La función social del museo. Sus límites y posibilidades

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La función social del museo. Sus límites y posibilidades

3.

El devenir de la civilización y del museo

Con base en la teoría del sacrificio, este artículo muestra los hipotéticos orígenes del museo —que podemos rastrear en las cuevas y tumbas del paleolítico—. En ese entonces, los objetos sagrados que se presentaban a los muertos y a los tótems formaban parte del ritual sacrificial, y se conservaban como recuerdos para realizar nuevos sacrificios. Por ello, la función primordial del museo fue estimular la memoria para incitar la autorreflexión del ser humano sobre su papel como ser social. El museo es fundamental en la institución originaria de la sociedad.

3.1

Pero en el devenir civilizatorio diversos procesos influyeron para desviar al museo de su función primordial y ocasionaron lo que Cornelius Castoriadis denominaría autonomización de la institución: su separación de las funciones sustantivas que tiene que cumplir para el desarrollo de la sociedad. En este artículo, se sostiene que fueron tres los procesos que ocasionaron esto: el nacionalismo, el mercado y la devaluación del arte. Si bien el primero se remonta siglos atrás, los dos últimos procesos tienen su mayor impulso a partir de los años ochenta del siglo pasado, y están cruzados por la cultura posmoderna, que convierte a todo en mercancía y devalúa las obras de arte al nivel de los objetos corrientes de la vida cotidiana.

Partiendo de las conceptualizaciones sobre la experiencia estética de John Dewey y Hans Robert Jauss, el texto explica cómo estos procesos limitaron la función del museo: anularon las potencialidades de su función comunicativa, que llevaría al visitante a identificarse con los productos de la civilización y a situarse en su contexto, con el fin de que vislumbre alternativas para el desarrollo de una vida más plena.

En la experiencia estética superior —propia las manifestaciones artísticas— se encuentran las claves para apreciar las posibilidades que tiene el museo para superar estos obstáculos. Aquí se propone que debe de ser concebido como una obra de arte y se concluye con un ejemplo: el museo Beyeler de Basilea, que conserva un proyecto definido para estimular la auto comprensión social sin ceder ante las tentaciones del mercado.

Origen del museo

Como institución, el museo es un sistema simbólico que exhibe objetos relevantes para el desarrollo cultural: aquellos que incentivan la memoria y llevan al ser humano a reflexionar sobre su pasado, su presente y su futuro. Objetos que le sirven para recordar y darse cuenta de que una vez superó su animalidad y se constituyó en un ser psíquico, en un ser social y en un sujeto consciente de su autonomía. Por ello, el museo ayuda al ser humano a ordenar el mundo para darle una explicación al proceso civilizatorio.[1]

3.2

Para Klaus Heinrich,[2] los primeros museos fueron las cuevas y los cementerios donde el hombre prehistórico realizó rituales sacrificiales para conmemorar a sus muertos. Y los primeros objetos de exposición fueron las urnas y ofrendas dedicadas a los difuntos. Pero ¿Cuál era la importancia de estos lugares y objetos? Además de la muerte ¿Qué representaban? Aún hoy en día, urnas y ofrendas son parte del ritual sacrificial: un pago simbólico de los miembros de la comunidad a sus dioses como compensación por los males cometidos en el pasado y como preparación para ser bien recibidos después de la muerte. Con ayuda de éste, el ser humano pretende aliviar el sentido de culpa que tiene sus raíces en el pasado ancestral, cuando dio rienda suelta a sus impulsos y ejecutó el asesinato primordial para liberarse del padre tirano. Así lo plantea Sigmund Freud[3] desde su primera obra de psicología social: Tótem y Tabú.

Entonces, podemos pensar que en estos lugares el hombre prehistórico reflexionó sobre sí mismo: sobre su conducta violenta y su existencia. Mediante rituales donde tocó música, bailó y cantó, rio y lloró, se tatuó y se pintó, no sólo buscó imitar a su tótem para reconciliarse con él; también intentó liberarse del sacrificio: del acto atroz que terminó con una vida. Así, imaginó una existencia libre de la repetición de la opresión, la crueldad y la muerte. Las cuevas y los cementerios de la prehistoria fueron, entonces, los primeros sitios que estimularon la memoria como medio para la autocomprensión. Por esto los podemos considerar los primeros museos.

