ERRANCIAS DE LOS CUERPOS: Desencuentros de la criatura de Frankenstein y Melmoth el errabundo.

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ERRANCIAS DE LOS CUERPOS:  Desencuentros de la criatura de Frankenstein y Melmoth el errabundo.

I

 

GÉNESIS

En el principio fueron los monstruos, y los monstruos fieles a la palabra que le otorga la vida a sus formas sin forma, eran presagio, anuncio de la desgracia o la bendición por venir, y los monstruos eran enigma, un acertijo (como en las antiguas tradiciones acerca de la esfinge) oculto tras fauces, alas, torsos antropomorfos y demás estructuras incomprensibles. Pero luego, la furia de los monstruos fue contenida, la naturaleza extraña que les confería acta de naturalización, se replegó negándoles el espacio, los monstruos se guardaron en iconografía; en el arte, en la superstición, en el temor que, lento, noche a noche se desvanece. Ante la llegada de la modernidad los monstruos reclaman su nueva geografía. Las luces anunciadas por los pensadores del siglo XVIII son fuente fecunda para nuevas formas de lo desconocido. El espíritu de los góticos nace de un afán de mostrar que en toda zona de luz, por más que sea la de la razón, hay una zona de oscuridad. La exaltación de lo sobrenatural es una necesidad latente. Afirma Thomas Carlyle: Que lo sobrenatural no difiere de lo natural, es una gran verdad… Los filósofos se equivocaron grandemente cuando, en vez de elevar lo natural a lo sobrenatural, se esforzaron por rebajar lo sobrenatural a lo natural.[1] Así entre un crisol de posibilidades que se presentaron en la imaginerías de los autores góticos, los monstruos alzaron su incomprensible voz de manera contundente.

El origen de Melmoth el errabundo se halla aún en antiguas tradiciones. El temor a la condenación, el rechazo al pecado, el triunfo de la virtud por encima de todo mal eran temas que obsesionaban profundamente al Reverendo Charles Robert Maturin. En la presentación a su novela no deja lugar a dudas:

¿Hay en este momento alguno entre los presentes –aunque nos hayamos apartado del señor, hayamos desobedecido su voluntad y desoído su palabra-, hay alguno entre nosotros que estaría dispuesto a aceptar, en este momento, todo cuanto el hombre pueda otorgar o la tierra producir, a cambio de renunciar a la esperanza de su salvación? No, no hay nadie…; no existe un loco semejante en toda la tierra, por mucho que el enemigo del hombre la recorra con este ofrecimiento! [2]

 

Este fragmento, extraído de uno de sus sermones, según lo confiesa el propio autor, revela, insisto, el espíritu que da origen a la gestación del legendario caballero irlandés. Nos hallamos pues, en la encrucijada, en el cruce de dos caminos que implican destinos muy diferentes y, sin embargo, unidos también en más de un sentido. Melmoth ha hecho el pacto que le condena a perpetua errancia. Ser el mejor guerrero, la inmortalidad antinatural pierden su valía frente a la pérdida del alma. Pero en la novela de Maturin el pacto abarca situaciones complejas. Si bien es cierto que la situación le emparenta, aunque sea vagamente con el Fausto de Goethe, Melmoth se distancia de su predecesor en cuanto a sus fines. Melmoth es no sólo un errabundo, sino además un solitario perpetuo. El dolor ante la pérdida de su alma inmortal le arrastra a un camino que debe andar sin compañía alguna aunque en ciertos momentos se presenten breves esbozos de espejismo que aparentan tener el poder de romper con su condición. El pacto, la inmortalidad sobrenatural y la errancia son, entonces, los tres elemento vitales para el origen de Melmoth.

