Sobre la soberanía y el retiro del Dios cristiano en la obra de Jean-Luc Nancy

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Sobre la soberanía y el retiro del Dios cristiano en la obra de Jean-Luc Nancy

Resumen

Este artículo explora la relación entre la soberanía y la muerte de Dios en la obra de Jean-Luc Nancy. Considerando los comentarios de Nancy sobre la soberanía junto con su proyecto de la deconstrucción del cristianismo, se explora cómo el supuesto metafísico del soberano, en la forma de Dios, rey, o la ley, no puede jamás subsumir el exceso de la soberanía. Situando el trabajo de Nancy en relación con los escritos de Carl Schmitt y de Georges Bataille, se argumenta que la soberanía evade la comprensión de cualquier proclamación soberana. Además, el presente análisis muestra cómo la interpretación de Nancy de la soberanía no apela ni a un mito, ni a la nada, como un fundamento. Para Nancy, la soberanía no es un fundamento, sino una marca, o huella, de la nada que derroca toda fundamentación soberana. Por lo tanto, lo que se ofrece en este artículo es una lectura de la soberanía como pasaje y huella, en la cual la negación no es un fundamento, sino una apertura que da paso a cada gesto singular de creación.

Al igual que en la Teogonía de Hesíodo, la creación siempre comienza con una brecha, una apertura.[1] Esta brecha es la nada de la soberanía. La creación del mundo siempre emerge de este espacio que se abre por el retiro de los dioses. En Occidente, este reconocimiento se hace posible por la muerte del Dios cristiano que revela la infinitud espacial de la soberanía. Lo que la muerte de Dios revela es que la soberanía está en yuxtaposición a cualquier imagen soberana en particular. La soberanía, como la brecha de la creación, excede cualquier revelación soberana, proclamado por Dios, el rey o la ley. La muerte de Dios revela que la fundación de fundaciones, el suelo de toda creación, no es más que el retiro del ser. Tal como Bataille a menudo escribía, la soberanía es NADA; lo más alto de lo alto no es una cosa ni una sustancia, sino un movimiento, una tensión, que no está en control de su propio exceso.

Jean-Luc Nancy explora la relación entre la soberanía y el retiro de los dioses en La creación del mundo o la mundialización. En “Ex Nihilo Summum (Acerca de la soberanía)”, Nancy hace una distinción entre el soberano y la soberanía, y sugiere que la ley del soberano se desestabiliza por el exceso de soberanía. Además, en “Acerca de la creación” él conecta este movimiento de la soberanía con el espacio abierto del significado que se revela con el retiro del Dios cristiano. Cuando el trabajo de Nancy en La creación del mundo o la mundialización es considerado junto con su trabajo en La comunidad inoperante y La declosión, un argumento sobre la relación específica entre la soberanía y el retiro de los dioses se hace evidente. Se vuelve claro, entonces, que el espacio abierto por la muerte del Dios cristiano no es más que una marca, o una huella, de la apertura que hace posible la creación. Explicando el trabajo de Nancy sobre la soberanía y conectándolo con sus escritos sobre el cristianismo, espero exponer la relación entre la soberanía y la deconstrucción del cristianismo, y aclarar la crítica de Nancy a Carl Schmitt y Georges Bataille. Como argumentaré, la muerte de Dios, el rey, o la ley –el espacio abierto por el retiro de los dioses– es la brecha soberana de la creación. Comienzo este artículo discutiendo la distinción de Nancy entre la soberanía y el soberano, y después argumento que la muerte cristiana de Dios es un ejemplo de cómo la soberanía exime al soberano. Siguiendo a Schmitt, Nancy argumenta que la cuestión de la soberanía es de hecho una cuestión de la excepción; sin embargo, lo que es importante para Nancy es pensar esta excepción, no la decisión como tal. No es simplemente una cuestión de pensar en lo que está “fuera del derecho”, sino de lo que está retirado de sí mismo. Como Nancy señala, lo que es importante es la forma en la que la soberanía elude al soberano. Como sostengo más adelante, aquí es también donde Nancy difiere de Bataille. Para Nancy, lo que se retira de la decisión y decapita al soberano no da acceso a un sentido mejorado de comunicación, sino que revela la inoperatividad de toda la comunidad. Es por esto que el cristianismo juega un papel central en la obra de Nancy, porque la muerte del Dios cristiano ofrece un ejemplo de esta inoperatividad.

En su trabajo sobre la soberanía, al igual que en su trabajo sobre el cristianismo, Nancy argumenta que debemos ir más allá del discurso nihilista, enfrentando este aspecto inoperante de la muerte de Dios. La muerte de Dios, tanto en las escrituras cristianas como en la filosofía, no significa una fundamentación en la nada, sino una relación abierta con lo finito. Aunque Schmitt describió acertadamente el movimiento desde el período medieval hasta el moderno como la desocupación del orden divino, y la apertura de un espacio de decisión que está exento de la ley, esto no quiere decir que la verdad del mundo se encuentra en la nada, como si lo negativo en sí fuera un fundamento que sustituyó a Dios. Lo que el vaciamiento de lo divino demuestra no es la nada como suelo, sino el gesto singular de la creación hecho posible por el paso del último Dios (el compartir plural de la existencia). La transición histórica del orden político teológico ocupado por el señor feudal medieval, que se basó en un mito, a la soberanía temporal de la Edad Moderna temprana, que es a-teológica, no es simplemente un movimiento del mito al nihilismo, ya que muestra cómo la creación misma no es otra que la exposición del ser a su propia fundamentación ausente.

