Nietzsche y Agamben: Nihilismo y arte

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Nietzsche y Agamben: Nihilismo y arte
Amedeo Bocchi, Malinconia (1927)

Amedeo Bocchi, Malinconia (1927)

 

Denuncia del nihilismo negativo

En los Comentarios de la sociedad de espectáculo de Guy Debord, Agamben encuentra la necesidad de replantar la noción de sociedad del espectáculo:

[…] la sociedad del espectáculo es […] aquella en que todas las identidades sociales se han disuelto, en que todo lo que durante siglos ha constituido el esplendor y la miseria de las generaciones que se han sucedido sobre la tierra ha perdido ya cualquier significado. En la pequeña burguesía planetaria, en cuya forma el espectáculo ha realizado paródicamente el proyecto marxiano de una sociedad sin clases, las diferentes identidades que han marcado la tragicomedia de la historia universal se exponen y acumulan en una vacuidad fantasmagórica.[1]

En la sociedad del espectáculo —Agamben también la llama Estado espectacular— se expone una crítica a la sociedad contemporánea al afirmar que el vacío, la censura y la condena de lo real son manifestaciones de un pasado aún presente, es decir, esta sociedad se dirige mediante los categorías —actualizadas— de una forma de poder históricamente antigua sustentada por la culpa y que, ahora, se revela a través del consumo. Todo actuar, producir y vivir están condicionados por el consumo, no le corresponden al hombre, son meras formas para su uso común. Sin embargo, Agamben aclara que el consumo jamás se agota, es una especie de dialéctica entre consumar —como la entrega o el cumplimento de la jurisdicción— y consumir —gasto o extinción de la vida— y que se agotan en la utilidad. Esta sociedad contemporánea o de consumo en esencia es autodestructiva, aniquila sutilmente la existencia del hombre: se encuentra sometido al capital, renunciando a su naturaleza. Sin embargo, Agamben plantea que este movimiento global no es más que la fundamentación y construcción de un Estado de policía supranacional, que consiste en administrar la supervivencia de la humanidad, es el control del proceso social, control en cuanto que anula y vacía de contenido cualquier identidad real, generando masivamente unas singularidades con voluntad general, por voluntad general debe entenderse una voluntad idéntica a todos, y que corre la suerte de una falsa voluntad o una voluntad de la nada. Esta voluntad general pone a su disposición todo lo que está a su paso, hablando de las formas de gobierno, del Estado, puede verse como se ata la diferencia a una unidad vacía; Agamben advierte de ello: “El Estado espectacular integrado (o democrático-espectacular) es el estadio extremo de le evolución de la forma Estado, hacia el que se precipitan apresuradamente monarquías y repúblicas, tiranías y democracias, regímenes racistas y regímenes progresistas”.[2] Así, este pensador italiano se servirá del pensamiento nietzscheano para hacer evidente que lo anterior no es más que un nihilismo pasivo, un nihilismo como signo de decadencia y de empobrecimiento de la vida.

A grandes rasgos puede verse en el texto Medios sin fin. Notas sobre la política —del cual se hablo anteriormente— la recepción que Agamben tiene sobre la filosofía nietzscheana, sin embargo, es más clara en el texto El hombre sin contenido (capítulo octavo) en el cual Agamben pone especial atención en los conceptos de «nihilismo», «transvaloración de todos los valores», el «eterno retorno», «voluntad de poder» y el «Superhombre», trayendo con ello una propuesta que busca distanciarse de lo ya mencionado sociedad o Estado del espectáculo.

Como se vio, el nihilismo pasivo que muestra Agamben tiene una estrecha relación con el que Nietzsche expone en la crítica que realiza a la Modernidad. Nietzsche clarifica el nihilismo pasivo —o nihilismo negativo— con el Cristianismo y los ideales ascéticos, caracterizados por dirigir y conceder potestad a los valores morales. Esta conciencia moral procede de las categorías de la decadencia: el error, la negligencia o descuido; en la ausencia de sentido, en la pérdida de la fuerza efectiva, es decir, el hombre no procura la vida. Tal estado decadente o de vacío es gestor de debilidad, de cristianos, la vida queda entendida en un sentido negativo, pues no es más que lo que debe ser, donde la realidad fundamental de la voluntad humana es la nada y que en el pensamiento nietzscheano se especifica a partir de los ideales ascéticos:

