¿Qué hacer?

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¿Qué hacer?

PINTURA DE JEAN BAZAINE

¿Qué hacer?

De algún modo el tema de esta exposición se ha impuesto sobre mí, simplemente porque uno no deja hoy día de hacernos esta pregunta –a nosotros los “filósofos”. Hay alrededor de nosotros –y en nosotros– una inquietud, un malestar general sobre el estado de nuestra sociedad y del mundo que agudiza esta pregunta.

Pero después de todo, ¿no es así cómo ha comenzado la filosofía? Pitagórica, socrática o cínica, desde el principio fue la proposición de un hacer, de un actuar en un mundo en el que las reglas dadas, los lugares asignados, los modelos y los fines de la existencia fueron borrados. Uno puede demostrar que la preocupación por hacer siempre ha sustentado, si no es que comandado, cualquier otra preocupación filosófica por saber o pensar. Al mismo tiempo, lo que determina esta preocupación es, desde el principio, la comprensión de lo que hacer quiere decir y sobre la cual, por consiguiente, se puede o debe regular el sentido mismo de un hacer.

Emprender una historia de la cuestión sería exorbitante. En 1994, en un debate en la Sorbona entre Alain Minc y Jacques Derrida organizado por la asociación “El nuevo mundo” (cuyo nombre implica confianza en lo que se hace y en lo que se debe hacer), Derrida pudo adelantar la pregunta: “¿Qué hacer –de la pregunta ¿qué hacer?” El guion suspensivo servía obviamente para mantener la pregunta (él mismo dijo, incluso, que uno debe preguntarse qué hacer, una vez más, todo de nuevo), mientras señalaba su carácter ya citado, recibido, quizá usado, para reanudar, renovar y repetir.

Derrida hizo notar que la pregunta había conocido dos circunstancias notables en la historia moderna: la de Kant y la de Lenin, y cada vez en la víspera de una revolución. Podría decirse que la historia moderna enfatiza el regreso y el desplazamiento de la pregunta –y de la revolución.

Porque ellas se desplazan la una y la otra.

PINTURA DE JEAN BAZAINE

La pregunta de Kant no es exactamente “¿qué hacer?”, sino “¿qué debo hacer?”. Esto significa que la razón actúa y se ordena actuar por sí misma, sin desviarse como lo hace en su uso teórico, y sin poder determinar (esquematizar, en términos kantianos) el objeto del proyecto universal de la acción. La pregunta tiene una respuesta en forma de una meta reguladora: se trata de hacer como si se pudiera presentar un objetivo universal.

De manera más o menos directa, el legado de “como si” –que conocerá un rediseño particularmente notable con Vaihinger por sus efectos sobre Freud o sobre Kelsen– habrá de guiar todas las iniciativas reformadoras o transformadoras ajustándose a lo que Nietzsche, improbable en esta filiación, habrá llamado “ficción reguladora”. Admitir el carácter ficticio (o ficcional, como uno dice hoy, como una especie de lítotes prudentes) del fin buscado, implica una disociación entre el hacer de la acción y aquello que debería ser su objetivo.

La primera postura de la pregunta “¿qué hacer?” como una cuestión de deber, implica una dehiscencia interna del hacer: está exigida y su ejecución no es objetivable. Es por eso, además, que está exigida a pesar de su carácter eventualmente irrealizable. Esta dehiscencia es la misma de la razón pura, en la medida que es práctica: se le ordena hacer un mundo racional (en tanto que sujeto a leyes morales). Por lo tanto, se ordena realizarse a ella misma, aunque su realización final sólo pueda ser “postulada”. Y es porque se postula –porque ella es y sólo porque ella lo es—que la realización debe ser el objeto de un mandato.

Uno puede decir que después de Kant la historia de la filosofía, y también de las teorías y prácticas, no sólo políticas y sociales, sino también científicas o estéticas, e incluso una historia general de la relación entre la teoría y la práctica (historia inaugurada también por Kant en un escrito bien conocido) se divide entre la conservación de la dehiscencia y la exigencia de reducirla. La decisión se juega entre la ficción y la realización –la Verwirklichung– de la razón (o como uno quiera nombrarla: Idea, Humanidad, Justicia…).

