Notas para una reflexión sobre Kant y Sade a la luz del psicoanálisis: de Freud a Lacan

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Notas para una reflexión sobre Kant y Sade a la luz del psicoanálisis: de Freud a Lacan

Resumen

El presente ensayo explora algunas aristas del complejo entramado de relaciones entre el psicoanálisis de Freud y de Lacan respecto a la filosofía de Kant y la obra singular y ejemplar de Sade. La interrogación y retroalimentación entre estos campos diversos, divergentes y complementarios despliega un hilo de Ariadna para dilucidar las aporías y las paradojas de la escritura psicoanalítica.

Palabras clave: Kant, Freud, Lacan, Sade, escritura, psicoanálisis.

 

Abstract

The present paper explores some edges of the complex web of relations between the psychoanalysis of Freud and Lacan with respect to Kant’s philosophy and the singular and exemplary work of Sade. The interrogation and feedback between these fields is an Ariadne thread of psychoanalytic writing.

Keywords: Kant, Freud, Lacan, Sade, writing, psychoanalysis.

 

Kant y Sade en el texto psicoanalítico: oblicuidad y referencia

La relación las obras de Kant y Sade ha dado lugar a una incitación persistente. Contemporáneos, en todos los sentidos del término, inmersos —de distinta manera e involucrados de muy distinta forma con el movimiento de la Revolución Francesa— en una atmósfera de profunda conmoción política e incluso civilizadora. El momento de la Ilustración revela una exigencia de inteligibilidad de su tiempo y de su entorno social, político y filosófico, pero también una exigencia de comprensión de la inteligibilidad misma. El movimiento autorreflexivo del sujeto interrogado sobre la aprehensión cohesiva de su entorno y el desempeño integral de las afecciones, la razón, la creación conceptual, pero asimismo las exigencias del vínculo con otros, un vínculo sometido ya en ese momento a una fuerza de disgregación sin precedentes. La interrogación sobre la ética no es menos urgente que el esclarecimiento de los mecanismos del entendimiento: la pregunta por las sensaciones y el placer no es menos inquietante que el de la creación conceptual y las condiciones del conocimiento, la interrogación por la naturaleza de la ley y el fundamento de su fuerza imperativa no es menos exigente que el esclarecimiento de los laberintos de la creencia. Kant y Sade se inscriben de manera distinta en esa atmósfera; responden, a pesar de su irreductible diferencia, a un impulso reflexivo marcado por una trama sutil y densa de resonancias concomitantes, con la reflexión psicoanalítica es peculiar: gravitan como visiones distantes, pero capaces de suscitar resonancias de muy distinta índole en la construcción conceptual del psicoanálisis.

La presencia de Kant y Sade en el pensamiento freudiano ha sido sutil y equívoca, aunque con orientaciones discordantes. El eventual interés de Freud por la obra y el proyecto kantiano, no exenta de una clara ambivalencia, no tiene correspondencia con su indiferencia y su distancia ante la obra de Sade. Su actitud disyuntiva ante esas obras se expresa con frecuencia en una vacilación entre la identificación, el rechazo, la extrañeza o el silencio. La obra de Sade no merece, en la perspectiva de Freud, una sola alusión. No obstante, su presencia puntúa de manera oblicua la obra freudiana en las referencias a los destinos de la sexualidad y la perversión. El enigma del placer, asumido en sus trayectos perturbadores en los espectros de la perversión, recorre la obra freudiana de principio a fin. También su ambivalencia ante la filosofía y, en particular, ante la vastedad y, en su perspectiva, las restricciones del proyecto kantiano. Sus breves comentarios referidos a la obra kantiana vacilan entre una reivindicación de su proyecto filosófico —que conlleva la integración del psicoanálisis en alguna de las rutas de pensamiento derivadas de sus planteamientos—, y el señalamiento de las discordancias que se advierten entre las tesis psicoanalíticas fundamentales y las fórmulas cardinales de la concepción kantiana de los procesos subjetivos.

KANT

Este juego de fascinaciones y rechazos o de exclusiones o inclusiones parece impregnar la reflexión psicoanalítica preservando esta condición marginal y, sin embargo, ineludible e inabordable. Aunque las referencias directas de Freud a Kant, son poco numerosas y breves —su aparición directa y explícita se restringe a unas 15 menciones que, en ocasiones, no pasan de meras señales, de meros actos de reconocimiento o de tajantes acotaciones—, aluden más bien a su tradición, a su “proyecto”, que a su obra; pero persisten, reaparecen durante todo el desarrollo de la obra freudiana. Las primeras alusiones son tempranas: emergen ya en sus primeros textos e insisten incluso hasta en los últimos. No obstante, la insistencia de su aparición está lejos de derivar de una asimilación sistemática o una recapitulación rigurosa de sus conceptos. Sin embargo, cada una de esas referencias, aun incomparables entre sí, periféricas, presentes como interrogantes y como disrupciones, señalan ya esta trama de vasos comunicantes entre un impulso del pensamiento y el otro. Es patente cierto juego entre las concepciones de la razón y sus imperativos, el primado de la naturaleza y el peso sombrío de la religión. Ambos reclaman un reconocimiento que asume la proximidad y la lejanía de sus perspectivas, sus horizontes inconmensurables y la concurrencia de sus incertidumbres; pero también la complementariedad de los puntos de vista, los alcances teóricos y la relevancia de los acercamientos en la búsqueda de una comprensión universal de “lo humano” —hasta el punto de que quizá, en ambos casos, sería posible hablar de un humanismo universalista en lucha con las tentaciones del individualismo.

Las referencias freudianas a Kant, alrededor de 15 incluyendo su aparición en notas, presuponen, no obstante, el conocimiento de la obra kantiana y de las vertientes de su reconocimiento. Bastan entonces las resonancias del nombre propio y apuntes fragmentarios o periféricos de concepciones ya entronizadas de la propuesta filosófica de Kant. Y, sin embargo, Freud no podrá soslayar la inquietante discordia introducida por su manera de asumir su propia contribución como una faceta de un proyecto de comprensión de lo humano del que la filosofía kantiana no constituiría sino un capítulo marcado definitivamente por su incompletud. Kant en la visión de Freud exhibe un inacabamiento que la propia visión freudiana se encargará de revelar y, acaso, remediar.

