La locura como cuerpo narrado

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La locura como cuerpo narrado

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¿Cómo se escribe la locura? ¿Cómo escribir de la locura, o desde la locura entendiendo este “desde” como la distancia que se abre como espacio invisible entre lo dicho y lo no dicho, entre lo que vemos y lo que dejamos de advertir con la simple mirada? Acaso el silencio, una suerte de desdén equívoco, sea capaz de acercarnos a esa experiencia que está del lado de lo silenciado. Estoy persuadido que hablar de la locura nos sitúa dentro de la locura misma. ¿Cómo abstraerse de la locura, de sus rasgos, de sus tics, de todo ese ritual que la acompaña y que dice como locura?

¿Han visto a un “loco”? ¿Han hablado con un “loco”? Podríamos parodiar el haiku y decir que “El loco me está viendo, parece decirme algo que se le olvida” y aún sentirnos interpelados por él, por ellos, por su discurso que parece tomar otro registro, el que corre paralelo al nuestro, al de la lógica representacional, al de la “cordura”… Cuando reflexiono sobre la locura, no puedo hacer otra cosa que recordar aquella palabras magistrales de Foucault, que en el segundo tomo de Historia de la locura en la época clásica, dejó como santo y seña del siglo XX y del nuestro:

Una tarde, estaba yo allí, mirando mucho, hablando poco, escuchando lo menos que podía, cuando fui abordado por uno de los personajes más raros de ese país, al cual Dios ha dotado de bastantes extravagantes. Era un compuesto de altivez, bajeza, buen sentido y sinrazón.

En el momento en que la duda lo enfrentaba a grandes riesgos, Descartes tomaba conciencia de que no podía estar loco —aunque reconoció aún durante mucho tiempo que todas las potencias del mal y hasta un genio maligno rondaban alrededor de su pensamiento—; pero en tanto que filósofo, y teniendo el propósito resuelto de emprender el camino de la duda, él no podía ser “uno de esos insensatos”. [1]

Ya sabemos de la discusión que Derrida tuvo con Foucault, de la que surgió una enorme distancia y por la que el propio Foucault, más tarde, llevó a cabo correcciones en su texto. Pero no hablamos de esto sino de un libro que quiero relatar, contar, decir, porque está pesquisado del lado de la locura, sin duda. Diario de la locura es un libro escrito por Carmen Tinajero; un libro que es, como su título lo señala, sólo eso: un diario que narra retazos de experiencia, de dolor, de sensaciones varias de abandono, de impotencia, de rabia, de llanto seco, de lágrimas que se derramaron y que cayeron en tierra yerma porque al final a nadie le importó.

Un siquiátrico, una experiencia, un relato o, diríamos mejor, muchos relatos, discursos que se cierran en sí mismos, y que nos dejan implacablemente el dolor en las manos, en el cuerpo. Relatos que describen momentos disímbolos, con aparente cronología, porque discurren en meses, en días, se retraen, se alargan, regresan, se acodan en un rincón, hacen elementales juicios de valor, pero se retraen a una narración, a una anécdota, a un símbolo porque, sin duda, quien escribió este libro pudo haber hecho un sesudo estudio comparativo entre el dicho del psiquiatra con sus antipsicóticos, con sus antidepresivos, con su antimundo que silencia el síntoma incluso con esa pequeña técnica infernal que es la panacea del dolor: la aplicación del TEC o Terapia Electro Convulsiva, y el del psicoanalista que sólo quiere hacer hablar al síntoma, hacer hablar al dolor, al llanto. No sé si al inconsciente, porque no sé si el inconsciente se vuelve loco, o son historias que hablan de eso, de las historias, del sufrimiento inútil, del dolor con el que no se puede hacer nada más que huir de él. Carmen Tinajero lo dice de manera magistral cuando abre el texto:

Escuchar a un loco es entrar a otro mundo, pero lo curioso es que ese otro mundo está dentro de nosotros, lo que escuchamos remite a la profundidad de nuestro ser. Cada palabra pronunciada por él incide en nosotros como una navaja, y tal vez por eso nos se quiere saber nada del loco. Se trata de una voz interna que silenciamos antes de atrevernos a escucharla

