Orillas, bordes, límites

Orillas, bordes, límites

Για τον Παναγιώτη Βαλσαμά
γιατί
Το φιλί, τη νύχτα / στην ελληνική τις αισθήσεις καίει

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¿Qué es una singularidad? Es lo que ocurre sólo una vez, en un solo punto –fuera del tiempo, fuera del espacio, en suma—lo que es una excepción. No una particularidad que cae bajo un género, sino una propiedad única que escapa a la apropiación, un tocar exclusivo, y que como tal no es ni extraído de un fondo común y tampoco opuesto a ello.

El Dasein es singular, el existente que occurre solo je-mein —cada vez mío— de lo cual uno no debe pensar que lo “mío” se marca en el sentido de la representación de un “yo”, sino más bien que el “cada vez” es la incidencia siempre singular determinando la instancia (o la suerte) de un “sujeto”, lo cual no es otra cosa sino el instante desvaneciente de su enunciación (de un “decir yo” y no de un “decirse, afirmarse como yo”) de su enunciación y/o de su presentación (tal en suma el ego sum, ego existo de Descartes).

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Así que lo singular occurre solo cuando occurre: se mezcla con un surgimiento, lo que implica una desaparición correlativa y consecutiva—en verdad, casi-simultánea—apenas diferida del tiempo de “decir yo”, apenas separada del espacio-tiempo de un destello, es decir también, del espacio-tiempo de una vida. Una vida, una ex-istencia: entre nacimiento y muerte, el tiempo de ser fuera de uno mismo para ser uno mismo, uno mismo siempre y hasta en la muerte ex-ceptuado de uno mismo…

Pero por esta misma razón singuli, en latín, se decía solo en plural: es la unidad contada una por una, de un “cada vez”. El “cada vez” de la existencia excepcional implica una doble articulación: esa de tiempos diferentes de un mismo “Yo” y esa de diferentes “Yo-s” cuya multiplicidad está a priori presente en la diferencia que un Yo debe hacer para ser Yo, es decir precisamente en la singularidad.

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Así lo que está puesto a priori —trascendentalmente o existencialmente— en sentidos que ni Kant y tampoco Heidegger sabían como establecer, aunque los habian presentido —es que la co-existencia de las singuaridades es constitutiva de la mera existencia y de la existencia en general (y no solo de la existencia de los que llamamos “los humanos” sino esa de todos los entes). La excepción existencial implica la regla de una co-excepción universal.

Este transcendental o existencial debe ser también designado por lo que Marx permanence hasta ahora como el único que ha designado formalmente: la producción social del hombre, o bien, para ser más preciso, la producción social-natural del hombre y de la naturaleza. Al decir “producción social” uno debe sobre todo abstenerse de escuchar una dimensión añadida o suplente a alguna cosa que sería primero y en sí “hombre” o “naturaleza”. Uno debe al contrario escuchar bien antes de las representaciones de las operaciones de producción (labor e intercambio), la constitución singular-plural de la existencia: el hecho de que se porta al día, con el espacio-tiempo de su ex-istir a través, en y como la singularidad plural. Y esto no occurre en una manera distinta entre el “hombre” por un lado y la “naturaleza” por el otro, sino esta partición es ella ya existencial, y que este existencial lleva con él la instancia de un labor y de un intercambio ellos mismos a priori.

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Este pensamiento de la singularidad ha devenido necesario para nosotros en la medida misma del colapso de las representaciones, según las cuales la unidad fue pensada, en última instancia, como unitaria en vez de unicitaria, como sintetizante en vez de distributiva, como monovalente y monotélica en vez de polivalente y politélica –o bien aún más allá del valor y de telos. El dicho “colapso” no es un accidente: es, en un sentido inédito, la razón misma de nuestra historia, su reapertura y su reactivación, si se me permite decirlo así.

La “producción social-natural de la naturaleza y del hombre” o lo que reformularé por un instante en la expresión más acentuada de una creación técnica del mundo singular-plural –eso es lo que se nos exige pensar en el amanecer del siglo XXI.