Los puntos de divergencia no excluyen la posición ambivalente de Freud, no solo ante la filosofía en sí, sino, en particular, a la inclinación especulativa de la tradición filosófica alemana. Quizá esta inscripción de la visión discordante de la propuesta kantiana tiñe las alusiones de Freud. Acude al referirse al texto cardinal de la Crítica de la razón pura, en el momento de cerrar una reflexión sobre el “vínculo genético entre la mudanza en mujer y el vínculo con Dios”. Es el desafío, imposible para el psicoanálisis, de la inscripción de la postura psicoanalítica en la trama del delirio del caso Schreber. Freud entonces no alude a ninguna tesis cardinal o a alguna propuesta conceptual de Kant, sino una ocurrencia irónica, incluso sarcástica, para calificar los hábitos de la comprensión falaz. Una referencia explícita a la Crítica de la razón práctica ocurre en un momento relevante en la exposición de las concepciones psicoanalíticos; lo hace en un contexto ajeno a la creación o sustentación conceptual. Aparece en el desarrollo de la “31ª Conferencia de Introducción al psicoanálisis”, aludiendo de manera oblicua y polémica a una metáfora kantiana —el cielo estrellado como correlato de la conciencia moral— para introducir una reflexión sobre la génesis y desarrollo desiguales y accidentados del superyó. La referencia a la Crítica del juicio es quizá la más relevante. Ocurre en la discusión sobre uno de los recursos de lo cómico: Freud, como ocurre en otros fragmentos relativos a la visión kantiana, no asume la discusión argumentativa propia de la exposición conceptual de la Crítica; se restringe a comentar una fórmula aguda pero incierta en la que Kant sintetiza el mecanismo de la comicidad a partir de un movimiento contrastante. Lo cómico surgiría, para Kant, de “una propiedad asombrosa que solo puede engañarnos un momento”, según recapitula el propio Freud. No obstante, Freud deja suspendida la densidad perturbadora de la definición kantiana para centrarse en el contraste entre una visión de la comicidad como tránsito del desconcierto a la iluminación, o del sentido al sinsentido. Una y otra vez, casi en contrapunto con la exaltación de la figura kantiana, aparecen las confrontaciones de Freud con la sospecha ante la naturaleza de los conceptos filosóficos y su rechazo de sus secuelas especulativas.

Por otra parte, la presencia de Sade en la obra freudiana es todavía más esquiva, irrecuperable. Tácita, aparece como una alusión permanente incorporada en la reflexión de la sexualidad y en particular en el concepto de sadismo. La referencia a ese término no deja de arrastrar consigo no solo la fisonomía espectral de Sade, sino también las evocaciones e indicaciones derivadas de la terminología sistematizada de clasificación de las perversiones. La contribución de Krafft-Ebing a las taxonomías de la perversión despliega el concepto de sadismo, con un aliento similar al de las alusiones a Sacher-Masoch, que sostienen la acuñación del término masoquismo. No obstante, hay un permanente desplazamiento, ampliación y ambigüedad en esos términos que se desplazan entre la oscura relación entre el placer y el dolor, y el placer derivado del acto de infligir o sufrir el dolor; los impulsos inasibles de experimentar la crueldad, o de someter a alguien a la humillación, o bien ser impelido a la ella que señalan, más que experiencias específicas, un vasto, difuso, campo de esas figuras reconocibles de la perversión.

Más tarde, más que un dualismo, o una complementariedad de esas fantasmagorías literarias que enlazan figuras de la sexualidad con las evocaciones del dolor, Freud reconocerá en el sadismo y el masoquismo momentos asimétricos. No solo participan de manera diversa en el desarrollo y la integración de la temporalidad psíquica; también implican distintas lógicas, modalidades de discurso, posiciones de enunciación, rituales de alianza y sometimiento. La distinción entre sadismo y masoquismo llevará a Freud a esa reflexión extrema e incluso desconcertante desplegada en El problema económico del masoquismo, que, ya desde su título, señala la asimetría constitutiva entre sadismo y masoquismo, pero también sus relaciones. En su desarrollo amplio y explícito al lugar cardinal del masoquismo en los procesos psíquicos, Freud no evita aludir de manera tácita a las formaciones propias de la experiencia sádica (sin señalar huella alguna de apuntalar, por cierto, su reflexión y la orientación fundamental de su obra en los textos de Sade

Es patente que la diferencia entre la visión freudiana de Kant y Sade es inconmensurable. La obra y la figura de Sade al estar radicalmente desplazada del alcance reflexivo o estético de la mirada freudiana, aparecer acaso como una mera huella, un resabio inscrito en el dominio taxonómico de la esfera psicopatológica. Se proyecta en la esfera conceptual de Freud como una referencia vacía, como una sombra que impregna los relatos referidos a las taxonomías de la perversión y capturados por la agudeza de una terminología. Por el otro lado, la obra y la figura de Kant no dejan de aparecer como referencias ineludibles de una vasta tentativa ilustrada de construir un acercamiento conceptual al problema del conocimiento, de la mente, del hombre mismo; surge como un precedente cardinal aunque equívoco y parcial en la comprensión de los procesos psíquicos y en las dinámicas de la subjetividad. La distancia entre el psicoanálisis y ambos autores, no es menos inquietante que su desigual y extraña cercanía, en apariencia enteramente edificada a partir de analogías o alusiones enigmáticas o trayectos de pensamiento vagamente relevantes. Kant y Sade, sin embargo, no participan del inmenso apego que suscitan en el trabajo de Freud figuras como Shakespeare, Goethe o Schiller, Heine, o incluso Lessing o Lichtenberg entre los predecesores de la empresa psicoanalítica. Sin embargo, el juego de resonancias entre las obras de Kant y Sade no dejan de trazar tramas sutiles a partir de su cercanía temporal, no menos significativa que su distancia filosófica.