Tinajero habla de la locura, pero no como una psicoanalista y mucho menos como una psiquiatra. Nos habla como un ser humano que tuvo la experiencia del dolor. Ella está persuadida de que cuando habla de los “locos” lo hace a sabiendas de que:

Utilizo la palabra “loco”, para referirme en especial a los habitantes del hospital psiquiátrico, a sabiendas de que esa palabra está en desuso desde la psiquiatría, que tiende a llamarlos psicóticos y enfermos mentales y últimamente “usuarios”.[2]

Sin duda, el eufemismo de “usuarios” corresponde paralelamente a las buenas conciencias que en lugar de decir viejos a los viejos, les llama adultos en plenitud o cualquier otra estupidez. Pareciera que decir “loco” nos comprometiera la vida entera. Y no les falta razón. Tinajero en la misma nota aclara que

Quiero evitar esta nominación y cualquier diagnóstico y conservar el significante “loco” que lo ata a la historia, aunque sí advierto la presencia del delirio como elemento común de la locura a la que me dirijo.[3]

Pensemos sólo en lo que se ha escrito acerca del delirio, éste, se dice, es un perturbación de detrimento cognitivo, lo que señala que afecta la manera en como una persona piensa, razona y recuerda. Ya se nos ha señalado que los signos primarios que denotan ese delirio corresponde a un cambio repentino en el estado de alerta (esto es, una somnolencia, o una agitación) o, más aún, un cambio de conciencia de una persona. Se nos ha dicho que un individuo con delirio puede advertir desorientación, incapacidad, o confusión para concentrarse, dificultades de memoria o trastornos de la percepción (alucinaciones, principalmente) o igual reparar en sucesos no suceden. Paradójicamente, nada de esto nos puede decir en realidad de si la persona está loca o no.

El libro de Carmen Tinajero, en cambio, es un libro escrito desde su propia subjetividad, escrito desde la orilla del infierno, del vacío, del vértigo: ese que puede poner su mirada en nuestra mirada… Sí, leí el libro en dos sesiones, no sólo por lo que contaba, sino el modo magistral en cómo lo narra. El lenguaje en este libro se acomoda casi como si fuera un rompecabezas, unas historias que se van sumando lentamente para hablarnos de Laura, de Hilda, de Carlos Mario, de Cecilia, de don Manuel Sobrino, de Iliana, de don Leandro, de don Jorge de la Fuente, de Chabelo, de Rubí, de Maximino, Wister, Guichard, Eliud, de Josefa, de Nato y de Freud…, nombres que sólo con nombrarlos el alma se precipita, se endurece. Porque Carmen Tinajero nos los revela en su propio dolor, en su llanto, en su desconocimiento y conocimiento de la locura, en su vaivén o en su “entre” dos aguas, “entre” dos tiempos, “entre” dos estatus, “entre” la locura y el miedo.

Carmen Tinajero nos habla de Marcela, de su vida triste, de su vida infame, porque todas ellas son eso, vidas infames, como decía Foucault, vidas transidas por esa locura, que en el psiquiátrico como dice Tinajero: “circula en variadas formas, la locura está en el aire, flota y te hace flotar”.[4] Pero no sólo, porque nos habla de Meche,  de los piojos de Meche, de su cabeza envuelta en trapos para matar los piojos, de los brujos, del encierro, de cuando ella, Carmen Tinajero, les preguntaba a los “locos” quién era ella para cada uno de los que habitan este espacio de la exclusión y Gassos, uno de esos “locos”, le contestó rotundamente que

Usted es la psicóloga que viene aquí a deshacer entuertos, la que encuentra el hilo en los enredos, la que deshace los nudos. Usted es la psicóloga que viene y se interesa en los que están aquí, y continúa hablando conmigo, ahora de su linaje, de su ascendencia europea, francesa, española y catalana, de la que está orgulloso.[5]

Pienso que hablar de la locura como lo hace Carmen Tinajero sólo se puede hacer sólo sí la palabra adviene desde la más contundente sinceridad y autenticidad.  En este libro no hay eufemismos, ni disertaciones enormemente aburridas, ni comparaciones ni una sabiduría falsamente digerida. Lo que hay es una experiencia del orden del dolor que se construyó con el día a día de estar con los “locos”, escuchándolos, hablando, haciéndolos tomar la palabra:

