosotros, lectores, preguntamos quién narra. Entendiendo que el narrador coincide con el autor, no nos preguntamos, en un primer momento, si el narrador pueda ser también un personaje inventado por el autor y por tanto diferente del mismo.

Desde un punto de vista amplio, la creencia implícita de Don Quijote no resultó ser falsa: más de cuatrocientos años después su historia sigue encontrando lectores. Las hazañas de don Quijote son leídas todavía hoy. Ahora bien, si es cierto que el destino no traicionó al hidalgo al concederle un narrador, el caso es que no le concedió aquel que pintase sus historias como él quería. Sin duda a día de hoy, aunque no estén entalladas en bronces o esculpidas en mármoles, se suceden nuevas y cuidadas ediciones de la novela. Con todo, es probable que el principal protagonista de la misma no hubiese aceptado el fresco que le ha hecho inmensamente popular. Don Quijote confiaba no sólo en la existencia de un narrador, sino en su calidad: éste habría de relatar al modo en que se relataba en las novelas que él amaba.

Lo que Don Quijote ha incorporado es un esquematismo desde el que traducir toda la realidad. No ha aprendido una lengua extranjera, que puede servir eventualmente para comunicarse con alguien que no habla el propio idioma. Lo que aprende —o lo que aprehende— es una mirada que traduce el mundo por entero. Podría entenderse como una mirada extranjera, siguiendo la analogía de un idioma que aprendemos pasada la infancia, pero el caso es que Don Quijote impregna una mirada que hace olvidar por completo lo que veía anteriormente —en este sentido, una mirada materna. Su necesidad de ser armado caballero andante es la necesidad de pactar una traducción total del mundo que se da a la mirada. De otro modo el juego no tendría sentido: Don Quijote se tendría a sí mismo por loco. Es preciso entonces variar la condición personal, y pasar de ser Alonso Quijano a ser Don Quijote. Pero es necesario también variar el punto de vista sobre el mundo, donde sin embargo Ahora bien, aquí no es necesario un cambio de nombre ni un cambio de rostro: no hace falta gesto ni ademán alguno, precisamente porque el modo en que enunciamos el mundo proviene de un fondo anónimo que es fruto de un aprendizaje pasivo. Aquí no hace falta ritual.

Quijote de la Mancha de Gustave Doré

Quijote de la Mancha de Gustave Doré

Tampoco hace falta esfuerzo: Don Quijote habrá de esforzarse por derrotar a los gigantes: la asunción de su persona bajo la figura del caballero implica una voluntad firme y duradera. Pero el relato es algo que envuelve sus acciones. La tonalidad heroica es algo que le pertenece al mundo, es propia a la cosa misma. En último término, supondría el mayor esfuerzo el desvestir el mundo de esta envoltura heroica. Esta es la mayor de las derrotas, la que se da al final de la novela. El enemigo no es ningún gigante, ningún genio maligno. Es el mundo por completo que se impone a la mirada de Don Quijote; es la imposibilidad de seguir traduciendo, de seguir manteniendo esa creencia de fondo.

Digámoslo una vez más: Don Quijote se ha identificado con los héroes de las novelas de caballerías porque también se ha identificado con el punto de vista que asiste narrativamente a las mismas. Si se ha hechizado con las gestas de un Amadís de Gaula ha sido en gran medida por la pintura que de ellas ha hecho la narración de las mismas. Así, a los talentos del héroe se une el talante del narrador, que también tiene su orden de poderes y de destrezas. Basta armarse caballero andante, ocasión que Don Quijote ha de buscar personalmente, para que los gigantes hagan olvidar a los molinos. Lo curioso es que la mirada de aquel sabido narrador a quien Don Quijote evoca forma parte de su mirada. Dicho de otro modo, si en las novelas de caballerías Don Quijote veía a los héroes desde la posición del narrador, ahora que va a hacerse caballero andante verá y vivirá la aventura desde sus propios ojos, pero siempre con el presentimiento de que alguien más ve sus hazañas desde cierta distancia para que otros muchos puedan vivirlas en el futuro. He aquí la diferencia de su aventura con respecto a las aventuras que admira. Amadís de Gaula no se sabe narrado. Para Don Quijote en cambio sus aventuras no tendrían ningún sentido sino fuera por su narración, porque sabe, de modo inconsciente, que el sentido último de la aventura sólo puede sintetizarse en los ojos del lector, el que él mismo fue algún día.

