Sujeción, ley y deseo, en el saber psicoanalítico

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Sujeción, ley y deseo, en el saber psicoanalítico

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El superyó

En la estructura del aparato psíquico descubierta por Freud se encuentra una instancia denominada por él como superyó que tiene las siguientes características:

Volvamos al superyó. Le hemos adjudicado la observación de sí, la conciencia moral y la función ideal. De nuestras puntualizaciones sobre su génesis se desprende que tiene por premisas un hecho biológico de importancia sin igual y un hecho psicológico ineluctable: la prolongada dependencia de la criatura humana de sus progenitores, y el complejo de Edipo; a su vez ambos hechos se enlazan entre sí. El superyó es para nosotros la subrogación de todas las limitaciones morales, el abogado del afán de perfección; en suma, lo que se nos ha vuelto psicológicamente palpable de los que se llama lo superior en la vida humana.[1]

En este fragmento se puede ver que el superyó es la instancia del aparato psíquico que se encarga de la vigilancia del sujeto sobre sí mismo. Pero ¿de dónde toma esta instancia sus criterios para vigilarse a sí misma? Esta es precisamente la pregunta clave, ya que si vemos al superyó como parte de la estructura psíquica es fácil pensar que es natural al ser humano, es decir, se puede pensar que el ser humano nace con una conciencia moral. Sin embargo, Freud señala las condiciones que permiten la emergencia del súper-yo de la siguiente forma: “Una de las características de nuestra evolución consiste en la transformación paulatina de la coerción externa en coerción interna por la acción de una especial instancia psíquica del hombre, al superyó, que va acogiendo la coerción externa entre sus mandamientos.” [2]

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En ambos fragmentos se puede ver el juego ambivalente del superyó, y esto es muy importante destacarlo ya que puede pensarse que el superyó solo tiene como función la represión de las pulsiones, por el contrario, no solo reprime sino que también produce ideales, modelos, es decir un “deber ser”. El súper-yo es una instancia que no solo prohíbe sino que produce los ideales del yo. Esta transformación señala la procedencia de la instancia vigilante pues nos dice que es el paso de la coerción externa a interna, pero además, el superyó permite el doble juego de prohibición y producción de los modelos ideales del sujeto. En otras palabras la instancia vigilante, la conciencia moral y todas sus implicaciones emergen como un proceso de interiorización. Es interesante ver como Nietzsche en La genealogía de la moral nos señala este proceso al caracterizar la forma en la que emerge el “alma”:

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Todos los instintos que no se descargan hacia afuera se vuelven hacia adentro: a esto es lo que llamo la interiorización del hombre, pues es con ella cuando empieza a crecerle al hombre lo que más tarde se denomina su “alma”. Todo el mundo interior que al principio era finísimo y estaba como extendido y tensado entre dos pieles, se ha soltado y levantado, y ha adquirido profundidad, anchura y altura, en la misma medida en que se inhibía la descarga del hombre hacia afuera.[3]

Nietzsche y Freud observan el mismo proceso en la conformación de la moralidad del sujeto en la modernidad, es decir, un proceso de transformación de la coerción externa en obligación interna, es decir un proceso de interiorización. Este es un proceso que bien puede ser observado en una escala individual como lo hace Freud dentro de la clínica o en una escala cultural como también es descubierto por Nietzsche, pero en ambos críticos de la modernidad subyace la misma premisa, no existe una conciencia moral innata en el sujeto, sino que emerge en un largo proceso de contacto con la cultura. Los ideales y las prohibiciones, con las respectivas recriminaciones y castigos, provenientes del superyó se producen en el proceso de relación del sujeto con la colectividad en la que está inserto.