Nancy comienza su argumento en “Ex Nihilo Summum (Acerca de la soberanía),” situando etimológicamente y definiendo el término soberanía. Como él señala, “La soberanía designa antes que nada la cima.”[2] Ésta desciende de la palabra del siglo XIII soverain, la cual deriva de superanus en la Vetus Latina (Antigua Biblia Latina), que significa “jefe, director, por encima de” y se asocia con reign. También tiene una connotación monárquica a través del italiano sovrano, el sinónimo de monarcha.[3] Superanus implica la altura y la dominación, lo que demuestra la conexión lingüística entre summus y supremus. La naturaleza del soberano es reinar desde una cumbre –desde la monarquía (la “archi-posición” que es, por definición, singular).

Así como el “principio” o el “jefe” implican la dominación bélica (estando por encima de los demás), también la palabra soberano designa la separación y la elevación sobre la contingencia terrenal. Como Nancy argumenta, la palabra soberano designa altura porque:

El soberano reside en la elevación porque ésta, separando lo alto de lo bajo, marca las diferencias del primero con respecto a la humildad del segundo: del humus y de la espalda curvada sobre el trabajo de la tierra, de la postura extendida del sueño, de la enfermedad o de la muerte, y de la cosa extendida en general.[4]

Ya que la cumbre se distingue por la altura, no tiene una cualidad o materialidad que la haga superior; más bien, su posición en el pináculo determina su sustancia. El soberano, de esta manera, se eleva por encima del cuerpo. El jefe tiene un cuerpo físico; pero el soberano es más que un cuerpo a pesar de que ocupa una forma física. En los triunfos romanos, este doble énfasis sobre el aspecto físico y la trascendencia era promulgado por el esclavo que estaba de pie detrás del general durante la procesión de victoria. El esclavo sostenía la corona de Júpiter sobre la cabeza del general, mientras susurraba en su oído, “recuerde, usted es un hombre.”[5]

Desde los Césares de la antigua Roma hasta los santos emperadores romanos de la Edad Media, “el emblema del soberano era el águila y el sol”, que representan al soberano debido a que la altura hace a la cumbre distinta.[6] Esta separación crea distinción y diferenciación, y con ello el carácter sagrado del mandamiento. Como el más alto, el soberano envuelve dentro de sí mismo/misma una distancia que lo/la separa de los medios de intercambio. Ésta es la razón por la que Nancy escribe: “El soberano está apartado de esta dependencia y de este intercambio interminable entre los medios y los fines.” Como es diferente, el soberano no pertenece a la trayectoria horizontal: “La soberanía no está suspendida por encima sin más, es también transversal.”[7] El soberano, como la altura en sí misma, ocupa el vacío de la altura —se trata de un “superlativo absoluto.”[8]

En contraste con el soberano teológico-político tradicional fundamentado en un mito, el soberano ateológico no tiene fundamentación. Así es como la soberanía desasienta al soberano teológico-político. El soberano medieval, como el Dios de Aquino y Dante, estaba conectado a un linaje que incluía toda la creación, mientras que el soberano del temprano Estado moderno, como fue teorizado, por ejemplo, en el Leviatán de Hobbes, es de un orden del ser diferente que sus súbditos.[9] El soberano personifica a Dios como la fuente y la unión de todas las cosas, y al mismo tiempo está separado de ellas. El soberano da lugar al estado ateológico moderno porque, como una posición en el orden del ser, no tiene relación o medida de equivalencia con algo.

El señor feudal medieval tiene un vasallo y “ocupa una cierta altura en el interior de un edificio ordenado.”[10] Este sistema está obligado por juramento, lealtad y fidelidad. Promulga la fidelidad a través de un feudo, que es un compromiso de lealtad entre el vasallo y el señor feudal. El derecho del señor feudal es ancestral y no es la altura absoluta ocupada por el soberano. Es por esto que hay varias denominaciones de señoría —duque, marqués, caballero o barón— juntos revelando la diversidad de vínculos que fundan feudos. Para el soberano, por el contrario, el vínculo no es un feudo, sino una cuestión de autoridad absoluta. La soberanía funda y precede a las leyes. En el sistema medieval, el único principio que escapó de la subordinación del feudo fue el Señor todopoderoso. En la política moderna, el soberano es aquél que tiene poder independiente de la propiedad o la herencia y que funda leyes independientes de cualquier sistema de lealtad. Esto es verdadero no sólo para la monarquía, sino también para la democracia. Esta es la razón por la que Nancy señala que el “pueblo soberano no detenta nada menos ni nada más que el monarca absoluto, es decir, detenta el ejercicio mismo de la soberanía.”[11]

Por tanto, la cuestión de la soberanía es sobre todo una cuestión de la cumbre. ¿Cómo se relaciona la cumbre con la base? ¿Es la cumbre como la cima de una pirámide que representa la cúspide del ser? ¿O es la cumbre de un espacio trascendente más allá de todas las categorías de la sustancia? De forma similar a Bataille, Nancy afirma que la soberanía es la “altura en sí misma”, una cumbre independiente.[12] Esta altura de la soberanía no es un afuera de acuerdo a “una lógica del divorcio”, sino “de acuerdo a la de una apertura que pertenece al mundo, como la boca pertenece al cuerpo.”[13] La cumbre no significa el pináculo del ser —como si el soberano tuviera una mayor participación del ser que esos seres en la base de la pirámide— sino una calidad distinta de todo ser, que no tiene ningún contacto con la base. La cumbre está fuera de la estructura misma y no puede penetrar en la estructura del mundo ni puede ser penetrada por algún elemento del mundo. Ésta es la razón por la que la soberanía es nada —es un agujero en la parte superior de un círculo. Es la brecha imposible de llenar en el corazón de la creación.