 

Transformación del museo: de la reflexión a la exaltación nacionalista

Con el devenir de la civilización y el desarrollo de las primeras ciudades de Mesopotamia, los rituales sacrificiales se transformaron. Lewis Mumford[4] muestra como los tótems terrestres de la aldea (plantas y animales) se convertirían en los dioses celestiales de las ciudades. Entonces también vino la exaltación de la juventud y de la fuerza masculina.[5] Los nuevos dioses exigirían sacrificios cada vez mayores y, para satisfacerlos, las ciudades entraron en sangrientas y continuas guerras: cada destrucción del enemigo era una ofrenda para los dioses, y cuanto mayor fuera la devastación y el exterminio mejor era también el sacrificio. Por esto, mediante las victorias en las guerras el rey-sacerdote demostraba que tenía la simpatía de los dioses y que estos eran más grandiosos que los del contrincante. Además, el hecho de sobrevivir en las batallas alimentaba la pasión de poder de los combatientes y los incitaba a participar en nuevas guerras.[6]

3.3

Entonces, la ofrenda que una vez se presentó en una tumba se convirtió en un trofeo que se mostraba en la ciudad. Aššurbanipal, por ejemplo, derrotó a los egipcios y tomó como botín de guerra dos obeliscos y treinta y dos estatuas que trasladó y colocó en la puerta de Aššur[7] Así, demostraba que contaba con el favor de magníficos dioses y, como testimonio de la hegemonía de su ciudad y de su supervivencia sobre otras, construyó numerosos monumentos que estimularon más combates.

El ejemplo de Aššur se repetirá en la historia: diferentes culturas exhibirán objetos obtenidos en guerras y pillajes. Los antiguos griegos, por ejemplo, para presumir la victoria y dar testimonio del sacrificio a los dioses, pintaban sus templos de rojo y los decoraban con los restos de sus víctimas. Así exhibían crueles recuerdos del combate en estos “depósitos macabros de trofeos”.[8]

Siglos más tarde, imperios y naciones utilizan la palabra museo para hacer referencia a una institución que tenía como fin promover su grandiosa imagen. Exhibieron en ellos piezas y tesoros arqueológicos obtenidos en las guerras y expediciones coloniales. De esta manera, a partir del siglo XVIII el museo se constituyó en un monumento representativo del poder militar y la grandeza nacional.[9] En el Louvre, por ejemplo, se construyó un museo nacional (Musée Napoléon) para exhibir los tesoros obtenidos en las guerras, mientras que el Museo Británico mostró trofeos expoliados a otros pueblos y el imperio alemán compró objetos de culturas lejanas para exhibirlos en sus museos y así, al igual que franceses y británicos, demostrarle al mundo que era una potencia mundial.[10]

El museo como lugar de la autoconsciencia social

Después de esto ¿Cabe todavía pensar que estos lugares donde el poder exhibe sus trofeos tienen alguna relación con la cueva del paleolítico? ¿Podemos suponer que estos museos nacionales son sitios para la reflexión y la autocomprensión cultural? ¿En qué sentido? Si las cuevas y cementerios de la prehistoria sirvieron para liberar al ser humano de su animalidad e instituirlo como un ser psíquico y social, cabrían muchas dudas. En estos sitios la reflexión empujó al rompimiento con el pasado animal con el fin de instituir algo nuevo; la auto comprensión abrió las puertas a la superación de la vida salvaje y la ley del más fuerte. Por ello, estos museos primordiales fueron lugares donde periódicamente se realizaron sacrificios para, de forma paradójica, liberarse del sacrificio. La comida totémica fue el acto que selló esta posibilidad: en ella se llegó al pacto de no agresión y se instituyeron las normas y regulaciones que permitirían el desarrollo de la vida en sociedad.[11] Lo contrario sucedió con la puerta de Aššur y sus réplicas en museos y monumentos nacionales, pues se erigieron para exaltar la victoria y la destrucción en la batalla; para instituir el sacrificio como forma permanente de vida; para establecer a la muerte y la guerra como únicas opciones para el porvenir.