 

Sade y Kant: vertientes de la escritura

No obstante, la figura de Sade crece durante el siglo XIX y principios del siglo XX en trayectos subterráneos y paralelos, en ocasiones concurrentes, a la emergencia del psicoanálisis. La relevancia de Sade, como escritura, como figuración transgresora de la sexualidad, como voz crítica erigida contra las ilusiones de la razón, como exploración de las facetas estéticas de dominios inéditos de lo erótico, aparece en el contexto de la revolución artística de las vanguardias en los contextos de la crisis civilizadora señalada por la Revolución Soviética, la Gran Guerra (la Primera Guerra Mundial), la crisis económica del 29, la emergencia del nacionalsocialismo y el fascismo y la Segunda Guerra Mundial. Esta reaparición de Sade en la escena intelectual y estética europea señala la exigencia de una reflexión sobre la transgresión. Expresa el reclamo de una visión sobre el erotismo como experiencia privilegiada de esta suspensión de las determinaciones e imperativos sofocantes del entorno político y de la fisonomía del impulso histórico del capital en ese momento de quebrantamiento.

Sade cobra el sentido de una efigie emblemática de un impulso revolucionario capaz de llevar más allá de todo límite la consigna dadaísta de “épater le bourgois”. No se trata simplemente de inducir un sacudimiento brutal, de inducir una fractura en el universo de los patrones y los hábitos —cuerpos, afectos, sensibilidades, modos de encarar el derrumbe histórico de ciertas condiciones originarias del capital—, sino de abrir la vía a una aprehensión inédita de la experiencia subjetiva de los otros: una mutación ética y política, sustentada sobre un trabajo radical de la exploración estética. Pero el resurgimiento de Sade —una escritura que escapa a la rejilla de las categorías de la institucionalidad literaria, de los modos convencionales de comprensión de lo político, de las formas de darse de los entretenimientos y los placeres convencionales—, investido de una significación inédita de su trabajo singular de escritura, acompaña también un momento de derrumbe del proceso civilizador europeo. Este punto es el de una confrontación entre las visiones éticas del iluminismo y los imperativos de una ética quebrantada que reclama una refundación. La sombra del hundimiento de las fantasías engendradas por el capitalismo impregna las condiciones de identidad de los sujetos, las nuevas orientaciones de sus vínculos y la fisonomía no solo del mundo sino de la inscripción corporal, pasional, cognitiva, afectiva del sujeto en un entorno significado por los paisajes de las ruinas materiales y psíquicas.

La vía por la que emerge Sade no es indiferente a las búsquedas estéticas; pero junto a los paisajes de una nueva corporalidad, un resurgimiento de una búsqueda disruptiva por nuevas experiencias de la sexualidad y nuevas tramas de afección, la relevancia de Sade aparece en el dominio político y ético, revela el germen de transformaciones morales de incalculable resonancia en la trama imperceptible de las mutaciones de la modernidad. Apollinaire escribía en 1909:

“Un gran número de escritores, de filósofos, de economistas, de naturalistas, de sociólogos, desde Lamark hasta Spencer se han encontrado con el marqués de Sade, y muchas de sus ideas, que aterraban y desconcertaban a los espíritus de su tiempo permanecen aún plenamente nuevas. “Nuestras ideas aparecerán tal vez un poco fuertes, escribía él, y ¿cuál es el problema? ¿No hemos ganado el derecho de decirlo todo?” Parece que ha llegado la hora para que estas ideas que han madurado en la atmósfera infame de los infiernos de las bibliotecas, y este hombre que pareció no contar para nada durante todo el siglo XIX podrá por supuesto dominar el XX”.[1]

La apertura revelada por la escritura de Apollinaire, sin embargo, no fue sino la expresión de una nueva posición de la escritura de Sade en el horizonte de las vanguardias estéticas y políticas y, particularmente, en la fuente de la que abrevaron las posiciones del surrealismo ante el amor y el erotismo. La obra de Sade aparece como un vértice en el que confluyen y se exacerban las tensiones políticas de la vanguardia. En 1923, la reflexión de Robert Desnos sobre Sade emerge como un momento crucial en la incidencia de la escritura sadiana en el ámbito de la estética contemporánea: “La obra del Marqués de Sade es la primera manifestación filosófica y trasladada a imágenes del espíritu moderno”. Jean Paul Brighelli, en su reconstrucción significativa del lugar contemporáneo de Sade, apunta en la formulación de Desnos: “Esa es la declaración de principio. Y como todos los textos que los surrealistas dedicarán a Sade, el proyecto de Desnos se erige en arte poético y arte de vivir, en los que Sade interviene como autoridad”.[2]

Más tarde, en torno del sentido de la obra de Sade habrá de surgir una confrontación de miradas que señala al mismo tiempo la multiplicidad de las facetas de la escritura de Sade, tanto como la discordia permanente de sus interpretaciones. La áspera disputa entre Bataille y Breton durante los años 20 respecto de la relevancia y la naturaleza “surrealista” de la obra de Sade, revela ya una presencia viva de esa escritura; su obra aparece como capaz de reclamar una multiplicidad de lecturas todas enfrentadas a una apuesta siempre limítrofe. Se asume la exigencia de una recreación de los marcos de la experiencia moral, sostenida por una significación radical de la transgresión y de la negatividad (que en Bataille conduce a la fórmula de la “experiencia interior” y a su integración con el despliegue de la “soberanía”). Se hace patente una nueva aprehensión de los alcances de una transgresión sustentada sobre una intensificación paroxística que conduce el vínculo —con los otros, consigo mismo— hasta los confines de su exasperación. Bataille asume el erotismo como precipitación en una experiencia que conjuga la desaparición de toda conciencia de sí, el misticismo, la muerte, la plenitud surgida de la liberación absoluta de todo confinamiento real o simbólico. El erotismo aparece, a la luz de la reflexión de Bataille, como la realización extrema del vínculo: su intensificación última, extrema, cuyo sentido singular es la experiencia de fusión con el otro, en la extinción de toda restricción derivada de la primacía de la identidad y del imperativo de reciprocidad: una luminosidad que se conjuga con la dilapidación radical y asume los tiempos del resplandor; el erotismo toma los tiempos y las intensidades del acontecer, su singularidad, su condición intempestiva lo sitúa siempre más allá de lo reconocible, de las docilidades de lo habitual. Funda en su propia desaparición su fuerza disruptiva; como una experiencia capaz de subvertir en su fundamento la sociedad del trabajo.