La nada (rien) de la soberanía es todavía algo. De hecho, la nada de la soberanía es la cosa misma (res). Por lo tanto, aunque es nada, todavía es algo. Al igual que el espacio en la taza vacía es el principio formativo de la estructura y es esta nada lo que define la función de la materialidad. Como señala Nancy, “Esta nada es lo que subsiste más acá o más allá de la subsistencia, de la sustancia y del sujeto.” Al igual que el Dasein de Heidegger, la nada es constitutiva del “ser el «ahí», ser este «ahí» como el punto mismo en que el ente (se) abre al ser.”[14] La nada es lo que da cuenta de sí misma en su contacto como existencia.[15]

Es de esta manera que la nada de la soberanía elude al soberano, ya que la soberanía es la cosa misma de la que está excluido el soberano. Como argumenta Nancy, el soberano es el único “que no depende de nada,” y, como tal, se entrega a “ninguna finalidad, de ningún orden de producción ni de sujeción, ya sea del lado del agente o del paciente, del lado de la causa o del lado del efecto.”[16] La soberanía es la nada de la creación que excede la comprensión del soberano y que, al mismo tiempo, la permite; sin este exceso ni Dios ni rey o ley serían posibles. Nancy escribe provocativamente, “El soberano, si no se le escapara su soberanía, no sería en nada soberano.”[17]

También es de esta manera que los escritos de Nancy sobre la soberanía son similares a la obra de Carl Schmitt. Como Schmitt sostiene en Teología Política, en la modernidad el ejercicio de la soberanía sólo ocurre bajo la suspensión de la ley porque la soberanía es anterior a, o en exceso de, cualquier ley.[18] Para Schmitt, el acto soberano suspende la ley porque éste debe ser todopoderoso con el fin de ser soberano. Schmitt argumenta que, por necesidad, el acto soberano debe extenderse más allá de toda fundamentación y precedencia. Con el fin de actualizar la autoridad absoluta, el soberano debe liberarse a sí mismo de toda limitación o responsabilidad que ofusque a su propia autorización.

Donde Nancy difiere de Schmitt es cuando sostiene que esta fuente no-sustancial del soberano es la cosa misma que necesita ser pensada: el espacio de creatio ex nihilo de la que emerge el sentido. Nancy entiende este espacio de la soberanía no como algo que debe ser decidido, sino como la decisión misma.[19] La cuestión de la soberanía está relacionada con la muerte de Dios (o Rey) exactamente de esta manera: sólo en el reconocimiento de que la soberanía está en un estado de excepción (ya sea el monarca, el pueblo, o la singularidad) puede la soberanía —como un lugar de emergencia no-substancial— ser pensada. Es por esto que es sólo a través de la pérdida de la trascendencia atribuida a lo teológico-político que se puede abordar la naturaleza de la soberanía.[20]

Por lo tanto, a diferencia de Schmitt, Nancy argumenta que la pérdida de lo teológico-político es algo bueno. La indecidibilidad —la nada que excede a la regla del soberano— es lo que desplaza lo teológico y abre el sentido del mundo a nuevos horizontes. La brecha de la creación que se queda en la estela del desplazamiento de los dioses no es un desastre o crisis que necesite ser colmado por el soberano, sino una oportunidad para reconocer la nada de la soberanía en la apertura del sentido. La deconstrucción de la política teológica no da lugar a un nihilismo que necesite ser llenado por un agente decisivo, sino que revela que la negación en sí misma es el gesto singular de la creación que no puede ser totalizada.

Para Nancy, es sólo con la desintegración del Sentido (la muerte de Dios, el rey o la ley) que podemos vislumbrar el sentido en su paso-por (un vistazo a la brecha de la creación). Sólo con la desintegración del sujeto asumido, a favor de una relación no sustantiva entre sujetos, es posible el nacimiento de la soberanía. La soberanía, por lo tanto, es un proceso de retiro por el que un supuesto ateológico viene a ocupar el lugar del mito. Es lo que Nancy llama “soberanía negativa”, “anti-soberanía” o una “soberanía sin soberanía”.[21] Es el reconocimiento de que la soberanía siempre elude al soberano y que la decisión reside en el estar-juntos de la creación.[22] Esta pérdida de lo teológico-político no es nihilista, sino que revela la apertura de sentido —la apertura en el tiempo a lo que está más allá del tiempo. Salir de lo teológico-político no es simplemente una cuestión de vaciar todos los términos e imágenes metafísicos, sino de encontrar la apertura de la deconstrucción dentro de los mismos términos e imágenes que compartimos. El fin de lo político y el nacimiento de la soberanía —como el fin del arte— es la disolución del sentido de todo recinto soberano. Para Nancy, esta disolución es en sí mima el espacio de la creatio ex nihilo.

