“Soy un hombre mirando”: José Carlos Becerra

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“Soy un hombre mirando”: José Carlos Becerra

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 Sobre el poeta José Carlos Becerra

Vivíamos casi en la misma pensión de estudiantes. Él quería serlo todo: pintor, cuentista, arquitecto, torero, poeta, combatiente político, actor teatral, director cinematográfico. Y casi todo le salía bien. Admiraba locamente a Hemingway y a Faulkner y se pasaba las mañanas enteras cepillándose el cabello ordenándose el mechón sobre la frente. Preparaba sus trabajos de arquitectura en papel de estraza, a última hora. Tomaba una toalla sucia e intentaba el peor toreo de salón que he visto en mi vida. No sé. Dicen que hace poco se armó de valor y se plantó frente a un novillo. Siempre había querido hacerlo. Ojalá no le haya ido mal. (Juan Manuel Torres, “Llorar o no llorar” en Fin de semana, suplemento de El Día, junio 5, 1970.)

De 1963 a 1966 asiste como oyente al taller literario de Juan José Arreola. Así lo recuerda la poeta Elsa Cross:

Lo vi algunas veces en el taller de Mester [la revista de los discípulos de Arreola], otras en la Facultad de Filosofía, en donde éramos compañeros de clases que impartían el doctor [Ramón] Xirau y el doctor [Luis] Villoro. Me llamaba la atención su interés por combinar estudios de filosofía y arquitectura y aparte, su labor de poeta, de magnífico poeta. Me llamaba la atención su figura vigorosa, su bigote, su sonrisa fácil y, más que nada, su sencillez, la ausencia total de señales externas que quisieran indicar: miren, yo soy un poeta, atención. (“En memoria de José Carlos Becerra”, Revista Mexicana de Cultura, suplemento de El Nacional, junio 1970.)

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“Soy un hombre mirando”

“No se puede hablar del mundo, ni de la vida sin los ojos. En arte, crear es ver las cosas”. Eso responde el poeta tabasqueño Carlos Pellicer a José Carlos Becerra en una conversación que ambos, de temperamento poético “tropical”, sostuvieron alrededor de 1967, diez años antes de la muerte del autor de Práctica de vuelo, y tres antes del accidente automovilístico en que perdió la vida el poeta que lo oía todo con ojos brillantes.

Quizá sea este dato el que resulta más escandaloso, y quizá también significativo –me disculpo de entrada por semejantes adjetivaciones, que espero matizar más adelante–; el dato de su muerte, decía, siempre sale a relucir cuando se habla de José Carlos Becerra: un accidente automovilístico, a los 33 años. En la nota biográfica al libro que reúne su obra poética, a cargo de José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid, se habla del viaje que el poeta estaba realizando por Europa. Se encontraba en Madrid, y pensaba ir de ahí a Barcelona, luego a Italia. Llegó a Florencia y a Roma, esos lugares de Italia de los que Pellicer le hablaría con un entusiasmo y amor dignos de ser mencionados:

El paisaje de Italia me impresionó mucho desde el punto de vista del mar, pero es un paisaje de tal manera refinado que hizo nacer en mí una admiración nueva por una naturaleza que no he encontrado en ninguna otra parte del mundo.

[…]

No hay que preguntar en Italia qué hay sino qué no hay. En Italia hice un viaje a pie, de Florencia a Asís. Este viaje duró siete semanas. Es, para mí, uno de los mejores viajes. […] en Italia acabé de afirmar mi alegría, no solamente mi admiración, sino propiamente mi alegría por el conocimiento, físicamente hablando, del mundo franciscano, del mundo leonardesco (Pellicer en Becerra: 275-276).