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El poder pastoral. Posible dialogo entre Freud y Foucault

Hasta aquí este proceso de interiorización en Freud y Nietzsche parece similar, pero se debe preguntar si en efecto la relación del deseo con la ley produce “represión” en otras palabras, si no hay una conciencia moral en la forma del superyó que anteceda al sujeto y a sus relaciones históricamente determinadas, entonces se puede pensar que el superyó y sus características son el resultado de las relaciones históricas en las que emerge el sujeto. El superyó entonces no es una forma de represión sino por el contrario es una producción de las relaciones de poder en las que el sujeto emerge. Michel Foucault lo expone de la siguiente manera:

El individuo sólo es, a mi entender, el efecto del poder en cuanto éste es un procedimiento de individualización. Y el individuo, grupo, la colectividad, la institución, aparecen contra el fondo de esa red de poder, y funcionan en sus diferencias de potencial y sus desvíos. En otras palabras, antes de vérselas con las instituciones es necesario ocuparse de las relaciones de fuerza en esas disposiciones tácticas que atraviesan las instituciones.[4]

Si Freud descubre los efectos del superyó como instancia por medio de la que el sujeto se vigila a sí mismo en una especie de inconsciente moral es porque las relaciones de poder en las que el sujeto se construye tienen precisamente estas características. ¿Es el superyó una instancia psíquica del sujeto en la modernidad diagnosticada por Freud? Por supuesto que sí pero esto no implica que sea la única forma posible de configuración de la subjetividad.

La metáfora del padre es una es una estructura monoteísta que rebasa el ámbito religioso y que en la modernidad se traduce como modelo de las estrategias por medio de las cuales se sostienen las relaciones de poder; en El poder: cuatro conferencias, Foucault denomina a esta estructura como, poder pastoral la cual se puede entender así:

…el estado occidental moderno integró, con una nueva forma política, una antigua técnica de poder que había surgido en las instituciones cristianas. Llamemos a esta técnica de poder, el poder pastoral. Y para comenzar, algunas palabras sobre este poder pastoral. Con frecuencia se ha afirmado que el cristianismo creó un código de ética fundamentalmente diferente del código que prevalecía en el mundo antiguo. Pero en general se insiste menos en el hecho de que el cristianismo propuso y difundió en todo el mundo antiguo nuevas relaciones de poder.

El cristianismo es la única religión que se organizó como iglesia. Y en tanto que iglesia, el cristianismo postula como teoría que ciertos individuos son aptos, debido a su calidad religiosa, para que sirvan a otros, no como príncipes, magistrados, profetas, adivinos, benefactores o educadores, sino como pastores.[5]

En la técnica de poder denominada como pastoral podemos encontrar el modelo que posibilita que exista un padre a nivel de relaciones sociales. Esta forma de poder no debe entenderse en el estricto sentido religioso sino como una técnica de ejercicio de poder que tiende a reproducirse en las formas de institucionalización, o sea, en las formas legitimas de relaciones sociales. La condición de posibilidad de la existencia de la metáfora paterna como estructura de ley y obediencia no es un a priori universal bajo el cual  se puede evaluar todas las formas de construcción de lo humano, sino que emerge bajo condiciones históricas específicas, a saber: en el occidente moderno con un sistema de creencias judeo-cristiano.

Freud descubre esta estructura psíquica interiorizada en el súper-yo y analiza su relación con la construcción histórica del lazo social, sin embargo, no piensa esta estructura como un producto de condiciones históricas sino como una metáfora valida como un universal, Freud descubre los efectos de la modernidad en la conformación de la subjetividad y en la estructura de la construcción del lazo social a partir de la metáfora del padre y la culpa, pero pareciera que la condición histórica de esta estructura escapa a su mirada. Sin embargo, el eje de relaciones sujeto, padre, ley conforma la manera en la que el psicoanálisis como estructura de saberes problematiza la relación del sujeto consigo mismo, de tal suerte que la estructura edípica aparece como constitutiva de la subjetividad moderna y no como un problema político.