GEORGES BATAILLE “LE LANGAGE DES FLEURS” (JUNE 1929). FOTOGRAFÍA DE KARL BLOSSFELDT

La ficción sadiana recurre a la invención de una instancia social paradójica: la “sociedad de los amigos del crimen”, exhibida como una figura no menos escandalosa. Sin embargo, la condición de la criminalidad a la que se alude, lejos de confrontar toda ley, se orienta, sustancialmente, contra la ley moral, y contra las restricciones que acotan el dominio de la sexualidad. Así, la noción de crimen, lejos de tener la amplitud que el propio concepto aparentemente sugiere, alude en Sade a aquellos actos derivados de las condiciones del placer sexual, asumido como la expresión extrema, sin límites, del sometimiento del otro. Se trata de una lucha de alcances ontológicos —involucra a Dios, a la naturaleza, al hombre mismo—; es lo que Blanchot reconoce como la expresión de “la voluntad de funda la soberanía del hombre sobre el poder de la negación”.[3] Son las transgresiones que derivan del desconocimiento de cualquier límite impuesto al ejercicio del dominio sobre el otro, teniendo en vista la obtención del placer, derivado de una forma particular de la sexualidad. No obstante, la sexualidad involucrada subraya un placer de doble naturaleza: el que deriva de la satisfacción esencialmente genital y el que deriva no solo de la contemplación del dolor físico del otro, sino, sobre todo del dolor anímico que deriva de su sometimiento incondicional. Pero más allá de ese placer, en una condición extrema, no ajena a la exasperación, Sade consagra el placer derivado del crimen: el que conlleva la crueldad, hasta el límite absoluto, el asesinato. Blanchot escribe refiriéndose a la condición negativa del crimen en Sade:

“El crimen importa más que la lujuria; el crimen de sangre fría es más grande que el crimen ejecutado en el ardor de los sentimientos; pero el crimen ‘cometido por el endurecimiento de la parte sensitiva’, crimen sombrío y secreto, importa más que todo, porque es el acto de un alma que, habiendo destruido todo en ella, ha acumulado una fuerza inmensa que se identificará con el movimiento de destrucción total que prepara”.[4]

Así, la fórmula de Sade lejos de formular una prescripción general sobre el placer o sobre las formas extremas o exorbitantes de todo placer, señala un rumbo específico para el placer derivado de un dominio circunscrito esas formas de la sexualidad que ha sido conducida hasta su propia desaparición, cuando el crimen se realiza en la extinción misma del deseo. La formulación del principio “ético” de Sade es, por consiguiente, extraña a una forma cualquiera de vínculo. Deriva de una soledad que rechaza su inscripción en un régimen general de comportamiento o a una condición universal de la ley. De ahí la forma particular de las máximas ofrecidas por Sade y su reclamo de la apatía como condición de la experiencia de placer.

La relación de Lacan con las obras de Kant y Sade revela distintas genealogías y obedece no solo a las condiciones y a los momentos específicos del trabajo de Lacan, sino también a la exigencia “dialógica” que la escritura y la enseñanza de Lacan sostuvieron con su entorno a lo largo de su historia. Una doble condición alienta la relevancia de Sade en la escritura de Lacan: la aparición de Sade, como una figura capaz de condensar en los años de entreguerras la exigencia política y estética de las vanguardias estéticas —en particular el surrealismo— y los grupos intelectuales en Francia. El impulso de transgresión, propio de las tentativas revolucionarias de algunas vanguardias, expresada en las inclinaciones de la escritura que volteaba la mirada a las efusiones de la literatura libertina del siglo XVIII y a las vertientes oníricas y psiquiátricas del romanticismo; la atmósfera de violencia política que conjugaba la virulencia de los movimientos revolucionarios con las reacciones oscuras incubadas por la crisis histórica y política que habrían de consolidar la irrupción del nazismo; la drástica transformación en Francia, del entorno intelectual y filosófico del momento en el que la figura de Alexander Kojève cobraba una presencia determinante, particularmente con su seminario sobre la Fenomenología del espíritu, de Hegel y el surgimiento de visiones inéditas en los dominios sociológico, antropológico, psiquiátrico, psicoanalítico. En el caso particular de Lacan, su cercanía con el grupo surrealista y, particularmente, con la fracción más contestataria, de inclinaciones anarquistas, señalada por la intervención y la escritura de Georges Bataille, Michel Leiris, y Pierre Klossowski, entre otros, a partir de su trabajo sobre la paranoia en las fronteras de la psiquiatría y el psicoanálisis. Fue en el número 1-2 de la revista Minotauro, aparecida en 1933, en la que se expresaba esta tensión interna de las posturas políticas, filosóficas y estéticas del surrealismo donde Lacan publica un artículo revelador: “Le problème du style et la conception psychiatrique des formes paranoïaques de l’expérience”.[5] Ese escrito, cuyo eje es el acercamiento psiquiátrico al problema del estilo, a partir de la escritura marcada por la locura pone en relieve la tarea de la psiquiatría. Para Lacan:

“[…] esa realidad solicita de manera imperiosa reencontrar los efectos éticos en las transferencias creadoras del deseo o de la libido, y las determinaciones estructurales de orden noumenal en las formas primarias de la experiencia vivida: es decir, la primordialidad dinámica y la originalidad de esa experiencia (Erlebnis) relativa a toda objetivación del acontecimiento (Geschehnis)”.[6]

PIERRE KLOSSOWSKI

Es posible reconocer en el entretejido de términos de raíz fenomenológica y formulaciones psiquiátricas y psicoanalíticas la inquietud de Lacan por este anudamiento entre ética, estética; pero, de manera relevante para la concepción psicoanalítica, una comprensión de la escritura marcada por la incidencia del deseo y la libido. Uno de los párrafos finales de ese texto traza líneas que prefiguran el papel que encuentra en Sade una figura de referencia crucial en la investigación psicoanalítica. Lacan habla ahí de un rasgo de la realización simbólica en la paranoia. La designa, de manera reveladora, “identificación iterativa de objeto”: “[…] el delirio se revela, en efecto, muy fecundo en fantasmas de repetición cíclica, de multiplicación ubiquista (ubiquiste), de retornos periódicos sin fin de los mismos acontecimientos, en dobletes y tripletes de los mismos personajes, a veces en alucinaciones de desdoblamiento de la persona del sujeto”.[7]

Este acercamiento lo inscribe plenamente en la celebración de Sade que había desplegado el surrealismo, pero en particular señala su lugar en el entorno intelectual enmarcado por el Collège de Sociologie, acogido particularmente por la obra de Bataille y Klossowski que responde también al sentido atribuido en ese momento particular a la escritura y al texto de Sade.