Luego le hablará de Asís, una ciudad cercana a Roma. La manera en que Pellicer habla de esta ciudad es fundamental –me parece– para tender un puente a la poética de Becerra. Primero Pellicer:

Y Asís es una “ciudad”, como la llaman ellos, pues tiene cinco mil habitantes, pero es en toda medida una ciudad: la belleza del paisaje, los recuerdos tan vivos de San Francisco, la pintura italiana que él sugirió con su vida. Él habla de lo que Dante nos explicara más tarde en el Canto XVI del Paraíso. Asís es uno de esos sitios en que se juntan lo telúrico y lo atmosférico, espiritualmente hablando, como en ninguna parte del mundo (276).

El paisaje, los recuerdos, la pintura; la conjunción de lo telúrico y lo atmosférico. Son esos elementos los que conforman una ciudad digna de todas las atenciones de un poeta de la talla de Carlos Pellicer. A esa Italia, entonces, viajó Becerra. Tenía planes de ir a Grecia, luego de visitar Florencia, Roma, Nápoles; tomaría un transbordador en Brindisi. Pero esto no sucedió. Murió en un accidente automovilístico en las cercanías de San Vito de los Normandos.

Momentos antes he dicho que su muerte, a los 33, es un asunto que se trae a la mesa cuando se habla de Becerra. Poeta mal logrado por su repentina muerte. Poeta que tenía mucho que decir, mucho que ver y mucho que escribir de lo que sus ojos percibían. Sin duda alguna. Con estas páginas quisiera referirme a esos asuntos que he dejado esbozados a propósito de la referencia a sus conversación con Pellicer: la mirada, la ciudad. Daré un rodeo más, para referirme a esa manera en que Pellicer miraba la ciudad.

En ese fabuloso libro, cuya edición está a cargo de Pacheco y Zaid, titulado El otoño recorre las islas, se incluye un apartado del cual ya he citado en algunos momentos; están transcritos dos diálogos de Becerra con Pellicer –el primero de ellos corresponde a una grabación realizada en el Museo de la Ciudad de México, en el verano de 1967; el segundo es inédito–; tres entrevistas al poeta –a cargo de Federico Campbell, Luis Terán y Alberto Díazlastra–. El apartado cierra con la transcripción de una pequeña parte de la correspondencia sostenida entre Becerra y Octavio Paz, José Lezama Lima, Mario Vargas Llosa y María Luisa Mendoza. Anterior a este anexo, cuyos títulos son “Conversaciones” –título que no deja de recordar un poemario de José Emilio Pacheco, Irás y no volverás, dedicado “A la memoria de José Carlos Becerra, esta conversación que no tendremos nunca”– y “Juego de cartas”, aparece un texto de Becerra, “Fotografía junto a un tulipán”, en donde el tabasqueño se refiere a los años que precedieron al fusilamiento de Andrés Calcáneo Díaz.

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En una nota escrita en Londres, durante 1969, Becerra reconstruye algunos de sus recuerdos de infancia y de la historia familiar para referirse a los días que precedieron al fusilamiento de Calcáneo. Sobre el último asunto, diré aquí sucintamente, que el también poeta fue acusado de traición al régimen de Porfirio Díaz, y luego de otras vicisitudes –como su autoexilio en Cuba, su cargo como diputado de filiación maderista en San Juan Bautista (ahora Tabasco), y el haber vivido la transición del régimen de Huerta al carranciscmo–, muere fusilado.

Quiero referirme, con un poco más de detenimiento, a la entrada al texto titulado “Fotografía junto a un tulipán”, porque ahí José Carlos Becerra expone el método, por así decir, empleado por una de sus tías para que los sobrinos –primos de Becerra– se mantuvieran a raya, lejos de la alacena que resguardaba los vinos caseros de guayaba o naranja, los embutidos y dulces de marañón (un fruto originario del nordeste brasileño y que parece, según yo, una suerte de pimiento amarillo o anaranjado).