[…] el ideal ascético nace del instinto de protección y de salud de una vida que degenera, la cual procura conservarse con todos los medios, y lucha por conservarse; es indicio de una paralización y extenuación fisiológica parciales, contra las cuales combaten constantemente, con nuevos medios e invenciones, los instintos más profundos de la vida, que permanecen intactos. El ideal ascético es ese medio [que] en él y a través de él la vida lucha con la muerte y contra la muerte, el ideal ascético es una estratagema en la conservación de la vida.[3]

Al igual que Nietzsche, es necesario recurrir a la pregunta fundamental: ¿qué significan los ideales ascéticos? Los ideales ascéticos implican la honra, el pudor y la virtud, estos valores suministran al instinto —hay que entender el instinto como el que tiende hacia la ejecución de tales ideales— de protección y de salud, en la que esta última debe ser entendida como una inmunidad o resistencia a lo real, a la voluntad y a cualquier forma de expresión humana, donde las condiciones tanto fisiológicas como espirituales se adaptan para prevenir y resguardar al hombre de cualquier daño. Este estado de castidad, en el cual su antítesis es el placer y la contingencia, dispone de la condición del hombre ascético evitándole caer en el desorden, en la destemplanza, en el desenfreno o la ligereza, pues se hace más patente su existencia, lo que provocará una especie de odio contra la manifestación de su ser; el ascetismo es un desprecio contra el valor, el deleite y la liviandad que posibilitan la vida. Este hombre ascético-débil condena tanto a los sentidos como al espíritu, se encuentra incapacitado para asumirlos, quedando solamente bajo el amparo del resentimiento; no es más que la conversión hacia los ideales cristianos: negarse a-sí-mismos, borrarse-a-sí-mismos.

En Agamben los ideales ascéticos se clarifican en lo que denomina: situación construida, donde todo momento de la vida debe concederse de un modo concreto y construido a través de una organización colectiva, que va dirigida a un medio unitario, es decir, la vida se protegerá sólo sí asume los valores ascéticos, sólo si se rige por el capitalismo, entendido como “[aquél que] organiza ‘concreta y deliberadamente’ ambientes y acontecimientos para despotenciar la vida […]”;[4] el capitalismo —como director de la política actual— es la limitación violenta y destructiva de la completa naturaleza del hombre, naturaleza en la que Agamben incluye al lenguaje y la comunicación, especificando su destino y su potencia, donde su fase más extrema es que ya no se puede revelar nada, se revela la nada de todas las cosas, es un aislamiento de lo real. Por tanto, la vida —sujeta a la situación construida— permanece en un estado de inmovilidad, de quietud pero, pese a ello, ha perdido su identidad, su fin, es mera mercancía, mero objeto de un proceso dominador: trato-venta. “De Dios, del mundo, de lo revelado, no hay nada en el lenguaje; pero en este extremo desvelamiento aniquilante, el lenguaje (la naturaleza lingüística del hombre) permanece una vez más oculto y separado y alcanza así por última vez el poder, no dicho, concentrarse en una época histórica y en un Estado: la edad del espectáculo o el Estado del nihilismo consumado”.[5]

Al igual que los ideales ascéticos enjuiciados por Nietzsche, en Agamben se vislumbra un hombre domesticado y reducido a nada, que lleva consigo el cansancio, el agotamiento y la debilidad. Pero ¿quién es este hombre gregario, sin distinción, falto de voluntad, que ayuna y se priva de la posibilidad de existir? Es el que rechaza violentamente al otro, al hombre distinto, el que se oye y entiende; ese gregario descubre en sí un sentimiento de compasión y desplacer por él y por el otro, por su parte, Nietzsche lo definirá como nihilismo:

En lo posible, ningún querer, ningún deseo más; evitar todo lo que produce afecto, lo que produce «sangre» […] no amar; no odiar; ecuanimidad; no vengarse; no enriquecerse; no trabajar; mendigar; en lo posible, ninguna mujer, o lo menos mujer posible […] expresado en términos psicológico-morales: «negación de sí», «santificación»; expresado en términos fisiológicos: hipnosis […] en el cual la vida continúa existiendo simplemente, pero sin llegar ya en realidad a la conciencia.[6]

 

Millais, Ophelia (1851)

Millais, Ophelia (1851)