 

Por ello, Nancy sugiere que es posible encontrar un sentido en el declive que desestabiliza a la cumbre. La soberanía no es un todo totalizado que uno se puede apoderar, sino una sustracción —una brecha— en medio del mundo. Esta sustracción es siempre sólo experimentada como un fragmento que pasa —como un finito infinito. Siguiendo a Schmitt, por lo tanto, Nancy argumenta que la cuestión de la soberanía es de hecho una cuestión de la excepción; sin embargo, lo que es importante para Nancy es pensar esta excepción, no la decisión, en el sentido de Schmitt. No es simplemente una cuestión de pensar lo que está “fuera del derecho” o “al margen de la institución”, sino de lo que está retirado de sí mismo; lo importante es la forma en que “La excepción se exceptúa.”[23]

El trabajo de Nancy sobre la soberanía también resuena con la obra de George Bataille. En el léxico de Bataille, la cumbre y la soberanía son términos comparables porque ambos implican el exceso y la decapitación. Como la différance de Derrida, la cumbre y la soberanía para Bataille se mantienen en el límite del sentido porque ambos sostienen y agotan la significación. Para Bataille, la cumbre existe más allá del bien y del mal, y más allá del sentido. Como él mismo escribe, “La definición traiciona el deseo. Apunta a una cumbre inaccesible. La cumbre se hurta a la concepción. Es lo que es, nunca lo que debe ser.”[24] Paradójicamente, la cumbre es a la vez inaccesible y lo que es. Es el fundamento del ser que, todavía, sigue siendo intocable. Es el fundamento de la autoridad que, con todo, es totalmente inestable. Bataille escribe: “Nuestro hablar de la búsqueda de la cumbre es una puerta falsa.”[25]

La muerte del soberano lleva a una desorientación y al vértigo que desestabiliza toda perspectiva. Alcanzar una cumbre es igualmente el logro del declive debido a que la cumbre produce un vértigo que detiene a todos los horizontes. Es de esta manera que el espacio vacío de la soberanía altera la noción misma de la cumbre y de la base.[26] Cuando Bataille sostiene que “La soberanía no es NADA” se está refiriendo a esta inestabilidad y vértigo.[27] Para él, la soberanía es la experiencia imposible de la cumbre que es, igualmente, un declive.

Con ello, la soberanía se borra como un objeto o una categoría que pueda ser contenida por un sujeto o Señor soberano. Una sustancia soberana no puede controlar el flujo mortífero del tiempo y es decapitado por la libertad que se ejecuta a través de él. Como señala Bataille, “El soberano, resumiendo la esencia del sujeto, es aquel por el cual y para el cual el instante, el instante milagroso, es el mar donde se pierden los arroyos del trabajo.”[28] El sujeto no puede contener este mar y se desplazada por el mismo. La soberanía se niega a asentarse en cualquier lugar. Básicamente, Bataille afirma: “la soberanía es el objeto que se oculta siempre, que nadie ha alcanzado, y que nadie alcanzará, por esta razón definitiva: que no podemos poseerla como un objeto, que nos vemos reducidos a buscarla.”[29] La soberanía es nada pero sigue siendo algo. Desplaza al sujeto y se abre camino para ser en el mundo afuera del mundo.

Es precisamente en este sentido que debemos entender la obra de Nancy sobre el cristianismo y la muerte de Dios. Para Nancy, el cristianismo es la representación de la soberanía de forma religiosa porque es una compenetración en el tiempo con lo que está fuera del tiempo. El cristianismo proclama que la salida —el espacio de la dispersión— es la cosa en sí. La muerte y el retiro de Cristo ha de distinguirse de lo teológico-político —por donde el sentido circula sin discontinuidad de arriba abajo— porque fractura la circulación de la que depende. Es en este sentido que “el espíritu del cristianismo” (citando a Hegel) es el “espíritu de Occidente” (citando a Nancy). Occidente, Nancy argumenta, “es un modo de estar en el mundo de tal manera que el sentido del mundo se abre como un distanciamiento en el mundo mismo y en relación con él.”[30] El cristianismo contiene los recursos para re-velar la lógica del mito y del nihilismo porque es una contemplación del abismo abierto por la crucifixión del soberano.

El reconocimiento de la muerte en vida —el descenso en la cumbre— es el evangelio proclamado por el cristianismo. Sin embargo, de acuerdo a Bataille y a Nancy, la muerte de Dios en la tradición cristiana señala el más allá dentro de la vida, no del más allá que está más allá del mundo. La muerte de Cristo hace que muera el recurso mismo de lo otro divino y, por lo tanto, altera la distinción jerárquica entre alto y bajo, padre e hijo, bien y mal.

Más aún, la revelación cristiana interrumpe al mito porque ésta hace mito en la más aterradora de todas las contemplaciones —la muerte de Dios (la revelación de la cumbre como descenso). Esta interrupción del mito es contemporánea a la historia de Occidente, y es lo que Nancy quiere decir con la frase “la deconstrucción del cristianismo”. La revelación cristiana es la explosión del soberano en la nada de la soberanía y, como tal, es la deconstrucción de su propia revelación.