Mis primeros contactos con esta historia [la de Andrés Calcáneo] ocurrieron durante mi infancia. Fueron algunos fragmentos de conversaciones de adultos atentamente oídas por una curiosidad marginal a sus temas, durante las reuniones dominicales en el viejo chalet de una anciana tía Becerra donde yo recibía, sin saberlo, ya los últimos y más gastados comentarios de aquella representación familiar detenida la mañana del fusilamiento del poeta Andrés Calcáneo Díaz, treinta y tantos años después (249).

De estas líneas que abren el texto de Becerra, me interesa destacar, primero, el embeleso por la dimensión pueril que, como algunos críticos ya han señalado, hermana a la obra poética de Becerra con otro gran poeta que dedicó hermosos versos a la niñez: Saint-Jonh Perse. Segundo, el lugar que ocupa la conversación familiar durante las reuniones dominicales, cuando el mocito escuchaba fragmentos del diálogo entre los adultos. Luego Becerra expone el “método” de la tía:

Entre los olores emitidos desde la alacena y el penduleo de los columpios en el patio trasero, tendíase un puente sólo visible en la voz de mi tía. Ya que según me parecía, esta voz, valiéndose de su charla pintoresca con mis padres y algunas otras visitas, construía para nosotros los pequeños, indirecta, sutil, diabólicamente, aquel puente que operaba como el único acceso a la alacena desde los columpios. Frases, giros, entonaciones, no eran para mí sino diversos fragmentos constructivos de aquel puente que era sólo visible hasta que la anciana le colocaba la última piedra: la frase con que nos fritaba a sus sobrinos que las puertas de la alacena ya iban a ser abiertas. Entonces el puente aparecía por completo y era de lo más sencillo cruzarlo, bastaba con dirigirnos a la alacena. Pero una vez que lo cruzábamos, volvía a desaparecer (249).

Entre los manjares que guarda la alacena y los columpios del patio, se erige un puente. Resulta elocuente, en mi opinión, que Becerra haya elegido la figura del puente para unir los extremos lo deseado y quien desea. Es un puente que une, pero también un puente que cierra. Lejanía y cercanía; afinidad y aversión. Más aún: lo que sirve de intermediario entre estos dos polos se construye, ni más ni menos, con una “charla pintoresca”; el puente es indirecto, sutil, diabólico. La charla de la tía, lo dirá unas líneas más abajo, era una “táctica diabólica” para construir un puente”, una charla que obedecía a un “desorden tropical”. El puente, además de construirse y derrumbarse cada domingo, está hecho de frases, de giros y de entonaciones. Una palabra bastaba para que el puente apareciera por completo, pero también una palabra bastaba para que el puente volviera a desaparecer.

Estos recuerdos de infancia, me parece, encierran buena parte de las ideas poéticas de José Carlos Becerra sobre la poesía, el poeta y su no sencilla relación con la palabra, con la escritura literaria. Se dirá, con toda justeza, que esto sucede en toda la poesía. En Becerra las palabras son –como en otros poetas, en efecto– puentes que se tienden hacia espacios interiores muy peculiares y, como es de esperarse, hacia espacios exteriores que también tienen, para decirlo de una vez, una suerte de “desorden tropical”, de “táctica diabólica”.

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Antes de referirme a ese talante tropical, diabólico y desordenado, me permitiré leer algunos momentos de uno de los poemas en el que, en mi opinión, descuella esa ríspida, pero también amorosa relación de José Carlos Becerra con las palabras. Del poemario Los muelles, escrito entre 1961 y 1967 –a los 30 años–, “La hora y el sitio”:

las palabras, esas distancias de algo,
esta mirada que vamos entregando y que sin embargo no ha estado con nosotros,
esta súbita prisa, esta forma de ojos,
palabras, manos que quieren sujetar a un tiempo que es un rostro,
o el sonido de otra palabra,