3.4

Pero esto cambiaría en la Antigua Grecia, donde la exhibición de los botines de guerra buscó algo más que la exaltación de la superioridad bélica. Los griegos lucieron los trofeos en el museíon: el lugar dedicado a las Musas, diosas que representaban a las artes y las ciencias. Su conocimiento protegía a los dioses y a los hombres; a ellos les cantaban sobre su vida presente, pasada y futura. Y también cuidaban del rapsoda que, con una buena memoria, improvisaba su canto. Las Musas eran las hijas de Mnemósine —diosa de la memoria y el recuerdo— y representaban para los griegos la comprensión de su propia cultura. Los círculos de filósofos, las escuelas y los gimnasios les levantaron estatuas y juntaron su culto con la enseñanza y la investigación. El museíon de la Academia Platónica o el Liceo donde enseñó Aristóteles son ejemplos de esto. Otro caso lo tenemos en el museíon de Alejandría fundado por Ptolomeo I: estaba compuesto por una gran biblioteca, un observatorio, colecciones de ciencias naturales, un instituto médico y otras instituciones científicas.[12] El museíon era un lugar sacro y científico donde se cultivó el recuerdo y se conmemoró la historia; promovió el desarrollo de la autoconciencia de una sociedad compuesta por los sujetos autónomos que instituirían la democracia.[13]

El siglo XVIII será otro momento importante en el desarrollo de la autoconciencia social. En ese entonces, antes de que el museo sirviera a los fines del nacionalismo, en los salones parisinos se realizaron exposiciones artísticas que estimularon el florecimiento de la vida pública. La sociedad ilustrada acudió a los clubs y los cafés —para leer y discutir sobre periódicos, libros y panfletos— y a los salones —para apreciar el arte y debatir sobre él—. Estos lugares promovieron la crítica estética en la esfera pública, fuera de la influencia del Estado.[14] Entonces, las instituciones oficiales y sus funcionarios fueron rebasados por sabios y expertos con mayor conocimiento sobre los asuntos que interesaban a la sociedad (de la política a la estética). Reconocidos por la colectividad, estos personajes lograban unanimidad en sus juicios y establecían las pautas para la formación de la nueva opinión pública.

 

El museo y la experiencia estética

Como vemos, los rituales de sacrifico dieron origen al arte y al museo: una actividad y un lugar para el recuerdo y la reconciliación con el pasado con el fin de preparar el futuro. Mediante las artes —como la música y la danza— los seres primitivos provocaron experiencias estéticas con el fin de adquirir las cualidades de su tótem y comunicarse con él. Y el sitio donde lo hacían era el mismo donde estaban enterrados sus ancestros, es decir, los descendientes del mismo tótem. Con el ritual, estos lugares quedaron impregnados con las fuerza divinas que podían desencadenar, mediante el recuerdo, nuevas experiencias estéticas de comunión totémica. En el museíon —casa de las diosas de las artes y las ciencias—, los griegos reactivaron la conjunción del arte, la exhibición y el recuerdo para generar este tipo de experiencias.

3.5

Si bien en toda experiencia participa la áisthēsis,[15] el concepto de experiencia estética propuesto por John Dewey tiene como fin distinguir a cierto tipo de experiencia que considera superior: aquella que ocurre cuando el sujeto intercambia materia y energía con su entorno, para vencer resistencias, superar conflictos y alcanzar una finalidad. Su participación tiene una intencionalidad clara, por esto, es consciente de su inicio, su desarrollo y su conclusión. Se trata pues, de una experiencia redonda que forma una unidad: sus diferentes momentos están acoplados y fluyen como lo hace un río al recorrer los parajes de una región que, pese a su diversidad, tiene una clara unidad.

Para Dewey, las experiencias estéticas tienen lugar en la vida cotidiana, sin embargo, las más excelsas son las que ocurren en los procesos de creación y recepción de la obra artística. En el primero, el artista imagina relaciones formales que materializa para cumplir una intención expresiva; durante el proceso, las percepciones de lo que va realizando retroalimentan la creación. Por su parte, al percibir una obra el receptor ejecuta procesos similares; elabora asociaciones para recrear las relaciones formales que generó el artista: ambos realizan experiencias estéticas análogas. Hans Robert Jauss tiene ideas parecidas, pero enfatiza las funciones receptiva (aesthesis) y comunicativa (catarsis): a la primera le atribuye propiedades cognoscitivas que ayudan al receptor a renovar sus percepciones de lo real para descubrir las múltiples significaciones que se encuentran detrás de las apariencias; y a la catarsis le otorga el principal papel en el proceso estético, pues promueve la identificación del receptor con la obra, le muestra alternativas de vida y lo impulsa a tomar acciones para liberarse de las convenciones mundanas.

