Justicia y fuerza de ley

Justicia y fuerza de ley

La muerte del otro

 

Mientras más ajustadamente se aprehenda el fenómeno del no‐existir‐más del difunto,
tanto más claramente se mostrará que semejante coestar con el muerto justamente no
experimenta el verdadero haber‐llegado‐a‐fin del difunto. Es cierto que la muerte se nos
revela como pérdida, pero más bien como una pérdida que experimentan los que quedan.
Sin embargo, al sufrir esta pérdida, no se hace accesible en cuanto tal la
pérdida‐del‐ser que “sufre” el que muere. No experimentamos, en sentido
propio, el morir de los otros, sino que, a lo sumo, solamente “asistimos” a él.[1]
M.Heidegger

Fotografía de Saúl Leiter

Fotografía de Saúl Leiter

¿Cómo experimentar la muerte del otro? ¿Cómo hacer de su muerte un vivenciar propio[2] sin que esto remita a un yo cartesiano, a una ipseidad que re-torna, que vuelve sobre sí misma como centro de toda comprensión? ¿Se puede tener experiencia de la muerte del otro, o esta experiencia es siempre un a-justarse al no-existir-más de aquél que ha muerto? La (experiencia de) muerte se presenta como una aporía: por un lado no podemos experimentar la muerte del otro más que como un a-juste, como un reconocimiento que a lo único que apunta es al sí mismo; por otro lado, es una exigencia ética el dar cabida, como hospitalidad, a la muerte del otro. La experiencia de la muerte (del otro) es experiencia de la frontera, del límite y, como tal, exige una responsabilidad ante aquella demanda impotente; respuesta que no será ya nunca escuchada. Respuesta que es también impotente (imposible). En tanto se nos presenta la muerte del otro[3] como acontecimiento, hemos de apelar al orden de la Justicia –pese a que en el preciso momento de su enunciación, quedará anulada. La cita de Heidegger que abre este texto, abre también una pregunta que, como el mismo filósofo señala, tiene siempre que ver con los afectos, con el estado de ánimo: cómo experimentar el morir de los otros. Somos convocados por el fin.

3.1

Convocados por la “imprevisibilidad de un acontecimiento que carece necesariamente de horizonte, la venida singular de lo otro y, por consiguiente, una fuerza débil. Esta fuerza vulnerable, esta fuerza sin poder expone incondicionalmente a aquel(lo) que viene y que viene a afectarla.[4] El llamamiento que (nos) convoca a la pregunta por la muerte (del otro) tiene siempre que ver con un estado de ánimo… sólo aquello que nos afecta puede abrir la posibilidad imposible de un experimentar el morir de los otros. Así, este ensayo responde, a partir de un estado de ánimo, a un llamado frente a la muerte del otro que busca abrir(se) posibilidades. Un llamamiento que

[…] porta todas las esperanzas, ciertamente, pero, en sí mismo, carece de esperanza. No es desesperado, sino ajeno a la teología, a la esperanza y a la ‘salud’ de salvación; no ajeno al ‘saludo’ del otro, ni ajeno al adiós, ni ajeno a la justicia, sino todavía heterogéneo y rebelde, irreductible al derecho, al poder, a la economía de la redención.[5]