  • 2. La dialéctica de las identificaciones: acción y enunciación

Vamos a llevar ahora esta breve ilustración al plano de la reflexión sobre la experiencia cinematográfica, más propia de nuestros días. Un teórico francés, Christian Metz, ha diferenciado precisamente dos tipos de identificación en el cine, a los que ha llamado identificación primaria e identificación secundaria. Según su posición, la identificación secundaria es aquella que se produce con los personajes, con sus acciones y pasiones, sus aventuras y sus desvelos, su suerte y su sufrimiento. Esta es una identificación principalmente psicológica que responde a la empatía con el otro. La identificación primaria, por su parte, es aquella que se produce con la instancia que nos abre a la historia del personaje, con la enunciación de su historia. Esta es una identificación trascendental: no se realiza con respecto a alguien o algo que pueda ser visible o experimentado como un objeto. Es una identificación con un punto de vista, con un estilo, con una tonalidad; en definitiva, es una identificación con una subjetividad constituyente, pero que no reclama un cuerpo, un nombre, un yo: una subjetividad reducida a mirada, imposible de ser reflejada pero dotada de poderes que pueden ser descritos[2]. En este tipo de identificación no soy yo, como lector o espectador, el que me pongo en el lugar del otro; antes bien, la enunciación me pone a mí en su lugar: justamente porque ese lugar no corresponde a otro cuerpo ni a otro nombre. Me identifico con una instancia constituyente que es anónima y transparente, un narrador que relata con sólo mirar. Ahora bien, si esta mirada no permite ser reflejada, sí permite ser reflexionada.

Christian Metz

Christian Metz

Ya hemos sugerido que esta identificación primaria se da de un modo pasivo, involuntario. No recordamos haber aprendido a hablar nuestra lengua. De igual modo, no hemos aprendido a ver con nuestra mirada. En una cultura significante de la imagen como es la nuestra, es indudable —y no es inocente— que nuestra mirada no es neutral, que su encuentro con las cosas se da dentro de una gramática que predetermina su sentido. La identificación con sujetos concretos —con nombre y apellidos— en un mundo se da dentro de una identificación más general con una tonalidad y con un cierto horizonte emocional que sirven de fondo a esa identificación. En la literatura esta identificación general se produce en virtud de la llamada voz narrativa, que nos hace ver un mundo. Podemos decir, de otro modo, que nos incorporamos a un punto de vista que nos permite, en primer lugar, identificar un mundo e identificar a sujetos con los cuales, eventualmente, vamos a identificarnos en un segundo momento. En el caso del cine, podríamos hablar sencillamente de mirada, de mirada narrativa. Una de las diferencias entre la voz y la mirada es la mayor transparencia de esta última. En el cine no vemos a través del texto, sino a través de una mirada que en último término es la nuestra. En la lectura tenemos el texto enfrente, que ofrece cierta opacidad. En el cine se nos oculta la cámara que, por así decir, ha escrito la historia, así como el proyector que, por su parte, ahora lee por nosotros. El texto del relato cinematográfico es la cosa misma dada a la percepción. El tipo de identificación que se da, entonces, con el foco de la enunciación, llega a ser muy discreta. Resulta del todo natural si, por un lado, el espectador ha aprendido ese idioma de la mirada y, por otro, si el film utiliza un lenguaje suficientemente estandarizado.

En este contexto, y haciendo una nueva referencia al caso de Don Quijote, preguntaremos si una posible traducción cinematográfica de la experiencia es posible más allá del final de una película. Como hemos señalado, Don Quijote resuelve traducir el mundo en términos narrativos. El suyo es un acto voluntario, una resolución que necesita un acto inaugural, un rito. En el caso del cine, y debido a la transparencia de la enunciación, preguntamos si está o no en la mano del espectador el apreciar en la superficie de las cosas las vetas de una herencia cinematográfica. Si tomamos en consideración la asistencia regular al cine, cosa que fue habitual durante más de medio siglo, podemos preguntarnos por una posible traducción inconsciente del texto del mundo a la gramática fílmica. Para formular una hipótesis como esta, es preciso enunciar la tarea de una fenomenología de la recepción cinematográfica.

  • 3. Tres teorías sobre la subjetividad en el cine

Los problemas relacionados con la enunciación y con la recepción aparecen ya en las primeras reflexiones teóricas sobre el cine. Para que el lenguaje cinematográfico pueda concordar con la predisposición del espectador es preciso que el cine presente el mundo de acuerdo a la experiencia subjetiva. Ahora bien, esto no quiere decir que el lenguaje cinematográfico se subordine a las condiciones de recepción del espectador. Antes bien, el cine propone sus propias reglas y estrategias a fin de lograr una sugestión particular. Si bien en los primeros tiempos del Cinematógrafo los operadores situaban la cámara delante de un objeto, sin moverla y realizando vistas de un solo plano, con el paso del tiempo habrían de institucionalizarse algunos recursos que darían lugar a nuevas y nuevas posibilidades, hasta diferenciar cada vez más la experiencia cinematográfica de la experiencia habitual. No obstante esta diferencia, la experiencia cinematográfica no por ello dejaría de naturalizarse. El reflejo del mundo en la pantalla tendría como contrapartida el reflejo de lo cinematográfico en el mundo. Al ser un objeto de consumo, el cine no tuvo más remedio que perfeccionar aquellas técnicas que le permitiesen lograr un mayor grado de seducción, para competir con el resto de espectáculos y actividades ofrecidas al ciudadano en su tiempo libre. Gran parte del éxito del cine no depende de los contenidos que presenta, es decir, del argumento de las historias; se debe más bien al modo de presentarlos, a la tonalidad de las cosas que, paradójicamente, a medida que se alejan de su percepción normal se acercan a cierto secreto del espíritu.