Si la función del museo es contribuir a la construcción de una mejor sociedad, debería tener las condiciones para favorecer el desarrollo experiencias estéticas que promuevan las funciones cognoscitivas y comunicativas del visitante hasta llevarlo a la catarsis.[16] Cuando el museo se concibe como obra de arte, estimula al receptor a reflexionar sobre su posición histórica; lo lleva a tomar consciencia de su condición como sujeto autónomo y a tomar posición ante la realidad social.

La autonomización del museo

La finalidad de la obra de arte es pues, producir una experiencia estética superior que estimule la imaginación del espectador y lo incite a identificarse con ella. Cuando esto sucede llega a la catarsis: vislumbra alternativas de vida y alcanza la sensación de libertad.

MUSEO BEYELER, SUIZA

MUSEO BEYELER, SUIZA

Pero ¿Cómo podría el museo ser una obra de arte? Lo principal sería lograr adecuadas relaciones entre sus partes. De esta manera, la fusión del contenedor (la edificación), el contenido (la exposición y los servicios) y el lugar de emplazamiento tendría como resultado una bella unidad formal. Se trataría de una obra dinámica, pues se transformará en el tiempo según los cambios de su contenido. Sin embargo, existen tres factores que obstruyen el desarrollo del museo como obra de arte: el nacionalismo, el mercado y la devaluación del arte.

El primero, como se mostró más arriba, petrifica el recuerdo con el fin de exaltar la gloria marcial que sostiene al Estado nacional. Esto limita la experiencia del público a la contemplación de los héroes y los sacrificios bélicos que fundaron y promovieron la grandeza de la nación; su visita se restringe a la percepción de la historia oficial –que no ofrece alternativas a la repetición sacrificial de la violencia. Así, no es posible el desarrollo de experiencias estéticas que lleven al individuo a reflexionar sobre su papel social y a concebirse como sujeto autónomo.

El segundo obstáculo es la comercialización, pues destruye a la memoria y a sus potencialidades formativas y liberadoras. Horst Kurnitzky[17] muestra como el mercado es el sitio del continuo presente que ofrece la satisfacción pulsional inmediata y la cumple mediante la adquisición de mercancías: con cada objeto que el consumidor compra apaga un deseo sin conservar alguna huella o recuerdo de ello. Pero no tarda en aparecer un nuevo deseo adquisitivo que reclamará, nuevamente, la satisfacción. En el mercado se desarrolla un proceso similar al de una vida pulsional no sublimada, pues ésta sólo se alcanza mediante la reconciliación pulsional que facilita la memoria.

Fue en Estados Unidos donde —a finales de la década de los sesenta del siglo veinte— el mercado penetra por primera vez en el ámbito público de la cultura. El Metropolitan Museum of Art aplica técnicas de marketing en la administración y utiliza el arte contemporáneo y los happenings como novedades para aumentar su público.[18] Y en los años ochenta, la decadencia del Estado benefactor y el ascenso de la cultura posmoderna intensifican el proceso. Por una parte, el auge del turismo cultural promovió el crecimiento y la modernización de los museos pero, por otra, el paulatino retiro del Estado de las tareas culturales dificultó su financiación. Entonces los museos buscaron alternativas, y las encontraron en la oferta de servicios de divertimento para atraer a grandes masas de visitantes que, con sus entradas, compensaron la baja de los presupuestos oficiales. En este proceso de comercialización, el reconocimiento de las obras de arte como activos financieros (stoks) fue la muestra más palpable de la desviación de la función del museo. Sin tener en cuenta un proyecto de conservación del patrimonio cultural para elaborar una interpretación del proceso civilizatorio a través de exposiciones, los activos (las obras de arte) se introducen en el mercado como mercancías y se intercambian por otros bienes (obras de arte de moda) que se convertirán en nuevos activos. Esto hizo del museo “una entidad empresarial”.[19] Y en los años noventa —con el fin de facilitar la rotación de obra según los dictados de la moda y obtener ganancias en el mercado del arte—, de los activos se pasó a las acciones. Así lo hizo la Nueva Galería Estatal de Stuttgart.[20]