3.2

¿Cómo aprender a vivir por fin? ¿Cómo aprender a vivir a través de la muerte sin la promesa, sin la esperanza de una redención futura? Asumir la tragedia de la vida es, nietzscheanamente, aprender a vivir aprendiendo a morir. Pero, ¿se puede acaso aprender a morir? “Aprender a vivir debería significar aprender a morir, a tener en cuenta, para aceptarla, la mortalidad absoluta (sin saturación, ni resurrección, ni redención) –ni para uno mismo, ni para el otro.”[6] Ni la vida ni la muerte, una dependiendo de la otra, pueden enseñarse o transmitirse. Nadie puede vivir o morir por mí. Sin embargo, en esta afirmación se inscribe la pregunta por la muerte del otro –no en el orden del reconocimiento, pues éste es siempre una vuelta sobre sí, un retorno que torna sobre la mismidad asfixiante que aniquila toda diferencia en pos de su sobrevivencia. En esta afirmación (nadie puede vivir o morir por mí, tomar mi lugar), se inscribe una pregunta que nos arroja al campo de la Justicia, al orden de lo imposible, pues tampoco yo puedo ocupar el lugar del otro en su muerte. ¿Cómo aprender a vivir por fin, por el fin, si nos encontramos ante la imposibilidad de aprehender la muerte del otro y, por supuesto, la propia? “Este suspiro se abre también a una interrogación mucho más difícil: ¿vivir es algo que pueda aprenderse, enseñarse? ¿Se puede aprender, por disciplina o aprendizaje, por experiencia o experimentación, a aceptar, o mejor, a afirmar la vida?”[7]

3.3

Parece que, pese a que coestamos, pese a que vivimos con el otro, se nos presenta la imposibilidad de experimentar su fin; lo único que sentimos es la pérdida como la ausencia[8] que deja aquél que se ha ido. Este juego entre ausencia y presencia se inscribe en la lógica y las formas la representación, en la razón instrumentalizada que busca representar aquello irrepresentable, calcular aquello que es incalculable. La muerte del otro como ausencia no se inscribe en el orden de la Justicia sino en el orden de la representación; y precisamente ahí es donde se convierte en algo calculable, en algo sobre lo que se puede decidir. No podemos recibir la muerte por otro, no podemos llegar al término en lugar de otro. La muerte es una frontera que no podemos traspasar… pero al parecer es una frontera que sí podemos imponer: dar la muerte. En este sentido, la muerte se juega en el ámbito del reconocimiento, en la lucha por la sobrevivencia donde, invariablemente, sobrevivirá la razón del más fuerte: la del soberano que decide sobre la vida y la muerte. Precisamente aquí se inscribe la vida como lo propio, como esa propiedad que, como toda pertenencia, puede ser arrebatada; vida que ya no es en sí misma, sino que se ha convertido en una categoría legislada por el Derecho en el que se funda “el derecho a reconocerse uno mismo como hombre retornando sobre sí misma de forma especular, auto-deíctica, soberana y autotélica.”[9] Pese a que no podemos establecer formas de hospitalidad, pese a que no podemos vivir ni morir por otro, parece que sí podemos imponer dicho límite.[10] Esto, sin embargo, está inscrito en una lógica del yo puedo[11], en la que el estar-juntos, el vivir-juntos, es meramente un co-existir aislado donde cada quién está vuelto sobre sí mismo “como el poder, la potencia, la soberanía, lo posible implicado en todo «yo puedo» (…).”[12]

¿Qué es entonces franquear esa frontera de lo último? ¿Qué es pasar el término de una vida (terma tou biou)? ¿Es posible? ¿Quién lo ha hecho alguna vez? ¿Quién puede dar testimonio de ello? El «yo entro», al pasar por el umbral, el «yo paso» (perao) también nos pone, por así decirlo, sobre la pista del aporos o de la aporía: lo difícil o lo impracticable, aquí, el pasar imposible, rechazado, denegado o prohibido, incluso (…) el no-pasar.[13]