El cine tiene un lenguaje particular, un modo de articular la presentación o presentificación del mundo. Existen diferentes recursos —primer plano, travelling, montaje, etc.— que no coinciden con el modo habitual de ver las cosas. El cine necesitó de un desarrollo relativamente dilatado para configurar su propia gramática. Y sin embargo, ha logrado naturalizar su lenguaje y adaptar la predisposición del sujeto a su estructura significante. El esfuerzo que implica aprender una lengua extranjera se suaviza en el cine, lo que ayuda a entender el juicio de algunos comentaristas que antes de la llegada del sonoro interpretaron el cine como la conquista de un lenguaje universal. Esta capacidad del cine lleva a pensar que, más que alejar su universo del mundo del espectador, lo que hace es presentar un mundo secreto, soñado; un mundo que sintoniza con la vida interior del espectador. Si esto es así, cabe entender que los recursos del cine, artificiales, servirían para reflejar y evidenciar la naturaleza de la vida íntima. Así lo entendió Hugo Münsterberg, que en una fecha muy temprana publicará un interesantísimo libro titulado The Photoplay: a Psychological Study (1916) en el que afirma:

El cine nos cuenta la historia humana superando las formas del mundo exterior —a saber, el espacio, el tiempo y la causalidad— y ajustando los acontecimientos a las formas del mundo interior —a saber, la atención, la memoria, la imaginación y la emoción.[3]

El cine, según Münsterberg, y en los conceptos de la fenomenología, revelaría el mundo a partir de la actividad intencional, poniendo en suspenso las leyes del mundo objetivo. De lo que se trataría sería precisamente de ganar un conocimiento de la intervención subjetiva en la significación del mundo. Esta consideración podía ayudar a comprender que el cine produjese un placer casi hipnótico. Pese al carácter realista que debe a su condición fotográfica, el cine nos ofrecería el mundo visto a través de una conciencia intencional, en donde podríamos asistir a sus recuerdos, fantasías, delirios, etc. La fruición, la especial pregnancia de la imagen cinematográfica estaría estrechamente relacionada con esta mirada originaria del espíritu, aquella que en vez de privilegiar la percepción de lo real la iguala a otras formas de vivencia —sueños, delirios— que tienen como objeto la dimensión de lo irreal. El cine se revelaría entonces como una suerte de conciencia, como una subjetividad. Entrar al cine supondría entrar a formar parte de la inmanencia de una corriente de vivencias de la que no podríamos conocer su cuerpo desde fuera: interioridad pura.[4]

Hugo Münsterberg

Hugo Münsterberg

Una sospecha parecida la encontramos en los textos de Jean Epstein. Para este teórico y cineasta francés, el cine tendría una inteligencia propia, una sensibilidad sui generis. Si en Münsterberg el cine venía a revelar la vida desde el punto de vista de la subjetividad, llevando el interés sobre todo al intelecto humano, en Epstein ya tenemos una distancia entre el aparato psíquico humano y la particular inteligencia de la máquina cinematográfica. Para Epstein el cine tiene un espíritu propio. La consecuencia es clara: si para Münsterberg el cine refleja el espíritu humano, para Epstein lo transforma, pues el espectador tiene que adaptarse a su forma de ver, a su sensibilidad e incluso a su moralidad.

El espíritu de la máquina cinematográfica es, para Epstein, un espíritu filosófico. La subjetividad del cine tendría como esencia interrogar filosóficamente la realidad. La novedad del cine sería la de una máquina capaz de filosofar y de transformar por completo la filosofía de la modernidad que comienza con Descartes. Tan revolucionaria le parecería a Epstein la filosofía del cinematógrafo que llegaría a calificarla de anti-filosofía. En todo caso, sería una filosofía subjetiva, la del sujeto-cine, y una filosofía dispuesta transformar la experiencia del espectador.

Jean Epstein

Jean Epstein

Un ciencia o una filosofía perfectamente objetivas, además de ser inconcebibles, no interesarían, no convencerían, no servirían a nadie porque humanamente no significarían nada. Lo que ordinariamente llamamos objetividad no es más que un grado medio de subjetividad, de la experiencia en la que casi toda la humanidad puede comunicarse y comprenderse mutuamente. Mientras que el funcionamiento de una máquina no conmueva nuestra sensibilidad, mientras que no venga a participar de nuestra vida interior, no puede darnos ninguna seguridad para pensar ni para creer en lo que pensamos. Es necesario entonces, antes de nada, que un mecanismo posea una sensibilidad sui generis, que pueda concordar con la nuestra.

En el caso del cinematógrafo, no solo tenemos una sensibilidad particular y múltiple, sino también una capacidad muy variada para combinar y transformar los datos de esa sensibilidad, de donde resulta una suerte de actividad psíquica, de vida subjetiva, que prepara y del mismo modo orienta el trabajo intelectual del ser humano.[5]

Tendríamos en Epstein una cierta diferencia entre las condiciones de recepción por parte del espectador, y las condiciones de proyección de la subjetividad cinematográfica. Ambas polaridades no estarían enfrentadas: más que subordinarse una a la otra, lo que estaría en juego sería una cierta dialéctica en la que, sin embargo, el motor estaría del lado del cine: el cine propondría nuevas y nuevas maneras de ver el mundo, de entrar a formar parte del mundo. Este sería su genio propio, en palabras del autor, y el secreto de su fruición: El cine como productor del asombro y el misterio que hacen brotar la filosofía. En este caso, lejos de partir de una subjetividad que se afirma a sí misma en el lema «cogito, ergo sum», el cine tendría en su propio desconocimiento su punto de partida. Su situación podría compararse con la de la criatura de Frankenstein, que apenas arrojada al mundo ha de preguntarse quién es.

