Una imagen por testimonio. Sobre la revista colombiana Mito

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Una imagen por testimonio. Sobre la revista colombiana Mito

 

Resumen

En este artículo se analiza la importancia de la aparición en 1957 de tres fotografías documentales en la revista colombiana Mito, como parte del texto “Historia de un matrimonio campesino”. El propósito es proponer una nueva interpretación al testimonio de violencia publicado, así como una lectura del carácter simbólico e ideológico de estas imágenes, considerando el tipo de publicación y proyecto cultural que era la revista.

 

Abstract

In this article is studied the importance of the appearance in 1957 of three “documentary pictures” in the colombian magazine Mito, as a part of the testimony “Historia de un matrimonio campesino”. The main interest is to bring a new interpretation of the testimony of violence itself, and an elucidation of the symbolic and ideological character of these images, considering the type of publication and cultural project that the Mito magazine was.

En el número quince de Mito, Revista Bimestral de Cultura, editada en Bogotá, Colombia, se publicó una fotografía que pretendía transgredir a sus lectores, a la vez que desestabilizar los órdenes internos de la revista, el contexto textual originario al que esa imagen pertenecía y, con ello, convertirse en un objeto insólito dentro del medio en el que circuló. Se trataba de la irrupción gráfica de la violencia intrafamiliar, de la violencia rural, o de la violencia a secas, en una publicación que no solía incluir ningún elemento visual que acompañase los textos, salvo contadas excepciones, y que a la vez, por ser una revista cultural y literaria, “no tenía por qué” servir de referente testimonial o gráfico de la vida política, cosa que podría adjudicarse como una tarea destinada a la prensa noticiosa, las investigaciones sociales o incluso a la nota roja.[1]

Las imágenes de “El candado de castidad” se presentan al lector sin anuncios: no se anticipan en el número anterior, y en la portada no aparece nada que señale la existencia de las mismas, sólo el discreto título “Historia de una matrimonio campesino” en la sección de Testimonios, al final del índice. Las tres fotografías que parecen narrar y materializar el “ataque de celos” de un esposo con su pareja –las cuales tienen un carácter simbólico además de testimonial, en el que profundizaremos en este trabajo–, “conviven” con textos como “Antonio Machado y sus poetas apócrifos” de Guillermo de Torre, “El Marxismo y el Pensamiento Francés” de Henri Lefebvre y una reseña sobre “Las Peras del Olmo” de Octavio Paz; es decir, por más heterogénea que sea la composición de la revista Mito, en este número es evidente que las fotos de “Historia de un matrimonio campesino” son un hecho aparte, casi un objeto en sí mismo, que no dialoga sino que irrumpe en los órdenes de la publicación.

Para poder comprender esa múltiple transgresión de las imágenes, es necesario saber qué tipo de publicación periódica era Mito, qué quería el Comité de Dirección al editar una revista cultural en Colombia, por qué consideramos un gesto editorial extraño en Mito el hecho de publicar fotografías y, finalmente, qué interpretación y qué lectura podemos hacer de dichas imágenes en relación con el “estilo” de una publicación como Mito en su contexto tanto editorial como político particular.

En un homenaje realizado en su nombre, y con el motivo de la presentación del que sería su último libro de poemas, el escritor colombiano Jorge Gaitán Durán, fundador de la revista Mito, decía, el 16 de febrero de 1962, ante un auditorio lleno de las personalidades políticas y culturales más preeminentes de su país:

Hemos pretendido mantener en MITO un alto nivel literario, pero a la vez hemos querido hacer de ella una auténtica revista colombiana. Acaso hemos demostrado que estos dos términos no son incompatibles, sino todo lo contrario. Desde el primer número, no sólo publicamos traducciones de autores extranjeros, casi desconocidos en nuestro medio, sino que también publicamos documentos y testimonios sobre la realidad colombiana. Debo afirmar que este último es el aspecto de MITO del cual estoy más orgulloso.[2]

Jorge Gaitán Durán

Las anteriores palabras sintetizan tanto la lectura que en su momento se hacía de la revista -acompañada de no pocas críticas-, como el discurso que, después de seis años desde su primera publicación, había sido asumido y replicado por una de las cabezas directivas de la misma. Ahondaremos en las siguientes páginas en el énfasis hecho en la intención de publicar una revista “auténticamente colombiana” que, en el caso particular de Mito, significó dedicar una sección determinada en cada número para exponer “documentos y testimonios” que remitían a problemas sociológicos y políticos apegados a la circunstancia nacional. Nos centraremos en la lectura de uno de esos documentos, “Historia de un matrimonio campesino”, y en el análisis de las fotografías que documentan el hecho, así como las posibles implicaciones de aparecer en una publicación que no se caracterizó por la inclusión de imágenes en sus páginas.