La pregunta “¿qué hacer?” en estado simple, si uno pudiera decir eso, liberada de la referencia al deber, supone que el deber es conocido, el objetivo determinado. La primera aparición de esta pregunta es una circunstancia literaria –una ficción– es la novela de Nicolai Chernyshevsky publicada en 1863 bajo el título ¿Qué hacer? El enorme éxito de esta novela explica por qué Lenin retomó el título en 1902. De hecho, la descripción novelesca de una nueva humanidad, libertaria y sensual, había desencadenado las violentas reacciones de Tolstoi y Dostoievski, pero quedaron impotentes ante el entusiasmo dominante. El título de Chernyshevsky se explica también en un doble registro: por un lado, lo que hay que hacer es traer al mundo a estos “hombres nuevos” que él describe; por el otro lado, lo que el artista debe hacer es proporcionar un “manual de vida”. Quizás sea permisible decir que es sólo con esta novela que la pregunta habría encontrado un punto de equilibrio estricto entre la representación ficticia y la realización, cada una haciendo referencia a la otra en lo que constituye, para Chernyshevsky, una extrapolación de la estética hegeliana.

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Cuando Lenin repite la pregunta, ya no se trata de ficción –aunque su texto contiene una observación interesante que opone a los “ensueños” de aquellos a quienes Lenin fustiga, la necesidad de otro tipo de sueños, los que uno busca realizar y por los cuales uno puede hablar de “contacto entre el sueño y la vida”. Pero la pregunta se ha convertido claramente en una pregunta sobre los medios. Estos no se dan inmediatamente sin una reflexión específica sobre el objetivo. Cuando uno piensa lo que se está jugando desde ese momento de 1902, se comprende la importancia de esta reflexión. Ahí donde “¿qué hacer?” podría aparecer primero como un “¿cómo hacer?”, tendrá que emerger gradualmente una puesta en prueba y un modelado, incluso una transformación, de la representación del objetivo en sí. Todavía no hemos terminado de evaluar hasta qué punto este proceso ha resultado en una alteración, una alienación o una traición del objetivo, o hasta qué punto el objetivo en sí mismo habrá sido representado y dirigido de una manera que se destinó a retroceder cada vez más lejos en una ficción que perdió toda tipo de función reguladora.

Cualquiera que sea el punto –que además es considerable– en lo que tenemos que reparar es en el hecho de que esta empresa histórica procedió no sólo de Marx y de la exigencia de “transformar el mundo” (de verändern, hacerlo otro), sino de todo un clima de necesidad práctica o práxica, de la cual Chernyshevsky es un testigo entre muchos otros. De este modo, la filosofía había llegado a pensar, sobre sí misma, cómo realizarse. No se trata sólo de Hegel, para quien este “deber” se confunde con la eficacia de la historia (aunque no sea, debe notarse, sin un déficit de vitalidad y de color mientras se efectúa el gris crepuscular de la filosofía), ni de Marx, para quien la producción de la razón no es otra cosa que la producción social de la existencia y del valor real; y también mucho más tarde en Husserl, que en 1936 apeló a la Verwirklichung “de una metafísica, de una filosofía universal”, como una apuesta por el “combate filosófico”. En 1936, tres años después de Rektoratsrede de Heidegger y dos años después de su renuncia al cargo de rector. En su discurso, Heidegger declaró que “la autoafirmación de la Universidad alemana”, es decir, la autorrealización de la “ciencia”, la cual “es filosofía”, equivale a “comprender la teoría como la Verwirklichung más alta de la praxis auténtica”.

El deseo más o menos claro de superar la dehiscencia y de afirmar de alguna manera la verdad en acto –en entelequia dice Husserl– de una razón práctica, o cualquiera que sea el nombre que se le dé (una existencia auténtica, una “praxis totalitaria” como escribe Sartre, que significa “totalizante”), se disolvió alrededor de 1968. Sin duda, incluso es posible decir que la vitalidad más profunda del 68 ha sido, en el plano del pensamiento, una tensión que rebasa al límite de este deseo, que excede la intención de un objetivo teórico por una práctica regulada a partir de él, que excede así los registros de la estrategia, de la política y que triunfa con una praxis singular: la de un intransigente hic et nunc (aquí y ahora).