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Lenguaje y estructura edípica en Lacan

En el texto El deseo de ética de Patrick Guyomard, se hace un rastreo del problema de la ética en y desde el psicoanálisis en donde se rescatan las principales menciones a este problema en los seminarios de Lacan, lo que interesa al presente trabajo es la forma en la que Lacan, leído por Guyomard, rescata las relaciones entre ética y deseo.

Cuando Freud habla de progenitores es interesante observar que aún está pensando en un sentido familiarista, sin embargo, es Lacan el que abre esta perspectiva a la cuestión del padre como función del lenguaje. Guyomard resalta la cuestión de la ley, como significante en Lacan, de la siguiente manera:

Desde esta perspectiva, el superyó no es una formación que resultaría de la resolución del Edipo. La ley a la cual se refiere Lacan es la ley del orden del significante. La formación del superyó tiene que ver con la implicación del sujeto en el lenguaje. “El sujeto tiene que adquirir, conquistar, el orden del significante, ponerlo en su lugar en una relación de unificación que toca a su ser, lo que desemboca en la formación de lo que, en nuestro lenguaje, llamamos el superyó. No es necesario ir muy lejos en la literatura analítica para ver que el uso que se hace del concepto concuerda con la definición del significante, que es que no significa nada, por lo cual es capaz de dar significaciones diversas en todo momento”.[6]

La ley interiorizada por el sujeto no se limita a la ley de los progenitores, sino a la entrada del sujeto en el lenguaje, en ese sentido, el significante que nos significa nada se refiere al significante como condición de posibilidad de toda significación. Pero ¿Qué es lo que hace posible que el significante sin significar nada, sea condición de posibilidad de significación? Esta pregunta es contestada por Ferdinand de Saussure en su Curso de Lingüística general:

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 El lazo que une el significante al significado es arbitrario, o también, ya que por signo entendemos la totalidad resultante de la asociación de un significante a un significado, podemos decir más sencillamente: el signo lingüístico es arbitrario. (En la nota al pie dice: El adverbio radicalmente, suprimido, da una fuerza mucho mayor al pensamiento saussureano)

(…)Una observación de pasada: cuando la semiología esté organizada, deberá preguntarse si los modos de expresión que se apoyan en signos completamente naturales –como la pantomima- le corresponden legítimamente. Suponiendo que los acoja, su principal objeto no dejará de ser por ello el conjunto de sistemas fundados sobre lo arbitrario del signo. En efecto, todo medio de expresión aceptado en una sociedad descansa en principio sobre una costumbre colectiva o sobre la convención, lo cual es lo mismo. Los signos de cortesía, por ejemplo, dotados a menudo de cierta expresividad natural (piénsese en el chino que saluda a su emperador prosternándose nueve veces hasta el suelo), no dejan de estar fijados por una regla; es esa regla la que obliga a emplearlos no su valor intrínseco.[7]

Este fragmento al ser contrastado con el discurso lacaniano permite pensar el juego ambivalente el significante como ley abierta, es decir como significante sin significado. En tanto que el signo es arbitrario, no hay una condición intrínseca ideal que lo encadene con ningún significado, antes bien, es lo arbitrario lo que constituye al signo y le permite la multiplicidad en la significación y por tanto el desvío, en el sentido de que dicha arbitrariedad permite el desvío de sentido a pesar de las intenciones del sujeto. Pero al mismo tiempo, y en este caso la simultaneidad es fundamental, en el signo operan un conjunto de reglas que si bien no son propias del signo tampoco son voluntad del sujeto, en otras palabras, lo que erige al significante en ley no es el signo mismo sino su historicidad, es decir, el juego de fuerzas político en el cual emerge el significante. Parafraseando a Saussure, no es ninguna relación intrínseca al signo la que permite la significación sino el conjunto de reglas sociales, la colectividad del signo, es la que permite dicho proceso de significación. Guyomard parece seguir esta misma lógica al ver en la formación del superyó el paso del devenir histórico:

En cambio, desde el punto de vista fenomenológico del sujeto, el superyó es una “formación”. Este término implica que puede inscribirse en una problemática semejante a la que desarrolla Freud, para quien el superyó sigue siendo una instancia (definida y diversificada por numerosos rasgos) que se construye, deviene, se transforma y se forma. Desde este punto de vista, la relación del sujeto con el superyó se inscribe en una temporalidad histórica en y por la cual el superyó se forma y se manifiesta para un sujeto que a su vez está en devenir.[8]

En este fragmento Guyomard muestra precisamente la ambivalencia del superyó como formación histórica, ya que el superyó se transforma en sus contenidos pero no en su estructura formal, en otras palabras es histórico y no-histórico, ya que sus contenidos cambian históricamente pero no su estructura formal. Si el superyó, como la entrada del sujeto al lenguaje, está atravesado por las condiciones de las relaciones de poder, entonces el superyó y la estructura edípica, al no limitarse, para Lacan, a la relación directamente parental, se extiende a todas las formas de relaciones sociales. El sujeto es el punto de encuentro aleatorio entre las dos fuerzas propias del lenguaje, por un lado lo arbitrario de la apertura del signo, pero por otro la determinación de lo político en el significante como ley. En este encuentro de fuerzas es en donde la cuestión de conceptos como el Otro, la falta y el objeto a están envueltos.

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El gran Otro, objeto a y la falta

Guyomard caracteriza la dinámica de la relación del deseo con el Otro en Lacan de la siguiente manera:

Ese aspecto es desarrollado por Lacan en la dinámica de la relación del sujeto con el Otro. «El deseo del hombre es el deseo del Otro, donde el de da la determinación que los gramáticos denominan subjetiva, es decir, que él en tanto que Otro”. (…) En Lacan hay que distinguir la aprehensión del deseo del Otro como falta en el Otro, y la interpretación de esa aprehensión. Por interpretación de esa falta en el Otro se puede igualmente entender la interpelación del sujeto. Entre el sujeto y el Otro, la falta del sujeto y la falta del  Otro se recortan y se llaman sin estar seguras de responderse. Pero ¿de qué otro modo podrían absorberse estas faltas si apelar a lo que las colmaría? No hay deseo que no haga surgir la cuestión del objeto (real, perdido o fantasmático) de ese deseo.[9]

La afirmación lacaniana: “el deseo del hombre es el deseo del Otro” junto con la afirmación, perteneciente a Guyomard pero que extrae del pensamiento de lacan: “no hay deseo que no haga surgir la cuestión del objeto de ese deseo” hacen surgir el problema de la falta en el Otro y en el sujeto como condición de posibilidad del deseo, sin embargo, estas afirmaciones también parecen inscribir el discurso psicoanalítico en una lógica platónica. El Otro, con mayúscula es la presencia de la alteridad aunque no sea un “alguien”.

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El Otro es ese significante puro y ambivalente que pone las condiciones de significación en la simultaneidad de la ley y lo arbitrario, la cual abre la cuestión entre aprehensión e interpretación, por un lado la aprehensión es justo el proceso de interiorización de la falta del Otro en donde el sujeto como falta, demanda a una alteridad superior, que no siempre responde a dicha demanda. En ese sentido, tanto el sujeto como el Otro están tachados porque nunca están en plenitud ni completos por este motivo el deseo entendido como falta nunca es satisfecho. Sin embargo, si con Foucault y el mismo Saussure se puede ver el problema histórico-político del atravesamiento del sujeto por el significante, ¿no es legítimo pensar que el significante en tanto signo tiene, histórica y aleatoriamente, una identidad? En otras palabras, si el proceso de significación no es intrínseco al signo sino que responde a las condiciones políticas que permitan la formación del signo, ¿puede pensarse entonces que la falta no es constitutiva del deseo, como afirma Lacan, sino constitutiva de una modalidad del significante históricamente determinado? si se sigue la lógica platónico-lacaniana, de la falta como condición del deseo, es claro que la cuestión del objeto se abre como una necesidad dentro de esta lógica, lo cual orilla a Lacan a decir que:

El a, soporte del deseo en la fantasía, no es visible en lo que constituye, para el hombre la imagen de su deseo. (…) Cuanto más el hombre se aproxima, envuelve, acaricia lo que cree ser el objeto de su deseo, más es alejado de él, desviado por que justamente todo lo que hace, por esa vía, para acercarse al objeto, da siempre más cuerpo a lo que en el objeto de ese deseo representa la imagen especular.[10]

Pero precisamente la reflexión lacaniana hace pensar que aunque el sujeto objetive su deseo en algo o alguien, el a en tanto objeto perdido es la causa de dicho deseo que no podrá ser satisfecho. El objeto a permite el movimiento interminable del deseo como perpetua falta. Guy Le Gaufey en su texto El objeto ade Lacan, señala las características del a de la siguiente forma:

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El “objeto chato, el objeto redondo, el objeto total”, es el elemento re-presentado en su clase unitaria; dicho de otro modo, es la situación del estadio del espejo: por un lado el elemento, por el otro, la imagen, y la coalescencia de esos dos “trastos” hace total al uno, redondo o chato, pero que merecerá llamarse más tarde “uniano”.

¿Cómo comprender entonces la naturaleza del elemento mismo, lo que Lacan llamó un día “esa mitad sin par de la cual el sujeto se sustenta”? “el objeto –recordaba casi con cansancio el último día de su seminario sobre la transferencia-, el objeto está siempre escondido detrás de sus atributos, es casi una banalidad decirlo”.[11]

El objeto a es aquel resto que queda de la relación especular en donde no es posible la representación, en ese sentido el objeto es la condición de posibilidad del deseo sin que el sujeto pueda dar cuenta de el a través del lenguaje. En tanto que el objeto no es representable por no entrar en el horizonte especular, el sujeto nunca puede dar satisfacción al deseo pues mantiene permanente relación dialéctica con él. Pero el problema que puede verse de manera cada vez más clara es que si el sujeto atravesado por las relaciones de poder, posibilitadas por el lenguaje, emerge en un horizonte necesariamente político entonces la falta y el deseo del Otro no son un problema formal que cambia en sus contenidos dependiendo el devenir histórico, sino que son modalidades de subjetivación construidos por el discurso psicoanalítico como un saber. Pensar en la falta y el deseo del Otro, fuera de su realidad política es elevar estas categorías a un estatuto metafísico, que aunque pueda ser ésta la pretensión del discurso lacaniano, es claramente problemático al pensar las formas del poder en la construcción del sujeto.

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Posibles deslizamientos políticos del concepto de falta y el Otro

Si bien parece que el problema del deseo se resuelve con la cuestión del objeto, la pregunta es ¿hay implicaciones políticas que pueden derivarse de la concepción del deseo como falta? Si el lenguaje y la ley, de acuerdo con Foucault y Saussure se mueve en relación con el devenir histórico y colectivo, y en ese sentido en tanto que el deseo, es deseo del gran Otro, se puede pensar entonces que ¿es la falta una producción del signo en su condición política y no un elemento constitutivo del deseo? ¿Se puede pensar que la falta es un modo de sujeción político que enlaza al sujeto con una ley históricamente determinada la cual promete una satisfacción que nunca llega?

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Si el signo debe su configuración al devenir histórico y político entonces parece legítimo pensar que el significante, en su ambivalencia, lleva consigo los elementos discursivos que permitan la repetición de cierta forma del poder pastoral pero también la apertura de lo arbitrario del signo que permite el reposicionamiento del sujeto ante el deseo. Freud ve la estructura edípica como la estructura de la interiorización de la ley parental en la instancia del superyó, pero Lacan extiende la cuestión al lenguaje y piensa el deseo como deseo del Otro en donde la falta es determinante y constitutiva del deseo. Pero dada la estructura del poder pastoral señalada por Foucault parece posible pensar que el superyó, el Otro y la falta son categorías propias de la formas de sujeción del deseo ante el poder.