En 1964 aparece un libro que está considerado como el precursor de la teoría del relato cinematográfico: la Lógica del cine de Albert Laffay. En este trabajo el autor centra la atención en la capacidad narrativa del cine y se pregunta por el lugar ideal, imaginario, desde el cual un film proyecta su historia. La pregunta por una supuesta subjetividad del cine viene formulada en atención a las capacidades de éste para contar una historia, es decir, para desempeñar el papel de narrador. Las diferentes estrategias narrativas que el cine utiliza tienen un punto de confluencia, una suerte de polaridad que es aquella desde la que se presenta y proyecta la acción. Este punto es aquel desde el que el espectador mira. Laffay, en vez de hablar de narrador, como en el caso de la literatura, utilizará el término de mostrador de imágenes o imaginador, en la medida en que el cine el relato parece narrarse por sí sólo a partir del particular encadenamiento que se hace de sus imágenes. No hace falta una voz que dé cuenta de los hechos, sea la de un narrador en primera o en tercera persona; basta presentarlos como si éstos tuviesen en sí mismos una cualidad narrativa. Esta es la magia del cine: las historias parecen estar en el mundo, escondidas, pidiendo un sujeto capaz de extraerlas de la materia cotidiana. Laffay entenderá en términos de subjetividad esta capacidad. Pareciera que alguien fuese capaz de salvar esas historias. Es por ello que el autor hablará de gran imaginador, interpretando la instancia narrativa con la metáfora del mago: un mago capaz de engañar y de hechizar al espectador, llevándolo de aquí a allá y haciendo que éste este se olvide de sí mismo. Para Laffay, entonces, la magia del cine y el secreto de la fruición fílmica residen en la transformación del mundo en relato. Esta transformación, acto de magia, viene dada por esa figura subjetiva que Laffay describe como «una presencia virtual oculta tras todos los films»,

[…] una especie de maestro de ceremonias, el gran imaginero que para nosotros da a los fotogramas el sentido, el ritmo y la duración. No es, propiamente hablando, el director de escena ni cualquiera de los obreros de la película, sino un personaje ficticio e invisible a quien su obra común ha hecho nacer y quien, a nuestras espaldas, vuelve las páginas de un álbum, dirige nuestra atención con un índice discreto sobre tal o cual detalle, nos proporciona en el momento oportuno la información necesaria y sobre todo ordena el desfile de imágenes.[6]

Si ahora nos ponemos del lado del espectador, habría que decir que el cine estructura narrativamente su experiencia, y para ello requiere de la figuración de una polaridad subjetiva, invisible y presente en todos los films. Por servirnos de una imagen que ya hemos utilizado, el cine tendría la virtud de figurar un daimon que sigue de cerca a los personajes; un daimon narrativo, más que moral. En el cine, como espectadores, nos abandonamos al poder hipnótico de ese mago que nos guía por un mundo a fin de extraer de él una narración. El placer para el espectador está en poder presenciar aquellos acontecimientos que son significativos en el desarrollo de la trama. La desilusión está en volver a un mundo en el que no es posible asistir del mismo modo a la significación de los acontecimientos. Aún formando parte de muchas historias, el espectador se pierde gran parte de las mismas al estar condenado a su perspectiva personal. Se le escapa el punto de vista de aquella otra subjetividad capaz de enfocar sus situaciones desde cierta distancia, uniéndolas mediante un hilo intencional extraño a la actitud cotidiana.

  • 4. El punto de vista de lo invisible. La transparencia de la enunciación

En las décadas de 1970 y 1980 la preocupación por las relaciones entre subjetividad cinematográfica y recepción por parte del espectador comienzan a sistematizarse de un modo particular. Las corrientes psicoanalítica y narratológica van centralizando los estudios en torno a estos problemas, hasta situar el problema sobre el eje de la enunciación. Estudios como los de E. Benveniste o G. Genette alcanzan las costas de la teoría del cine especialmente en la década de 1980, favorecidos por el impulso que en la década anterior le había dado la ola psicoanalítica, inspirada en los trabajos de Lacan y en una relectura de Freud[7]. En nuestro caso, importa enfocar estos estudios sobre el relato y la enunciación desde el punto de vista de la recepción por parte del espectador. Diremos, en primer lugar, que el espectador considerado en estos trabajos no es el espectador estadístico, objeto de estudio de la sociología, sino el espectador como lugar virtual que el film construye y propone. Francesco Casetti, teórico italiano, dirá que el film, antes de ser visto, es algo que se da a ver[8]. Es decir, que el cine moviliza unas estrategias que sitúan al espectador en un lugar desde el que poder asistir y construir la trama. Hay una suerte de «punto cero» permanente que puede adoptar diferentes papeles a lo largo de la película, desde una visión distanciada hasta la perspectiva de un personaje.