La consecuencia ha sido doble: por un lado, el rechazo de la acción transformadora e incluso revolucionaria –una revolución de la revolución–; por el otro, la afirmación de la efectividad inmediata de una revolución que, en resumen, estaba ya hecha. Esto es lo que decían frases como “vive sin tiempo y goza sin obstáculos”, o bien ¡Hagamos el amor, no la guerra!

La crítica del “proyecto” como sumisión a un fin había sido la de Bataille, y se había expresado apenas diez años antes, por ejemplo, en estos términos: “Para mí, es imposible ser de acuerdo con el principio sobre el cual la acción real se basa en una sociedad organizada. […] El rechazo incondicional es la afirmación de mi soberanía”.

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El 68 y Bataille proporcionan aquí dos índices –aunque distintos– de un movimiento de torsión que ha ocurrido, a escala mundial, en un momento en que se transformaron juntos, por primera vez desde 1945, las perspectivas revolucionarias, la consciencia de la historia y el progreso, la innovación técnica y los equilibrios geopolíticos. Ernesto “Che” Guevara murió en 1967, a quien se le atribuye esta frase: “Seamos realistas, exijamos lo imposible”. En 1967 se transformó de manera notable el estado general del mundo mediterráneo.

Si “¿qué hacer?” se había dirigido a veces a un fin último, a veces a la determinación de los medios juiciosos, es hoy en día el hacer mismo el que experimenta una inflexión, sin duda tan característica como la que lo había hecho salir a la luz de la historia y del pensamiento. El asunto del hacer ya no se juega sólo en el registro del proyecto o en el de la militancia (la pregunta surgió, precisamente, del sentido de una acción militante que sacrifica a sus actores). Por lo tanto, no se juega ya en la perspectiva de un ajuste, al menos tendencial, de los medios a los fines. Por el contrario, uno debe reconocer en el hacer una especie inédita de la distinción. A la dehiscencia entre la teoría y la práctica, y a la voluntad de disminuir la brecha en la realización del proyecto, le sucede un cuestionamiento sobre el hacer en sí mismo.

Esta es, en primer lugar, la pregunta de la undécima tesis sobre Feuerbach. De hecho, verändern significa “hacer otro”, si no es que “alterar”. Cuando se traduce como “transformar”, la relación con “interpretar” (con “sólo interpretar”), aparece como una relación de Verwirklichung: la interpretación (teórica) habría dado la condición formal de una transformación para operar. Sería Hegel puesto de nuevo en pie, o el espíritu comprendido –y comprendiéndose– como autoproducción de la existencia social, humana e incluso natural. Cualquiera que sea la manera en que Marx fue comprendido, hacer otro sugiere un sentido diferente: donde la interpretación deja intacto lo que interpreta, como un texto cuya literalidad se conserva, incluso en una opacidad, la Veränderung escribiría otro texto. Este último sería menos la realización de la interpretación, sino la invención y la puesta en juego de otro mundo, es decir, de otra configuración del sentido. Nada debería ser más identificable que una literalidad conservada.

El resultado es que el hacer implicado no es lo mismo: en la primera lectura, es una producción, una poiesis concebida a partir de las reglas del arte (por ejemplo, la acción del proletariado como realización de la fertilidad de lo negativo); en la segunda lectura, es un actuar, un gesto que mantiene tanto su forma como a su fuerza propia. No se aplica al mundo, más bien hace mundo en la medida que el gesto –el tacto, la mano y la paleta– de un pintor crea un mundo propio. Pero se trata entonces de una praxis, y la producción, la obra, sólo vale en la medida en que manifiesta esta praxis, es decir, ese acto intransitivo que al hacer se hace a sí mismo en lugar de hacer algo.

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Puede ser en torno al sentido y al reto del hacer como praxis, o de la praxis reactualizada por el marxismo, en una cierta vacilación de su significado en comparación con su determinación aristotélica, que se juega más profundamente el sentido de la pregunta ¿qué hacer? –hasta hacer exigible la pregunta ¿qué hacer de esta pregunta?