Mito, Revista bimestral de cultura no era, sin embargo, una revista de corte social, ni de denuncia. Fue publicada desde marzo de 1955 hasta junio de 1962 en Bogotá, Colombia, por un grupo de intelectuales que, en su mayoría, mantenían búsquedas estéticas e ideológicas que no siempre coincidían con las demandas de un país extenuado por años de violencia, y cuyos sectores populares, especialmente de las regiones rurales del país, habían sido omitidos en las agendas gubernamentales, así como en las discusiones políticas y culturales citadinas. Al menos esta era la lectura predominante de Mito, que caracterizaba a la revista como una publicación cosmopolita, modernizante y, en algunas ocasiones, más cercana a las vicisitudes europeas que a aquellas sobre la realidad nacional.

No obstante, aceptar sin más dichos calificativos, implica relegar partes centrales de Mito, y adjudicarles cierta oscuridad dentro de la duración de la revista, mientras se permite que en nombres como Sade, Saint-John Perse, Sartre, Eliot, Borges o Dylan Thomas recaiga todo el brillo. De hecho, debido a que este supuesto desconocimiento de la realidad nacional constituía el núcleo de muchas de sus críticas, al cumplirse el primer año de las entregas (con el sexto número), los directores de la revista, Jorge Gaitán Durán y Hernando Valencia Goelkel, incluyen una pequeña nota en las últimas páginas del número, titulada MITO, primer aniversario, en la que responden a sus detractores:

En seis números, hemos publicado cinco testimonios, insólitos en nuestro medio, sobre muy graves problemas de nuestra sociedad. Pensamos, con orgullo, que nunca se han abordado de manera tan desnuda y tan veraz situaciones específicamente colombianas (…) se constata que hemos publicado veintinueve textos originales de autores colombianos, doce de hispanoamericanos, siete de españoles, y tan sólo dieciséis traducciones, entre las cuales trece fueron elaboradas por autores colombianos.[3]

Su defensa pretende evidenciar cuantitativamente qué tanto se acercaron o alejaron de Colombia en esos primeros seis números. En el resto de los cuarenta y dos números que componen la totalidad de la publicación, la proporción varía poco, aunque nuestra intención no sea comprobar si en términos numéricos la revista se mantuvo o no fiel a lo dicho en ese primer aniversario, o si esas proporciones efectivamente son de peso como para indicar qué tan cosmopolita o “nacional” era Mito. Lo que sí podemos decir es que una sección se mantuvo inalterada en toda su historia, aunque cambió un par de veces de nombre, llamándose en unas ocasiones “Testimonios”, en otras “Documentos” y en otras “Problemas”.

Esta sección ocupó, en todos los números, las últimas o penúltimas páginas de la revista, y estuvo siempre anunciada en el sumario que ocupó formalmente las diferentes portadas bimestrales. Allí fueron abordados temas predominantemente sobre la vida nacional, se publicaron importantes documentos, testimonios o estudios de carácter casi siempre sociológico o antropológico, aunque el género de los textos cambiara, pues a veces se acercaba a la crónica, en otras al relato testimonial, al ensayo político y en algunas al tratado científico.[4] Así, se publicaron textos sobre la situación de las cárceles en el país, se hicieron entrevistas y estudios sobre las guerrillas del Llano (liberales y de las primeras en Colombia), se discutió sobre el cura Camilo Torres, y se publicó el que sería uno de los trabajos pioneros de la sociología en Colombia, sobre los progresos agro-industriales, escrito por Orlando Fals Borda. A excepción de ese último ejemplo, y del texto “La izquierda en Colombia” del también reconocido pensador social Darío Mesa, la gran mayoría de la sección estaba firmada por nombres relativamente desconocidos o que, por lo menos, no volvían a publicar en la revista. No se incluían textos de los directores, ni del Comité de Dirección, ni del Comité Patrocinador.[5] Ni siquiera parecían tener relación explicita de intercambio personal o filiación intelectual con el directorio principal de Mito, lo que podría interpretarse como un desplazamiento de la voz editorial, en relación específica con el carácter de denuncia y coyuntura de la sección; carácter que en muchas oportunidades implicaba un distanciamiento con la composición del resto del número.