La reformulación de la expresión cardinal de su posición ética asumida por Lacan, desplegada como una síntesis de sus posiciones anti-teológicas, sus referencias y alusiones filosóficas y sus invocaciones políticas, exhibe también este trabajo de desplazamiento conceptual. La fórmula asumida por Lacan es perturbadora, acaso no solo por la acumulación de alusiones paradójicas que involucra, sino sobre la naturaleza misma de las paradojas. Sin embargo, Lacan no solo pone al margen la singularidad de la orientación de las máximas sadianas sino reformula su expresión acentuando sus rasgos paradójicos e introduciendo elementos extraños a la fórmula sadiana. En efecto, Lacan ofrece su propia lectura de la máxima de Sade, patentemente distante de las expresiones de esa máxima reconocibles en “La philosophie dans le boudoir”, de la cual aparentemente han sido extraídas. Escribe Lacan: “Tengo el derecho de gozar de tu cuerpo, me puede decir quienquiera, y ejerceré tal derecho sin que ningún límite me detenga en el capricho de las exacciones que yo tenga el gusto de saciar. [J’ai le droit de jouir de ton corps, peut me dire quelconque, et ce droit je l’exercerai sans qu’aucune limite m’arrète dans le caprice des éxactions que j’aie le goût d’y assouvir]”.[8]

La conjugación de las paradojas torna la fórmula a la vez en una expresión escandalosa, desconcertante y ridícula, vacía de sentido y asociada a un imperativo hermenéutico: conferirle una relevancia en el marco de un texto cuya fuerza de dislocamiento revela el ejercicio de una libertad al mismo tiempo desquiciante e iluminadora. Pero revela asimismo una constelación de discordancias no solo entre la visión psicoanalítica de la ética, sino en el seno mismo de la conceptualización desplegada en las consideraciones de Lacan.

Las discordancias involucran no solo la forma del discurso: la expresión de un derecho con pretensión a la universalidad, o por lo menos a la generalidad —quienquiera—, como una realización del diálogo en primera persona; comprometen también la naturaleza del derecho y el goce, la experiencia del propio cuerpo y el sentido del cuerpo del otro, la noción de derecho y la del límite del actuar, la noción de legalidad y la de capricho, la relación entre capricho, deseo y saciedad, la relación entre derecho y exacción. Las contradicciones y paradojas inducidas por la composición de estas nociones en la máxima de comportamiento no cancelan las pretensiones de universalidad; por el contrario, se revela aún más inquietante y enigmática, oscura, al encararse con la formulación kantiana, en cualquiera de sus versiones, del imperativo categórico, como piedra angular de la edificación de la ética.

KANT

Esta composición “dialógica” entre la formulación lacaniana de una aprehensión sintética de la escritura de Sade, y la expresión de Kant no solamente se sustenta en un desplazamiento de los sentidos de conceptos inscritos en ambas esferas de pensamiento, sino en una fusión de ámbitos de significación que dislocan los marcos significativos de cada uno de ellos. Dos de ellos revelan un alcance revelador: la noción de deseo y la noción de ley, que constituyen los ejes conceptuales que articulan la confrontación entre ambos imperativos. Esta confrontación, no obstante, revela vías de intersección, puntos de interferencia que permiten encontrar ecos de un imperativo a otro, de una concepción de placer a la otra, de una exigencia de razón que enlaza ambos pensamientos sin reducirlos en ningún momento a una relación de iluminación recíproca. Thierry Marchaise escribe:

“Kant et Sade dicen siempre, estrictamente, la mismo. Pero es preciso añadir inmediatamente: cuando no dicen estrictamente lo contrario. Esto supone, se quiera o no, que tienen por lo menos algún denominador común. Puesto que se corrobora que esto ocurre de la misma manera hasta en los más ínfimos detalles de los problemas morales, e incluso religiosos, y no solamente desde una perspectiva amplia. Esto es precisamente lo que hace el problema de su articulación fascinante”.[9]

El deslizamiento en Lacan entre las nociones de placer y de goce es un punto cardinal en la creación de un trazo capaz de conjugar la perspectiva de Kant con la de Sade. Esa conjugación, sin embargo, no una concordancia sino un juego de resonancias y discordias.

La lectura expuesta por Lacan de la trama argumentativa de Sade es, por lo menos, desconcertante. Formular el “derecho” al goce, es privar al goce de todo impulso de transgresión. La formulación de un enunciado de derecho en condiciones dialógicas supone una condición equívoca de legitimidad (cualquiera puede “decir” cualquier cosa, es su derecho). No obstante, el decir no tiene en sí mismo fuerza de ley. Por otra parte, la transfiguración de las fórmulas sadianas deriva en un despliegue de señalamientos contradictorios: no solamente supone la posibilidad de someter el goce a una condición jurídica, o la condición jurídica de garantizar una acción ilimitada, transgresora de las leyes y caprichosa, sino también, y éste es quizá el giro contradictorio más inquietante, la separación entre cuerpo y psique que invalida en sí misma la noción misma de goce.