Hannah Arendt señala en su Vita activa cómo la relación entre la teoría y la práctica ha sido puesta patas arriba (uno puede traducir así la palabra Umstülpung que ella utiliza) en la medida en que la finalidad práctica en (y no “de”) la teoría, entendida como contemplación, cedió bajo la determinación de hacer como producción; determinando a su vez el pensamiento “teórico” como fuerza productiva, y en consecuencia, operativa en vez de contemplativa. La verdad como verificable lo muestra: es verdad hecha, producida. El hacer mismo se inflexiona desde el valor de “actuar” o de “ejercer” (como uno ejerce una profesión), hasta el valor de “producir”, “realizar”, “ejecutar”. Arendt dijo que el Tun –cuyo alcance semántico no está lejos del de “hacer”– siempre se destaca más que Handeln, que se refiere al actuar de la conducta, de la relación. El Tun va hacia el Machen, que se refiere más a la fabricación como modelado o amasado, y éste hacia el Machenschaft, por el cual Heidegger estigmatiza al mundo contemporáneo en su texto sobre el Koinon.

Cuando el “actuar” se “produce”, uno obtiene el “accionismo” (actionnisme), que viene del campo de las artes, pero que a veces se extiende a la esfera política en el contexto del habla alemana y cuya palabra “activismo” (activisme) fue un eco anglófono bastante notable debido a su uso frecuente. El activista se confundió con el militante, e incluso a menudo con el militante de la izquierda (o “radical”). En 1969, Adorno publicó un texto muy crítico sobre lo que él señaló como el accionismo de mayo del 68 (lo contrario a lo que he mencionado anteriormente, empero, el 68 tenía muchos aspectos diferentes).

Contra aquellos que predicaban una “primacía de la praxis”, Adorno formuló una crítica que podría parecer inspirada por Arendt. Él escribió: “Se exige una pseudo-actividad desde el punto de vista de las fuerzas productivas técnicas, que al mismo tiempo se parece condenar”. Un poco más tarde llegará a escribir, repitiendo con amarga ironía la frase de McLuhan (“el medio es el mensaje”), que “la sustitución de los medios por los fines llega incluso a reemplazar las cualidades del hombre mismo”. En esta sumisión al modelo productivista lo que falta es, por un lado, el sentido de la posición correcta de las preguntas: “Recurrimos al bloqueo automático de la pregunta ‘qué hacer’, respondiendo a todo pensamiento crítico antes de que siquiera se haya formulado con exactitud”. No obstante es, por otra parte y no menos notable, el sentido de la heterogeneidad entre la teoría y la práctica. Adorno dijo: “El dogma de la unidad entre la teoría y la praxis, contrario a la doctrina en que se basa, es no-dialéctica: se insinúa una sola identidad ahí dónde sólo la contradicción tiene oportunidad de ser fructífera”.

La contradicción (Widerspruch) en cuestión no puede jugarse entre los sentidos de la teoría y de la práctica: sería una contradicción en la teoría misma. Es una contradicción entre la naturaleza y el alcance de los dos registros, e implica que uno actúa sobre el otro para evitar que, en el fondo, cada uno sea lo que es, visto desde el punto de vista de la mente o la impaciencia inquieta.

Pocos años después, en 1974, el programa de agregación francesa de la filosofía propuso, probablemente sin coincidencia, la pregunta “teoría y práctica” (era el tiempo de Althusser y del debate sobre la teoría y práctica marxista, la “práctica teórica”). El marxismo europeo –particularmente en Italia siguiendo la vena gramsciana y en Francia bajo la influencia de Althusser– estaba ocupado con preguntas abiertas en un mundo cada vez más distante de las posibilidades de un acto revolucionario, sin embargo afirmó la eficacia de muchas transformaciones sociales, técnicas y económicas que las teorías parecían esforzarse por alcanzar, en lugar de anticiparlas.