Lo que el cristianismo afirma es que el sentido del mundo se dislocó a través de la encarnación/retiro del ser supremo; afirma que el nombre de Dios sólo acaso significa el retiro y la ausencia. “Dios”, como la palabra “soberanía”, es el nombre para el ausentarse del sentido que excede el alcance de cualquier señor soberano. Como Nancy escribe:

Este nombre propio, Dios, insiste, como si éste debiera ser el nombre que permanece en la vacante dejada por ese ser individual, en el corazón vacante de la soberanía —y en este sentido, como “el último dios.” Pero esa expresión significaría que “dios” es siempre el último, el nombre de la última extremidad de todos los nombres y todos los sentidos.[31]

 

La relación entre la soberanía y el Dios cristiano es que el nombre de “Dios” sólo significa este paso y este pasaje. Como bien sabía Heidegger, el nombre de dios solamente significa la llegada de “el último dios”. Es por esto que “Dios” es un nombre para el “presente/ausente” en el corazón de cada nombre porque Dios nombra el exceso inapropiable en el corazón de la creación. Cuando aparece lo absoluto, lo hace sólo como un exceso que excede lo común, ya que revela que la cosa en sí no es más que el paso de un guiño.

Nancy escribe, “El nombre de dios nombra la divergencia y el paso a través de la brecha entre la nada y la nada —llamémosla la res ipsa, la cosa en sí.”[32]

Es en este sentido que el “afuera” cristiano, al igual que el “exterior” de la soberanía, no es un afuera de acuerdo a “una lógica del divorcio”, sino “de acuerdo a la de una apertura que pertenece al mundo, como la boca pertenece al cuerpo.”[33] El exterior es una parte de la vida cristiana al igual que los muertos son una parte de la iglesia cristiana: la exposición del alma es la exposición del alma a la muerte. Los evangelios sinópticos nos dicen que cuando Jesús gritó desde la cima de la cruz y respiró su último aliento, el velo del templo se rasgó en dos: “Entonces Jesús, dando un fuerte grito, expiró. Y el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (Marcos 15:37-38). Lo alto y lo bajo no se vuelven indistintos a través de este acto, sino que constituyen las dos dimensiones del mundo que forman la experiencia dislocada de la existencia (el ser y los seres). Esto es lo que “no pertenece al mundo” (Juan 17:14-18) implica para Nancy; esto significa reconocer la apertura infinita que fractura a la sustancia en su pluralidad irreductible. Este infinito no está más allá del ser, sino que es más bien un “éste” aquí (el significado de Dasein) que es irreductible a cualquier significado.

Esta alteración no es el final de la historia ni la llegada de la idea absoluta (en el sentido hegeliano); más bien, es la demostración de que la soberanía divina en sí está constituida por el retiro y la destrucción. La kénosis del señor soberano del Antiguo Testamento, a través de Jesús, es la interrupción de la cumbre porque abre desde la altura hasta la base, del mal al bien y del espacio al tiempo. A través del descenso de la cumbre, la base está ahora abierta a la gracia de la cumbre pero en un giro irónico esta cumbre es en sí misma revelada como fractura herida y distanciamiento. Como Nancy escribe en La comunidad inoperante:

En la muerte de Dios —en la medida en que “lo hemos matado”— algo de lo divino se anuncia o, más bien, se invoca, como Nietzsche sabía. No es “la muerte de la muerte”, no es la dialéctica del Dios de la subjetividad triunfante. Por supuesto, los dioses son inmortales, todos se levantan de nuevo: Osiris, Dionisio, Cristo. Pero la resurrección no es lo que a Hegel le gustaría que fuera. No es el final del proceso ni es la apropiación definitiva del concepto de vida. La resurrección es la manifestación del dios en la medida en que viene en su propio retiro, dejando su marca en su propia destrucción, se revela en su propia invisibilidad (que no es una “resurrección” ni un retorno). El dios es invisiblemente manifiesto y manifiestamente invisible: esto es como una dialéctica pero no es una. Sin embargo, el hecho de que no es una sólo puede ser revelado por el dios[34]

La nada de la soberanía y el declive que definen a la cumbre —estas dos verdades están promulgadas a través de la revelación cristiana. La deconstrucción del cristianismo revela que la muerte de Dios no es la revelación final, sino la invitación a todos a situarse en el límite de la muerte en el espacio-afuera del mundo. Esto es lo que revela el cristianismo: que la soberanía no es otra cosa que el retiro del Dios soberano y que sólo en la exposición de la imagen soberana a la brecha que está abierta por el retiro de los dioses se puede ver al sentido por lo que es— un interminable derramamiento de estar más allá de todo origen. La muerte y la resurrección del señor soberano revelan al movimiento muerto, libre y creativo de la creación, en su siempre singular refugio de sí mismo.

Bataille también utiliza a Cristo como un ejemplo de la imposibilidad de la cumbre/declive. La cumbre, afirma, tiene que ver con el exceso y la pluralidad de las fuerzas que provocan la intensidad, la violación y la tragedia. Argumenta que la cumbre está más cerca del mal que del bien, en la medida en que está asociada con el potencial de destrucción. El declive, por otro lado, corresponde al agotamiento y la fatiga, y se refiere a la preservación y el enriquecimiento del individuo. Afirma que la cumbre expresada por Cristo en la cruz es “ la expresión más equívoca del mal”, porque daña a Dios.[35] Sin embargo, Bataille afirma que este evento cumbre también desestabiliza su designación como tragedia y como mal, porque permite al creador y a la creación sangrar juntos. Este co-sangramiento es la apertura de la comunicación porque “Las cosas ocurrieron como si las criaturas no pudiesen comunicarse con su Creador más que por medio de una herida que desgarrase su integridad.” Por lo tanto, Bataille sostiene que a través del acto malvado de asesinar a Dios, se abre una herida en la creación en los límites de toda vergüenza y auto-preservación. Esta comunicación que se abre no es pura ni es acceso divino inmediato o comunicación, sino más bien contamina lo divino con el mal y el pecado de la humanidad, una unidad rota: “De este modo, la «comunicación», sin la cual para nosotros nada sería, está asegurada por el crimen. La «comunicación» es el amor y el amor mancilla a los que une.”[36]

