Leer a Nietzsche, ¿en el siglo XXI?

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Leer a Nietzsche, ¿en el siglo XXI?

 

Friedrich W. Nietzsche moría hacia 1900 en Weimar. En la aurora del siglo XX, el filósofo jovial no alcanzaría a testimoniar la ingente cantidad de transformaciones de la sociedad alemana. No sólo se perdía del auge de la política de masas, de las formas democráticas de aquella frágil República de 1919, sino que también se perdería la ocasión de saber el modo en que su filosofía sacudiría los hábitos del pensamiento moderno. Pero, ¿es cierto esto? Nietzsche supuso que la posteridad recibiría su pensamiento como se recibe una buena nueva, una señal de inicio, un punto de inflexión en todo caso; creía, firmemente al parecer, que su escritura haría escuela, que modificaría las instituciones de enseñanza. Hoy en día, pareciera que estamos en mejor posición para evaluar esto último.

            A quien deseara corroborarlo le parecería que en algún sentido Nietzsche tenía razón, pero quizá no de la forma en que lo esperaba. Su recepción en universidades alemanas ha sido disímil, ajetreada por el pasado autoritario del nacionalsocialismo y la expropiación que realizó de la firma del filósofo –no siempre de manera arbitraria, habrá que admitirlo-. Heidegger sería el encargado de colocar el rostro meditabundo del exprofesor de filología de Basilea entre aquellas figuras que han guardado en su pensar (denken) un agradecimiento (danken) del ser, así como huella de su envío. Nietzsche, diría entonces el pensador, es el último de los metafísicos. Por otra parte la atención creciente del mundo francés vería en Nietzsche a un pensador capaz de hacer retroceder la hegemonía hegeliana en los marcos de análisis universitario. Así, es famoso el Nietzsche de Deleuze: un filósofo de la diferencia, que se encuentra bien lejos de ser el metafísico figurado por Heidegger; de igual manera las lecturas singulares que Foucault y Derrida regalaron al viejo genealogista de la moral han generado marcos y estrategias de pensamiento que nos siguen interpelando con la mayor profundidad. Pero este Nietzsche “francés” es tan poco homogéneo como la “teoría francesa” que leemos en nuestra región, la cual es un típico invento de la academia norteamericana. ¿Qué pasa entonces con Nietzsche? Será inevitable asumir que nuestra lectura del texto “Nietzsche” está ya siempre mediada por lecturas que han dejado un surco en la historia de su interpretación; lo cual sería acorde a sus propios planteos sobre la voluntad de poder como correlación de fuerzas y significado. Pensémoslo un momento: hace poco más de una década, dos corrientes intelectuales se disputaban seriamente la propiedad sobre la herencia del pensador. Hermenéutica y deconstruccionismo rivalizaban en ver quién tenía la última palabra sobre él.

            Por lo demás, ¿Nietzsche ha modificado verdaderamente el quehacer filosófico? En muchos sentidos es evidente que no. Gran parte del pensamiento filosófico del siglo XX puede entenderse perfectamente sin referirse al filósofo de la aurora: por ejemplo, hay teorías sobre el lenguaje y la problemática del discurso como los de la historia de la escuela de Cambridge que nos permiten hacer una historiografía del pensamiento político apelando a modelos no nietzscheanos de producción de significado. Para filósofos significativos de la ciencia como Popper o Carnap, Nietzsche no representó una fuente sugerente de interés. Incluso Foucault, en sus últimos cursos, se muestra un tanto escéptico respecto de la tesis de que las relaciones de poder pueden pensarse bajo el modelo de la guerra abierto por Nietzsche en la Genealogía de la moral. El evidente giro de sus cursos y textos finales hacia la problemática general de la gubernamentalidad así lo demuestra. En más de un sentido podríamos entender la ruptura o distanciamiento filosóficos entre Deleuze y Foucault, al percatarnos del cada vez mayor alejamiento foucaultiano de los planteamientos de Nietzsche.[1] Y a menudo su popularidad, como tantas veces ocurre, ha bloqueado una lectura atenta de sus textos. Creo que hay una forma hipertrofiada, una forma sobrevalorada y afectada en la manera en que se vuelve a Nietzsche en nuestros días para explicar casi cualquier cuestión. Por ejemplo, si acontece que los flujos informativos o comunicacionales se extienden velozmente sobre el planeta, se dirá que es “filisteísmo cultural”; si los fenómenos de populismo en Europa y América resurgen con fuerza, se dirá que es la “moral del esclavo” trabajando de nuevo. Ante la presencia de cualquier evento se esgrime algún aforismo nietzscheano como una especie de cabeza de Medusa para evitar llegar al núcleo problemático del acontecimiento, perdiendo con ello la oportunidad de pensarlo seriamente. Pero ese núcleo no desaparece por omisión. No sólo eso; además de este filisteísmo nietzscheano, que refleja lo peor del clasismo aristocrático presente en varios de sus estilos, podría hablarse de la manera en que los usos de Nietzsche han opacado la importancia de otros planteamientos, como el de Hegel, que sigue siendo de la mayor relevancia para comprender nuestro tiempo profundamente problemático. Indudablemente Nietzsche nos ha otorgado herramientas sumamente interesantes de reflexión y trabajo sobre el acontecimiento, lamentablemente las sutilezas de su pensar difícilmente han hecho frente a la grandilocuencia de sus gestos trágicos.