Todo hombre muere. Sin embargo, en esa afirmación ningún hombre muere realmente; todo hombre es nadie. Aun cuando la muerte es algo cierto[14], pese a que es lo esperado y estamos a su espera, siempre llega a destiempo, sorprende; arrebata. La muerte es una frontera y, como tal, siempre excede el sentido y su discursividad. Si queremos pensar en el estatuto ético de la muerte, hemos de plantear la muerte en su más radical singularidad, la muerte como eso que aparece, que se nos presenta como acontecimiento, como radical diferencia. La aporía consiste en que, como tal, no podemos experimentar la muerte misma. No podemos franquear la frontera, revelar el secreto, traerlos de vuelta para dar testimonio. ¿Cuál es entonces nuestro papel ético ante aquellas muertes a las que sólo asistimos, a las que sólo observamos desde una lejanía casi indiferente? El llamado ético de la muerte se nos presenta como una aporía, como una exigencia interminable, como una decisión siempre singular y, en cada caso, absolutamente responsable. Esta responsabilidad, hemos de repetirlo, no tiene lugar en el terreno de lo racional[15]: ahí donde el yo cree que ha comprendido de lo que se trata la ética, ahí donde el yo posee una certeza discursiva sobre su responsabilidad, la diferencia es devorada, subsumida a lo idéntico… cualquier posibilidad ética queda anulada. “No se puede hablar directamente de la justicia, tematizar u objetivar la justicia, decir «esto es justo» y mucho menos «yo soy justo» sin traicionar inmediatamente la justicia.”[16] En este sentido, no se trata de una responsabilidad como deber, sino una responsabilidad sin deuda: sin deber[17] ni derecho.

Proteger la decisión o la responsabilidad por medio de un saber, de cierta seguridad teórica o de la certeza de tener razón, de estar del lado de la ciencia, de la conciencia o de la razón, es transformar esta experiencia en el despliegue de un programa, en la aplicación técnica de la regla o de la norma, en la subsunción de un «caso» determinado, otras tantas condiciones a las que jamás hay que renunciar, ciertamente, pero que, en cuanto tales, no son sino los parapetos de una responsabilidad a cuya llamada permanecen radicalmente heterogéneos.[18]

El dar cabida al acontecimiento de la muerte del otro no se debe plantear, pues, desde el punto de vista del Derecho, sino desde el despliegue de la comunidad, de lo común. Ahora bien, ¿qué es eso común? Parece que, cuando hablamos de lo común, apelamos al orden de la esencia, de aquello Uno que nos es propio, que com-partimos (como amigos frente a los enemigos). Sin embargo, esto que nos distingue, no deja de ser imaginario, no deja de ser un discurso soberano que se erige como la razón legisladora del más fuerte; ideologías que delimitan, que determinan quiénes están dentro y quiénes no son parte, que incluyen y excluyen.

3.4

Lo común no puede ser “el retorno a sí del círculo y de la esfera, por consiguiente, la ipseidad de lo Uno, lo homogéneo, lo mismo, lo semejante, e incluso, finalmente, Dios (…).”[19] La muerte debe pensarse sin redención, dice Derrida, sin un fundamento teológico que unifique (o separe). Lo común, pues, ha de pensarse como “la verdad de lo otro, de lo heterogéneo, de lo heterónimo, del «quienquiera que sea» anónimo, del «cualquiera», de «cada uno» indeterminado.”[20] Lo común es entonces lo más impropio[21]; lo que permite hacer comunidad es una nada en común.[22] La muerte como acontecimiento que irrumpe el sentido, desarticula toda discursividad, excede el derecho y desborda las distinciones. La muerte del otro como “experiencia que se deja afectar por aquel(lo) que viene o aquel(lo) que llega, por el o lo otro por venir[23], exige una renuncia a la soberanía del yo, a la mismidad que decide y que vuelve sobre sí misma.

3.5

La muerte es entonces acontecimiento impredecible, es irrupción singular del otro que exige y que expone a la incondicional responsabilidad. Si la identidad es una construcción lingüística, la puesta en jaque de la palabra (como unidad del sí mismo) a partir de muerte como silencio, es también una puesta en jaque de la primera. A partir de ello podrán resignificarse los espacios que ocupan los cuerpos, los conceptos que fungen como categorías de separación: eso es la actividad política. En el mundo de la propiedad, nadie escucha, todos están vueltos sobre sí y las voces otras son sólo ruido; entonces el silencio de la muerte irrumpe y hace evidente la ausencia de comunidad, al tiempo que la exige. Una vez que el silencio de la muerte ha sido “escuchado”, el retumbar del llamado, de la exigencia ética, es incesante. Es precisamente esta resonancia, es este re-tumbar lo que, como el eco de narciso retorna en cada caso de manera diferente, que genera el movimiento: la diferancia.