ya no sé nada,
no estoy con ustedes si acaso me leen,
por la ventana entra el sol, entra la noche como una mujer sin alas,
entro yo, entra mi voz y aún no estoy con ustedes,
las palabras levantándose, haciéndose,
en el rostro del anochecer hay rasgos de piedra que el viento abrillanta y apaga,
entreabre tu perdición y mira bien adentro,
otra palabra allí vuelve del humo,

las palabras como sospechas de carne, como viento de carne,
palabras dichas por piedad, palabras que no pudimos decir,
palabras que no debieron decirse
o que dijimos demasiado tarde,
el mundo cabe en una palabra porque el mundo no es una palabra,
ninguna mirada está consigo misma,
ninguna palabra volverá sobre sí misma,
palabras, palabras, palabras,
yo las reúno al azar, las disperso,
las tengo un rato en las manos como objetos tortuosos o puros,
las miro más de cerca, ya no las veo
o veo a través de ellas y entonces ya no hay palabras (57-58).

Las palabras son “sagrados instrumentos de precisión e imprecisión” para José Carlos Becerra. De esta primera parte del poema quiero destacar, primero, la relación conflictiva entre el poeta y sus “sagrados instrumentos”. Se trata de instrumentos que, pese a su carácter sagrado, son ambiguos, equívocos, indefinibles; y quizá en ello radique su magnificencia. Pero la palabra también es lo opuesto a lo errático: la pura precisión, aquello mediante lo cual es posible nombrarlo todo, aquello que puede tomar, incluso, alguna dolorosa –pero también dulce– forma humana: los ojos, el rostro. A la palabra se le puede tener “en las manos como objetos tortuosos o puros”, se les puede atravesar con la mirada, ver a través de ellas.

En ese primer verso del poema “las palabras, esas distancias de algo”, me parece, está contenido todo el poema de Becerra. El abigarrado e infructuoso trabajo del poeta será, sin más, estrechar esa distancia, reducirla al mínimo posible. Decir aquello que afanosamente se desea, sin lograrlo, acaso esbozarlo mediante las palabras es, sin duda, ese viejo tópico que aparece constantemente en toda la literatura. Esto no es lo que deseo decir, es otra cosa, parece ser el estribillo que resuena en la obra de muchos escritores, no sólo de los poetas.

En los siguientes versos del poema de Becerra, aparecerán esos dos asuntos que articulan la poética del autor de Relación de los hechos (escrito entre 1961 y 1967). Esos asuntos son, como he dicho anteriormente, la mirada y la ciudad.

siempre hay una palabra después de otra palabra, en vez de otra palabra
siempre es otra ciudad, otro rostro,
otra cosa lo que iba a decir,
siempre queda una frase que no hemos dicho, (58).

La palabra como puente que une, pero que también cierra; une en el momento en que el poeta se afana en decir lo deseado, y parece que lo logra; y cierra, en el momento en que sabe que es, justamente, “otra cosa lo que iba a decir”, cuando se percata de que algo queda que no ha sido dicho. Aparece aquí, además, la ciudad, y sobre este tema, particularmente, volveré más adelante. A continuación, citaré un grupo de versos en donde aparece el que le da título a este texto:

sube la noche desde el mar como un ave impasible y extraña
que viene a posarse en mi corazón
con un crujido de ramas y de hojas,
no estoy de mi parte, no estoy con ustedes,
ningún recuerdo es mío, ningún recuerdo es cierto,
soy un hombre mirando,
alzando la noche como un viejo hábito, como otra manera de hablar,
de soltar en los signos cuerpos ya sin vida (58).

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“La hora y el sitio” privilegiados para la escritura del poema son, primero, la nocturnidad en la que, además, se conjuntan la esfera marina, la aérea y la telúrica. Este lugar, acaso donde se estrecha la “distancia de algo”, es el sitio también privilegiado para la escritura del poema. No estar en ninguna parte, no estar acompañado para que acontezca la escritura del verso. Quien a esto aspira y accede, también está desprovisto de recuerdos, de certezas. “Soy un hombre mirando”, es lo único que sabe el sujeto poemático. Esto, asimismo, le posibilita ser quien convierta a la noche en otro “sagrado instrumento”, en “otra manera de hablar”.