            En más de un sentido Nietzsche siguió siendo un escritor típico de su tiempo. A menudo planteaba su filosofía como una manera de renovar el espíritu de su época, con lo cual rivalizaba con otros proyectos que lo aventajaban en condiciones. Gran parte de su visión desoladora de la civilización moderna no se debía, sin duda, a una intelección preclara de las revoluciones socialistas truncadas (que, según Benjamin, siempre son la antesala del fascismo emergente) ni a una deconstrucción rigurosa de los textos literarios capaces de mostrar los efectos del colonialismo europeo sobre grandes porciones de la humanidad. Muy probablemente, toda la estilística de su preocupación por el nihilismo pasivo se encontrara enclavada en la matriz del romanticismo alemán. Sin duda, Nietzsche lo ha cuestionado, lo que no nos impide mostrarlo como un romántico tardío y problemático; casi de la misma manera en que decimos de Rousseau que es un ilustrado atípico. Incluso la voluntad de crear un hombre nuevo es típicamente decimonónica. Muchos de los giros de lenguaje del Zaratustra replican a la biblia, haciendo de su escritura un pastiche antes del pastiche posmoderno. Sería interesante preguntarse si no será aquél celebrado texto nietzscheano un ready-made en el que muestra, mediante la propia escritura, que le es imposible salir de la gramática generativa del cristianismo, lo que sería otra manera de leer el eterno retorno de lo mismo; o bien: cristianismo es igual a destino.

¿Se está diciendo con esto que leer a Nietzsche en el siglo XXI es inútil y que lo mejor para nosotros sería deshacernos de él? No, sólo estoy tratando de plantear la lectura de Nietzsche como un problema. Para eso hay que atravesar el fantasma-Nietzsche también en nuestra academia. No es para nada evidente que Nietzsche nos “hable” hoy en día, no más que Kierkegaard o Kant y Hegel; o incluso, ya que el pensamiento en nuestra lengua está tan desprestigiado, no más que Alfonso Reyes, Vasconcelos, Revueltas, Mariátegui, Ortega y Gasset y un largo etcétera. Tampoco hay una buena razón para interesarse en Nietzsche hoy, no más que en otros tiempos. El caso de Nietzsche ejemplifica perfectamente la violencia epistémica ejercida por las corrientes filosóficas que, apenas surgen, inventan un pasado, establecen una genealogía, colocan un “antecedente” donde probablemente hubiera algo distinto. Así habrá un Nietzsche intérprete de la cultura (hermenéutica), un Nietzsche que lee textos mostrando el desplome interno de la metafísica (deconstruccionismo). Habrá que aguardar por otras figuras por el estilo. ¿Y sin embargo podemos evitar ese procedimiento de violentación del otro?

Como sea que respondamos (me inclino a creer que no), lo que es indudable también es que el pensamiento de Nietzsche constituye él mismo un núcleo traumático dentro de la filosofía, un núcleo que el corpus filosófico no acaba de asumir totalmente, de la misma manera que no puede asumir –por otras razones- a los sofistas y otras tradiciones de la retórica. Más allá de los aportes específicos de Nietzsche sobre la mala conciencia y los mecanismos que la producen, su lectura minuciosa de varios problemas del pensamiento metafísico como juegos de lenguaje o como procedimientos retóricos, gramaticales, léxicos o de índole estrictamente idiomática en lugar de lógica continúan siendo de lo mejor de su legado. Estoy lejos de saber si Nietzsche puede decirnos algo a nosotros hoy en día, o en circunstancias determinadas, o si el trabajo de la filosofía sería exactamente ese. Lo que sí me parece imperioso es poder plantear problemáticamente la lectura de un filósofo como Nietzsche, hoy mismo cuando necesitamos problematizar esto entre tantas otras cosas.


[1] Debo esta idea al Dr. Rodrigo Castro Orellana.