El goce sadiano supone la experiencia del sufrimiento del otro. Y el lugar del sufrimiento del otro aparece en sí mismo como una condición dual: por una parte, se asume el cuerpo —y no la experiencia, necesariamente psíquica, del sufrimiento del otro—, y no necesariamente el cuerpo adolorido del otro, como objeto del goce —la noción de “objeto de goce” alude a una condición perturbadora para la noción de goce—; se afirma con ello la insignificancia del sufrimiento del otro que constituye en la relación intersubjetiva una barrera ética en la experiencia del goce (que supone gozar con el otro, y no gozar del otro). El sentido incierto e indeterminado inherente quizá a la noción de goce da cabida a este múltiple juego contradictorio. Pero por otra parte, el “vuelco” perverso en la interpretación de la postura sadiana se constituye con un giro radical en la noción de objeto: no es propiamente el cuerpo del otro el objeto de goce, sino el sufrimiento del otro, sufrimiento derivado no solo del dolor corporal, sino de la experiencia psíquica de sometimiento, de impotencia, de subordinación plena a la voluntad y a los imperativos arbitrarios del otro. La doble condición del sufrimiento, sin embargo, involucraría necesariamente la relación integral entre cuerpo y psique del otro en el goce sadiano: el sentido mismo de la crueldad. Pero no solamente la condición de sufrimiento, es la experiencia misma del goce que la que reclama la instauración de un universo determinado por la creación imaginaria. Simone de Beauvoir cita una afirmación crucial de Sade en esta afirmación de la fuerza de lo imaginario en la experiencia del goce. “[…] el goce de los sentidos —escribe Sade— encuentra sus reglas en la imaginación. El hombre no puede pretender la felicidad que sirviéndose de todos los caprichos de su imaginación”.[10]

Pero junto al goce de los sentidos, hay otra dimensión constitutiva de la experiencia sadiana que no es posible sustraer a la comprensión de sus escenas exasperadas y exorbitantes de crueldad: la escritura. Simone de Beauvoir subraya: “[…] es por ella —la imaginación— que escapará al espacio, al tiempo, a la prisión, a la policía, al vacío de la ausencia, a las presencias opacas, a los conflictos de la existencia, a la muerte, a la vida y a todas sus contradicciones. No es el asesinato el que realiza el erotismo de Sade. Es la literatura”.[11]

La experiencia figurada por Sade no deriva de lo vivido, su voluptuosidad, el goce mismo se engendra en la pura experiencia de la escritura. Una y otra vez Sade rechazará su participación en el asesinato. Su exaltación del crimen es un gesto que cobra sentido en la confrontación con las subordinaciones impuestas por todas las figuras de la divinidad.

Es patente, por otra parte, que la lectura de Sade propuesta por Lacan supone la exclusión de las patentes consideraciones políticas involucrada en el entrelazamiento de reflexiones desplegado por Sade, en cuyo foco se inscribe, primordialmente, la profesión de un materialismo exacerbado y, con ello, el ataque frontal a la religiosidad —una actitud que lo separa, de manera patente, de la reflexión kantiana, que aunque distante de las exigencias de la fe, y en cierta manera, en conflicto con ellas, se distancia radicalmente de las invectivas sadianas— y su incorporación plena a los reclamos de la revolución francesa. Pero su materialismo y su concepción de razón son extraños a la concepción kantiana, por más que la razón marque de manera decisiva la integridad de la empresa de Kant. El propio trayecto filosófico de Sade, como señala Klossowski, se desplaza entre un elogio de la razón como condición de una búsqueda de la “felicidad” común, a una corroboración de la primacía del vicio como realización “racional” de las potencias de la naturaleza.

El programa político de Sade, apuntalado en la radicalización de la experiencia del placer se asume conducida por las exigencias de la razón hasta los linderos de lo humano. Sus fantasías y su escritura parecen desembocar en un modo de creación que se funde con las figuras extremas de los fantasmas, la invención onírica en los linderos del delirio, y las formas inasibles de la concreción escénica. Esos escenarios dan cabida a la figuración de una ética paradójica: la de la “primacía del placer” formulado en sus facetas exorbitantes, como una modalidad limítrofe, inscrita en los pliegues de la subjetividad aunque inadmisible como forma de lo político. La moral transgresora —que conjuga transgresión y revolución—, como única moral admisible, marca la interpretación de los textos sadianos: un vuelco del iluminismo sobre sí mismo, una traslación paroxística de las condiciones de una ética universal tal y como había sido promovida en la estela filosófica del kantismo. La fuerza subversiva de esa ética del deseo, se funde así con la visión estética capaz de reconocer en la locura, en el delirio una capacidad de “inversión de todos los valores” capaz de abrir la acción política a los horizontes inéditos de otras facetas de la experiencia y del vínculo. Conducir las exigencias kantianas de la ética universal a los confines paradójicos de la afirmación racional de la primacía del placer propio, más allá de todo límite, incluso de aquellos límites fijados por la experiencia radical del placer sostenido sobre el dolor o incluso el aniquilamiento del otro, el placer sin la restricción del sufrimiento extremo o incluso la muerte.    

 

Sade con Lacan: gráficas del fantasma, el “giro” sadiano

Por otra parte, la relación de la reflexión de Lacan con el texto y la tradición kantiana asume otro sentido y una historia propia en el trayecto de su pensamiento. La presencia de Kant no se asume sólo en su dimensión ética, sino que deriva de su concepción de las condiciones del entendimiento. Kant no se integra como una referencia expresa sino tardíamente en el trabajo del Seminario y su irrupción no es menos fragmentaria, alusiva y equívoca que en Freud. Aparece expresamente en 1957, durante los trabajos del seminario sobre Les formations de l’inconscient.[12] La inserción de la perspectiva kantiana revela una fuerza particular en la medida en que la reflexión sobre lo real remite directamente a los presupuestos de las categorías lógicas. No obstante, ese punto cobra una fuerza al mismo tiempo desconcertante y enigmática al enlazarse con la reflexión sobre la gramática elaborada por Roman Jakobson. La reflexión kantiana, sostiene Lacan,

“[…] es el punto de inflexión a partir del cual la meditación humana retoma su camino para reencontrarse con aquello que no había sido percibido desde esa manera de plantear la cuestión en el nivel del discurso lógico e interrogar la correspondencia entre lo real y cierta sintaxis del círculo intencional en la medida en que se cierra en toda frase. Es precisamente eso lo que se busca retomar por abajo y a través de esta crítica, a partir de la acción de la palabra en esta cadena creadora donde es siempre capaz de crear nuevos sentidos —de la manera más evidente, por la vía de la metáfora—, por la vía de la metonimia, de una manera que ésta haya permanecido profundamente marcada hasta una época muy reciente”.[13]