El nihilismo es la voluntad de la nada, conservadora de los ideales ascéticos y que les corresponde sujetar al adocenado en la autodisciplina, la autovigilancia y la autointolerancia. Agamben lo aclara mediante el Estado espectacular que anula cualquier revelación que haga posible a la realidad, es decir, el Estado representa la amenaza sobre aquél sujeto que pretenda re-velarse: “[…] un ser que estuviera radicalmente privado de cualquier identidad representable sería (a pesar de las vacuas declaraciones sobre la sacralidad de la vida y sobre los derechos del hombre) simplemente inexistente”.[7] Por su parte, Nietzsche aclara que el sentimiento fisiológico de obstrucción —o la imposibilidad e impedimento de la emanación esencial de la vida— es característico de tales ideales, esto es, el abatimiento tanto del cuerpo como del espíritu humano y los síntomas de letargo producen un sentimiento de hastío, que son los medios que ahogan y afrentan, hasta su más bajo nivel, la vitalidad. El hombre obliga y vence, por el hambre de subsistir, a la realidad en una perturbación del cansancio; hoy únicamente Hybris:

Hybris es hoy toda nuestra actitud con respecto a la naturaleza, nuestra violentación de la misma con ayuda de las máquinas y de la tan irreflexiva inventiva de los técnicos e ingenieros; hybris es hoy nuestra actitud con respecto a Dios, quiero decir, con respecto a cualquier presunta tela de araña de la finalidad y la eticidad situadas por detrás del gran tejido-red de la causalidad […] hybris es nuestra actitud con respecto a nosotros, − pues con nosotros hacemos experimentos que no nos permitiríamos hacer con ningún animal, y, satisfechos y curiosos, nos sajamos el alma en carne viva: ¡qué nos importa ya a nosotros la «salud» del alma! A continuación nos curamos a nosotros mismos: estar enfermo es instructivo, no dudamos de ello, más instructivo aún que estar sano, − quienes nos ponen enfermos nos parecen hoy más necesarios incluso que cualesquiera curanderos y «salvadores».[8]

Ante lo expuesto surge la pregunta: ¿podrá perecer cualquier forma de manifestación del ideal ascético —capitalismo, consumo—? Tanto Nietzsche como Agamben darán una respuesta afirmativa. Nietzsche muestra que es posible sólo con la autosuperación necesaria, rebasando los límites impuestos por las valoraciones decadentes. Estas valoraciones o ideales expirarán a través de que sufran y padezcan su propia negligencia, a través del vacío, siempre prófugo y disminuido en la nada; Ahora, al abandonar el ideal ascético, habrá que rebasar el principio de querer la nada a no querer:

[…] ese odio contra lo humano, más aún contra lo animal, más aún, contra lo material, esa repugnancia ante los sentidos, ante la razón misma, el miedo a la felicidad y a la belleza, ese anhelo de apartarse de toda apariencia, cambio, devenir, muerte, deseo, anhelo mismo −¡todo eso significa, atrevámonos a comprenderlo, una voluntad de la nada, una aversión contra la vida, un rechazo de los presupuestos más fundamentales de la vida, pero es, y no deja de ser, una voluntad!… Y repitiendo al final lo que dije al principio: el hombre prefiere querer la nada a no querer.[9]

Por su parte Agamben plantea que en la relatividad del Estado —dada en cualquier contenido determinado— sus valoraciones son genéricas, es decir, se adaptan según sean las circunstancias para constituir un objeto “real”. Por ello, tanto el sujeto gregario como la sociedad del espectáculo se encuentran volubles y amenazados frente a lo que no puede y no quiere ser presentado, es decir, se trata de un hombre con voluntad de poder y que, pese a su emancipación, se presenta como una vida común y en comunidad: “Que lo irrepresentable exista y forme comunidad sin presupuestos ni condiciones de pertenencia […] tal es precisamente la amenaza con la que Estado no está dispuesto a transigir”.[10]

 