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Una vez más, la historia de este momento de profunda reformulación de los objetivos, condiciones y conciencias de “¿qué hacer?” sería una tarea importante. Me contento con un índice, otra vez tomado de Derrida. Por función, tuvo que ocuparse de esta pregunta y le dedicó un seminario. Me percato de un motivo que, en cierta medida, constituye el tono clave. Este motivo es dado inmediatamente por la expresión “se requiere esfuerzo” explotada en su semántica popular (Cabe señalar que, en 1974, en el idioma actual todavía no populares “va a ser posible- o de lo contrario no va a ser posible” que no están desvinculados). Hay que hacerlo tiene por sinónimos más familiares –cito a Derrida– “hay que tirarse, hay que encargarse” (faut se le taper, se le coltiner). El contraste, si no la contradicción, que la práctica platea debe apreciarse de manera sensible, en su dolor, en su dureza. Uno pasa al orden de la resistencia de los materiales, que son a su vez materiales, humanos, institucionales, etc. El peso específico de lo que “hay que hacer” conduce a esta consecuencia: “ninguna práctica es siempre fiel a su principio”. Esta infidelidad, también llamada inadecuación, resultará “radical y a priori necesaria” ya que la iniciativa práctica, la decisión de actuar, sólo puede ser lo que es, en tanto que no es la mera ejecución de un programa. Mejor aún: un programa no puede programar tal decisión.

Derrida repetirá este motivo varias veces, por ejemplo, escribiendo: “Ninguna política ha sido adecuada a su concepto”. O bien, refiriéndose a la “operación práctica”, que es la “soberanía” según Bataille, y citando a éste último: “Entre el tiempo del esfuerzo y el tiempo soberano, hay obligatoriamente una interrupción, uno podría decir incluso que un abismo”.

De todas estas formas, por lo demás muy diferentes, la dehiscencia inicial entre la teoría y la práctica se ha convertido en una caída muy pronunciada, o bien se ha agravado en la discrepancia, la distorsión, o incluso en una tendencia que reformula la pareja de conceptos.

También es que, entretanto, a través de estas transformaciones o al lado de ellas, algo ha sucedido al hacer en sí mismo y en general. El esquema del empuje de lo teórico sobre lo práctico se ha usado o bloqueado, al mismo tiempo que las “imágenes del mundo” (las Weltbilder de las que habla Heidegger) invirtieron el sentido de la palabra “ideología” para hacerla significar –como lo hace Arendt– una “lógica de la idea” y, por tanto, también de su Verwirklichung. Al hablar de un “fin de las ideologías”, la posibilidad de una voluntad en el sentido kantiano, es decir, de una capacidad de hacer efectiva una representación, se puso a la distancia.

Si la cuestión de la revolución –su posibilidad, su deseabilidad y, en última instancia, su realidad– no ha dejado de ser agitada; si más bien parece posible hablar de un “fin de la historia” que suspendería cualquier recurso a un proyecto; si tantas prácticas, a veces reivindicadoras del arte, a veces de la acción asociativa, religiosa o humanitaria, proponen al margen –o en lugar– de la acción política; si “hacer Europa” o “hacer la paz” no son expresiones muy distintas de “hacer simulaciones”, por no decir “hacer estudios” o “hacer deporte”, es porque el hacer se ha debilitado.

Se ha debilitado –hecho frágil y dudoso– en proporción inversa a la confianza depositada en el motivo y en el móvil de la Verwirklichung. No sólo la realización de los proyectos, de los programas o planes ya no era creíble, sino que la propia efectividad se desestabilizó, o al menos su representación. Todo sucede como si necesitáramos de los extremos del sufrimiento o de la rebelión –Rwanda o Fukushima– para encontrarnos con los espesores de la carne, la densidad de la materia. Por lo demás, nos parece más difícil desentrañar la imagen de la cosa, situar lo virtual (una palabra a la que hemos dado una dimensión desproporcionada), tanto como la ficción resulta inseparable de la presentación, como el espectáculo se desliza en la crítica del espectáculo, como lo “imposible” se convierte en el otro nombre de lo “real”, y como la historia de ese Bartleby que se escapa de la agitación del mundo de Wall Street deviene una especie de filosofema.

PINTURA DE MARCEL DUMONT

Como una burla a la pregunta ¿qué hacer?, y como testigo de su desencanto, Jean-Luc Godard lanzó, ya en 1965, en medio de la historia de un colorido y suicida Pierrot el loco, estas palabras puestas en la boca de su compañero: “¿qué puedo hacer? No sé qué hacer”. justo después de que la palabra hacer apareciera en primer plano en una página de un cuaderno.