François Benveniste

François Benveniste

Lo que nos interesa entonces, sin poder entrar a los análisis detallados de su construcción, es ese lugar virtual destinado al espectador. Podemos decir, a modo de ejemplo, que el espectador no ocupa su lugar sólo en una de las butacas de la sala de cine. Al comprar un billete pacta también ocupar un lugar virtual en el horizonte interno del mundo que la película propone. Por un lado, está dentro de ese mundo en la medida en que, por ejemplo, es testigo de un crimen. Por otro lado, está fuera en la medida en que sus decisiones no pueden modificar el trascurso de los acontecimientos: estando en el lugar del crimen, el espectador no puede comunicar la información que tiene. Así, el espectador está en los márgenes de las diferentes situaciones que encadenan una historia. Pero está, por así decir, en los márgenes del horizonte interno de esta historia. Lo que el cine construye es un punto de vista capaz de moverse dentro de esos márgenes; y de tal modo que ese movimiento da lugar a un relato.

Dos son los puntos a resaltar en lo que respecta a este espectador virtual. En primer lugar, hay que decir que este espectador, asimilado al concepto de enunciación y sus múltiples subcategorías, tiene una historia. Es la historia del lenguaje cinematográfico, que igualmente supone una historia de la experiencia del mundo. El cine ha ido desarrollando unas competencias que han ido sedimentándose y que hoy en día aprendemos en su estado actual. De igual modo que un niño no aprende español después de haber aprendido latín —es decir, después de haber recorrido el camino histórico de la lengua— así tampoco un espectador necesita recorrer el desarrollo de la gramática cinematográfica para aprender a ver cine. Hay que concluir, pues, que independientemente de los espectadores que a lo largo del siglo pasado han acudido en masa a las salas de cine, hay un espectador ideal construido por un lenguaje que ha día de hoy sigue definiéndose a sí mismo. Es decir, además de entender que cada espectador particular tiene su historia en el mundo, de la cual forman parte las películas que ha visto y que eventualmente han marcado su existencia personal, hay que entender también que el espectador virtual que está presente en todas las películas también es un sujeto histórico. En este sentido cada espectador personal que ve una película está participando de cierta subjetividad histórica. Por ejemplo: de aquella subjetividad para la cual el mundo del cine era en blanco y negro.

El segundo aspecto que quiero destacar es el siguiente: el espectador virtual, elaborado por las estrategias y los procesos de enunciación cinematográfica, es generalmente un sujeto transparente que no se refleja sino indirectamente en la pantalla. Podemos seguir, por así decir, su rastro o sus huellas en el mundo en el que está, pero nunca encontramos su reflejo de modo directo. Dicho más sencillamente, en el cine ese espectador ideal nunca se mira al espejo. Por ello, para destacarlo el cine, más que tratar directamente de descubrirlo a través del reflejo en un espejo, hay que buscar otros modos de reflexión en la que poder aprehender parte de su sentido[9]. Normalmente se hablará de la enunciación en términos de transparencia: ésta es fruto de algunas leyes —o al menos de algunos tabúes y directrices generales— que forman parte del lenguaje cinematográfico. El resultado de este proceso es la distracción del proceso de construcción de la unidad fílmica. Por decirlo de otro modo, el narrador en el cine trata de dejar todo el protagonismo a la narración. La subjetividad cinematográfica no llama la atención sobre su ser sino que permite que sean los personajes los que sean el motivo de atención y de interés del espectador. Francesco Casetti afirma, en este sentido, lo siguiente: «un régimen de ficción absoluta, una transparencia de la diégesis son obtenidas al precio de la supresión de los signos de la enunciación».[10]

Francesco Casetti

Francesco Casetti

Como resultado diremos, entonces, que el espectador virtual que el cine construye es histórico y a la vez transparente. El desarrollo del lenguaje cinematográfico implica una historia de las competencias generales del espectador de cine: una gramática que se aprende de un modo intuitivo. Si bien necesitamos estudiar una lengua extranjera para poder expresarnos con ella, normalmente no necesitamos estudiar el lenguaje cinematográfico para poder hace experiencia de los films. La transparencia de la enunciación hace que ésta pueda ser asumida por el espectador, que no encuentra obstáculos a su incorporación. El pacto cinematográfico que firmamos al comprar un boleto y entrar en una sala de cine implica, como hemos dicho, ocupar un lugar en la sala y también ocupar un lugar virtual en el mundo de la ficción: este lugar, transparente, permite su interpretación por parte del sujeto, que lee las imágenes de un modo naturalizado pese a que la vida en las películas sea diferente a la vida real. 

