La determinación ontológica del gesto en Las horas

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La determinación ontológica del gesto en Las horas

VIRGINIA WOOLF

 

 

Il y a plusieurs manières pour le corps d’être corps,
Plusieurs manièrees pour la conscience d’être conscience.

Mereleau-Ponty

 

En tres distintos momentos del siglo XX y en tres distintos lugares de ese mundo anglosajón donde el materialismo se da la mano con el individualismo (mundo que a partir de Inglaterra y Estados Unidos ha convertido la actualidad en un inmenso mercado de bienes y servicios), suena un despertador. Clarisa, una de las tres mujeres que lo oye, despierta en el Nueva York de 2001, se incorpora, va hacia el baño, se detiene a apagar una lámpara en el pasillo y después de pararse frente al espejo echa hacia atrás la cabeza para soltar de golpe su larga cabellera un segundo antes de sujetarla en un chongo para comenzar a lavarse. El gesto se reproduce con mínima pero significativas variantes en el de Virginia, otra de las mujeres, que en una ciudad provinciana inglesa de 1923 se hace un chongo en su habitación. Clarisa ahora se contempla en el espejo por un instante con esa mirada a la vez neutra y enigmática que expresa la naturalidad con la que cualquiera comienza el día sin pensarlo: la vida está ahí a la mano, y pase lo que pase el día que se inicia lo confirmará por más que siempre resulte extraño vernos ahí, en el espejo, como si fuésemos un mero objeto más entre otros y no como la pura conciencia del presente con la que nos percibimos. Esta extrañeza, sin embargo, es muy relativa, pues la imagen en el espejo dista mucho de ser la de un objeto que se refleja, como lo prueba la dualidad de la mirada a la que acabamos de aludir: Clarisa se ve sobre el horizonte del día que se inicia y del que ella espera mucho. Quizá por esta dualidad con la que el personaje y todos nos miramos al despertar al nuevo ciclo vital, Virginia, ya frente al espejo de su tocador, hace un gesto de desaprobación tajante antes de ocuparse de su aseo facial. Y es que por más que un nuevo día anticipe la posibilidad de hallar un sentido que hasta ese momento no hemos experimentado, también nos hace percibir que esa mirada del espejo, no obstante que es la de nuestras posibilidades, surge desde el gesto y la actitud que ya conocemos, al grado que parece ser tan anodina como cualquiera de los objetos que forman el telón de fondo de nuestra autopercepción. El gesto, pues, sobre el que se engarza la mirada, nos lanza al mundo como conciencia inmanente o, por mejor decir, encarnada o corpórea, y es por ello que, al margen de cualesquier análisis psicológicos, tiene un sentido fenomenológico preciso: somos nosotros en medio de una situación como el despertar o el volver a lidiar con un inveterado malestar. Pues si hablar de una conciencia encarnada significa que nuestro ser es por completo inmanente a la situación que vivimos (sea imaginaria, real, actual, futura, usual o extraordinaria), hablar del gesto como estructura fenomenológica significa que es un modo de proyectar esa situación en relación con lo que somos en el curso del día (a reserva de cómo lo definamos o pensemos).

Así, lo importante del entrelazamiento de actitudes y rituales matutinos con el que la película y el día que nos cuenta comienzan a la par es, en primer lugar, que nos muestra que incluso un gesto tan simple como el de anudarse el cabello tiene un doble aspecto fenomenológico en el que merece la pena hacer hincapié: por un lado, dota a la acción que se realiza de un carácter completamente personal y, por el otro, la generaliza en las posibilidades de cualquier otro, y ambos polos coinciden en el sentido corpóreo de la conciencia: Clarisa y Virginia se hacen el chongo de manera completamente distinta, una con un dramático movimiento de la cabeza y los brazos y otra con un crispado entrelazamiento de las manos, y lo mismo sucede con la forma en que cada una se mira en el espejo: una lo hace con una emoción difícil de penetrar, mientras la otra patentiza el disgusto que le provoca su imagen. El gesto, no obstante, es igual para ambas porque se hace frente a la complejidad del mundo que despierta, que en última instancia es la razón de ser del proceso. De suerte que, en el fondo, el gesto con el que cada personaje se reconoce es una forma de esencial encarnación de la realidad humana que aquél compartirá con quienes lo rodeen durante el día, estén o no en la actualidad de 1923 o de 2001. La identidad de cada cual resulta, más que superficial o ilusoria, especular como la imagen en la que nos reconocemos, pues si tomamos en cuenta que la percepción es una estructura de mediación y que lo es de modo a la vez absoluto y contingente (nos movemos en la complejidad del mundo para configurarlo de manera activa), veremos que el gesto que los personajes hacen como si fuese una expresión espontánea de cada uno es una forma que exige la situación en la que se hallan, situación que por su parte está al alcance de los demás: quien no se recoge el cabello al despertarse, al menos se lo alisa o hace algo para estar literalmente presentable ante los demás. De ahí que el gesto tenga que comprenderse en relación con otros dos términos igualmente fundamentales: el individuo que lo hace y el carácter común de la existencia que obliga a levantarse o a hacer cualquier otra cosa de acuerdo con un cierto orden que el cuerpo encarna al gesticular: “es que todas estas operaciones exigen idéntico poder de […] organizar el mundo dado según los proyectos del momento, de construir sobre el entorno geográfico un medio de comportamiento, un sistema de significaciones que se expresa fuera de la actividad interna del sujeto”.[1]