Las historias de los pacientes ilustran estas consideraciones teóricas. Ellos abren en nosotros muchas preguntas. La vida de los pacientes del hospital psiquiátrico es un mosaico de enigmas, de tragedias acerbas para ser contadas. Excluidos del mundo, los habitantes del hospital orquestan desde ahí una especie de baile que retumba en las almas del resto de la humanidad. Hablan lenguas desconocidas que no pueden escucharse desde la lógica de la medicina. Ellos saben que su reino no es de este mundo

Hay un pasaje en este libro, de los muchos que me tocan y que me conmovió profundamente justo porque tiene que ver con el advenimiento de la modernidad, o de lo que se dice de la modernidad: el saber del loco, el habla del loco, su reclusión y, por ende, su exclusión, tanto del mundo como del espacio en el mundo. Lo cito in extenso porque no tiene desperdicio, porque enuncia todo lo que es y ha sido la modernidad, el proyecto mismo de la modernidad, en 1700 o en 2011 (fecha ultima del Diario), porque el ciclo de la rueda del progreso no reconoce momentos ni épocas, sino que está siempre dispuesto a volver, a hacerse presente pero como nuestro tiempo, “enriquecido”. La cita es una metáfora y una metonimia de nuestro mundo actual. La cita es quizá el punto nodal de toda la tesis y de lo magistral de la escritura:

Hoy los árboles están tristes. El chicozapote debe estar enojado porque esta construcción le quitó la oportunidad de convivir con la gente, de tocarla con su sombra directamente. Ahora lo hace en forma marginal. Quedó a la orilla de un cuadro de concreto en contacto con un techo que es mudo y sordo al crecimiento de sus ramas. Los pájaros también se fueron, tal vez los asustó la modernidad, no veo tampoco a los gatos ni a las ardillas y tengo la impresión de que a mi tampoco me ve nadie.[6]

El lugar desde el que escribe Carmen Tinajero acontece justo en lo que Foucault había llamado “la edad feliz en la que la locura finalmente es reconocida y tratada según una verdad ante la cual los hombres habían permanecido ciegos durante mucho tiempo”.[7] Carmen escribe desde el tiempo del “gran encierro”, no el que aún era hospitalario para la locura. La locura ya no está ahí, en medio de las cosas y de los hombres, como un signo irónico que confunde las señales de lo quimérico y lo verdadero, no está ahí guardando el recuerdo de las grandes amenazas trágicas, sólo está como locura,[8] reducida al silencio, a su propio internamiento, en una estructura visible que ya no se sitúa en el escándalo, sino en la lógica de la pobreza, de la miseria, y del olvido. Porque como nos hace ver, a través de su narrativa Carmen Tinajero, los manicomios son la forma más espontánea y eficaz de eliminación de ese mundo “asocial”, de ese mundo incómodo, incomprensible, con su lógica otra, y que queda neutralizada como secreto familiar. Los psiquiátricos son lugares de olvido, de ignominia, donde lo que vemos son sólo cuerpos, territorios de la experimentación.

Este libro desdobla una experiencia, una subjetividad, es un diario que se narra a trazos y a trozos, porque es una forma de ver el paso de una vida, de muchas vidas, por esos centros de reclusión literalmente dándoles la palabra a los locos.

Tinajero, Carmen, Diario de la locura, Ediciones Monte Carmelo, Tabasco, 2011

[1]Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, Tomo II, FCE, col., Breviarios, 191, trad, Juan José Utrilla, octava reimpresión, , México, 1999, p. 9.

ico, 1999. rsira? ¿Han visto a trad, Juan Jos otro registro, el que corre paralelo al nuestro, al de la l locura? ¿Han visto a

[2] Carmen Tinajero, Diario de la locura, Ediciones Monte Carmelo, Tabasco, 2011, nota 1. p. 11.

[3] Ídem.

[4] Ibídem, p. 75.

[5] Ibídem, pp.107-108.

[6] Ibídem, p. 58.

[7] Michel Foucault, op. Cit., p. 190.

[8] Cfr., Ibídem., p. 74.

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