A partir de ese momento Lacan reiteradamente recoge diversos conceptos de la filosofía kantiana y los reformula en los términos de su propia visión. En un juego de iluminaciones recíprocas Lacan recoge los planteamientos kantianos formulados en la Crítica de la razón pura, acerca de la “cosa en sí” [Das Ding-an-sich]; los enlaza con el pensamiento heideggeriano acerca de “la cosa” en su propia formulación sobre lo real. En la amplia revisión que se hizo durante el Coloquio organizado por el Collège International de Philosophie en torno de la obra de Lacan, el énfasis de su relación con Kant giró en torno de su contribución a la concepción de lo simbólico.[14] La ética aparece así interrogada en sí misma y remitida para su conceptualización a las condiciones mismas del pensamiento sobre lo simbólico. La elaboración crucial ocurre en el Seminario sobre la ética, se desplaza hacia la Crítica de la razón práctica que no dejará ya de reaparecerá incesantemente. Las referencias a la ética kantiana insisten prácticamente en todos los seminarios —con algunos momentos de ausencia— hasta el Seminario de 1973-74, Les non-dupes errent, cuando Lacan retornará a la tópica del vínculo entre la ética kantiana y su desplazamiento a partir de la confrontación con la escritura de Sade. La reflexión kantiana encuentra una resonancia particularmente fértil en la propuesta de Lacan para una visión inédita acerca de la perversión.

Algo similar ocurre en el trabajo de Lacan, aunque el sentido y la naturaleza de estas referencias cobra un sentido y un alcance radicalmente distinto en una y otra. Como en el caso de Freud, las referencias de Lacan a los planteamientos kantianos exceden apenas una veintena. Pero su aparición acompaña casi todo el trayecto de la reflexión de Lacan. Aparece temprano en el seminario V, en 1957 y cierra con momentos reflexivos particularmente inquietantes en el Seminario XXI. La relevancia de estas apariciones es, sin embargo, desigual y obedece a diferentes estrategias conceptuales. La relación de Lacan cobra matices propios: de la asimilación y apropiación, relectura radical o dislocamiento conceptual irreconciliable con el texto original kantiano, hasta una confrontación crítica hasta los linderos de la desautorización o la transfiguración sustantiva de su literalidad.

LACAN

La lectura de Lacan privilegia dos de las facetas cardinales de la reflexión kantiana: por una parte, su acercamiento a las condiciones de posibilidad del conocimiento y, por la otra, los conceptos fundamentales sobre la ética. El primero subraya la condición lógica del conocimiento y, en particular su relación con “la cosa”, lo real, lo simbólico [Das Ding], el segundo, ahonda sobre el acto, la ley, el deseo, el placer, el dolor. Ambos acercamientos a la reflexión kantiana desembocan en diversos tópicos relevantes para la visión psicoanalítica. El primero apunta, en su interrogación sobre lo real, al tema de la psicosis y el delirio, y el segundo, en su relación con el vínculo entre acto y ley —y en consecuencia transgresión, goce, violencia, muerte— a consideraciones sobre la pulsión y la perversión, sobre el goce. Ambos involucran como ejes de la reflexión la relación con el otro —y, necesariamente, con el Otro—, con el deseo y el fantasma, con el dominio del orden simbólico y sobre la irrupción de lo real. Esta doble faceta del acercamiento a Kant —que es también la revelación de una tensión irreductible entre el proyecto kantiano y el lacaniano, patente en la preservación y redefinición radical de conceptos singulares de Kant, arrancados de su contexto y de su propio sustento de validez.

No obstante, el eje crucial de la confluencia entre Kant y Sade, en la perspectiva de Lacan, deriva de la posibilidad de reconocer como sustento de la propuesta ética, el espectro decisivo del fantasma de la perversión como una dimensión constitutiva de la forma del mal radical como condición inherente a la integridad del planteamiento ético. Jean Alouch, en su exhaustivo análisis de las fuentes, las variantes y las inflexiones de las distintas facetas de la reflexión sobre “Kant con Sade” —que no se reducen a las diversas versiones del artículo con ese título, sino que involucran el conjunto de referencias a esos tópicos incorporadas en el curso de los Seminarios— corrobora las traslaciones introducidas por Lacan a los planteamientos cruciales tanto de Kant como de Sade.

El sentido de estas traslaciones propias de la elaboración lacaniana parece orientar su reflexión hacia ciertos planteamientos fundamentales: aquellos que se plasman en su propuesta de la lógica del fantasma. Se hace patente que es posible formular un régimen de transformación entre el fantasma neurótico y el sadiano. Se trata de una transformación en la estructura misma del desarrollo del fantasma, discernible a partir de la interpretación de las escenas dispuestas en la escritura de Sade. Lacan sustenta esa lógica del fantasma que, en su lectura de la construcción sadiana, supone una integración dualista. Articula dos ejes: un primer eje que integra a su vez, por una parte, las posiciones del verdugo y la víctima, y por la otra, el eje que integra, en una relación peculiar que relaciona el “sujeto barrado” con el objeto a, mediante un “troquel” () (operador a la vez incluyente y excluyente, “a partir de la cual se conforma una trama de relaciones orientada que lleva de la demanda de placer —que compromete a ese “otro” cifrado como “objeto a”, causa del deseo—, a la voluntad de goce). Esto se hace patente, gráficamente, en una trayectoria y un encadenamiento específico de las instancias: se transita, en un primer momento por el dominio del torturador: para de ahí transitar hacia la afánisis del sujeto —¿de la víctima? ¿del Otro?— (el sujeto “barrado”, “escindido”) como lugar propiamente ubicado en el otro eje, el del dominio de la víctima, posición que se ofrece como necesaria para el acceso a la condición de sujeto. Este desplazamiento entre tales posiciones, sin embargo, no es lineal, simple. Supone una secuencia de inflexiones. Lo que está en juego en la visión planteada por Lacan es esta sucesión de momentos, de instancias, como una secuencia de causas, como un modo de comprensión de la intervención de la causalidad en el despliegue del fantasma sadiano.