No saber qué hacer, ni siquiera saber lo que se puede hacer sin “preferir no hacerlo”, es esperar o cuestionar la posibilidad misma de un hacer del que uno mantiene la noción, sin encontrar la efectividad. En las frases que Anna Karina pronuncia a lo largo de una playa algo triste, la efectividad de la ausencia no es implementación de un proyecto, ni tampoco de una conducta o de un ejercicio. No es ni poiesis ni praxis en un sentido aristotélico o marxista. No saber qué hacer equivale a saber existir sólo en un modo privativo. Hacer toma el valor que alguna vez tuvo en la expresión “hacer la vida” (faire la vie) a menudo equivalente a “celebrar” (faire la fête; hacer la fiesta); y que también está marcado en “hacer el amor” (faire l’amour), y al menos en cierto sentido en “hacer la guerra” (faire la guerre), o en otras expresiones tales como “hacerse joven” (rendre jeune), o bien el modo impersonal “hace buen tiempo” (il fait beau), “ponerse guapo” donde este verbo toma un valor como suspendido entre ser y aparecer.

Como una respuesta al deber-ser en tanto que deber y proyecto, el hacer queda por hacer y se mantiene en sí mismo, con su affaire o con su hecho, toda la distancia de este por (uno es incluso tentado a decir: de su “por”). Esta distancia es insignificante en la medida en que aparece un horizonte de certeza sobre el cual se muestra la verdadera forma (la Idea) del hecho consumado, la entelequia. Desde que el deber y/o el proyecto –uno entonces el otro, y viceversa– han pasado a primer plano, han oscilado desde la dehiscencia reguladora hasta la realización revolucionaria. Es notable que la “revolución” haya llegado a significar tanto la acción real, efectiva y eficiente, como la inversión o la alteración de la situación. La revolución fue la realización de una regulación y la regulación se convirtió en una revolución diferida o conjurada.

En este proceso, la efectividad ha sido marcada por el signo de la violencia. En muchos aspectos, Nietzsche, Weber, Sorel o Benjamin y Bataille, podrían ser testigos notables de que la violencia se convirtió en el experimentum crucis del “¿qué hacer?”. O bien se deja entender como un momento necesario en la realización de la Idea –pero luego se convierte en un aspecto de la regulación–, o se impone como el surgimiento de la Idea misma en su omnipotencia; no obstante, tal surgimiento lleva un nombre, el de sacrificio, y eso es precisamente lo que ha sido borrado de nuestra cultura. Cuando tiene sentido hacer lo sagrado –o hacer, al crear lo sagrado– uno no pregunta “¿qué hacer?”. La operación del veri-ficar viene completamente con la del sacrificar, la contradice, la sustituye o la anula. Tan pronto la ejecución del proyecto verifica su validez por la ejecución anticipada (aquí y ahora, el reinado de lo ideal) el hacer puesto en obra asume el proyecto mismo.

Cuando el cumplimiento resulta desesperadamente interminable, o cuando el hecho consumado resulta ser la destrucción de su propia Idea, el hacer –que estaba por hacerse– se desacredita o se desestima. En cierto sentido, toda la historia del “¿qué hacer?” nunca ha dejado de repetir la alternancia de sus propias desavenencias. Y, sin embargo, la misma historia tendrá mejor subrayado y destacado el trazo de la efectividad, que es la marca más propia del hacer.

Por esta razón, la exigencia de una efectividad que no es proyectiva ni tiránica se ha manifestado en el pensamiento contemporáneo.

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El hacer da significado a este valor, que abre su alcance semántico más allá de la producción y la ejecución: el valor de facio, como Benveniste lo establece, en tanto “plantear, colocar, establecer”, pero “de manera creativa, establecer en la existencia y no simplemente dejar un objeto sobre el piso”. El desafío es más bien hacer ser más que deber ser. Estas dos disposiciones, estas dos tensiones, indudablemente participan siempre del ethos –y el pathos– filosófico. Es notable que el pensamiento más reciente haya sentido, por así decirlo, la necesidad de presentarse en modos más acordes al hacer que al ser, por una parte; y por otra parte, más al hacer que al deber hacer.