3.6

Esto no significa que la actividad política sea sólo posible a partir de la muerte del otro; sin embargo, la pregunta por lo político, en tanto pregunta ante la responsabilidad y la Justicia, se inscribe como memoria en el intersticio de la lógica de la representación; y ése es el lugar del espectro. La política de la memoria no tiene que ver con la narración ni con un tiempo del orden de la representación o del Derecho; no se enuncia como pasado, presente o futuro (tiempo lineal), sino que reúne todos los tiempos en un único punto. La Justicia arrastra a la vida más allá de sí misma; acontecimiento que arranca de lo cotidiano y se inscribe como memoria –como ese lugar donde acontece la hospitalidad en la que el espectro recobra, toda vez, cada vez, su singularidad, “(…) porque, en el cruce de lo imprevisible y de la repetición, en ese lugar en donde, de nuevo cada vez, por turno, de una vez por todas, no se ve venir lo que queda por venir (…).”[24] La memoria demanda la pregunta por aquello que se repite y que, en su re-aparecer, posibilita la singularidad; es la suspensión del tiempo, es el re-apropiarse del momento de la muerte al interior del texto. La memoria apela a la Justicia en tanto permite al espectro re-aparecer, aparecer de nuevo, presentarse una vez más en su absoluta singularidad, condensando el tiempo en el acontecimiento mismo de su presencia ausente.

3.7

La muerte es huella que difiere y la vida no es más que un diferir, un desplazamiento constante que pugna por ganar un puesto, un espacio, junto a la muerte. Es sólo una interminable lucha que busca abrirse-paso, conquistar un lugar dentro de la muerte que la funda. Espaciamiento que es temporización, un juego de suplementos que se deslizan sobre una superficie que, al mismo tiempo, acoge y borra. La muerte está en el principio de una vida que sólo puede defenderse por una economía de la muerte, creando reservas a partir de diferir y repetir. “Bajo la influencia del instinto de conservación” diferimos; la vida se esfuerza por protegerse a sí misma “difiriendo la inversión peligrosa”[25], temporizando y aplazando la muerte.

Indudablemente la vida se protege a sí misma mediante la repetición, la huella, la diferencia (…). Hay que pensar la vida como huella antes de determinar el ser como presencia. Esta es la única condición para poder decir que la vida es muerte, que la repetición y el más allá del principio del placer son originarios, y congénitos de aquello que precisamente transgreden.[26]

3.8

La vida/muerte es huella, no presencia/ausencia. La vida arranca, se despliega, a partir de una inscripción, de una nada que posibilita el diferir y da lugar a la repetición que inscribe la singularidad –la diferencia. He ahí el estado de ánimo, he ahí la experiencia que se deja afectar por aquello que llega, que irrumpe y que deja una inscripción, una huella. La muerte des-ajusta el tiempo, vuelve heterogéneo aquello que se buscaba reunir bajo el Uno, bajo lo mismo; la muerte (del otro) no puede enunciarse en tanto trastoca el tiempo y lo deja fuera de quicio. Esta desarticulación del tiempo exige una respuesta, una responsabilidad… un hacerse cargo siempre imposible. Sólo se puede aprender a vivir desde la muerte –“después de Platón se trata de la gran interpelación (injonction) filosófica: filosofar es aprender a morir”[27]; y la muerte que llega primero es siempre la del otro.

3.9

Bibliografía

  1. Derrida, Jaques. Aporías. Cristina de Peretti. Barcelona: Paidós, 1998.
  2. ________, Canallas. Tr. Cristina de Peretti. Madrid: Trotta, 2005.
  3. ________, Entrevista: Estoy en guerra contra mí mismo. Tr. Simón Royo [en línea] disponible en: http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/entrevista37.pdf
  4. ________, Fuerza de ley: El «Fundamento místico de la autoridad»
  5. ________, Freud y la escena de la escritura [en línea] disponible en: http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/freud.htm
  6. ________, La diferencia. Escuela de Filosofía Universidad ARCIS [en línea] disponible en: www.philosophia.cl
  7. Heidegger, Martin. Ser y Tiempo. Tr. Jorge Eduardo Rivera [en línea] disponible en: http://www.philosophia.cl