La visión lacaniana supone una transformación constitutiva de esta secuencia causal entre los términos comprometidos en el fantasma en posiciones estructurales fijas (las posiciones son las del eje del verdugo y las del eje de la víctima. Esa transformación involucra un cambio de posición en la cadena causal de los elementos. Según esta articulación alterna de las instancias, el “el objeto a” origina el movimiento perverso desde la posición del torturador que orienta el acto hacia la víctima que, a partir de este giro (el “cuarto de giro” lacaniano) dirige el acto hacia la afánisis, a partir de la conformación propiamente dicha del fantasma. La posición de la víctima se convierte así, en el fantasma sadiano, en el lugar donde se articula el fantasma, cobra su estructura propia al integrar el objeto y el sujeto escindido, en disipación, el sujeto en condición de afánisis. Es este momento del trayecto el que anticipa y hace posible la instauración del sujeto. No obstante, en el marco de la propuesta de Lacan, es posible llevar la reflexión sobre el fantasma sadiano desde la construcción de la escritura sadiana hacia la experiencia vivida por Sade en el contexto de la Revolución Francesa. Se trata de advertir aquí el cambio de sentido de la secuencia causal de las instancias que dan forma al fantasma. En palabras de Alouch, en el esquema 1, “la voluntad de goce corría paralela a la puesta en juego del fantasma”, mientras en el esquema 2, “el fantasma se esfuma al mismo tiempo que la voluntad se vuelve patológica”. Y subraya: “Hay pues un desprendimiento del fantasma cuando se trata del asunto o de la política Sade… La política de Sade no es un lugar de realización de su fantasma: se hallan funcionando los mismos elementos estructurales presentes en el fantasma sadiano, pero este mismo fantasma está desmembrado, desactivado”.[15]

El trayecto final del texto de Lacan, “Kant con Sade” parece trasladar a la escritura la composición de arborescencias que el texto sadiano construye; una escenografía de flujos pulsionales, una integración de despliegues verbales en una deriva incesante, en un incesante impulso de traslaciones, bifurcaciones, interferencias, donde la escritura se inscribe en la condición del goce. El texto de “Kant con Sade” aparece también, en este espesor de los desplazamientos de la escritura, de la invocación de figuras y de memorias, de alusiones y de desbordamientos fragmentarios de resonancias sonoras, significantes, como una exaltación de un goce edificado sobre el vértigo de ecos enlazados que parecen edificar una filigrana imaginaria de piezas de lenguaje en un juego envolvente de sonoridades y trazas de silencio.

Esquemas[16]

Bibliografía

 

  1. Allouch, Jean, Faltar a la cita. “Kant con Sade” de Jacques Lacan, Literales, Córdoba, Argentina, 2003.
  2. Bataille, Georges, L’expérience intérieure, Gallimard, París, 1954.
  3. ______________, La littérature et le mal, Gallimard, París, 1957.
  4. ______________, L’histoire de l’érotisme, Gallimard, París, 1976.
  5. Blanchot, Maurice, Lautréamont et Sade, Minuit, París, 1963.
  6. De Beauvoir, Simone, Faut il brûler Sade?, Gallimard, París, 1955.
  7. Klossowski, Pierre, Sade mon prochain, Seuil, París, 1967.
  8. Lacan, Jacques, Écrits, Seuil, París, 1966.
  9. Lacan, Jacques, Le Séminaire. Les quatre concepts fondamentaux de la psychanalyse, Seuil, París, 1973.
  10. Lacan, Jacques, Le Séminaire VII. L’éthique de la psychanalyse, Seuil, París, 1986.
  11. Lacan, Jacques, Le Séminaire V. Les formations de l’inconsciente, Seuil, París, 1998.
  12. Le Brun, Annie, Les châteaux de la subversion, Jean-Jacques Pauvert, París,
  13. Marchaise, Thierry, “Kant avec Sade? Sur la conjecture de Lacan”, en Littoral, 6. Jahrgang, París, 1982.
  14. Sade, “La Philosophie dans le boudoir”, en Oeuvres Complètes du Marquis de Sade, Vol. III. Ed. por Annie Le Brun y Jean-Jacques Pauvert. Pauvert, París, 1986.

 

Notas

[1] Apollinaire, “Introducción” en L’Oeuvre du Marqués de Sade, Briffaut, París, 1909, p. 17.
[2] Brighelli, Sade. La vie. La legend, Larousse-Bordas, París, 2000, p. 180.
[3] Blanchot, Lautréamont et Sade, Minuit, París, 1963, p. 36.
[4] Blanchot, Lautréamont et Sade, 1963, p. 45.
[5] Lacan, “Le problème du style et la conception psychiatrique des formes paranoïaques de l’expérience” en Revue Minotaure, 1-2, junio. Éditions Albert Skira, Paris, 1933.
[6] Lacan. “Le problème du style et la conception psychiatrique des formes paranoïaques de l’expérience”, p. 68.
[7] Ibídem, p. 69.
[8] Lacan, “Kant avec Sade”, en Écrits, Seuil, París, 1966, pp. 768-769.
[9] Marchaise, “Kant avec Sade? Sur la conjecture de Lacan” en Littoral, 6. Jahrgang, París, p.6. (1982).
[10] Beauvoir, Faut il brûler Sade?, Gallimard, París, 1955, p. 54.
[11] Ídem. El subrayado es mío.
[12] v. Lacan, Séminarie V. Les formations de l’inconsciente, Seuil, París, 1998.
[13] Ibídem, p. 50.
[14] Cfr. Natalia Avtonomova. “Lacan avec Kant: l’idée du symbolisme”, en VV.AA., Lacan avec les philosophes. Albin Mitchel, París, 1991.
[15] Allouch, Faltar a la cita. “Kant con Sade” de Jacques Lacan, p. 134.
[16] Tomados del libro de Jean Allouch. Faltar a la cita. “Kant con Sade” de Jacques Lacan, pp. 118 y 129.

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