NUEVA GALERÍA ESTATAL DE STUTTGART, ALEMANIA

NUEVA GALERÍA ESTATAL DE STUTTGART, ALEMANIA

El tercer escollo, la devaluación del arte, está ligado a la cultura posmoderna que contribuyó a hacer del mundo un gran almacén, donde todo se convierte en objeto de consumo y simula su disposición absoluta en el mercado: como la Piazza d’Italia construida por Charles Moore en Nuevo Orleans, donde el visitante tiene acceso al conjunto de la cultura humana amontonada en un sólo inmueble. Además, el posmodernismo se encargó de transformar al museo en una casa de diversiones para todo público con ganas de evasión.[21]

Con la consolidación de la cultura del ocio, la industria cultural y el turismo de masas, el número de visitantes del museo creció enormemente y la institución amplió sus espacios y servicios. En el año 1997 es inaugurado el museo Guggenheim de Bilbao y se constituye en un hito urbano que atrae grandes cantidades de turistas. Estos procesos fomentaron las funciones de entretenimiento y consumo. Un ejemplo paradigmático es el Museo Hermitage-Guggenheim que Rem Koolhaas proyectó en el año 2000 dentro del hotel-casino The Venetian en las Vegas. Se trataba de una construcción provisional que se podía desmontar para integrar el museo en el mismo casino.[22] La construcción de un distrito cultural por renombrados arquitectos en la capital de los Emiratos Árabes Unidos, Abu Dhabi, muestra el crecimiento del sector. Frank Gehry se encarga del museo Guggenheim que, con 30,000 m2, será el más grande de esta firma; Jean Nouvel proyecta una sede para el museo de Louvre con 24,000 m2; Norman Foster, el Museo Nacional Zayed (el Museo Británico colabora en el desarrollo del proyecto); Zaha Hadid, el Centro de Artes Escénicas y Tadao Ando, el Museo Marítimo.[23]

Este crecimiento del sector vino de la mano con la banalización y devaluación de la obra artística: el posmodernismo la convirtió en un objeto de consumo sin atender a la calidad de sus relaciones formales. El ready-made fue el antecesor del proceso de deterioro de la concepción del arte como ejecución magistral de una técnica para lograr una intención expresiva por medio de la transformación de la materia en una bella unidad formal. Sólo con este tipo de realizaciones se logran experiencias estéticas superiores. Marcel Duchamp creó el ready-made, a principios del siglo XX, para criticar a la élite artística y a la sociedad que llevaba al mundo a la guerra; trivializó y menospreció al objeto artístico: consideró que era un producto burgués que generaba ambientes y experiencias exclusivas y, por lo tanto, despreciables. Sin embargo, décadas más tarde el arte posmoderno se encargó de hacer ready-mades de manera repetitiva y así lo convirtió en un objeto trillado, con el fin de rebajar a la misma obra de arte al nivel de un objeto de la vida cotidiana. Esto restringió el proceso creativo del artista a la concepción de una idea para materializarla en un signo que representa motivos habituales y experiencias mundanas.[24] Entonces, se facilitó la comercialización del arte: su banalización lo hizo accesible a un gran público –sin preparación suficiente para apreciar relaciones formales bellas– que sólo quiere satisfacer sus deseos inmediatos de nuevas percepciones y vivencias, aunque finalmente lo remitan a su cotidianidad.

MARCEL DUCHAMP, RUEDA DE BICICLETA (1913)

MARCEL DUCHAMP, RUEDA DE BICICLETA (1913)

Estos tres impedimentos producen —en términos de Castoriadis—[25] la alienación del museo; su autonomización institucional: la escisión del sistema simbólico de las funciones que debe tener para cumplir su papel social. En este caso, aquellas que instituyeron los griegos como promotor de la memoria y la autoconsciencia social.

El museo como obra de arte: el ejemplo Beyeler

El arte se caracteriza por lograr la identificación entre la materia y la forma, los medios y los fines, el tema y la expresión. Cuando esto sucede, la afinidad tiende hacia la fusión y se cristaliza en una obra bella que aspira a la perfección, donde cada parte singular contiene al todo y el todo, a las partes: por esto tiene unidad y variedad.[26] Como se expuso más arriba, la concepción del museo como obra de arte debe seguir estos principios, de tal suerte que las relaciones del contenedor, el contenido y el lugar conserven la función original de la institución y se expresen en una bella unidad formal. Si esto sucede, se promueven las funciones institucionales que estimulan la memoria y provocan experiencias estéticas que llevan al visitante a la catarsis: a compenetrarse con las realizaciones humanas y con su historia para reflexionar sobre la relación de su vida individual con su civilización, y a tomar consciencia de su condición de sujeto autónomo.