La ciudad, la habitación

No es noticia que los poetas suelan tener una relación complicada con las palabras. Tampoco lo es que guarden un vínculo complejo con la ciudad. Menos que escriban sobre su habitación. La poesía de José Carlos Becerra se suma a la nómina de poetas que aprendieron –y muy bien– las lecciones de Stéphane Mallarmé, Paul Valery, T.S. Eliot, por mencionar algunos, sobre el truculento asunto de la palabrería. De Charles Baudelaire, sin duda, aprendió la lección del mirón, del transeúnte. De la intimidad de la habitación, de los espacios replegados de sí mismo, quizá le deba –y mucho– a la poesía del grupo llamado Contemporáneos, y las lecturas que ahí resuenan de escritores de lengua inglesa, francesa y alemana.

Mallarmé

Mallarmé

La poesía de Becerra está plagada de referencias a la ciudad, las calles, los puertos y los muelles. En contrapunto, es notable la presencia de los espacios íntimos, interiores: la habitación, el cuerpo propio, la casa de la madre. Aquí me es inevitable mencionar el poemario Oscura palabra, escrito en 1964, a los 27 años del poeta. Los poemas que integran este libro, además de estar fechados –son escritos entre el 11 de septiembre de 1964 y mayo de 1965– indican el lugar en donde fueron compuestos: Villahermosa y la Ciudad de México.

La entrada al espacio interior o al exterior, decía, se da a través de ese método descrito por su tía a propósito del acceso a los manjares de la alacena: un puente hecho de giros y entonaciones, un puente que se erige, sin más, a través de las palabras.

Para referirme a la ciudad, asunto que llama poderosamente mi atención, aludiré a la tercera parte del poema “Los muelles”, que también da título al poemario:

Canta la ciudad de cal,
la ciudad incendiada por la noche,
por el llamamiento de la ceniza.
La ciudad de cal y muecas de madera podrida.

He aquí el pantano suicida,
he aquí la ciudad del humo secreto
en la sonrisa del demente navegada por peces donde no cicatriza el océano (45).

Este último verso, de filiación surrealista, sin duda, es, también sin duda, uno de los más oscuros del poema. Así y todo, considero importante mencionar que es en ese verso donde aparece ese otro espacio abierto que aparece de manera obsesiva en la obra de José Carlos Becerra: el océano, el mar, el navegante, asuntos que dan cuenta del temperamento náutico de su poesía.

Villaurrutia

Villaurrutia

Ahora bien, esa oscuridad del verso “en la sonrisa del demente navegada por peces donde no cicatriza el océano” –un verso larguísimo, cabe decir– encuentra una suerte de contrapeso –por su métrica y contenidos– con la claridad de los versos que lo preceden. La ciudad canta, es incendiada por la noche, la ciudad es de cal y muecas de madera podrida. En los versos “He aquí el pantano suicida / he aquí la ciudad del humo secreto”, es posible advertir una de las estrategias predilectas –o que aparecen con recurrencia– en la poesía de Becerra: la reiteración del deíctico de lugar. Me refiero al “he aquí” que le da al sujeto poético un espacio desde donde mirar. Es como si nos dijera todo el tiempo aquí estoy y esto es lo que observo: la ciudad.

¿Cómo es esta metrópoli?, ¿cómo la mira un poeta como Becerra?, ¿qué dice de ella?, y más todavía, ¿qué tipo de sujeto la habita? Responder, aunque sea de manera sucinta, a estas cuestiones nos daría una idea de la manera en que un poeta como Becerra, si bien aprendió de la tradición a escribir, mirar y transitar en la ciudad, se distancia para pronunciarse, para decir algo de su propio cuño. Para intentar reconocer este rasgo que lo hace diferente, habría que llevar la atención a un asunto nimio, minúsculo si se desea. Se trata de esas nimiedades que en poesía, como se sabe, son en realidad asuntos de magnitudes importantísimas.