Este es el caso del texto “Historia de un matrimonio campesino” que apareció en el número quince, correspondiente a los meses de agosto y septiembre de 1957, bajo el título en el sumario de “Documentos”. Se trata de la transcripción de un juicio penal llevado a cabo en el municipio de Sutatenza, Boyacá, por el juez Humberto Salamanca de Alba. La denuncia, resumiendo excesivamente, fue presentada por una campesina de dieciocho años, Edelmira A., quien señaló a su esposo, Marcelino B., de abusar sistemáticamente de ella, cosa demostrada en las diferentes cicatrices de su cuerpo, examinadas previamente por un médico judicial. Tras años de golpizas, decide denunciar un último hecho estremecedor de violencia: su esposo, en un “ataque de celos” había tomado un alambre de púas y la había sometido a una intervención en la que cosió sus dos labios vaginales el uno con el otro, de extremo a extremo en toda la zona genital; finalmente, amarró los extremos con una cuerda y a ésta le añadió un candado, al que el juez se referirá en varias ocasiones como el “candado de castidad”.

El texto está compuesto por una breve introducción del juez de Alba, en la que hace aseveraciones como que se trata de “campesinos pobres e ignorantes, algunos analfabetos, azotados por la miseria y la explotación”, que hacen parte de un “inmenso ejército” constituido por la clase empobrecida de los sectores rurales, “sin tierras y sin libertades”.[6] Después, enmarca al lector en el municipio de Sutatenza, habla de sus festividades, del sincretismo religioso entre diversos grupos indígenas y la religión católica, de la proclividad al consumo de la chicha, de sus cantos tradicionales; en fin, dibuja el paisaje cultural del que forman parte Edelmira y Marcelino, como dos peones más de ese “ejército” de campesinos empobrecidos.[7]

Después de la introducción, están las transcripciones de dos entrevistas realizadas, individualmente y en diferentes momentos, a los dos campesinos protagonistas de la historia. La transcripción respeta minuciosamente el lenguaje oral y la ortografía –en el caso de declaraciones escritas– de los campesinos, no adapta ni corrige los “errores”. Edelmira afirma que en dicho “ataque de celos”, por hablar con un vecino de una finca aledaña, su esposo la maltrató y realizó la operación arriba descrita. Marcelino desdice sus palabras: afirma que él la vio irse con un hombre “monte arriba”, y que ella, al volver a casa y ser encarada por su marido, arrepentida y por voluntad propia, decidió encadenar su vagina, para que él no sospechara más de ella. Al final del texto, Marcelino escapa de la cárcel provisional y el “careo”, o discusión frente a juez con los dos implicados, nunca se lleva a cabo, de modo que el caso queda sin resolver.

Por los hechos relatados, el testimonio no se diferencia mucho de otros publicados en la revista, que incluían escenarios y situaciones de crudeza, con las infinitas gradaciones de violencia que esto puede suponer. Sin embargo, el caso de “Historia de un matrimonio campesino” corrió con una mejor suerte al paso de los años y persistió en la memoria de los lectores de Mito.[8]Esto se debe, según nuestra hipótesis, a la incorporación, en el número quince de la revista, de un gesto editorial “extraño” para los órdenes de Mito: la publicación de tres fotografías, de gran formato (cada una ocupa una página) y con una evidente mejoría en la calidad del papel para la impresión.[9]

Al decir que la inclusión de las fotografías implicaba una extrañeza dentro del corte editorial de Mito, nos basamos en advertir que, en cuarenta y dos números, sólo en diez oportunidades introdujo algún elemento visual, mientras que en el resto de su historia la publicación mantuvo una constante no sólo tipográfica, de color y diagramación, sino una estricta fidelidad al protagonismo de la palabra impresa.[10] Se puede decir que, dentro de esas pocas excepciones, había sin embargo una predilección por la fotografía, puesto que sólo en cuatro de los diez números se imprimieron reproducciones de arte,[11] mientras que lo usual fue, o bien acompañar textos como el de “Experimentos agro-sociológicos” (Número 18) con fotos sobre maquinarias agrícolas y campesinos trabajando, o, dentro de algún dossier de homenaje, mostrar retratos de autores que hacían parte del repertorio habitual de Mito.[12]