Voy a dar sólo algunas pistas para un análisis que merecería el trabajo de una tesis. Al desviar el uso lingüístico del término “pragmático”, diría que una especie de pragmática filosófica se desarrolló a mediados del siglo XX, reemplazando las construcciones teóricas en espera de ejecución y/o verificación experimental.

Así, la obra de Michel Foucault ha sido gradual y tendencialmente identificada no sólo con acciones de alcance sociopolítico, sino también, finalmente, con una parénesis de lo que nos gustaría tomar de Montaigne para la palabra “ejercitación”: que para ser del “espíritu”, es más significativo el giro y el ritmo del “cuerpo”.

Emmanuel Levinas no propuso desbordar la ontología por la ética sin poner en juego una palabra que excedía su propio discurso, convirtiéndola en el “contacto” de un “lenguaje original, fundamento del otro”.

Gilles Deleuze (ustedes ven que los pongo todos juntos…), en un modo paradójico, designa como “creación de conceptos” aquello que se presenta a sí mismo como la movilización de palabras e imágenes según un tipo de performatividad permanente: “rizoma”, “cristal” o “devenir imperceptible” son claramente más que cifras de significado: son desordenes de actividad, de afectividad y de efectividad.

Al proponer la différance en tanto que “ni una palabra ni un concepto”, Jacques Derrida propuso un gesto: contrario a lo que algunos consideraban como la procrastinación de la tensión en el acto –en el lenguaje y en el cuerpo del pensamiento– de una presencia en su distancia consigo misma.

A estas características tan diferentes de un pragmatismo imposible de subsumir bajo una sola identidad, se añaden dos hechos: el primero es la importancia que todos estos pensamientos atribuyen a la literatura y al arte, es decir, a un conjunto de esferas que consideran inválida la división entre ser (o pensar) y hacer; el segundo es la distancia tomada en relación con el poder político. Ni el gobierno de los sabios, ni el consejo que ilumina a los príncipes, ni el argumento teórico que abre el camino a una acción han sido apropiados para estos pensamientos. También es porque han asumido un cambio considerable en la idea misma de “política”. Una frase de Foucault podrá hablar aquí para todos: “La filosofía no tiene que decir al poder lo que debe hacer, sino que debe existir como un “decir-verdad” en cierta relación con la acción política”.

La pregunta “¿qué hacer?” no desaparece, sino que se refiere claramente a otras esferas de las cuales es indispensable medir el desnivel o incluso la divergencia con el registro filosófico. Desnivel o divergencia por causa a veces de imposibilidad de Verwirklichung, a veces de exceso de una Auswirkung violenta.

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Por su parte el “decir-verdad” no es decir la verdad como una producción de significados verificables. Es más bien la praxis de un decir que no puede ser sometido a ningún proyecto, que tiende sólo a su propio decir y, por lo tanto, a la apertura de un sentido que es cada vez inaudito. Este inaudito se sostiene en la inconmensurabilidad de un afuera que escapa a cualquier comprensión efectiva de sentido. No exige una Verwirklichung sino que apela a la Wirklichkeit actual, presente, de una escucha atenta, sensible a lo inaudible que se dice.

Lo que uno no puede decir, no se trata simplemente de silenciarlo: hay que entender que “callar” sigue siendo una forma de hablar y de abrir posibilidades de sentido. Es probable que de esta manera se comprendió así mismo Wittgenstein. Las posibilidades de hoy son más que nunca las de lo inaudito. Un mundo se está terminando, eso es lo que el fenómeno llamado “globalización” significa filosóficamente.

No podemos prever la naturaleza ni la dirección de una mutación, sin embargo, podemos al menos experimentar sus estremecimientos, incluso sus sacudidas y, a menudo, sus convulsiones. A decir verdad, nuestra historia parece haber borrado gradualmente las posibilidades que alguna vez abrieron la pregunta “¿qué hacer?”. Al convertir el “deber hacer” en una interrogación, lo emancipó de un orden dado de fines; al inventar fines prescritos por una humanidad integral, designó el horizonte de una producción final. Este horizonte se ha transformado en una perspectiva de destrucción y autodestrucción: ya no hay para nosotros un sólo fin que no conlleve su revés, tanto de daños como de desastres, y a veces la proliferación indefinida de nuevos fines. Los logros son desbordamientos, las entelequias se asemejan a entropías.