Notas

[1] Heidegger. Ser y Tiempo. Tr. Jorge Eduardo Rivera. pp. 236-237 (las cursivas son mías) Edición digital de: http://www.philosophia.cl [en línea] disponible en:
http://www.afoiceeomartelo.com.br/posfsa/Autores/Heidegger,%20Martin/Heidegger%20-%20Ser%20y%20tiempo.pdf
[2] Propio en sentido heideggeriano como aquello que se diferencia de lo impropio (lo lejano e indiferente); lo propio como aquello que apela a la experiencia, al estado de ánimo y que se contrapone al mero “asistir” a la muerte del otro. Pero también desde Derrida, propio como propiedad –la vida como pertenencia que puede ser arrebatada. Quizá entonces, la pregunta por la muerte del otro y el papel de la ética no ha de plantearse desde la perspectiva de la propiedad de la vida, pues esto remite, indudablemente, a la ipseidad.
[3] La muerte, además, como lo absolutamente otro, como lo irrepresentable e imposible de decir.
[4] Derrida. Canallas. Tr. Cristina de Peretti. Madrid: Trotta, 2005. p. 13
[5] Ídem. p. 14
[6] Derrida. Entrevista: Estoy en guerra contra mí mismo. Tr. Simón Royo, p. 2 [en línea]
[7] Ídem.
[8] La muerte como ausencia se enmarca en una lógica metafísica binaria (ausencia/presencia); es decir, tiene que ver con la lógica de la representación y, como tal, con el ordenamiento racional que cancela el estatuto mismo de la vida (o de la muerte).
[9] Canallas. óp. cit. p. 27
[10] Aquí se inscribe la teoría política que sostiene que para forjar la identidad del adentro, hay que establecer límites claros en el afuera (amigo/enemigo en la teoría de Carl Schmitt).
[11] Dasein como potencia, como “poder ser”. En este sentido, el pensamiento de Heidegger se tropieza en los límites de la ipseidad como reunión soberana que se a-propia de sí.
[12] Canallas. óp. cit. p. 28
[13] Aporías. p. 25
[14] Algo de lo que se tiene certeza. Tanto para Heidegger como para Derrida, la muerte es algo que se sabe, sabemos que Todo hombre muere. Sin embargo esta certeza es del orden de lo racional y, como tal, no es acontecimiento que irrumpe e interpela.
[15] Ni del re-conocimiento –como un volver sobre sí para conocer-se, como un subsumir al otro a la identidad para “comprender”.
[16] Derrida. Fuerza de ley: El «Fundamento místico de la autoridad», p. 136
[17] Con todas las resonancias que “deber” tiene en el Derecho como lugar en el que se inscribe la fuerza de ley (la violencia), como lugar calculable en que la Justicia deviene lo a-justado y en el que se instaura una ley que obliga y que desata la culpa. En este sentido, la Justicia a los muertos no se inscribe en la esfera del derecho, de lo a-justado… la Justicia no tiene que ver con la ley y su cumplimiento, sino con la memoria.
[18] Aporías. óp. cit. p. 41
[19] Canallas. óp. cit. p. 32
[20] Ídem.
[21] Siguiendo a Roberto Esposito, lo que permite hacer comunidad es la nada que nos es común: la muerte, el ser finitos como aquello que posibilita el ser en común. Toda otra determinación es imaginaria (lengua, tierra, nacionalidad…).
[22] He aquí que la comunidad se inscribe en el orden de lo imposible posible. El vivir-con-los-otros constituye siempre una aporía.
[23] Canallas. óp. cit. p. 13
[24] Ídem. p. 10
[25] Derrida, La diferencia. Escuela de Filosofía Universidad ARCIS [en línea] www.philosophia.cl pp. 17
[26] Derrida, Freud y la escena de la escritura.
[27] Estoy en guerra contra mí mismo. óp. cit. p. 2

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