Me refiero a la mera construcción de la frase, los elementos que el poeta elige para la escritura del verso. En “la ciudad del humo secreto”, por ejemplo, la voz poemática nos da ciertos elementos que nos ayudan a ver, como ese sujeto ve, a la ciudad. Se trata del humo, de la cal, de la madera podrida, rasgos de una naturaleza que está muy lejos de ser sosegada o lozana. A través de esos elementos Becerra se refiere al deterioro, al declive del mundo en que habita y que está mirando.

Unos versos más adelante, se referirá a cómo ese desgaste atañe también a las partes que componen esa ciudad:

La calle, la casa abandonada, el jardín donde la tierra ha recobrado su furia.
Habitaciones que un día la vida hizo a su semejanza,
hoy rosetones de yeso desprendidos,
hoy urnas apócrifas y muebles de dudoso gusto (46).

A la manera del zoom in de las cámaras fotográficas, la mirada de Becerra va de la ciudad a la calle, se acerca un poco para mirar una casa abandonada, luego el jardín y, finalmente, las habitaciones. Ahí se detiene a mirar, nuevamente, el deterioro –nada dura, diría José Emilio Pacheco–. A todo exterior corresponde un interior análogo. Si la ciudad es de cal, de humo secreto y madera podrida, el interior tendría características similares. En otro poema de Relación de los hechos, titulado “Causas nocturnas”:

¿En qué rumor de hoteles, en qué rumor de voces por los pasillos y silbidos de canciones de moda,
se perdían los pasos de tu corazón, el instante probable,
aquello que los cuerpos memorizan cuando la sangre intenta el ritmo del infinito?

Luego vinieron los actos de otoño
el viento frío y la lluvia me encerraron en la habitación solitaria,
sin cartas ni noticias, el ruido del agua se hizo poco a poco
el ruido de mi alma y mis huesos (94).

Con el otoño –una manera de hablar de la plenitud que declina hacia la vejez– llega también el repliegue del sujeto hacia el espacio interior. Se trata de un aislamiento casi total: sin cartas, sin noticias, sólo el agua que traerá nuevos bríos. Ese confinamiento en la propia hondura, traerá, además, una manera brutal de mirar nuevamente la ciudad.

En “Épica”, del mismo poemario:

Me duele esta ciudad,
me duele esta ciudad cuyo progreso se me viene encima
como un muerto invencible,
como las espaldas de la eternidad dormida sobre cada una de mis preguntas.
Me duelen todos ustedes que tienen por hombro izquierdo una lágrima,
ese llanto es una aventura fatigada,
una mala razón para exhibir las mejillas (108).

Nuevamente, Becerra echa mano de la repetición –como una suerte de estribillo– y de la analogía para construir su verso. Se sabe dolido por la ciudad, y por los habitantes de la misma. En el desarrollo del poema, expondrá los motivos de su dolencia:

En estas palabras hay un poco de polvo egipcio,
hay unas cuantas vendas, hay un olor a pirámides adormecidas en el algodón del pasado,
y hay también esa nostalgia que nos invade en ciertas tardes,
cuando la lluvia se enreda en nuestro corazón como los cabellos húmedos y largos
de una mujer desconocida (108).