Un ejemplo de esto lo tenemos en el museo de la fundación Beyeler en Basilea:[27] en lugar de dejarse llevar por los atractivos del mercado, mantiene un proyecto consistente con un concepto del mundo que muestra a través de exposiciones artísticas. La fundación tiene una colección aproximada de 230 obras de 44 artistas de la “modernidad clásica” (de los postimpresionistas a Georg Baselitz, Anselm Kiefer y Neo Rauch) que contrasta con algunos de sus referentes: piezas de culturas aborígenes de África, Alaska y Oceanía. Además, con el fin de establecer un diálogo con el presente y animar las discusiones sobre estética, el museo combina su colección con exposiciones temporales y eventos artísticos.[28] Lo puede hacer profundizando en el conocimiento de temas o artistas incluidos en la colección o los no incluidos que corresponden al arte moderno. Una tercera alternativa es confrontar a la colección con exposiciones temporales de arte contemporáneo (no incluido en ella); de esta manera, en lugar de realizar una presentación cronológica de obras, se evalúa el carácter de la colección desde las perspectivas del arte de hoy: son importantes los artistas contemporáneos que se interesan en el proyecto del arte moderno. Las exposiciones temporales siempre están en relación con la colección: sirven como base para buscar nuevas explicaciones y realizar otras interpretaciones del arte moderno desde el contexto actual.[29]

El museo es resultado de esfuerzos privados y públicos. La fundación fue constituida en 1982 por Hildy y Ernst Beyeler, quienes formaron la colección a lo largo de cincuenta años; su amistad con artistas como Picasso fue importante para conseguir relevantes obras del arte moderno. El municipio de Riehen donó el terreno, y la ciudad de Basilea aporta cerca de 3,058,000 dólares anuales para el funcionamiento del museo.[30]

3.9

Proyectar un museo tiene una dificultad particular: generalmente el arquitecto tiende a identificarse con el motivo y termina realizando una obra para exhibirse así mismo. Pero en esta obra Renzo Piano[31] procede de forma contraria: demuestra gran comprensión del lugar –de su paisaje y su cultura– y del proyecto humanístico de la fundación: los integra de forma magnífica. Al disminuir la altura de la edificación (enterró un nivel y el resto del museo sobresale tan sólo seis metros del suelo) logró un cuerpo con una acentuada horizontalidad que se funde con el antiguo parque de la Villa Berower, del siglo XIX (el conjunto es considerado patrimonio histórico).[32]

La inmaterialidad y la transparencia son conceptos centrales en un diseño que, según palabras de Piano, “debe de servir al arte, y no al revés”.[33] Bajo la tradición de la arquitectura regionalista, Piano realiza una edificación con base en cuatro muros paralelos revestidos de piedra rosada[34] que se proyectan desde el jardín del sur; cruzan el museo y salen nuevamente al jardín por el otro lado, el norte. Con esta disposición se tenía la intención de formar grandes galerías —según la tipología de museos antiguos, como el Reina Sofía o el Louvre—, pero el diseño se mejoró con paredes interiores para formar salas y enriquecer el recorrido. Al sur y al norte las galerías terminan en ventanales (que van del piso al techo) y pórticos que se extienden hacia los jardines e integran al interior con el exterior. En las salas del sur se exhiben esculturas que permiten el paso de la vista hacia el jardín: los muros de piedra, la cubierta traslúcida y un espejo de agua enmarcan este efecto y refuerzan la fusión del arte con la naturaleza.

Para lograr la transparencia y la inmaterialidad, Piano proyectó una gran cubierta de acero y vidrio (similar a la que diseñó en el Museo Menil de Houston) que permite la entrada constante de luz natural (filtrada de rayos ultravioleta). Un sofisticado sistema de persianas regula la intensidad de la luz y el calor en consonancia con el aire acondicionado.[35] Así, la luz cenital y lateral proporciona óptimas condiciones para la apreciación de las obras, y suscita su fusión con el paisaje. Al exterior la inmaterialidad se refuerza con un interesante contraste entre la ligereza de la cubierta de vidrio y la pesadez de la piedra rosada: mientras la primera parece flotar hasta desvanecerse y desaparecer en el futuro, la roca evoca al tiempo pasado solidificado en el presente.