 

Por su parte, el cuerpo fragmentario de la criatura de Frankenstein es producto, por encima de todo, de las quemantes ansias de su creador. Víctor Frankenstein es un hombre cuyo deseo de realizar el ideal moderno de progreso le lleva poner todas sus energías en el anhelo de vencer la muerte:

Life and death appear to me ideal bounds, which I should first break through, and pour a torrent of light into our dark world. A new species would bless me as its creator and source; many happy and excellent natures would owe their being to me. No father could claim the gratitude of his child so complletely as I should deserve their´s. Pursuing these reflections, I thought, that if I could bestow animation upon lifeless matter, I might in progress of time (although I now found it impossible) renew life where death had apparently devoted the body to corruption.[3]

Colocar al hombre como cúspide de la creación, como controlador de la naturaleza, incluso en aquellos aspectos que escapaban del todo del campo de comprensión es el objetivo central del joven filósofo natural. El monstruo es ya no un ser venido del reino de lo sobrenatural, es creado por el hombre mismo y, desde su condición se convierte en un juego especular. El monstruo ya no es un presagio de lo que está por venir, es la síntesis de la naciente ciencia y los rastros de la alquimia. Mientras el monstruo de la antigüedad hallaba la razón de sus formas en la unión de dos o más seres que ya habitaban la naturaleza, la criatura de Frankenstein se compone del cuerpo humano, pero cuerpo fragmentario, incompleto, diseccionado. Con la llegada de la modernidad, el cuerpo ya no es visto como el transporte del alma, acceder a sus más mínimos resquicios, clasificarlos y conocerlos a fondo es una obligación imperante. Afirma Michel Foucault:

(…) La muerte tuvo el derecho a la claridad y se convirtió para el espíritu filosófico en objeto y fuente de saber: “Cuando la filosofía introdujo su antorcha en medio de los pueblos civilizados, se permitió al fin llevar una mirada escrutadora a los restos inanimados del cuerpo humano, y estos despojos, antes miserable presa de los gusanos, se convirtieron en la fuente fecunda de las verdades más útiles.” Hermosa transmutación del cadáver; un tierno respeto lo condenaba a pudrirse, al trabajo negro de la destrucción; en la intrepidez del gesto que no viola sino para sacar a la luz, el cadáver se convierte en el momento más claro en los rostros de la verdad. El saber prosigue donde se formaba la larva.[4]

 

El cuerpo muerto se convierte en un mecanismo; cada tejido, cada órgano debe mostrar cuál es su funcionamiento y conformar el ensamblaje que dará vida a la criatura. Frankenstein selecciona partes que le resulten fáciles de manipular, las proporciones de su creación son descomunales y, sin embargo, no son otra cosa que su reflejo, el rostro de sus afanes.

El origen de la criatura de Frankenstein se explica al recordar que Mary Shelley era una entusiasta del trabajo de alquimistas como Paracelso y Honrad Dippel o de científicos de su tiempo como Galvani y Erasmus Darwin. Si bien la autora se toma la licencia de no explicar cuál fue el método seguido por Frankenstein para dar vida a su creación (lo atribuye únicamente a la “chispa vital”[5]), el término usado destaca el gradiente luz que lo vincula a la razón, sumado a ese instante en que, en un destello el fuego prometeico pasa a manos del hombre.

II

ÉXODO

La travesía, que en tantas obras es prueba de heroísmo consumado, anhelo de los navegantes, descubrimiento que otorga la definitiva gloria es, para los dos personajes aquí estudiados, signo de soledad, búsqueda de autodescubrimiento y autodefinición. También aquí el desencuentro es claro. Las correrías de Melmoth lo arrastran a los más terribles lugares: prisiones de la inquisición, asilos, hospitales y un largo etcétera; todo en su búsqueda de un ser desesperado que ocupe su lugar en los infiernos y que le haga recuperar su alma. Por su parte, la criatura sin nombre debe de tratar de generarse, primeramente, a la búsqueda de comprender su propia y difusa imagen, a, ante el abandono de su padre, tratar de identificarse con alguno de los elementos de la naturaleza recién descubierta que le rodea. Posteriormente lo lleva al aprendizaje, a la expresión; la criatura aprende a leer y escribir, mas sus capacidades no son suficientes para ser aceptado, pues su alteridad física se impone. Finalmente, la criatura, privada de una compañera femenina, se lanza a la cacería de su creador.[6]