Hacia el nihilismo activo como apertura al arte

El no-hacer-nada consiste en anular el carácter propio, quedando suspendido o privado de ser; queda en evidencia la enfermedad del hombre: ha adquirido la influencia de la debilidad. Esta carencia, dependiente e insegura, incita a los dolores del mundo, superando a los placeres y, trayendo consigo el no-ser, es decir, el empobrecimiento de la vida y la denigración del mundo. Aquellos hombres —exhaustos por la búsqueda de un estado de desvalorización y quietud— fijan en su conciencia una especie de sosiego sobre el espíritu, el ser y el cuerpo, sólo desean —dentro de su estado de contradicción— el dolor; están condicionados, como manifestación ulterior a la voluntad, a la destrucción. Sin embargo, Nietzsche, a partir de su frase “Dios ha muerto”, ve la posibilidad de que el hombre quite de sí la tensión causada por la decadencia, la mala conciencia y el resentimiento, que trajo consigo la negación de toda creencia o principio incorruptible; al quedar abandonado el lugar de Dios, el hombre podrá tomar posición de él, revelándose como un ser absoluto, incondicional y dominante: Hombre-Dios:

Dios ha cambiado, la esencia de Dios se ha convertido en la esencia del hombre. Pero el que es Hombre no ha cambiado; el hombre reactivo, el esclavo, que no deja de ser esclavo por presentarse como Dios, siempre el esclavo, máquina de fabricar lo divino […] lo que ha cambiando, o mejor dicho, lo que ha intercambiado sus determinaciones es el concepto intermediario, son los términos medios que lo mismo pueden ser sujeto o predicado uno de otro: Dios o el Hombre.[11]

¿En qué medida se debe considerar la muerte de Dios? En aquella que libera al hombre de cualquier modo de sometimiento a estar determinado por la potestad del cristianismo o el capitalismo, de la cultura moderna y contemporánea, de los valores antivitales y de la moral decadente, del consumo. La muerte de Dios aclara que lo que constituye al hombre y a su mundo no es únicamente un tipo particular de fuerzas, sino un devenir de fuerzas en general, donde se concilian, como Nietzsche lo aclara, dos fuerzas naturales del hombre: su carácter activo y reactivo. El primero, es producto fallido de una actividad que fracasa esencialmente en la realización de un fin; el segundo es tomado como expresión sublime y divinizada de las fuerzas reactivas, fuerzas que mueven a la voluntad hacia la búsqueda de reconocer-se y mostrar-se. Del mismo modo, Agamben propone la noción de singularidad cualquiera, aquella que tiene como principio apropiarse de sí y que se fundamenta de las concepciones nietzscheanas («eterno retorno», «voluntad de poder» y el «Superhombre»), donde el hombre se pertenece únicamente a sí y, por tanto, no quiere y no acepta una identidad fija y única; éste es poseedor de esta singularidad se rehúsa y rechaza la condición de propiedad, de dependencia, pues es lo suficientemente capaz de reproducir para sí. El sentido de la singularidad cualquiera se dirige hacia lo abierto, se manifiesta y resplandece en la diferencia, no tiene contenido determinante alguno ya que está sujeto a lo real y, por tanto, es expresión y apertura al mundo en el que se revela el lenguaje y queda ante la posibilidad de manifestarse en él.

John Everett Millais, A Senhora de Shalott (1888)

John Everett Millais, A Senhora de Shalott (1888)

En el pensamiento nietzscheano y agambeneano se aclara que el nihilismo no sólo es la negación de la existencia, sino que, para poder afirmar una autosuperación, una transformación en el hombre, es fundamental plantear un nihilismo activo. Este nihilismo trae consigo una voluntad que afirma la vida y opta por la existencia en lugar de la nada. Ante este escenario, Nietzsche sostiene que el estado decadente será superado a partir de una transvaloración, esto es, ir más allá de las valoraciones morales y del sentido que le atribuyen a la existencia; la transvaloración es la afirmación de una existencia que retorna eternamente a sí. La pérdida de Dios abre nuevas posibilidades al sujeto: la conformación poética del mundo, en la cual se desarrollará la búsqueda por aquello que tenga y dé vida —deseos, alegrías, fantasías, esperanzas—, para dar fundamento a la realidad. Nietzsche afirma que la labor positiva de la transvaloración es la llegada del Superhombre; por tanto, la afirmación de la vida irá acompañada por la voluntad de poder y será considerada como una voluntad afirmativa. 