3.10

El museo es una institución fundamental en la constitución del ser humano psíquico y social: ha tenido un papel relevante en el proceso civilizatorio. Los antiguos griegos —que entendieron muy bien la importancia de la memoria para la reflexión y la autocomprensión social— hicieron del museíon una institución clave para su desarrollo cultural, que integró al arte con la ciencia y la educación. Por su parte, la sociedad ilustrada del siglo XVIII utilizó al salón como lugar para mostrar obras artísticas, con el fin de promover discusiones sobre arte y política; formó una opinión pública independiente que se contrapuso al poder estatal, al tiempo que preparaba la revolución y la caída del Ancien Régime.

Sin embargo, el devenir civilizatorio no es lineal, tiene extravíos y regresiones que ocasionan la autonomización de las instituciones: la falta de congruencia de sus sistemas simbólicos con las funciones y fines para las que fueron creadas. Esto le ha sucedido al museo en repetidas ocasiones: ha sido convertido en sitio para exhibir trofeos de guerra, en mausoleo de los héroes patrios y en monumento de la gloria nacional. Además, la cultura posmoderna hizo de él un gran juguete para exhibir objetos divertidos, y el mercado se encargó de transformarlo en una empresa de activos y acciones.

En la cueva y la tumba del paleolítico, en el museíon y en el salón ilustrado se encuentran los fundamentos de la función social del museo. Concebirlo como obra de arte, es rescatar estos fundamentos para formar su contenido: un proyecto expositivo que active la memoria y desencadene experiencias estéticas que abran la comunicación y desemboquen en catarsis: en la identificación liberadora del visitante con los objetos de su historia y su cultura. Pero, como producto artístico, un contenido adecuado tiene que integrarse con un objeto inmueble bello, ubicado en un lugar que tiene una cultura y un contexto. El ejemplo que aquí se presentó, el museo Beyeler, es sólo una muestra de las posibilidades que hay para lograrlo; del potencial que tiene la institución para impulsar experiencias estéticas y la autoconsciencia social. Esta tarea es importante, pues la hegemonía del mercado tiende a imponerse como única alternativa viable: invade todos los ámbitos de la vida pública, anula las instituciones y borra cualquier utopía para una sociedad más humana.

3.11

Bibliografía

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  28. Weiss, Philip, “Vender la colección” en Bolaños, María, ed., La memoria del mundo. Cien años de museología, 1900-2000, Trea, Gijón, 2002.