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Analista, analizante y saber se encuentran atravesados por las relaciones de poder en las que emergen, de tal manera que la estructura del saber psicoanalítico es elemento que participa en el proceso de subjetivación. Si en psicología de las masas Freud dice que: “Se crea así un acervo de representaciones, nacido de la necesidad de hacer tolerable la indefensión humana, y formado con el material extraído del recuerdo de la indefensión de nuestra propia infancia individual, y de la infancia de la Humanidad”.[12] ¿Puede pensarse que el gran Otro en la forma del poder pastoral aparece a la subjetividad como protector ante los peligros del mundo? ¿Pero decir esto no sería decir al mismo tiempo que hay una disposición trascendente de la subjetividad a la obediencia política? Entre las características del poder pastoral para Foucault es que: “El poder pastoral no es simplemente una forma de poder que ordena; también debe estar listo para sacrificarse por la vida y la salvación del rebaño. En esto se distingue del poder soberano que exige por parte de sus vasallos para salvar el trono”[13]. Así pues, el poder pastoral es la forma de ejercicio de poder en donde no se impone, sino que se configura a sí mismo como necesidad, de tal manera que, la autoridad de la ley del padre no es una imposición solamente, sino que se subjetiva como deseo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bibliografía

 

Sigmund Freud, La descomposición de la personalidad psíquica, Traducción: José L. Etcheverry, Amorrortu, Buenos Aires, 1992

Sigmund Freud, Psicología de las masas, Traducción. Luis López- Ballesteros y de Torres, Alianza, Madrid, 2010

Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, Traducción. Andrés Sánchez Pascual, Alianza Editorial, Madrid, 2006.

Michel Foucault, El poder psiquiátrico, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2005.

Michel Foucault, El poder: cuatro conferencias, traducción. Antonio Marquet, UAM Azcapotzalco, México, 1989.

Patrick Guyomard, El deseo de ética, traducción: Jorge Piatigorsky, Paidós, Buenos Aires, 1999.

Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general, traducción: Mauro Armiño, Fontamara, México.

Jacques Lacan, La angustia, traducción: Eric Berenguer de la redacción de J-A Miller, Buenos Aires, Paidós, 2006.

Guy Le Gaufey, El objeto a de Lacan, traducción: Nora Pasternac, Epeele, México, 2011

 

Notas



[1]Sigmund Freud, La descomposición de la personalidad psíquica, Traducción: José L. Etcheverry, Amorrortu, Argentina,p. 19

[2]Sigmund Freud, Psicología de las masas, Traducción. Luis López- Ballesteros y de Torres, Alianza, Madrid, p. 169.

[3] Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, Traducción. Andrés Sánchez Pascual Alianza Editorial, Madrid, 2006 P. 335

[4] Michel Foucault, El poder psiquiátrico, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005, p. 32.

[5] Michel Foucault, El poder: cuatro conferencias, traducción.  Antonio Marquet, UAM, México, 1989, p. 19

[6] Patrick Guyomard, El deseo de ética, (El entrecomillado es la cita de Lacan hecha por Guyomard) traducción: Jorge Piatigorsky, Paidós, Argentina, 1999, p. 84

[7] Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general, traducción: Mauro Armiño, Fontamara, México, pp. 104-105

[8] Patrick Guyomard, op.cit., p. 87

[9]Ibíd. El entrecomillado es una cita de los Escritos de Lacan, p.88

[10] Jacques Lacan, La angustia, traducción: Eric Berenguer de la redacción de J-A Miller, Buenos Aires, Paidós, 2006.

[11] Guy Le Gaufey, El objeto a de Lacan, traducción: Nora Pasternac, México, 2011, p.44

[12] Sigmund Freud, Psicología de las masas, p 179

[13] Michel Foucault, El poder: cuatro conferencias, p.19