VANESSA BELL, VIRGINIA WOOLF (1912)

 

En efecto, si vemos el gesto como encarnación o como una forma de articular la existencia, habrá que considerarlo como la manera en la que se experimenta una situación sin reflexión de por medio. Pues con independencia de las condiciones incidentales que lo hagan desplazarse en el espacio físico y/o social (tales como que hay que levantarse pues ya es hora de hacerlo), cada cual solamente pone de manifiesto su condición ontológica o gestual en cuanto se mueve conforme con lo que le sale al paso dentro de la situación. Los gestos muestran por ende una intencionalidad peculiar que no tiene nada que ver con lo psicológico o puramente mental, aunque se exprese a través de ello y tampoco con el orden objetivo de las actividades: ya hemos puesto de relieve que el gesto no se piensa, se hace y punto; por otra parte, es propio de uno, aunque sólo tenga sentido en cierto momento. Por ello, la intencionalidad del gesto no puede ser otra que la condición fenomenológica del cuerpo como “centro de acción virtual”[2] que se mueve en el mundo no como un objeto sino como una conciencia encarnada, se proyecte o no en el plano psicológico: ni Clarisa ni Virginia se dan cuenta de sus gestos pero igualmente en ellos manifiestan su forma de ser, sea el dramatismo perceptible en el echar para atrás la cabeza para soltar la cabellera, sea el conflicto que sólo se conjura con la dureza de la mirada. Por ende, aunque esa intencionalidad parezca “interior” o puramente emocional no puede en realidad serlo, ya que se revela en el aseo matutino que se realiza sin apenas darse cuenta uno.

Como se echa de ver, hay que hacer a un lado la comprensión usual del gesto tanto como simple movimiento mecánico y/o como expresión originaria de una conciencia psicológica para dar paso a la de la articulación corpórea de la complejidad del mundo, complejidad que experimentamos como la tarea que hay que llevar a cabo. Y esto confirma que la ambigüedad que cualquier gesto tiene no se refiere al anacrónico dualismo metafísico de lo interior o mental y lo exterior o corporal: no es que el gesto saque a la luz la verdadera identidad como si esta se tratase de una esencia oculta tras el comportamiento, es más bien que sitúa al sujeto en el mundo socioindividual en el que sujetarse el cabello muestra la actitud con el que el día va a vivirse pero también aquélla con la que se ha vivido cualquier otro hasta entonces, y por ello el gesto no se refiere a lo psicológico sino a la condición mundana o corpórea de la existencia que exige la presencia virtual de los demás, que puede sorprendernos como la imagen de 1923 en 2001: “[…] el cuerpo de otro y el mío son un solo todo”.[3] El gesto que articula mi situación la articula antes que nada en relación con la presencia, posible o real (es decir, virtual), de cualquier otra persona o de los objetos que dado el caso pueden interpelarnos como sólo lo hace otra conciencia, que es lo que hace justamente el espejo donde nos miramos. El reflejo de nuestros gestos expresa cómo entramos al ciclo cotidiano en el que los demás se perfilan conforme uno se mueve: la conciencia perceptible en la mirada es la de lo que hacemos, sea organizar una fiesta (que es el caso de Clarisa) o ponerse a escribir una novela acerca de ello (que es el de Virginia). La dureza, por ejemplo, con la que esta última se mira puede ser más bien la fuerza de la concentración que requiere la escritura de una obra en la que el protagonista es mucho más vívido para la autora que el esposo que está más al pendiente de su salud que ella. Más que evidenciar rigidez o dureza, los gestos y la mirada de Virginia evidenciarían según esto la compleja relación de su entorno y del mundo de la ficción donde hay que resolver si alguien debe morir y quién debe hacerlo. O sea que a pesar de su violencia y de que se haga para rechazar el menor contacto con un presente que agobia pues distrae de la creación, el gesto es una forma de abrirse a la presencia de los demás, de integrarlos virtual o corpóreamente en la situación, lo cual es mucho más perceptible, por ejemplo, cuando una mujer al borde de la esquizofrenia se dedica a crear una serie de personajes que poco o nada tienen que ver con las determinaciones fácticas de la cotidianidad.