Sin duda, hemos perdido el hacer presuponiéndolo como la realización de un proyecto mediante la puesta en escena de una voluntad. Esta presuposición, contemporánea de la “filosofía totalmente práctica” que inventó Descartes, es aquella cuyo fracaso, o al menos insuficiencia, se reconoce por la admisión de una carencia de pensamiento sobre la acción. Esta es la admisión que hizo Heidegger después de la derrota que sancionó definitivamente su compromiso pasado; Sartre hizo esta misma admisión dos o tres años después cuando señaló que la acción todavía esperaba su filosofía; y es ésta la que luego deviene en el lamento de Arendt sobre la “gran plaga de la historia occidental”, que para ella constituye la separación, desde el siglo de Pericles hasta nuestros días, entre la acción y el pensamiento.

¿Cómo no reconocer que hemos producido, o más bien, que nos hemos producido como sujetos de una producción que nos supera, tanto en la medida en que evade el esquema de su realización, como por el hecho de que se reproduce ella misma según la autarquía de un “hacer” abandonado a su propio desarrollo? Un saber (y un poder) hacer –ese es, después de todo, el sentido de la “técnica”– se mezcla con, y luego sustituye, al deber-hacer. Pero el saber, el poder y el deber dejan algo intacto del “hacer”: precisamente esa efectividad que no es la de un objeto, ni la de un poder activo o pasivo, ni la del efecto de una causa, sino la que radica en el hecho de una existencia.

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“¿Qué hacer?” en tanto pregunta presupone la meta de un proyecto, de un objeto, de un efecto. Y, por supuesto, todos los días debemos operar en estos registros, que son los que deben gobernar la virtud prudencial (reguladora, negociadora, estratégica). Pero no es todavía un “hacer” si hacer o actuar es dejarse llevar al mismo tiempo a los límites de estos registros, donde la imposibilidad de acabar se abre a la necesidad de infinir –si puedo arriesgar este término.

Dejarse llevar a los límites de la prudencia significa, al mismo tiempo, exponerse a la inconmensurabilidad del sentido. El sentido jamás es adecuado a un objeto, ni a un proyecto, ni a un efecto. Es esta inadecuación la que debe ser jugada. Si la civilización está mutando, es porque ha comenzado a comprender la futilidad de su proyecto regulado por la mera realización o por la estrecha racionalidad de la realización.

¿Qué hacer entonces? Tenemos que pensar el hacer en su desnivel, en el estancamiento mismo del proyecto, de la intención y de la pregunta. ¿Qué hacer de la pregunta en general? Pensar la afirmación que le precede tanto hacia atrás, como hacia adelante: la afirmación del existir en su exposición a lo infinitud que es, pero que precisamente no es como objeto, ni proyecto, ni efecto. Considerar, por lo tanto, el “hacer existir” sin principio ni propósito, sin autor ni proyecto, sino un existir que se afirma como el “hacer sin orillas” del que habla Celan –uferloses Tun aventurero y arriesgado (von Fahrt und Fährnis). Este hacer está en ese poema de la madre, que el texto termina por nombrar como un “resplandor venido del fondo” (Schimmer aus dem Grund). Tal resplandor, que es también el del poema, proviene de un fondo que permanece inagotable, pero cuya luz se deja captar en tanto que proviene de este hacer de lo otro que no hace nada menos –y nada más– que el sentido. Hacer sentido como hacer mundo, como hacer el amor, hacer día y noche, hacer sentir. Esto no sucede –Sartre, entre otros, lo dice– sino por y para el otro. En el momento de la pregunta “¿qué hacer?”, no debe olvidarse que el resplandor que la precedió hace señal (fait signe) más allá de sí.

 

Notas

[1] (2012, versión de sesión) Sociedad Francesa de Filosofía – 17 de marzo de 2012.
El siguiente texto reproduce la exposición pronunciada. Procede de un texto más largo al que, para respetar el horario, tuve que practicar un cierto número de cortes que pueden producir efectos de discontinuidad o de salto, más en la lectura que en la audición.

 

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