Pero como dijera Jack, el destripador… vámonos por partes. El caso del errabundo es rico en imágenes y reflexiones. Maturin, al llevar a su personaje al encuentro de seres desesperados, solitarios, inmersos en situaciones terribles de las que no parecen poder escapar; hace un recorrido por los más profundos recovecos del alma humana y, si bien, su reflexión se dirige a la esperanza de la salvación en el dios cristiano, ciertamente hace además una profunda exploración de los dispositivo maquínicos del poder: la corrupción, el injusto enjuiciamiento y encarcelamiento, la pérdida causada   por la crueldad de los dirigentes y autoridades:

Retrocedió mi padre; e irritado por la desfiguración que causaba en mí la violencia de mi agitación, exclamó: `¡Demonio!´; y se quedó a cierta distancia, mirándome y temblando. ´¿Y quién me ha hecho así?´ Ése, que ha fomentado mis malas pasiones para sus propios fines; y porque un impulso generoso irrumpe por el lado de la naturaleza, me califica de loco o pretende hacerme enloquecer para llevar a cabo sus propósitos. Padre mío, veo trastocado todo el poder y sistema de la naturaleza, merced a las artes de un clérigo corrompido. Gracias a su intervención, mi hermano ha sido encarcelado de por vida; gracias a su mediación, nuestro nacimiento se ha convertido en una maldición para mi madre y para vos.[7]

La cita anterior, remite de nuevo a Foucault:

Del otro lado de los muros del internado no sólo se encuentran pobreza y locura, sino también rostros más variados, y siluetas cuya estatura común no siempre es fácil de reconocer.

Es claro que el internado, en sus formas primitivas, ha funcionado como un mecanismo social, y que ese mecanismo ha funcionado sobre una superficie muy grande, puesto que se ha extendido desde las regulaciones mercantiles elementales hasta el gran sueño burgués de una ciudad donde reinara la síntesis autoritaria de la naturaleza y de la virtud. De ahí a suponer que el sentido del internado se reduzca a una oscura finalidad social que permite al grupo eliminar los elementos que le resultan heterogéneos o nocivos, no hay más que un paso. El internado será entonces la eliminación espontánea de los “asociales”[8]

En Melmoth, el errabundo la maquinaria de los poderes eclesiástico, familiar y de la nobleza impuesta a la pobreza hacen acto de presencia. Si ya el Marqués de Sade había logrado que los cuerpo se expusieran abiertos desde todos sus huecos, que entre sangre y dolor quebraran la virtud y la naturaleza toda, en Melmoth los cuerpo se mantienen en el encierro, son subyugados y debilitados por maquinarias superiores a sus fuerzas. El errabundo contempla el dolor, se humaniza ante las situaciones que contempla, pues su inmortalidad se identifica con la diferencia que representan los seres a los que pretendía condenar. También él es una afrenta a las formas de vida de su contexto, aquello que e une a su alma, a su mortalidad, está íntimamente vinculado a aquéllos que enfrentan una situación desesperada.

Para la criatura de Frankenstein la travesía es siempre un encuentro con la naturaleza y con los hombres; ambos puntos de quiebre con respecto a sus formas monstruosas. Y todo encuentro, se ha dicho ya, es una forma de aprendizaje. Sin tener siquiera una imagen de sí mismo, no hay nada que le ubique en la recién obtenida existencia. El encuentro con la naturaleza es fundamental…

Several changes of day and night passed, and the orb of night had greatly lessened when I began to distinguísh my sensations from each other. I gradually saw plainly the clear stream that supplied me with drink, and the trees that shaded me with their foliage. I was delighted when I first discovered that a pleasant sound, which often saluted my ears, proceeded from the throats of the little winged animals who had often intercepted the Light from my eyes. I began also to observe, with greater accuracy, the forms that surrounded me, and to perceive the boundaries of the radiant roof of Light which canopied me. Sometimes I tried to imitate the pleseant songs of the birds, but was unable. Sometimes I wished to Express my sensations in my own mode, but the uncouth and inarticulate sounds which broke from me frightened me into silence again.[9]