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Lo singular implica su límite. Hace más que implicarlo: lo pone con él mismo, se pone como su límite, y pone el límite como lo suyo. Ser jemeinig es ser “mío” o “suyo”, no “cada vez” en el sentido de todos los tiempos y de siempre, sino al contrario según la discontinuidad y la discreción de los tiempos, de espacio-tiempos o de tener lugares, que están también cada vez afuera –del-tiempo-afuera-del-espacio. No es sin parar, sino según el cese, según la interrupción y el intervalo. Un intervalo separa lo singular para que él sea singular, si uno puede decirlo en términos de apariencia finalista.

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Sin embargo no se trata, sin duda, de finalidad, si no es apropiado de decir que lo singular sería un final de la naturaleza (de la historia o de Dios): es más bien, en el régimen que estoy bosquejando un asunto de su condición de la posibilidad (o de la necesidad – o bien más allá de esta oposición misma, lo singular es la providencia libre, la liberación en sí, es decir a partir de nada, del ser en general sin fin).

Si no se trata de la finalidad, es en cambio la finitud la que constituye, en estas condiciones, la esencia misma de la singularidad. Pero la finitud se da a comprender entonces ni como una limitación y tampoco como una falta en relación con a la in-finitud, sino al contrario como el propio modo del acceso al ser o al sentido. En la finitud singular tiene lugar la partición del ser y del sentido—del sentido del ser, del ser como sentido—una partición que no cruza ni borra los limites o los fines de lo singular, sino más bien los distribuye, los afirma cada vez según su excepción. Una finitud sumamente afirmativa de lo que es sin fin en el sentido no privativo.

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El límite o el fin de lo singular es entonces de una naturaleza particular o constitución que debe ser examinada. Sin este examen, no podremos ser capaces de captar lo que está en juego con la singularidad plural, es decir, con ella, del ser-en-común que nos hace y que nos funda (que nos parte) y cuya comprensión resta todavía dividida entre la integración, de hecho, la fusion, en el interior de una totalidad común y el estrechamiento y la absolutización en un todo-individual. La representación habitual resta presa entre estos dos polos, y hay más que una razón para esto en la propia estructura del pensamiento occidental, según su arquitectura más fuerte. De hecho, es quizás el caso que lo que uno ha llamado el Occidente no ha sido ninguna otra cosa, desde su nacimiento, sino la disolución de un cierto estado dado de ser-en-común. Más exactamente, lo que en el mito y en el ritual se da del conjunto y por el conjunto. Esto entonces significa que pensar la singularidad es pensar necesariamente afuera del mito—no habrá ningun mito ni ritual para lo singular—pero también necesariamente en la extremidad de la metafísica en el sentido de Nietzsche, en la extremidad de la cual Marx, una vez más, señala el punto de la inflexión mientras le da como objeto a la ontología la “naturaleza social del hombre”, es decir tanto su no-naturalidad como la no-naturalidad del mundo en general y su constitución singular-plural.

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¿De qué tipo, entonces, es el límte que limita y singulariza lo singular?

Hoy propongo aproximarnos esta pregunta en la combinatoria de tres nociones: el límite, el borde y la orilla. Me parece que el juego o el trenzado de estas tres nociones permite quizás extraer una primera vista sobre la finitud singular: sobre la finitud que forma a la vez su pluralidad discreta y su sentido o su verdad infinita.

La finitud, para empezar, se da a pensar como límite. El límite es el fin: la extremidad más allá de la cual no hay nada—nada más, al menos, de la cosa o del existente de lo cual uno alcanza el límite. El límite es el fin en la medida en que pone un fin, en la medida en que sanciona un logro, que también es un cese y una interrupción si nada viene a justificar por derecho el advenimiento de este fin. El fin de un cuento es fundado por derecho en la organización misma de este cuento, tanto como los límites de un tableau son ordenados por la concepción de la imagen, y no por la imposición de un marco arbitrario. Pero el fin de la existencia – su doble fin de nacimiento y muerte, simultáneamente simétrico y disimétrico – comienza y termina solamente interrumpiendo, es decir in-alcanzando. Ningún proceso reputado “natural” o “técnico” puede ser llevado a un logro qe no sería tambien interrupción, para comenzar y terminar (a no comenzar ni terminar…) por el universo ex nihilo y por la humanidad que lleva el universo consigo misma in nihilum… (Se entiende que todo aquí se trama en torno a la cuestión de “nihilismo”!)