Agamben coincide con la propuesta nietzscheana, en la cual, para que haya una transvaloración es necesario cambiar el elemento negativo –que constituía al hombre y a lo existente– por el positivo, pues sólo así se podrá sostener que se han invertido y transformado tales valores. Este pensador contemporáneo afirma que Nietzsche marcó un horizonte del advenimiento del arte: “[…] el «valor» del arte no puede ser apreciado si no es a partir de la «desvalorización de todos los valores»”.[12] La transvaloración es el devenir activo, equivalente a la voluntad de poder como afirmación del arte, “Zarathustra canta al hombre de la destrucción activa: quiere ser superado, va más allá de lo humano, ya por el camino del superhombre, «franqueando el puente», padre y antepasado de lo sobrehumano. «Amo a quien vive para conocer y a quien quiere conocer, para que un día viva el superhombre. Por eso quiero su propio ocaso»”.[13]

Se puede ver que se trata de una destrucción activa —inscrita en Nietzsche y Agamben— y significa el punto, el momento de metamorfosis de la voluntad de la nada a una voluntad de poder en continuo devenir, siempre activa; su poder se constituye en la afirmación que destruye a las fuerzas reactivas. La ruina se hace activa en la medida en que lo negativo es transmutado, por lo cual se habla —en el pensamiento de estos dos autores— de un nihilismo activo, donde la negación ha pasado a una afirmación de la vida, deshace las fuerzas destructoras de ideales pasivos, y restaura la actividad —la filosofía, la ciencia, el arte, la moral— en toda su amplitud.

Por ello, tanto en Nietzsche como en Agamben se tratarán cuatro momentos esenciales. El primer momento es la transvaloración de todos los valores que le permite al hombre aprehender a observarse a través de una conciencia reflexiva, manifestando y reconociendo su individualidad, su naturaleza y las circunstancias dadas en este mundo real. Este hombre contemplativo se muestra como un ser que se posee, que desea, que crea y forma parte del cambio continuo en el que se encuentra, Nietzsche lo denomina como el proceso del devenir. El devenir es la exposición o representación ordenada de lo que hace la naturaleza sobre lo real, por tanto, la realidad es un mundo siempre en devenir que hace posible a la realidad mediante el ejercicio del retorno constante y decidido sobre las cosas tratadas e idénticas, es decir, que son calculadas y presentidas por los instintos humanos. “Todo lo que sucede, todo, todo movimiento, todo devenir, debe ser considerado como la fijación de grados y fuerzas, como una lucha…”.[14]

Lo anterior permitirá plantear el segundo momento: el eterno retorno. En Agamben, el eterno retorno, junto con la voluntad de poder, es el círculo perfecto en el cual se fundamenta el arte; un arte entendido como aquel niega y destruye un mundo de verdad absoluta, de una única identidad o singularidad, para hacer posible un mundo de las apariencias, es decir, como voluntad de dirigirse hacia la apariencia, de las diferencias y que nace de una profusión de vida; es un arte como expresión del nihilismo activo. En la filosofía agambeneana, el mundo del arte es caos, donde toda idealización y representación posible es indeterminada, finita; el caos desvaloriza cualquier valor que pretenda objetivizar al hombre y su existencia. Por tanto, lo sin-objetivo es necesario para alcanzar la noción del eterno retorno: “[…] el eterno retorno de lo idéntico […] nos abrirá una región en la que el arte, voluntad de poder y eterno retorno se pertenecen recíprocamente en un único círculo […]”.[15]

El eterno retorno afirma la constitución del cuerpo como el único medio para revelar —a través de las instancias corporales— el carácter artístico y, con él, se define la fuerza y exactitud como principio de todo orden positivo que, a su vez, determina la expresión de la voluntad. Se trata de una voluntad de vivir, en la cual el eterno retorno es el devenir en cuanto a su ser mismo; es un eterno retorno de lo mismo: decir que todo retorna es acercar al máximo el mundo del devenir y del ser; todo se repite sin que nada cese de cambiar:

Esta vida, tal y como tú ahora la vives y la has vivido, tendrás que vivirla una vez más e incontables veces más; y no habrá en ella nada nuevo, sino que todo dolor y todo placer, y todo pensamiento y suspiro, y todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida tiene que volver a ti, y todo en el mismo orden y secuencia […] Al eterno reloj de arena de la existencia se le dará la vuelta una vez y otra ¡y a ti con él, polvillo del polvo![16]

Queda claro que el eterno retorno es la transformación y, al mismo tiempo, el aniquilamiento de sí mismo; dentro de este retornar siempre a lo mismo hay una íntima relación con la creatividad; el eterno retorno es querer devenir la propia vida a través de la búsqueda incesante de un descubrimiento y movimiento de sí. El eterno retorno y la voluntad de poder se corresponden, a través del devenir, para actuar en la realidad activa del hombre. De esta forma, el instante de la decisión, cada momento que va determinando la voluntad, conlleva a vivir dominando las circunstancias que se presentan, lo que implica regresar de modo repetido y continuo a tal instante, es el ininterrumpido y prolongado cambio de la vida. El eterno retorno es la fuerza e intensidad de la existencia por quitar de sí lo que la cubre de la necesidad de ser siempre de un modo distinto, de morir para renacer, para recuperar-se.