A través de la cumbre, por lo tanto, la culpa y el agotamiento infectan a la comunicación y revelan al lenguaje como intercambio roto. A través de la tragedia de la cumbre (quizás incluso la inaccesibilidad de esta tragedia), la comunicación se realiza como la muerte dentro de la vida. Esta es, tal vez, la verdad más elevada del cristianismo —todos deben aceptar la cruz de Cristo, deben correr el riesgo de ser sometidos a la maldad extrema. Con el fin de comunicarse, como cristianos, cada cristiano debe estar abierto a esta herida: “El que quiera ser mi discípulo niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lucas 9:23). Para ser como Cristo, el cristiano debe ser colocado en el límite de la muerte y la nada. El momento de la cumbre es también un momento de desorientación. Bataille escribe:

La «comunicación» no puede realizarse de un ser pleno e intacto a otro: necesita seres que tengan el ser en ellos mismos puesto en juego, situado en el límite de la muerte, de la nada; la cumbre moral es un momento de puesta en juego, de suspensión del ser más allá de sí mismo, en el límite de la nada.[37]

Lo que la muerte del soberano revela es que la “comunicación” no es una cuestión de la plena habla, sino de ser expuesto a la futura promesa de ausencia que atormenta a toda relacionalidad. Cada vez que nos comunicamos estamos expuestos a la finitud de los demás. Esta toma de conciencia y la ausencia que atestigua, abren la posibilidad/imposibilidad de la comunidad. La comunicación que está abierta por el “flujo perjudicial de tiempo” no se hace posible por el dominio del habla, sino por la muerte que proclama. Así es como la muerte despierta, dentro de la comunidad, la conciencia de la relacionalidad finita y la singularidad de todo intercambio.

Es en este énfasis sobre el retiro que Nancy se diferencia de Bataille. En La comunidad inoperante, Nancy argumenta que la experiencia de lo común no debe ser vista porque ofrezca una visión más completa de la comunidad. Para Nancy, no es una cuestión de la muerte exponiendo a la comunidad a los límites de la subjetividad y, por lo tanto, despertando con ello una verdadera forma de relacionalidad. Más bien, es una cuestión de la muerte exponiendo la inoperatividad de toda la comunidad y la comunicación como la ruptura en el tiempo. El valor de la muerte es que nos despierta a la naturaleza dividida de lo común —lo que él llama “la irrealización incesante de la comunidad.”[38] De esta manera, la soberanía y el cristianismo se reflejan entre sí en la nada que ofrecen. El cristianismo, como la promulgación de la desorientación que des-membra a cualquier distinción entre lo alto y bajo, es la contemplación de la fractura que supera cualquier “simbolismo de la sangre”. La muerte de Dios o del Rey no es una pérdida, pues es la llegada de una indecidibilidad que devuelve a la creación a sí misma. Para Nancy, lo que hay que pensar es esta pérdida como la apertura, no como nihil.[39] Esta es la razón por la que comprender la soberanía en Occidente es una cuestión de entender el cristianismo. Es por esto que Nancy afirma, “el cristianismo es la cosa misma que debe ser pensada,” y, “El único cristianismo que puede ser actual es aquel que contempla la posibilidad presente de su negación.”[40] El cristianismo es una contemplación incesante del declive que infecta y desestabiliza la cumbre ocupada por el soberano que, como tal, se abre continuamente más allá de cualquier lógica de clausura, ya sea mítica o nihilista.

Los escritos de Nancy sobre la soberanía y la muerte del Dios cristiano, por lo tanto, muestran cómo la soberanía es rescatada por el estado de excepción. Es posible, afirma, descubrir la libertad en el declive que desestabiliza a la cumbre. Además, sugiere que la cumbre “está necesariamente desvinculada en tanto que extremidad y punta inconmensurable con respecto a una base y a un edificio.”[41] La soberanía no es un todo totalizado que uno se puede apoderar, sino un hueco en medio del mundo —que únicamente se ha experimentado como un espaciamiento. Siguiendo a Schmitt, Nancy sostiene que la cuestión de la soberanía es de hecho una cuestión de la excepción; sin embargo, lo que está pensando es esta excepción, no la decisión como tal. No es una cuestión simplemente de pensar en lo que está “fuera del derecho” o “fuera de la institución”, sino de lo que está retirado de sí mismo. Como Nancy escribe, lo importante es la forma en que “la excepción se exceptúa”.[42] Nancy difiere ligeramente de Bataille sobre este tema porque afirma que la decapitación del soberano no proporciona acceso a una mayor sensación de comunicación, pues sólo expone la inoperatividad de la comunidad.