El logro, el verdaderamente final fin, puede ocurrir sólo en la medida en que un fin – telos – se recupera con un límite final. Pero si lo singular es a-télico, su límite no puede lograrlo. Lo circunscribe, rigurosamente, pero lo circunscribe en un no-logro que le es esencial. Esencial, su no-logro es por lo tanto, del mismo modo su realización: pero una realización sin fin, sine die.

En este sentido uno nunca alcanza el límite—o bien uno siempre ya es expuesto a esto y no para tocarlo, es decir, acercarlo, rozarlo, y permanecer distante. Nacimiento y muerte limitan estrictamente mi existencia y definen como interminable el acceso de esta existencia a su primera razón y a su último fin. Pero esta definición por y en lo interminable constituye la singularidad finita.

Siempre y nunca alcanzado, el límite es en suma a la vez inherente a lo singular y exterior a él: lo ex-pone. Es inmediatamente y conjuntamente el contorno estricto de su “adentro” y el dibujo de su “afuera.” En sí-mismo, es nada. El limes latín designa en primer lugar el camino que pasa al lado de un dominio. Un lado del camino pertenece al dominium, el otro pertenece a otro, o al dominium público, o bien a un no man’s land que escapa a todo imperium. El camino en sí es el límite – o más bien, el límite es a su vez la mediana línea imperceptible del camino o al contrario este último en el palmo de su anchura. Por lo tanto, el límite es el intervalo, a la vez separado, y sin profundidad, que espacia la pluralidad de los singulares, es su exterioridad mutua y la circulación entre ellos.

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Como resultado, el límite es igual de bien lo que los singulares tienen en común. Así como decir que ellos tienen en común la inexistencia de la línea o la indeterminación de su separación. Los existentes participan de la negatividad de su camino común, sobre la cual cada singularidad imprime algo de sí misma mientras que, al mismo tiempo, se retira de ella. El camino no conduce a ningún destino, a ningun común, a ningun objetivo pendiente o totalizador: se practica sin más que la abertura entre ellos, la circulación entre todos, el contacto y la distancia entre finitudes. El límite es este “nada-en-común “a través del cual la comunicación ocurre: si uno quiere, la partición del nacimiento y de la muerte, y por lo tanto la partición de una nada o de una “negatividad sin uso”, siguiendo la expresión de Bataille, que también podría ser transcrita aquí en: “Sentido sin significado.” Pero esta partición de un “fuera” vacío de sustancia y de significación oculta, sin embargo, la posibilidad adecuada de la co-existencia, y por lo tanto la necesidad de la co-existencia en la definición misma de la existencia en general.

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Pero de esta manera, la circulación en el límite pasa y occurre entre dos bordes. Separa y une de lado a lado eso – es decir, los entes – que de-limita. El límite es nada, pero tiene o separa dos bordes diferentes – tanto como una línea geométrica sin anchura o espesor y que sin embargo tiene dos lados. La propiedad del límite, que es en sí mismo sin propiedad, que forma la extraterritorialidad en relación con cualquier propiedad, consiste en su propia duplicación, una duplicación que también uno podría nombrar desbordamiento: distinción de los bordes, la evasión de la “nada” en sus dos bordes.

El borde es la extremidad donde una estructura se para – y en primer lugar el revestimiento de un barco (en los orígenes de la palabra de los francos, los nórdicos y los sajones), pero también, en general, la extremidad de una tabla cortada. El borde tiene, por un lado, la naturaleza del límite: incisión, división que es nada en sí misma, que hace o abre la nada de un espacio – pero, por otro lado, tiene la consistencia de lo que ha sido cortado, según la ley de un corte, por lo tanto, de un trazado que conforme al límite y adecuadamente dando no sólo el dibujo, sino también el relieve, la forma consistente de la singularidad.