Hendrik ter Brugghen, Mary Magdalen (1627-28)

Hendrik ter Brugghen, Mary Magdalen (1627-28)

 

El eterno retorno, es el amor fati, es decir, es un sentimiento de atracción, de búsqueda y encuentro, es la voluntad y fuerza, para entregarse a la vida; el eterno retorno y el amor fati sostienen el sí incondicional, donde la capacidad de desear el cambio permite al hombre concebirse como necesario y vital. El amor fati constituye la realidad y la individualidad del hombre, en el cual, éste posee un carácter distinto, separado y, a su vez, se incluye en el mundo, entonces pronuncia un y un no, da lugar a la preferencia, introduce la lucha, la inconformidad y el conflicto dentro de su realidad. El amor fati aprueba los hechos, está presente en la decisión por la libertad, por la libertad de cada individuo, donde su condición es el límite, la ambigüedad, la finitud y la alternativa: el amor fati es apolíneo-dionisiaco. Así, Nietzsche afirma que el amor fati es:

[…] el ideal del hombre totalmente petulante, totalmente lleno de vida y totalmente afirmador del mundo, hombre que no sólo ha aprendido a resignarse y a soportar todo aquello que ha sido y es, sino que quiere volver a tenerlo tal como ha sido y como es, por toda la eternidad, gritando insaciablemente da capo! [¡que se repita!] no sólo a sí mismo, sino a la obra al espectáculo entero, y no sólo a un espectáculo, sino en el fondo, a aquel que tiene necesidad precisamente de ese espectáculo […] y lo hace necesario: porque una y otra vez tiene necesidad de sí mismo [y por tanto] lo hace necesario.[17]

Para Agamben el amor fati es la potencia de la aproximación entre la voluntad de poder y eterno retorno, pues se conjugan una con otra, se dirigen al mismo fin: el arte. El amor fati es la voluntad que expone la más íntima esencia del ser: el devenir y, con él, la vida, retornando eternamente a que el hombre acontezca una y otra vez; ya no hay quien obligue y quien obedezca, sólo amor fati. “Amor fati significa: voluntad de que lo que existe sea lo que es, voluntad del círculo del eterno retorno como circulus vitiosus deus […] dice sí al caos y no quiere más que el sello eterno del devenir, el nihilismo se invierte en la extrema aprobación de que le da a la vida […]”.[18]

Ante lo anterior, se ve advierte un tercer momento: la voluntad de poder —cabe aclarar que no hay un límite en el que se distinga el paso de un momento a otro—. La voluntad de poder se revela en aquel hombre que quiere crecer, como aquel que quiere decrecer; es el manifestación y el cambio que genera y hace posible la existencia del ser humano, impulsándola a vencer-se y rebasar-se dentro de este movimiento; es decir, descubre su autodominio a partir de la diferencia, la oposición a cualquier circunstancia que se le intente contraponer. La voluntad se encuentra dentro del sujeto, tanto en el que se sacrifica a sí mismo, como aquél que anhela adquirir mayor representación de sí:

Cuando no tenéis más que una sola voluntad, y ese viraje de toda necesidad se llama para vosotros necesidad: allí está el origen de vuestra virtud […] ella es un nuevo bien y un nuevo mal […] es un nuevo y profundo murmullo, y la voz de un nuevo manantial [así, la voluntad de poder es] esa nueva virtud; un pensamiento dominante es.[19]

Nietzsche observa que la voluntad contiene a la necesidad, es el impulso y el deseo de siempre re-hacer la existencia, jamás deja de ser transvaloración y que a pesar de diferenciarse de la libertad, la origina mediante la creación de valores preeminentes; el principio es la voluntad de poder, la autodeterminación de actuar siempre según los propios deseos, donde la libertad es el impulso de la necesidad, y la voluntad es un inacabable devenir. La voluntad de poder busca llevar a cabo el ejercicio de la necesidad y la libertad; este querer es la declaración de una esperanza vital, de un nuevo comienzo.