Por todo lo anterior, “hacer” un gesto es la contrapartida de “tener” un gesto para con otro en un momento dado, pues si el gesto es una forma de encarnación, el movimiento gestual refleja el dinamismo interpersonal en el que la presencia ajena se hace sentir como propia y viceversa a través, por ejemplo, de la alteridad del reflejo o del sentimiento con el que se anticipa un día al despertar. Stricto sensu, cualquier gesto se hace en relación con el mundo y es por ende una forma de tener una relación con otro, como se advierte en el tercer momento a través del cual se estructura la película, momento del que hasta ahora no hemos hablado. Ahí vemos cómo Laura, la mujer que oye el despertador en Los Ángeles en 1951, en vez de levantarse como lo hacen los otros dos personajes, se queda en la cama para leer la misma novela que en 1923 escribe Virginia. Mientras se repantiga entre las sábanas, Laura escucha cómo su marido, de quien es cumpleaños y quien es un hombre muy amoroso, prepara el desayuno en la cocina para que ella no se moleste en atenderlo a él y al hijo de ambos. Los gestos de Laura expresan la languidez de un segundo embarazo más o menos avanzado y, junto con ello, algo muy distinto: la indiferencia con la que vive algo que a su familia le emociona pero que a ella la deja fría. Quedarse en la cama para leer cuando a quien deberíamos celebrar se pone a hacer lo que nos toca, saca a la luz cómo vive Laura su matrimonio con un hombre que encarna a la perfección el vulgar materialismo consumista de la postguerra, materialismo que por fuerza agobia a una mujer que lee novelas donde se despliega la complejidad estética que pueden tener situaciones tan triviales como las de preparar una fiesta íntima, que es justamente lo que Laura se niega a hacer para su marido aunque acepte vivirlo a través de la ficción literaria.

VIRGINIA WOOLF

 

Tener un gesto como el que comentamos, de un egoísmo muy sutil pero innegable en su contexto, es, entonces, confirmar que la existencia se encarna junto con los demás, pero no precisamente con quienes formamos los lazos familiares o afectivos, aunque con ellos se nos vaya la vida: la protagonista de la novela apasiona más a Laura que su esposo. Claro está que este reconocimiento no tiene por fuerza que ser objeto de la reflexión, pues basta que se defina como el horizonte sobre el cual hacemos tal o cual gesto: verse al espejo con dureza es anticipar el renovado conflicto con uno mismo, y algo similar ocurre con fingir que uno sigue dormido y dejar que el festejado se afane a solas. El gesto que Laura tiene es desconcertante porque no se sabe si en verdad su marido es tan soso como parece o si ella es incapaz de amarlo y más bien se ha casado con él por debilidad y miedo, como lo que dice en una escena posterior de la cinta nos sugiere. Lo cierto es que la ambigüedad en este caso no es psicológica pues no se refiere a lo que en sus adentros sienta el personaje, es ontológica y a la vez dramática pues se despliega en la existencia implícita en el despertar el día del cumpleaños del cónyuge y sentirse ajena a su euforia. Lo involuntario o inconsciente del gesto que Laura tiene en este caso podría trocarse en una actitud deliberada porque ni una ni otra condición depende de la consciencia psicológica solamente sino de la intencionalidad fenomenológica que se vive como dinamismo corpóreo (o más bien, como falta del mismo): cuando al cabo de un rato Laura sale de la habitación y felicita a su marido, uno no sabe si finge alegría o si se ha resignado a que lo único que puede hacer, a falta de la decisión de suicidarse que tomará un poco después, es dejarse llevar por el ritmo del día y sonreír.