La experiencia es lo único con lo que la criatura cuenta; el hambre, la necesidad de abrigo y demás sensaciones se ven satisfechas sólo a partir de dicha experiencia, es en ella que las cosas de su naturaleza y de la naturaleza toda se ven explicadas de manera simple, se ordenan y cobran sentido.[10] Sin embargo el cubrir dichas necesidades no basta; la criatura nota que no es parte de la naturaleza, el hecho de que su voz se aleja tanto de los sonidos que producen las aves, la incomprensible mas reveladora imagen de su reflejo en el espejo de agua, lo ubican como algo ajeno a todo lo que hay a su alrededor. Nuevamente enfatiza Mary Shelley la amplia capacidad de aprendizaje de que está dotada la criatura, pues, en esos primeros momentos de vida en el exterior, es capaz de reconocerse distinto, diferencia que le lleva a buscar seres que de alguna forma se asemejen a él y que le doten de una identidad.

Así, los encuentros con los hombres serán el elemento primordial en el desarrollo del monstruo, su paso por los territorios de la naturaleza es sólo un puente para llegar a dichos encuentros. La autora ubica al monstruo en situaciones muy distintas entre sí, pero unidas por un factor común: el rechazo. Ya sea al momento de su sola aparición o bien al demostrar su capacidad de diálogo, aquellos que enfrentan a la criatura, confirmarán su condición de extrañeza. La brevedad del primer descubrimiento de un ser humano es contundente. Todo, desde la visión de la cabaña, es nuevo para la criatura:

I entered. And old man sat in it, near a fire, over which he was preparing his breakfast. He turned on hearing a noise; and, perceiving me, shrieked loudly, and, quitting the hut, ran across the fields with a speed of which his dedilitated form hardly apeal capable. His appaerence, diferent from any I had ever before seen, and his flight, somewhat surprised me.[11]

En esta sencilla pero fuerte imagen quedan claras dos visiones, por un lado, la del viejo, cuya huída hace evidente el rechazo para con la alteridad del monstruo, la imposibilidad de acceder a aquello que se muestra ajeno desde su aparecer. De nuevo, queda fuera la posibilidad de pensar en el monstruo como un signo de la fatalidad, pues si bien su aparición es inesperada y causa sorpresa, ya no lo es en términos proféticos. No es una prueba a superar, no es un vaticinio, es presencia. Su cuerpo domina la escena, no se requiere más que las costuras que delatan su burdo ensamblaje para que el horror se haga presente, para que quede vedado todo acceso a lo que se encuentra más allá de dicho cuerpo. Pero, curiosamente, segunda visión, algo similar opera en la criatura, son las formas de viejo, su cuerpo, los que le sorprenden, nunca ha visto nada similar y, sin embargo, no trata de huir, se mantiene como un testigo emocional de la escena. Todo es parte de su aprendizaje, se delata nuevamente como el niño que aprende a reconocer el mundo, su contexto todo. Este papel de la criatura se enfatiza en los capítulos posteriores, cuando el monstruo entra en contacto con los De Lacey, familia de campesinos a los cuales observa desde lejos y quienes, sin saberlo, se convierten no sólo en sus maestros sino en el reflejo viviente de sus deseos.

Posterior a estas escenas la criatura ya no trata de incluirse en el mundo de los hombres, por el contrario, ansia exterminar todo lo que su creador ama, y es que Frankenstein representa el mayor punto de choque, la imposibilidad de ver el deseo realizado. Juego especular.

 

III

DESENCUENTROS

 

Todo desencuentro es también una forma de encuentro; las diferencias que separan a los dos personajes monstruosos aquí brevemente esbozados son muchas, pero también lo son sus puntos de semejanza. En ambos es posible ver, no sólo las características de la literatura gótica, sino que es posible ver el por qué dicha literatura sigue ofreciendo posibilidades de lectura. Ambos monstruos son, más que meras metáforas, transfiguraciones de nuestro mundo, de nuestra condición de ser. El juego de espejos que desde ellos se nos presenta permite pensar lo monstruoso y lo gótico a partir de nuevas zonas de luz, no absolutas, sí cambiantes.