Agamben se sirve de la filosofía nietzscheana para argumentar que la voluntad de poder es el con-tinente del devenir, es aquél que traspasa ese círculo del eterno retorno para transforma indefinidamente el caos del mundo, pero tal transformación comprende tanto la esencia del hombre como el devenir, logrando revelar al arte y anunciando la venida del superhombre. “Arte es el nombre que [Nietzsche] da al rasgo esencial de la voluntad de poder: la voluntad que en el mundo se reconoce a sí misma en cualquier lugar y siente cualquier acontecimiento como el rasgo fundamental de su propio carácter”. [20]

Por tanto, se puede hablar de una voluntad creadora, aquella que expresa una vida ascendente y abre paso al Superhombre. El superhombre, es aquel que, al sobrepasar los límites determinados por la decadencia, logra conocer lo que tenía por oculto, hace sentir su realidad a través del mundo; el superhombre representa la grandeza elevada, esto es, lleva consigo el poder y el valor de la nobleza, es un hombre noble, rechaza la idea de mezquindad y afirma que lo único sagrado o divino es y está en el propio mundo, es la extensión de la realidad que se dirige hacia la tierra, hacia el individuo mismo; de esta manera se posibilita la continua construcción de sí. El superhombre, que tiene la capacidad de superar cualquier límite y va más allá de lo establecido, es creación, es el movimiento que difiere de toda pasividad, es la energía y la fuerza, es el cuidado y acogimiento del devenir de la voluntad más íntima, propia del ser humano, aquél que se esfuerza en la invención de un nuevo mundo; el superhombre tiene la capacidad de determinar, firmemente, el actuar dentro de las circunstancias reales, tener mando para dirigirse o autogobernarse y, con ello, dictaminar-se. El superhombre es aquél que asume la creación como la generación de nuevas ideas o principios para la ordenación de sí y de la realidad:

Hacia allí donde todo devenir me pareció un baile de dioses y una petulancia de dioses, y el mundo algo suelto y travieso que huye a cobijarse en sí mismo:

–Como un eterno huir-de-sí-mismos y volver-a-buscarse-a-sí-mismos de muchos dioses, como el bienaventurado contradecirse, oírse de nuevo, relacionarse de nuevo de muchos dioses:

Hacia allí donde todo tiempo me pareció una bienaventurada burla de los instantes, donde la necesidad era la libertad misma, que jugaba bienaventuradamente con el aguijón de la libertad:

Donde también yo volví a encontrar mi antiguo demonio y archienemigo, el espíritu de la gravedad y todo lo que él ha creado: coacción, ley, necesidad, y consecuencia y finalidad y voluntad y bien y mal:

¿Pues no tiene que haber cosas sobre las cuales y más allá de las cuales se pueda bailar? […] Allí fue también donde yo recogí del camino la palabra «superhombre», y que el hombre es algo que tiene que ser superado,

–que el hombre es un puente y no una meta: llamándose bienaventurado a sí mismo a causa de su mediodía y de su atardecer, como camino hacia nuevas auroras […].[21]

Constance Marie Charpentier, La mélancolie (1801)

Constance Marie Charpentier, La mélancolie (1801)

 

Nietzsche afirma que para el superhombre es necesaria la posibilidad de una valoración tanto dionisíaca como apolínea sobre la existencia. Se trata de un enfrentamiento, siempre en contradicción, entre el ser y el no-ser, entre la libertad y la necesidad, entre individuo y comunidad; entre Dionisos y Apolo se oponen unos a otros, se corresponden para destruirse y, sin embargo, fundan algo nuevo; lo apolíneo representa el principio de individuación, donde el hombre se sabe único, solo, contingente y finito, se experimenta a sí mismo como alguien separado de los otros y, sin embargo, es otro, solo con la naturaleza, siempre consciente del cuerpo. “Apolo está ante mí como el transfigurador genio del principium individuationis [principio de individuación], único mediante el cual puede alcanzarse de verdad la redención en la apariencia”.[22] Lo dionisiaco es lo inconsciente, lo irracional y caótico del cuerpo; es el orden de la verdad y la unidad; es el instinto constructivo-destructivo:

Nosotros mismos somos realmente, por breves instantes, el ser primordial, y sentimos su indómita ansia y su indómito placer de existir; la lucha, el tormento, la aniquilación de las apariencias parécennos ahora necesarios, dada la sobreabundancia de las formas innumerables de existencia que se apremian y se empujan a vivir, dada la desbordante fecundidad de la voluntad del mundo; somos traspasados por la rabiosa espina de esos tormentos en el mismo instante en que, por así decirlo, nos hemos unificado con el inmenso placer primordial por la existencia y en que presentimos, en un éxtasis dionisíaco, la indestructibilidad y eternidad de ese placer […] somos los hombres que viven felices, no como individuos, sino como lo único viviente, con cuyo placer procreador estamos fundidos.[23]

Esta correlación impulsa al individuo a crear, y descubrir nuevos valores, pero al tiempo, destruye y da pérdida a aquellos que lo van determinando; este ser es vacío y totalidad, ser y no-ser. El hombre, a través del devenir, tiene la capacidad de determinar su conducta mediante la visión que tenga del mundo y de la implicación que tiene sobre su vida, donde de los impulsos más radicales surge la exaltación por el valor de la existencia y la exigencia de renacer incesantemente. Aquí está presente la idea del hombre fértil, conductor, en el que su realidad está abierta al mundo y permite fundamentar a noción de arte.

Agamben nombrará, a lo que Nietzsche llama Superhombre, hombre del arte. Este es el que asume sobre sí mismo el valor de la redención de la naturaleza, alcanzando el proceso creativo. El hombre del arte, quien que ha sufrido en sí y en su realidad la experiencia de una nada degeneradora, ahora se sirve de esta experiencia para buscar inagotablemente la afirmación o aprobación concedida a la vida, El hombre del arte acepta, percibe y se regocija en su propia voluntad, en esa voluntad de poder que es el rasgo fundamental de lo que es y se quiere de sí mismo; por tanto, a partir de esta voluntad, el Superhombre y hombre del arte son la misma cosa. “[…] en la esencia del arte, que ha atravesado hasta el final su propia nada, domina la voluntad. El arte es la eterna autogestión de la voluntad de poder”. [24]

 

Bibliografía

  1. Agamben Giorgio, El hombre sin contenido, Ediciones Áltera, Barcelona, 2005.
  2. ______________, Medios sin fin. Notas sobre la política, Pre-textos, Valencia, 2010.
  3. Deleuze, Gilles, Nietzsche y la filosofía, Anagrama, Barcelona, 2008.
  4. Nietzsche, Friedrich, Así habló Zaratustra, Alianza Editorial, Madrid, 2007.
  5. ______________, El nacimiento de la tragedia, Alianza Editorial, Madrid, 2007.
  6. ______________, Genealogía de la moral, Alianza Editorial, Madrid, 2008.
  7. ______________, La gaya ciencia, Edaf, Madrid, 2010.
  8. ______________, La voluntad de poder, Edaf, Madrid, 214.
  9. ______________, Más allá del bien y del mal, Alianza Editorial, Madrid, , 2007.

 

Notas
[1] Agamben, Medios sin fin. Notas sobre la política, p. 75.
[2] ibíd., p. 73.
[3] Nietzsche, La genealogía de la moral, pp. 155-156.
[4] Agamben, Medios sin fin…, Op. cit., p. 67.
[5] ibíd., p. 72.
[6] Nietzsche, La genealogía …, Op. cit., pp. 169-170.
[7] Agamben, Medios sin fin…, Op. cit., p. 76.
[8] Nietzsche. La genealogía…, Op. cit., pp. 146-147.
[9] ibíd., p. 205.
[10] Agamben, Medios sin fin…, Op. cit., p.76.
[11] Deleuze, Nietzsche y la filosofía, p. 223.
[12] Agamben, El hombre sin contenido, p.139.
[13] Deleuze. Op. cit., p. 244.
[14] Nietzsche, La voluntad de poder, p. 376.
[15] Agamben, El hombre…, Op. cit., p.139.
[16] Nietzsche. La gaya ciencia, p. 330.
[17] Nietzsche, Más allá del bien y del mal, p. 87.
[18] Agamben, El hombre…, Op. cit., pp. 146-147.
[19] Nietzsche, Así habló Zaratustra, p. 124.
[20] Agamben, El hombre…, Op. cit., p. 149.
[21] Nietzsche. Así habló…, Op. cit., p. 280.
[22] Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, p. 139.
[23] ibíd., pp. 146-147.
[24] Agamben, El hombre…, Op. cit., p. 151.

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