José Emilio Pacheco

José Emilio Pacheco 

Aparece aquí un verso clave: “esa nostalgia que nos invade en ciertas tardes”. Al igual que José Emilio Pacheco, Becerra se duele de la transformación, del “progreso” que prometía la plenitud y que, a la inversa, se le viene encima “como un muerto invencible”. En mi opinión, esa nostalgia –de la que derivan las penurias y el arrostramiento– no es, de ninguna manera y bajo ningún motivo, una mera queja, el puro lamento porque, en efecto, algo se ha perdido. Esa nostalgia –que en Pacheco es memoria crítica– es un llamado a recuperar el instante probable del que habla Becerra en el poema “Causas nocturnas”, y como lo hará también en el poema “La bella durmiente” de Relación de los hechos:

Nos entregamos por un instante al instante,
por un momento dejamos de existir en todos los sitios donde nos recuerdan o donde nos olvidan,
las leyes de la ciudad no nos tocan,
por un instante somos los otros,
aquellos dos en los que tanto soñamos (103).

La hora y el sitio privilegiados, el momento idóneo para el repliegue de la soledad esencial, donde hay recuerdo y olvido al unísono es, sin más, el instante probable. Articularlo, hacerlo posible, creo, tiene mucho qué ver con ese método empleado por la tía de Becerra mediante el cual daba acceso a los niños a los manjares de la alacena. Entregarse –vaya verbo que emplea Becerra; ceder la voluntad–, entregarse, decía, momentáneamente a ese instante probable le permite apartarse de la ruina y el declive que la ciudad trae consigo. Cuando el instante probable se presenta, cuando ese puente –hecho de frases, giros y entonaciones, de los “sagrados instrumentos de precisión e imprecisión”– se erige, descuella la dimensión pueril:

Y nos reímos un poco torpes, un poco torpes, un poco avergonzados de nuestra creación,
como los niños que habíamos matado, aquellos dos por donde pasamos
para llegar hasta esta mirada
hermosa y vacilante de ahora.

Y nos herimos con cuidado, sin evitar nuestras marcas de viaje;
hay cierta paciencia en esa sonrisa que no se resuelve como un animalillo cansado,
y nos miramos, penetramos en esas zonas
donde los ojos se construyen a sí mismos, dejándose llevar por las alianzas de sus imágenes.

Y me hablas de esa niña de trenzas,
aplastada por sus catorce años, confundida por la belleza de sus piernas,
avergonzada y perdida, vengándose de algo con cada muchacho que salía,
sabiendo oscuramente que estaba perdida desde entonces, acobardada sin
remedio desde entonces, buscando la justificación, el sollozo que no estaba presente; (103).

Los ojos fundan imágenes que intentan dar cuenta de ese instante probable, uno que tiene que ver con la puerilidad. La voz de la “niña de trenzas”, avergonzada, aplastada, es correlativa a la del otro que es, como es de esperarse, un niño:

y yo te hablo de aquel niño que no tenía dónde esconderse
porque la casa era demasiado grande, porque ya era demasiado tarde,
y el cadáver de su infancia se pudría entre sus manos,
te hablo de aquel niño devorando lentamente con sus nuevos colmillos
su antiguo corazón (103-104).

Nada queda, nada dura. Esto es, sin duda, desolador. Así y todo, me atrevería a suponer que, incluso en esas condiciones adversas, hay en la poesía de José Carlos Becerra un resquicio en donde haya júbilo, en lugar de desgaste; en donde haya amor, y no olvido. Esta suposición está basada, qué terrible, en la propia manera en que el poeta se refiere al recuerdo del amor, al amor como instante probable.

Para cerrar, me permitiré citar unos versos más del poema “Fugitivo” de Relación de los hechos.

Nos espera ese sitio, esa habitación,
esa melancólica infamia con que un día nos miraremos en los espejos,
esa sagacidad con que un día probaremos nuestros retratos.
Nos espera ese largo entendimiento del verano con los insectos,
esa mirada velada que cruzan entre sí el otoño y los muertos (113).

José Carlos Becerra, Carlos Monsiváis, Emmanuel Carballo

José Carlos Becerra, Carlos Monsiváis, Emmanuel Carballo

Bibliografía

Becerra, José Carlos, El otoño recorre las islas, Prólogo de Octavio Paz, Edición de José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid, Ed. Era, México, 2007.

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