  • 5. Génesis de la habitualidad cinematográfica. Capacidades y competencias

Queremos preguntarnos ahora cómo ese espectador fantasma que el cine figura puede perdurar más allá del disfrute particular de cada película, traduciendo, a la salida del cine, el mundo a ese idioma de la mirada. La hipótesis que tratamos de presentar podría enunciarse así: el espectador ideal, interpretado por cada espectador en la sala de cine, se transforma, a la salida, en un participante del mundo. La actividad espectadora construida expresamente para el disfrute de las películas tiene como efectos secundarios la traducción del mundo al lenguaje de la mirada cinematográfica. Ya hemos dicho que la figura del espectador virtual era fácil de asumir, de interpretar por el espectador real, debido a su transparencia. Ahora diremos que la forma en que este espectador enfoca el mundo crea rápidamente las competencias adecuadas en la medida en que tales competencias no hacen sino emerger capacidades que forman parte del acervo de la subjetividad en general. Dicho de otro modo, el cine estaría actualizando, a partir de este espectador virtual, potencialidades que son propias de la subjetividad en general, y que se concretarían en esa historia de la gramática cinematográfica que a su vez se va a concretar en el espectador real. De este modo, la experiencia del espectador en el cine consistiría una suerte de actualización asistida de potencias que no solo no son incompatibles con su propia subjetividad, sino que están ligadas a su carácter constituyente. El sujeto, en su vida cotidiana, está dando sentido al mundo que le rodea y a los objetos que en él se encuentra. El cine no hace sino destacar esta operación dadora de sentido concentrándose sobre su núcleo narrativo. En el cine el sentido de los objetos y las remisiones entre los mismos viene sobredeterminada por la significación narrativa. Lo que realiza el cine es entonces una sobrecarga de la intencionalidad.

¿Qué quiere decir esto? Que el cine, al instituir un espectador fantasma con el que el espectador real llega a concordar durante la proyección, revela un carácter normalmente oculto de la propia subjetividad: se trata del carácter constituyente, aquel por el cual cualquier sujeto, de un modo pasivo, dota de unidad a los objetos de su experiencia y genera un horizonte de posibles remisiones entre tales objetos que es en último término el horizonte del mundo. En otras palabras, la experiencia subjetiva hace del mundo un fenómeno de sentido. El cine, por su parte, concentra esta actividad constituyente sobre un elemento que hace resaltar la estructuración de los diferentes actos y formas de síntesis que pone en juego: el carácter narrativo. Cada película constituye su propio mundo como un fenómeno de sentido, y lo hace destacando el carácter narrativo. Este carácter concentrado se elabora a partir del dilatado carácter de la constitución del mundo como fenómeno general de sentido.

De este modo, si bien es cierto que el cine construye al espectador, concentrando la intencionalidad sobre el eje de la narración, lo hace a partir de sus propias capacidades. Las películas, en este sentido, son variaciones sobre potencialidades constituyentes de la subjetividad: convocan tipos de actos como percepciones, recuerdos, sueños y delirios sobre el polo intencional de una trama en constante construcción. Si el mundo de la vida parece constituido desde siempre, cada película tiene que hacer de nuevo este recorrido: una película no es, al fin y al cabo, sino el proceso de su propia constitución, la génesis de su propia unidad. Como es fácil reconocer, este tipo de sobredeterminación de la experiencia genera un placer y predispone intencionalmente al sujeto. Ahora, si el cine hace emerger estas capacidades de estructuración de la experiencia, lo cierto es que las mantiene a título de competencias. Lo que se aprende en el cine, a fin de cuentas, es un lenguaje trascendental. Un lenguaje que no se olvida, en la medida en que no es propiamente extraño. El espectador que asiste regularmente al cine cuenta ya con esa competencia ganada en su experiencia anterior. La experiencia cinematográfica regular, diremos en otros términos, genera unas habitualidades específicas. Lo que hay que preguntar es si estas habitualidades, una vez que las capacidades pasan a ser competencias permanentes, se ciñen solo a la experiencia fílmica, a la vida en las salas de cine.

Diremos que el espectador participa, en el cine, de un esquematismo que estructura la experiencia. En la medida en que se deja investir por este esquematismo, lo subjetiva. Justamente tal estructura propone una polaridad subjetiva que ha de ser animada por el espectador. La llamada enunciación cinematográfica tiene de por sí una polaridad subjetiva. Un primer plano, una elipsis, un flashback, se conjugan siempre sobre un grado cero que es el punto de vista desde el que la historia se elabora. Pero hace falta el espectador para que esa polaridad, predispuesta por el film, actualice las sugerencias intencionales y se concrete. Diremos entonces que el cine, aun proponiendo esquematismos, y no propiamente una subjetividad, llega a subjetivarse a partir de la experiencia del espectador. Ahora bien, esto se hace al precio de actualizar, al menos durante el tiempo de la película, ciertas potencialidades del espectador: su memoria, su miedo, su deseo, etc. Con ello el cine va a contribuir al estilo general con el que el sujeto hace experiencia del mundo. No tanto porque el cine ofrezca un mundo, sino porque ofrece, precisamente, una esquematización trascendental de la experiencia del mundo.