Para resumir, la hipótesis metafísica de la soberanía en la forma de Dios, rey o ley, nunca puede subsumir el exceso de la soberanía en su movimiento y juego; la soberanía evade el alcance de cualquier proclamación soberana. Por otra parte, la soberanía no es un deber que puede ser capturado por un mito o nihil que fundamente la existencia. Para Nancy, lo que la muerte de Dios revela es que el retroceso del ser es propio de la existencia como tal y que la libertad está constituida por el retiro. En otras palabras, se revela que la ausencia de fundamentación es lo que hace posible su existencia. Por lo tanto, la interpretación de la soberanía ofrecida por Nancy es una soberanía del pasaje en la que incluso el soberano está derrocado por la soberanía y la excepción está eximida.

Es por esto que la muerte de Dios no es nihilista; la soberanía retirada de Dios no revela el nihil como supremo, sino como expuesto en el movimiento del mundo. Además, el vaciado kenótico de lo divino abre lo común a la nada en el corazón de la comunicación mientras, simultáneamente, hace posible al ser. Para Nancy, el retiro de Dios nos permite volver hacia el espacio de lo común, reconociendo que la diferencia entre la cumbre y la base es indecidible.

En un fragmento provocativo, Nancy escribe que la soberanía es “la revuelta del pueblo.”[43] Las exploraciones de arriba nos permiten añadir que la esencia del cristianismo es esta revuelta. El cristianismo es la apertura del santuario interior del templo; es la ruptura del velo y de la fractura del otro divino dentro del mundo de la diferencia. Desde la muerte de Cristo hasta la Revolución francesa, la cuestión del soberano y la soberanía se ha radicalizado por esta apertura fracturada. Como afirmó Hesíodo, la creación siempre comienza con una brecha; la soberanía es contemporánea al retiro de los dioses. El retiro de los dioses traza una apertura de exceso de soberanía, y la creación del mundo surge de esta apertura de la nada sobre sí misma. La creación es el trazo de esta nada en su retiro desde su propia presencia y es posible gracias a un ausentarse, una huida, que sólo se inscribe a sí mismo en su paso como un gesto. Occidente inició con esta huida y la muerte de Dios que fundamentó al cristianismo fue desde su creación simplemente una marca, una huella, de esta partida soberana.

La inestabilidad que llamamos “la historia de Occidente”, desde la llegada del cristianismo hasta la muerte de Luis XVI, es esta tensión entre la soberanía y ella misma. Todas nuestras revoluciones, teológicas y políticas, surgen de este espacio de diferencia que es constitutiva del espacio en general —la incesante incompletud de lo común. El cristianismo, como la promulgación de una desorientación que desmembra cualquier distinción entre lo alto y lo bajo, es la contemplación de esta fractura que supera cualquier recinto soberano. Como Nancy argumenta, la muerte de Dios o del Rey no es una pérdida, sino la llegada de una indecisión que devuelve a la creación a sí misma.

Traducción: Stefanía Acevedo Ortega

Correcciones y ajustes finales al español: Maria Konta

** Agradecemos a Tenzan Eaghll, de la Universidad de Toronto, por confiarnos la traducción de su texto “Sovereignty and The Death of God” presentado en un versión breve en el II Congreso de Estética y Política: En torno al pensamiento de Jean-Luc Nancy, 14-16 de abril 2013, Universidad Politécnica de Valencia, Valencia, España. Próximo a publicarse en inglés.

*** Correcciones y ajustes finales al español: Maria Konta

Notas

[1] Hesíodo escribe: “Antes que nada el caos vino a existir ” (Hesiod, The Theogony of Hesiod, trad. por Richard S. Caldwell, Newburyport, MA, Focus Publishing, 1987, p. 33). La palabra griega caos, relacionada con el verbo chasko, no significa desorden o la nada, sino una abertura o hueco, un espacio infinito de la materia informe. La etimología sugiere una oscuridad impenetrable que es una reminiscencia del vacío sin forma del Génesis y una reminiscencia diluida llamada monja en la cosmología egipcia. (ibíd., p. 33. n. 116).

[2] J.-L. Nancy, The Creation of the World, or Globalization, trad. por Francois Raffoul y David Pettigrew, Albany, NY, SUNY Press, 2007, p. 96; La création du monde ou la mondialisation, París, Galilée, 2002, p. 145; La creación del mundo o la mundialización, Barcelona, Paidós, 2003, p. 121. (Nota de traductora: Las citas de los textos que tienen una traducción al español fueron tomadas de los respectivos libros, cuando no sea el caso se realizó una traducción propia.)

[3] Will Grimshaw, An Etymological Dictionary of the English Language, Filadelfia, Grigg, Elliot, et al., 1848, p. 238.

[4] J.-L. Nancy, The Creation of the World, p. 96; La création du monde, p. 146; La creación del mundo, p. 122.

[5] Mary Beard, The Roman Triumph, Cambridge, Harvard University Press, 2007, p. 82.

[6] Nancy, The Creation of the World, p. 97; La création du monde, p. 147; La creación del mundo, p. 123.

[7] Ibíd.

[8] Ibíd., p. 97; p. 148; p. 123.

[9] Michael Allen Gillespie, The Theological Origins of Modernity, Chicago, University of Chicago Press, 2008, p. 243.

[10] Nancy, The Creation of the World, p. 98; La création du monde, p. 149; La creación del mundo, p. 124.

[11] Ibíd., p. 99; p. 151; p. 126.