La ambigüedad del gesto también permite salvar la en principio contradictoria percepción de uno mismo como imagen objetiva en el espejo, como pareja abnegada o como cualquier otra encarnación de la realidad: ese imperceptible parpadeo con el que Clarisa, Virginia y todo el mundo contempla su aspecto al reflejarse no es fortuito, es la prueba de que resulta imposible verse como un objeto que tiene ciertas características físicas o como una personalidad soberana que se expresa con ciertos rasgos psicológicos, y lo mismo ocurre con la languidez de Laura, quien por más que lo intenta no experimenta la dicha que supuestamente dan el matrimonio y la prole: ella debería ser una esposa feliz, pero no lo es. De modo que la conciencia oscilaría por siempre entre el reflejo y la desilusión si no fuese porque el mínimo gesto la reintegra en el acto en el mundo interpersonal donde la identidad entra en el juego de las apariencias, como cuando Clarisa se muerde el labio inferior al verse y con ello da pie a las expectativas del día o como cuando Laura se pone a leer una novela que trata del abrumador tedio que ella siente en su vida de casada, y que sería más o menos el que experimentaría en cualquiera otra donde no hubiese modo de huir de un problema en el que uno se ha metido sin saber ni por qué. Por lo mismo, el sentido puramente psicológico del gesto tampoco se resolverá cuando todo vaya en apariencia sobre ruedas, como es el caso de Clarisa, o cuando todo esté a punto de estallar, como parece ser el de Virginia y el de Laura. Los gestos que cada una tiene con los que la rodean son ambiguos en uno y en otro caso, y por ello la generosidad de Clarisa, que echa la casa por la ventana para festejar un importante premio que le acaban de dar a su amigo Ricardo, un escritor homosexual que padece sida, no deja de ser problemática: ¿el gesto que tiene para con su amigo es tan encomiable como a primera vista podría creerse o, al revés, es una muestra más de su afán de control más o menos disimulado o, quizá, de su incapacidad de superar la ilusión juvenil de que Ricardo la amara por encima de su homosexualidad?    

Es obvio entonces que la ambigüedad de cualquier gesto es un valor positivo por causa no de la falta de un criterio válido para resolverla, pues la psicología podría aportar elementos interpretativos más o menos plausibles para elucidar a qué se debe la actitud de Clarisa o la de los otros dos personajes. Aquí lo que cuenta es que el gesto, si bien tiene una intencionalidad absolutamente clara (por ejemplo, disponerse a comenzar el día o darle alicientes a una vida conyugal sin futuro), nunca se tematiza sino se hace o se tiene para con otro en lo inmediato de la vivencia: que alguien finja dormir en vez de festejar es un comportamiento con sentido cabal que, no obstante, no se reflexiona, se tiene y basta, pues, por principio de cuentas, no hay categoría para analizarlo ya que la lógica indica que uno actúa de modo absurdo y la psicología de modo perverso. Inclusive en sus manifestaciones más elementales, el gesto es irreducible a un solo esquema explicativo si lo vemos en el trasfondo del flujo vital: el dramatismo de Clarisa poco o nada tiene que ver con la existencia que ella lleva, y lo mismo sucede con los dos otros personajes o con cualquiera de los espectadores de la cinta, que es por lo que tanto he hecho hincapié en la insuficiencia de la psicología para elucidar el sentido gestual. De ahí que si bien el gesto expresa o revela la forma de ser de quien lo hace, haya que considerar que lo hace no como una personalidad en el sentido psicológico del término sino como una conciencia que solamente se define en el desenvolvimiento de la situación.

ROGER FRY, RETRATO DE VIRGINIA WOOLF (1917)

 

En suma, el gesto es una forma de encarnación que contradice cualquier enfoque substancial de la personalidad: Virginia se mira y se desaprueba sin que haya en realidad motivo alguno para hacerlo ni para dejar de hacerlo, ya que puede argüir que sus conflictos emocionales la arrastran a ello o que son el motor de sus creaciones literarias, así que lo que ponga en juego no dependerá de su relación individual con su pasado sino del plexo de la existencia que se corporeiza como emoción.[4] Por consiguiente, el gesto se connota en un horizonte existencial dialéctico por más que se denote conforme con la personalidad propia: a Laura no le interesa seguir con su marido e incluso está dispuesta a suicidarse con tal de liberarse de él, pero no por ello puede verlo como un mero elemento de su drama interior sino como una persona que la obliga a replantearse el sentido de la existencia. Por último, el gesto es ambiguo en la medida en que engloba la diversidad vivencial de acuerdo con una temporalidad problemática o, por mejor decir, histórica: Clarisa ve en el festejo que organiza una muestra más de un amor que supuestamente ha resistido el paso de los años, aunque su acendrado dramatismo muestre que ese amor ha sido, desde más de un punto de vista, una compensación obsesiva para lo que no ha podido vivir como lo hubiese deseado. Vale.

 

 

Bibliografía

 

  1. Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción, París, Gallimard, 1943.
  2. Ricoeur, Paul, Temps et récit, v. 2: “La configuration dans le récit de fiction”. París: Seuil, 1984.

 

Notas

[1] Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción, París, Gallimard, 1943, p. 143.
[2] ibid., p. 139.                         
[3] ibid., p. 411.
[4] Ricoeur, Paul, Temps et récit, v. 2 : “La configuration dans le récit de fiction”. París: Seuil, 1984, p. 189-192.

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