  • 6. Posibilidad de una fenomenología de la recepción cinematográfica

Hemos sugerido la hipótesis de la experiencia cinematográfica como una experiencia trascendental. Husserl entendía que la fenomenología tenía como tarea precisamente la exploración del campo infinito de la experiencia trascendental[11]. Nosotros entendemos que el cine recorre al menos una región de este campo infinito, en el cual los tipos de síntesis y actividades intencionales que caracterizan a la subjetividad trascendental vienen movilizados en torno a la constitución de un mundo narrativo. Este recorrido hecho por el cine tiene una finalidad estética; nosotros consideramos que indirectamente permite alcanzar conocimiento sobre la vida de conciencia. Ahora queremos sugerir una analogía entre el universo fílmico y el mundo de la vida. Albert Laffay, autor al que ya hemos mencionado, entendía que el arte cinematográfico estaba caracterizado por el choque entre la materia y el relato. Pese a su carácter narrativo, heredado de la literatura y el teatro, el cine tiene como objeto el mundo de la percepción. Su construcción es narrativa, pero su objeto es la materia del mundo, lo que permite al espectador reconocer multitud de objetos[12]. El cine no se ciñe, como el teatro, a una sala, en la que ha de simbolizarse el mundo entero. La mirada cinematográfica está en el mundo y lo registra, si bien desde su particular punto de vista. En este sentido se hace posible de nuevo conjugar de un modo no excluyente el mundo del cine del mundo de la vida.

El cine, aunque sea mediante la ilusión que propone el trucaje, no deja de funcionar sobre una impresión de realidad. La tensión entre realidad y relato es uno de los motivos por los que el cine fascina. Ahora bien, esta fascinación, más allá del reconocimiento de la realidad en el cine, puede predisponer a un desvelamiento ulterior de la vida en forma de relato. ¿Cómo sería esto posible? Las competencias que el cine genera podrían suspenderse a la salida de cada película para volver a activarse al asistir a una nueva función. Sin embargo, la semejanza del carácter fotográfico del cine con la percepción del mundo puede contribuir a que el sujeto, de un modo inconsciente, mantenga activada cierta dirección intencional de sus actos por medio del contagio cinematográfico. Hablaríamos de una suerte de impregnación de los esquematismos que el cine conjuga. Para ello, sin embargo, no sería suficiente con apelar a la semejanza entre mundo de la vida y mundo del cine. Tendríamos que volver sobre la analogía, más discreta, entre subjetividad y enunciación.

Fellini

Fellini

Nuestra hipótesis es la siguiente: el cine constituye un alter ego trascendental. Es evidente que las películas tienen la impronta de un cineasta, y que en la historia de la mirada cinematográfica hay mucho que agradecer y reconocer al trabajo de los grandes directores. Sin embargo, pese a que hayamos visto a través de la mirada de Hitchcock, de Bergman o de Fellini, también hemos visto a través de la mirada del cine. Y si no sólo hemos visto con los ojos de Truffaut las películas de Truffaut, o con la mirada de Buñuel el cine de Buñuel, es posible aventurar que no sólo hemos visto con ojos cinematográficos el cine. Hay que conceder, por supuesto, que a la salida del cine el espectador ya no es asistido directamente por la mirada cinematográfica. El espectador recupera su posición de primera persona en el mundo y el control de su movimiento perceptivo. En este sentido, la mirada cinematográfica no puede sino colocarse en una posición subordinada. Podría entenderse que ésta, sencillamente, desaparece. En cambio, es posible plantear una inversión de papeles, en una suerte de quiasmo.

En el cine la identificación con el personaje de ficción se realiza desde una mirada que asiste a su peripecia desde cierta distancia: es una mirada que, aún centrada en el personaje, construye la situación en la que se encuentra, encadena esta situación con las siguientes y en general genera un horizonte narrativo que permite que las acciones del personaje adquieran significación. A la salida del cine el cambio es evidente: la participación a distancia desaparece en favor de la irremediable identificación del espectador con su persona. Al finalizar la película, el espectador debe tomar las decisiones: volver a casa, dar un paseo, hacer una llamada, etc. La mirada cinematográfica viene desalojada, pero, ¿es posible asegurar que desaparece del todo? En la medida que ha sido considerada una mirada transparente y anónima, es posible aventurar que la percepción de las situaciones en las que el espectador se encuentra a la salida del cine siga en parte y discretamente impregnada del esquematismo cinematográfico. En el caso de Don Quijote tenemos una evocación personal, que coloca a la voz narrativa en algún lugar del horizonte interno de su circunstancia (Apenas había el rubicundo Apolo…). En el caso del cine, donde la mirada no puede ser evocada, su experiencia correspondería a una suerte de presentimiento. Precisamente por su transparencia y su anonimato su presencia pasaría desapercibida; justamente por corresponder a un alter ego trascendental, tal mirada no podría ser reflejada; tendríamos pues un alter ego trascendental que, impregnando mis ojos con su mirada, no podría ser enfrentado.