El borde es eso través del cual el límite hace contacto o donde se hace él mismo contacto. Sobre el límite, los singulares están lado a lado. Se tocan entre sí de este modo, es decir que se separan de la nada: más precisamente, de la nada de la que comparten. Los bordes son todos uno para el otro en una relación doble de atracción y repulsión. A través del borde, uno puede acercar el otro borde, incluso participar en el abordaje. Uno también puede desbordarse, precisamente para abordar del otro lado, al menos para esparcirse en la nada del límite: eso depende de la energía, de la ímpetuosidad con la cual uno se lanza.

El límite es la parte o la dimensión expuesta o exponiendo de lo singular: expone al límite; es, al final, el límite mismo, no tanto una línea de ninguna espesura, sino como un rostro, manera, paso y aspecto del ser delimitado. En el borde, el límite es algo o alguien: deviene la nada configurada, un existente u otro, o más bien tal y tal espacio-tiempo del mismo existente. La configuración de la nada es si uno puede decir esto: nada como algo (no: “algo más que nada,” sino mucho más, y mucho más problemático, “algo de la nada,” “una cosa de la nada”—algo o alguien (masculino o femenino) –y así este nada de la nada, expuesto, presentado o representado, dirigido o mantenido cerca, confrontado, borrado) quizás uno puede así tocar sobre la filiación de la nada en res.

Mientras exponiendo y exponiendose, el borde mantiene en su configuración lo que contiene. Es el borde de un contenido, el fin de un definido, y el horizonte de lo que presenta. Contrariamente al límite, tiene una anchura y un espesor, que le da masa sobre lo más íntimo de la cosa y sobre sus otros bordes: es de hecho imposible de determinar si un ser tiene muchos bordes o solo uno, o de discernir si, como y donde un borde es externo o interno, desde que es siempre ambos al mismo tiempo en alguna manera. En él, el único límite se pluraliza mientras se singulariza. El borde o lo(s) borde (s) reúnen la consistencia de una sustancia, y la mantiene(n) firme en sí misma. Esta es la razón por la que los bordes, en conjunto, permiten la semejanza: la identificación de la figura, cada vez singular pero cada vez figura de la misma sustancia o del mismo sujeto tanto como trazado del mismo límite, cuya finitud vacia la misma sustancia en el corazón, haciendola así inaccesible y restituyendola a una circulación sin fin entre las singularidades: a través de sus bordes, cada sujeto se desborda y es, cada vez, en este desbordamiento. (Y “sujeto”, aquí, debe ser entendido en alguna manera de todo ente, sustancia material o ser-para-sí.)

El límite se pierde, entonces, y se reencuentra, sobre el borde, en un mismo movimiento. Este movimiento es el gesto de lo singular. Es su más propio impetu, su empuje, la fuerza de su singularización, cuando occurre, cada vez que occurre (y este “cada vez” es al mismo tiempo, en una manera, permanente e intermitente, continuo y discreto; es frecuente—es la frecuencia en la cual lo singular vibra, su propia longitud de onda—y rara—es la rareza y la brevedad de su manifestación singular, de su propio resplandor.

Esta fuerza no es un atributo de lo singular: lo constituye. Singulus está formado, en su primer elemento sin-, de una raiz sem, que designa el uno (como en simplex) y todavía ahí –el uno de trazo a trazo, no el uno-unus de unicidad – y en su segundo elemento, de otra raíz, trazable a través del gótico ainakis, el sentido del cual está a lado del ardor, de la fogosidad y de la impetuosidad.

Con o sin etymon, lo singular se singulariza en el impulso que lo produce, o de lo cual se retira él mismo. Es sí mismo la fuerza, el impulso o el conato, que se apodera o se deja apoderar por un “tiempo” (una ocasión, una ocurrencia, una oportunidad, un encuentro, una buena o una mala hora, un kairos, es decir, nada como favor, estallido, la contingencia del ser y del sentido).