Notas

[1] Tomo la conceptualización que, en su crítica al funcionalismo, realiza Cornelius Castoriadis en La institución imaginaria de la sociedad, Tusquets, México, 2013, pp. 186-211, sobre la institución como sistema simbólico o de significaciones imaginarias. Se trata de un sistema producido por la imaginación para darle un orden y un sentido al mundo con el fin de constituir una sociedad.
[2] Klaus Heinrich, “Museumsgesellschaft”, p. 7-8.
[3] Sigmund Freud, “Tótem y tabú”, pp. 135-162.
[4] Lewis Mumford, The City in History. Its Origins, Its Transformations, and Its Prospects, pp. 29-46.
[5] Mumford, The City in History, p. 30. Esto lo muestra la epopeya del héroe sumerio Gilgamesh, rey mítico de Uruk, quien no presta atención a los ancianos y ataca la ciudad de Kish.
[6] Elias Canetti, “Poder y supervivencia”, pp. 35-43. Canetti muestra cómo la sobrevivencia en la guerra produce un intenso placer que se acumula y crece con cada muerte que se percibe (ya sea del enemigo o de un compañero).
[7] Aurora León, El museo. Teoría, praxis y utopía, p. 16.
[8] Roberto Masiero, Estética de la arquitectura, p. 31.
[9] Josep Maria Montaner, Museos para el siglo XXI, p. 9.En esta misma época surgen la arqueología y las técnicas de restauración que permiten examinar, clasificar y conservar las grandes cantidades de piezas antiguas almacenadas en el museo. Al mismo tiempo, la estética emerge como disciplina filosófica que se incorpora para estudiar sus objetos artísticos. El desarrollo de estas disciplinas influyó para incorporar a la educación como función importante del museo. Josep Maria Montaner, Museos para el siglo XXI, Gustavo Gili, Barcelona, 2003, p. 9.
[10] Ana Ávila, El arte y sus museos, p. 54, 103-114; Horst Kurnitzky, Museos en la sociedad del olvido, p. 25.
[11] Sigmund Freud, “Tótem,” pp. 135-162.
[12] Christine Harrauer y Herbert Hunger, Diccionario de mitología griega y romana, pp. 562-565.
[13] Cornelius Castoriadis, Los dominios del hombre. Las encrucijadas del laberinto, pp. 76-77. Fue en la Antigua Grecia donde por primera vez se instituyó la autonomía. Se trató de una cultura que desarrolló una nueva “forma del ser histórico-social”; se caracterizó por su capacidad para cuestionar sus propias leyes de existencia. Por ello, la democracia implica la facultad para poner en tela de juicio a la institución de la sociedad misma: la autonomía ganada de esta manera tiene el sentido de autoinstitución.
[14] Roger, Chartier, Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII. Los orígenes culturales de la revolución francesa, p. 33.
[15] Palabra griega que significa ‘facultad de percepción por los sentidos’.
[16] Donald Kuspit, El fin del arte, pp. 38-39. Kuspit muestra un ejemplo de catarsis producida por las artes plásticas. Se trata de la obra de Otto Dix, quien logra transformar la brutalidad de la guerra en “una escena extrañamente bella” con extraordinarios efectos comunicativos, pues nos dice más que cualquier crónica periodística o fotografía. Así, escribe: “la fotografía puede conmovernos, pero no nos rescatará de los desagradables sentimientos que provoca en nosotros” como sí lo hacen las obras de Dix, pues “no sólo nos muestran su devastación, sino que nos envuelven en ella, en una compleja dialéctica de identificación y desidentificación”.
[17] Horst Kurnitzky, Museos en la sociedad del olvido, pp. 35-45.
[18] Philip Kotler y Sidney J. Levy, “Ampliemos el concepto de márquetin”, pp. 333-334.
[19] Philip Weiss, “Vender la colección”, p. 346.
[20] Kurnitzky, Museos en, p. 38.
[21] Horst Kurnitzky, Vertiginosa inmovilidad. Los cambios sociales de la vida global, pp. 81-132.
[22] Montaner, Museos para, pp. 148-150.
[23] Abu Dhabi Government, 2013; Guggenheim Museums and Foudations, 2013; Spiegel on line, 2007.
[24] Kuspit, El fin del arte, pp. 21-39.
[25] Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, pp. 211-212.
[26] Kuspit, El fin del arte, pp. 33-37; Robert Guillam Scott, Fundamentos del diseño, pp. 31-32.
[27] Construido entre 1994 y 1997 por Renzo Piano Workshop y J. Burckhardt & Partner AG.
[28] Beyeler Fondation, Die Sammlung.
[29] Markus Brüderlin, en Klassische Moderne als Herausforderung, 1997, abunda mostrando la relación del arte actual con el de tiempos anteriores: arguye que las innovaciones no son resultado de un rompimiento con el pasado, sino de nuevas interpretaciones del mismo. A esto se refirió el título de la documenta X: La mirada de atrás hacia adelante. www.fondationbeyeler.ch/sites/default/files/fondation_beyeler/downloads/mm_fondation_beyeler/d_rede_von_ernst_beyeler_eriffnungspressekonferenz_fondation_beyeler.pdf
[30] Beyeler Fondation, Die Sammlung.
[31] Idem.
[32] Peter Buchanan, Renzo Piano Building Workshop, pp. 56-85.
[33] Beyeler Fondation, Die Fondation Beyeler, http://www.fondationbeyeler.ch/sites/default/files/fondation_beyeler/downloads/mm_fondation_beyeler/d_die_fondation_beyeler.pdf
[34] En un principio se tenía la intención de construir con la misma piedra de la catedral de Basilea, sin embargo, por su baja resistencia al desgaste se sustituyó con piedra de la Patagonia, Argentina. Peter Buchanan. Renzo Piano Building Workshop, vol. IV, Phaidon, Londres y Nueva York, 2003, p. 63.
[35] Ibid, pp. 56-85.

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