La hipótesis que aquí interesa, según el ejemplo de Don Quijote, es aquella que toma en cuenta de la lectura de muchos libros, es decir, la experiencia continuada de ficciones en un mundo donde no es posible escapar a las imágenes. Lo que interesa es entonces la génesis de ciertas habitualidades vinculadas a una actividad continuada en la cual la experiencia subjetiva viene atravesada por esquematismos históricos, transparentes y anónimos. Los llamaremos trascendentales en la medida en que la operatividad de estos esquematismos se concentra sobre la aparición del mundo. Proponemos entonces la tarea de una fenomenología de la enunciación y la recepción cinematográficas, como ejemplo privilegiado de una teoría más amplia de la impregnación trascendental. Sirvan de momento estas reflexiones sobre esa mirada presentida en los márgenes internos de nuestra circunstancia: reflexiones, por tanto, marginales. Después será preciso empezar de nuevo por El Quijote, para acercar la lupa fenomenológica al comienzo de la narración, justo cuando se dice lo siguiente sobre nuestro antihéroe:

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.[13]

El caso de Don Quijote es el un lector apasionado en un mundo en el que sólo unos pocos habían recibido una educación suficiente para poder leer, y en que menos aún tenían el tiempo y el dinero para leer novelas de caballerías. Don Quijote era tenido por loco porque era el único que leía apasionadamente novelas de caballerías. Hoy en día vivimos en un mundo de imágenes que constituyen una gramática que hemos aprendido como una lengua materna. Al igual que Don Quijote, somos apasionados lectores de ese mundo en el que somos contemporáneamente el personaje de sus narrativas. Más que apasionados, este mundo nos ha hecho lectores obsesivos de imágenes. Los nuevos idiomas de la mirada, habiendo quedado atrás el siglo del cine, no son ya exclusivos de algunos pocos alfabetizados. El protagonista se confunde cada vez más con la enunciación, la cual ya no es dejada en manos de algún genio narrador ni presentida en los márgenes de la situación, sino diseñada minuto a minuto. El relato evocado por Don Quijote de su aventura corresponde hoy en día con la personalización del perfil público en las redes sociales. Las cosas, en esencia, no han cambiado tanto. Sólo hemos aprendido que los delirios de Don Quijote son hoy los delirios de la mayoría de nosotros. Todos somos, al fin y al cabo, quijotes: quijotes transparentes.

Notas

[1] CERVANTES, Miguel de, Don Quijote de la Mancha. Alfaguara, Madrid, 2004, p. 35
[2] Cf. METZ, Christian, El significante imaginario. Paidós, Barcelona , 2001, pp. 57-66
[3] MÜNSTERBERG, Hugo, The Photoplay: a Psychological Study (1916), citado de AUMONT, Jacques, BERGALA, Alain, MARIE, Michel y VERNET, Marc, Estética del cine. Espacio fílmico, Montaje, Narración, Lenguaje. Paidós, Buenos Aires, 2005, p. 229
[4] En un sentido parecido se expresa, en un texto reciente, Bernard Stiegler, quien plantea la hipótesis de «una estructura esencialmente cinemato-gráfica de la conciencia en general, como si ésta hubiera “siempre hecho cine sin saberlo”» STIEGLER, Bernard, La técnica y el tiempo III. El tiempo del cine y la cuestión del malestar. Editorial Hiru, Hondarribia, 2004, p. 16
[5] EPSTEIN, Jean, L’intelligence d’une machine (1946), en Écrits sur le cinéma (1921-1953), Volumen 1: 1921-1947. Éditions Seguers, Paris, 1974, p. 332
[6] LAFFAY, Albert. Lógica del cine (1964). Editorial Labor, Barcelona, 1966, p. 83
[7] Pueden destacarse los siguientes: Le récit filmique (1983) de André Gardies; La narración en el cine de ficción (1985) de David Bordwell; El cine y su espectador (1986) de Francesco Casetti; L’oeil-caméra (1987) de François Jost y Du litteraire au filmique (1988) de André Gaudreault. Como detonante de este movimiento podemos referir el número de la revista Communitacions titulado Énonciation et cinéma (38; 1983). Una buena síntesis de este movimiento se encuentra en GAUDREAULT, André & JOST, François, El relato cinematográfico. Ciencia y narratología (orig. de 1990). Ediciones Paidós, Barcelona, 1995.
[8] CASETTI, Francesco, El film y su espectador. Cátedra, Madrid, 1996, p. 13.
[9] Hay diferentes modos de reflejar las figuras con las que este espectador virtual está emparentado. Por un lado, dando a ver las cámaras que registran. Por otro, haciendo aparecer al director de la película. Es posible también utilizar la mirada a cámara para destacar que es el espectador quien ve. En último término, se pueden realizar juegos en los cuales un personaje se ve en el espejo, o se ve reflejado en otro personaje. Las posibilidades de reflexión del cine sobre su propia condición espectatorial son muchas. Sin embargo, nuestra tesis sugiere que el espectador virtual, emparentado con la figura de la cámara, del director, del espectador y del personaje, supone una figura independiente que no se da a ver: la suya es la mirada última, constituyente, que da a ver la película sin darse a ver a sí misma.
[10] CASETTI, Francesco, Les yeux dans les yeux, en : Communications nº 38 (1983), p. 87
[11] HUSSERL, Edmund, Meditaciones cartesianas. Fondo de Cultura Económica, México, 2004, §§12-13
[12] «El cine pretende hacernos experimentar la solidez y la solidaridad de las cosas. Es cósmico. Así sigue a veces a los personajes en sus desplazamientos y nos hace comprender que la casa que tiene un interior tiene un exterior, que la calle nos conduce a alguna parte» (LAFFAY, Albert, Op. cit., p. 24)
[13] CERVANTES, Miguel de, Op. cit. pp. 29-30. La cursiva es nuestra

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