A través de este impulso lo singular se arranca de lo continuo – es decir, en la primera instancia, en la unidad como unicidad e indiferenciación. Arranca el uno (sem-) de la una vez al uno de ninguna vez. Extrae el tiempo mismo, la circunstancia, la ocasión, lo que quiere decir el caso o la ocurrencia, de la unitotalidad que no sabría ningún caso (y que no existe), o de una universalidad que no haría el mundo, es decir, la apertura diferencial de sentido. Dicho de otra manera, lo singular asume el límite; se reúne ahí y delimita el desbordamiento de su fuerza. El límite no es dado de antemano: se retraza en cada nacimiento, en cada muerte, y en cada apropiación singular de un Jemeinigkeit. El borde es su concreción, el cuerpo, es decir, el estar fuera de sí mismo, la materia y la fuerza de una existencia, de su surgimiento frágil y de su borramiento duro en el corazón de la nada, junto a la cual se limitó por un instante: pero este nada no es otra cosa sino la totalidad indefinida de las fuerzas que lo atraviesan, encontrando su providencia en él, regresando a él, arrancándolo existentes, en estadillos concretos de sentido.

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Estas fuerzas o de lo contrario esta fuerza única, discontinua del desgarre abre el límite y separa los bordes. El borde como separación, desgarre, es la orilla. Ripa viene de una raíz que tiene el valor de la rotura o rasgadura. Se dice que está cerca del griego ereipein ( caer, colapsar) y eripne (la ladera, la cara de la montaña, la costilla). La orilla está separada y excavada, quebrantada, por el agua en la que cae y al que se da en cambio el nombre del río. Es una elevación a través de la excavación y por la caída: inclinada, bajando rápidamente, a veces desgarrada en pedazos: tiene algo de la ruina (en griego, ereipia, y uno puede asumir una raíz rei, común a ereiko, desgarrar, romper, triturar). El arroyo corre a un río y este último al mar: las orillas se convierten en riberas. Ya no son sólo dos bordes opuestos, sino la sinuosidad interminable de la costa a través de la cual todas las tierras emergidas – o el surgimiento entero de toda la tierra – están expuestos al elemento líquido, móvil, a la vez otro sitio y no-sitio, partición de los sitios, mar adentro, ancho absoluto, distante.

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La orilla aparece como lo más próximo, el aquí donde estoy seguro y desde el cual veo los dolores y los peligros de los que están liberados, al bordo sus buques, en el mar y en los vientos (que es el mari magno suave de Lucrecio que se ha convertido, y no por accidente, en uno de los sitios gnómicos de nuestra cultura).

Y, sin embargo la orilla aparece a la vez y como si estuviera a su vez el lejano, como el ahí más allá del horizonte, el otro mundo que se siente, tanto temido en su extrañeza y esperado como la promesa de otro borde al elemento peligroso, como el término posible de una travesía – la cual es el sentido fundamental de la experiencia – es decir, como la posibilidad de una llegada sobre otra orilla, cerca de otra proximidad. La orilla es el sitio del cual uno se va y donde uno aterriza: un sitio que es precisamente ni límite y tampoco borde (ni la negatividad del trazo, ni la positividad de la fuerza), sino pasaje, deslizamiento en el agua de la costa rasgada o deshilachada, de la roca desmenuzada en arena, mezclada con la espuma, y de la tierra donde el paso se escapa.

También puede ser el pasaje del habla, el sentido resonante que se derrama hacia el otro: Mallarmé habla de los labios como “orillas de color rosa”.

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En la mitología, Acteón es el héroe de la orilla, que se llama akte. Como es bien sabido, fue convertido en un ciervo por Artemisa a quién sorprendió mientras se bañaba, y sus propios perros lo devoraron. Jean-Pierre Vernant entiende este mito como el de una prueba de paso de la adolescencia a la virilidad. Delacroix pintó esta escena, colocando los protagonistas en las orillas de un río estrecho y corriendo.

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El pensamiento del singular plural debe pensar la rasgadura de la orilla, la experiencia de la exposición a la distancia y al incierto, al peligro de la travesía y a la posibilidad de una deriva, así como a la de una llegada. La otra orilla ha sido, en muchas mitologías, lo que era en el otro lado de la muerte. Cuando no hay más mitos para representar un otro mundo que este, y cuando es, por el contrario, este mundo que dispone sí mismo en una geografía reticulada de mundos singulares, todos expuestos a cada otro, entonces la otra orilla es siempre la orilla del otro singular, y la otra orilla de la muerte sigue siendo este mundo, de otra manera recortada, de otra manera acostada. La existencia se mantiene en la cartografía de los seres lado por lado y dispersa en un océano que es cada vez y a la vez otro y el mismo, configurado alrededor de una orilla diferente.