Digo transfiguración porque hay en estos monstruos, en la ficción que desde ellos cobra vida una especie de voluntad de permanencia, de vínculo con nuestro mundo, de constante reflexión acerca del mismo. Pensar al monstruo como transfiguración le infiere de nuevo, creo, el velo de asombro que le da su sentido primero, pues descubrir sus formas monstruosas al ritmo de su cambio, de las relecturas que de sus cuerpos hacemos es reconocer el también cambiante ritmo de nuestra realidad. Desde la pira funeraria, desde el pañuelo solitario que, como único testimonio, permanece al borde de un risco, estos monstruos elevan la voz en un alarido, cuyo eco resonará en tiempos por venir.

 

[1] Baumer, Franklin L. El pensamiento europeo moderno (1600-1950) pag. 264.

[2] Maturin, Charles Robert, Melmoth el errabundo, Traducción de Francisco Torres Oliver España, Club Diógenes Valdemar, 2002. P. 15.

[3] Mary Shelley, Frankenstein, a Norton Critical Edition, W. W. Norton & Company, Inc. New York, 1996. P. 32.

La vida y la muerte parecían para mí obstáculos ideales que yo sería el primero en vencer, vertiendo así, un torrente de luz sobre nuestro mundo de tinieblas. Una nueva especie me bendeciría como su creador y origen. Muchas naturalezas felices y excelentes me deberían su ser. Ningún padre podría reclamar la gratitud de sus hijos tan plenamente como yo merecería la de ellos. Continuando estas reflexiones, pensé, que si pudiera anima la materia viviente, en el curso del tiempo (lo que ahora resultaba imposible) renovaría la vida ahí donde, aparentemente, la muerte había llevado el cuerpo a la corrupción.

[4] Michel Foucault, El Nacimiento de la Clínica: una arqueología de la mirada médica, traducción de Francisca Perujo, Editorial Siglo XXI, México, 2006, P. 178.

[5] Spark of lifr.

[6] Sobra decir que la estructura clave en ambos textos es la del relato dentro del relato. Es decir; un personaje relata una historia en la que otro personaje hace a la vez su relato. Recurso muy usado por los autores góticos

[7] Op. cit. P. 246-247.

[8] Foucault, Michel, Historia de la locura en la época clásica, traducción de Juan José Utrilla, FCE, México, 2009. P. 126.

[9] Mary Shelley, Ibidem, P. 69.

Pasaron varios días y noches, y el orbe nocturno había menguado ampliamente, cuando yo comencé a distinguir unas sensaciones de otras. Gradualmente, supe ver con claridad la cristalina corriente que me proporcionaba la bebida y los árboles que protegían con su follaje. Estaba fascinado al descubrir por primera vez que un sonido agradable, que a menudo encantaba mis oídos, provenía de las gargantas de los pequeños animales alados que frecuentemente interceptaban la luz de mis ojos. También comencé a observar, con gran precisión, las formas que me rodeaban, y a percibir los contornos del techo radiante de luz que me cubría como una bóveda. En ocasiones trataba de imitar los placenteros cantos de las aves, pero no podía. Y a veces, trataba de expresar mis sensaciones a mi modo, pero los toscos e inarticulados sonidos que salían de mí, me asustaban y me hacían enmudecer otra vez.

[10] Todo ello en consonancia con las ideas de John Locke acerca de la experiencia, mismas que la autora conocía desde muy pequeña gracias a las reuniones entre miembros de la intelectualidad londinense tenían lugar en casa de su padre William Godwin.

[11] Ibidem, P. 70.

Entré. Dentro había un hombre viejo sentado cerca del fuego, en el cual se preparaba el desayuno. Al escuchar ruido volteó; y al verme soltó un fuerte alarido y salió huyendo de la cabaña con una velocidad de la cual su cuerpo no parecía capaz. Su apariencia, muy distinta a cualquiera que yo hubiese visto y la forma en que huyó, me dejaron sorprendido.

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