[12] Ibíd., p. 102; p. 158; p. 131. Como argumento más adelante, éste es también el lugar donde Nancy difiere ligeramente de Bataille.

[13]Jean-Luc Nancy, Adoration, The Deconstruction of Christianity II, trad. por John McKeane, New York, Fordham University Press, 2012, p. 28; L’Adoration, Déconstruction du christianianisme 2, París: Galilée, 2010, p. 43.

[14] Nancy, The Creation of the World, p. 103; La création du monde, p. 159-160; La creación del mundo, p. 133.

[15] Para un análisis detallado de la compleja relación de Heidegger con la negatividad y el nihilismo, además de la crítica de Nancy al Ser y Tiempo, véase T. Zartaloudis, “Without Negative Origins and Absolute ends: A Jurisprudence of the Singular,” en Law and Critique, 13, 2002, p. 197–230.

[16] Nancy, The Creation of the World, p. 103; La création du monde, p. 160. La creación del mundo, p. 133.

[17] Ibíd., p. 103; p. 160; p. 134.

[18] Giorgio Agamben, Homo Sacer: Sovereign Power and Bare Life, trad. por Daniel Heller-Roazen, Stanford, Stanford University Press, 1998, p. 19.

[19] Para más información ver: “The Decision of Existence,” en Jean-Luc Nancy, The Birth to Presence, trad. por Brian Holmes, Stanford, Stanford University Press, 1993, p. 82-109. Nancy escribe: “la misma indecidibilidad toma la decisión” (p. 104).

[20] Véase también: Jean-Luc Nancy, “Politics I,” en The Sense of the World, trad. por Jeffrey S. Librett, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1997, 88-93.

[21] Nancy, The Creation of the World, p. 107; La création du monde, p. 167; La creación del mundo, p. 139.

[22] Nancy, The Sense of the World, p. 91. Como Nancy señala, lo que se necesita descubrir es cómo podemos estar-juntos sin aislar el sentido según alguna proclamación soberana o teología negativa: “Este es, al menos, el sentido cuyo sentido tenemos que descubrir. La tarea política y la responsabilidad están para entender la ‘democracia’ de otra manera que no sea a través de una teología negativa de la política (como los casos innombrables, inaterrizables instancias de justicia y derecho).”

[23] Nancy, The Creation of the World, p. 109; La création du monde, p. 168; La creación del mundo, p. 143.

[24] Georges Bataille, On Nietzsche, trad. por B. Boone e introducción. S. Lotringer, Londres, Paragon House, 2004, p. 89; Sobre Nietzsche, trad. por F. Savater, Madrid, Taurus, 1979, p. 121.

[25] Ibíd., p. 42; p. 67.

[26] Para más información, véase Carolyn Bailey Gill, ‘Bataille and the Question of Presence’, en Parallax, 4, febrero, 1997, p. 95.

[27] Bataille, The Accursed Share, Vols. 2 y 3, trad. por R. Hurley, Nueva York: Zone Books, 1991, p. 256; Lo que entiendo por soberanía, trad. por P. Sánchez Orozco et A. Campillo, Madrid, Paidós, 1996, p. 113.

[28] Ibíd., p. 241; p. 100.

[29] Bataille, Literature and Evil, trans. A. Hamilton, Londres y Nueva York: Marion Boyars, 1995, p. 193-4; La literatura y el mal, trans. J. Vila, Buenos Aires: El aleph ediciones, 2000, p. 265-6.

[30] Nancy, Adoration, p. 24; LAdoration, p. 38.

[31]Jean-Luc Nancy, Dis-Enclosure: The Deconstruction of Christianity, trad. por Bettina Bergo, Gabriel Malenfant, y Micheal B. Smith, Nueva York, Fordham University Press, 2008, p. 115; La déclosion, Déconstuction du Christianisme 1, París, Galilée, 2005, p. 170.

[32] Ibíd., p. 118; p. 174.

[33] Nancy, Adoration, p. 28; LAdoration, p. 43.

[34] Jean-Luc Nancy, The Inoperative Community, ed. por Peter Conor, Minneapolis, MN, University of Minnesota Press, 2008, p. 125; Des lieux divins, Mauvezin, T.E.R, 1987, p. 19.

[35] Bataille, On Nietzsche, p. 17; Sobre Nietzsche, p. 48.

[36] Ibíd., p. 18; p. 49.

[37] Ibíd., p. 18; p. 50.

[38] Nancy, The Inoperative Community, p. 38; La communauté désoeuvrée, p. 95; La comunidad inoperante, trad. por J.M. Garrido, Santiago de Chile, Libros Arces-LOM, 2000, p. 49.

[39] Jean-Luc Nancy, Being Singular Plural, ed. por Werner Hamacher y David E. Wellbery, Stanford, CA, Stanford University Press, 2000, p. 92. Nancy escribe que “El nihil negativum es el quid positivum como singular plural, donde ningún quid ni ser, está planteado sin con.” De esta manera, lo negativo significa una relación positiva (el sin es igualmente el con).

[40] Nancy, Dis-Enclosure, p. 140; La déclosion, p. 204. La segunda cita es de Luigi Pareysson, profesor de Umberto Eco, a quien Nancy cita.

[41] Nancy, The Creation of the World, p. 108; La création du monde, p. 178; La creación del mundo, p. 142.

[42] Ibíd., p. 109; p. 172; p. 143.

[43] Ibíd.

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