Todos los existentes son rivales, es decir, residentes de las mismas orillas, de las mismas aguas, y por lo tanto competiendo, al igual que aquellos que afirman juntos los favores de la misma primavera. La rivalidad pone los singulares en el borde de la guerra o de la competencia por la excelencia, en el límite del deseo, de la apropiación, de la extorsión o del intercambio, en el borde de la ruptura fría como el contagio febril, en el borde de la equivalencia general o de un valor absoluto, inconmensurable y no negociable. Con el fin de pensar esta rivalidad general sin reducirla o atizarla, hay que inventar una idea de las orillas, de sus bordes y de sus límites: un pensamiento de los extremos, de la existencia extrema de su finitud.

Un mundo de orillas sin ningún otro borde, excepto para la exposición mutua de todas sus costas aparece, nos presenta como el más desgarrado de los mundos, el más expuesto a su propia conflagración. Es un mundo donde, en cualquier momento, la orilla corre el riesgo de desaparecer como lugar de paso o de llegada, como un sitio de derrame del uno en el otro, de un elemento en su opuesto, y de la vida en la muerte. Un mundo donde la orilla y la ruina son rivales…

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El Occidente había comenzado su desplazamiento a lo largo de las orillas de un mar que se decía que era mare nostrum, un mar que era nuestro, común, pasaje y partición. Se ha trasladado a las orillas orientales de este mar (Europa secuestrada por el toro divino), hacia las costas expuestas al amplio océano, del cual se saltó a fin de apropiar la totalidad de una tierra sobre la cual las costas serían no más llamadas y desafíos mutuos, medidas por la extensión de un dominio de los mares y a través de ellos de los continentes: lentamente deviniendo sometidas a la dominación de un espacio global, de su franqueamiento y de su cierre, como si el océano llevara a sus orillas,llevando lo ilimitado al límite– acelerando el intercambio y canceleandolo al mismo tiempo en una indiferenciación de las orillas, las salidas y las llegadas, las experiencias.

En lugar de la orilla, el borde se endurece y el límite cierra; es una cuestión de fronteras y de vigilancia, de hitos y de muros de piedra, de terraplenes circulares o de las heridas: la finitud se exaspera en un mala infinitud o bien en un disparate. La salvación no es posible, ni es verdad trágica, ni el movimiento de una historia. Desde la orilla occidental, parece que uno sólo se ha abordado para el océano illimitado del nihilismo.

Pero es nuestra costa, y nos corresponde a nosotros de mantenernos en ella y pensarla, frente al elemento glauco y abisal. Siempre, teníamos ganas de partir y atravesar, siempre hemos buscado ir a la deriva y zarpar hacia nuestras penínsulas. Nos hemos reconocido a nosotros mismos en el cabo, y en el promontorio, en el avance, el punto perdido en mar alta. Nos corresponde a nosotros de volver a aprovechar esta aventura de nuevo, a reapropiar a nosotros mismos el riesgo de los extremos. El mundo de las singularidades todavía está por abrirse o por designarse, las orillas por retrazarse: el mundo está de nuevo por interpretarse y transformarse.

Esto comenzará si nos importa permanecer en la orilla, mirando la noche y la oscuridad ilimitada del océano, donde el sol de Occidente se ha puesto- no, tal vez, a la espera de un siempre incierto amanecer, sino para entrenar nuestra mirada y nuestro oído a la noche misma y en ella, a la proximidad de lo lejano, hacia una verdad impredecible. Nos dirigimos a nosotros mismo, entonces, los unos a los otros, estos versos de Rilke:

Hazme guardián de tus anchuras,
hazme el que oye la piedra,
concédeme ensanchar los ojos en tus mares de soledad:
haz que siga el curso del río,
desde el clamor a ambas orillas
entrando hasta el son de la noche

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