Las fotografías de “Historia de un matrimonio campesino”, debieron incorporarse en la sección ya mencionada de “Testimonios”. Este, sin embargo, no fue el caso, pues en lugar de estar subordinadas al texto, dispuesto en las últimas páginas del número, el Comité de Dirección decidió separarlas del documento del juez de Alba y ubicarlas al principio, justo después de la portada y la página correspondiente a los créditos. Son, en ese sentido, lo segundo que el lector se encuentra al abrir el número, sin mayor contexto que ayudase a dotarlas de sentido. Lo primero –antes de las tres fotografías– es una nota de los directores titulada “Un documento excepcional”, que sirve como única advertencia al lector, gesto que no reemplaza la historia ni la descripción del estudio del juez de Alba, y que más que hacer una introducción, sirve como megáfono para los directores. Así, dicen:

(…) Se diría más bien que la violencia, es apenas la exacerbación definitiva de comportamientos entrañables de nuestro pueblo, debidos no sólo a la miseria, sino también al fracaso de los sistemas educativos e ideológicos que tradicionalmente han imperado en Colombia (…) No sabríamos aceptar el criterio de que hay que tapar las taras de nuestro pueblo. Pensamos, al contrario, que hay que ponerlas al desnudo, para mejor combatirlas. En casos tan patéticos como el que se describe en esta oportunidad, hablar de pudor es simplemente rendir homenaje a la más burda hipocresía.

El Comité de Dirección prevé la reacción ante las imágenes que presentan: se defiende a priori de las críticas, enuncia su poder y autonomía para, como grupo, publicar lo que consideren importante de ser expuesto en la “arena pública”. Esto, decimos, hace referencia explícita a las fotografías, más que al texto como tal de la sección de Testimonios. De las tres fotografías, en blanco y negro, la primera, llamada “El candado de castidad” es un encuadre directo a la vagina de Edelmira, se alcanza a ver su mano levantando la falda y parte de las piernas abiertas. Sus dos labios están cosidos y al final de su órgano genital cuelga el candado. No hay concesiones de ningún tipo en la imagen: la mirada va directamente a la violación del cuerpo femenino. La segunda foto, titulada “Edelmira A.” parece un zoom-out de la imagen anterior: ya vemos la cara y el cuerpo de la mujer campesina, ya no es sólo su vagina transgredida, ya hay una persona real, blanco de la abyección anterior. Está, además, la expresión del rostro, con un gesto que podría interpretarse a medio camino entre el dolor y la vergüenza. Finalmente, la tercera foto “Marcelino B.” es, de nuevo un close-up pero ahora del rostro del esposo de Edelmira, que no mira a la cámara (como sí lo hace Edelmira en la foto anterior) sino hacia abajo, con el ceño fruncido. Después de las tres fotografías sigue el contenido del número, sin aparente alusión o relación con lo que se muestra en las primeras páginas.

En efecto, los de MITO no quieren tapar, ni cubrir; las palabras que usan en la nota remiten a lo visual y material que se muestra en las imágenes. Quieren mostrar la herida abierta, desnuda en sentido literal y, al hacerlo, pretenden transgredir y de alguna manera violentar la mirada del lector y causarle quizás un impacto que sólo un estudio más sobre la violencia no podría causar.

La primera fotografía en particular tiene, además de una función comunicativa, un fuerte aspecto simbólico. Se trata de la exposición plena del cerramiento forzoso de la vida, la violación y vulneración de la fertilidad, el encadenamiento del cuerpo todo y la negación de la sexualidad como expresión vital.[13] No es sólo “la prueba” y el “testimonio”, tiene valor propio en tanto remite a elementos semánticos que rebasa el orden de lo factual y nos sitúa en un orden simbólico de alegorías y significaciones que rebasan el hecho de mostrar una prueba inapelable para el juez.

Aunque las fotografías en cuestión no son imágenes pensadas como “obras de arte”, sino como recurso que en teoría acompaña el relato y la denuncia de la mujer campesina, con carácter documental e intención probatoria –lo que supone una mirada “objetiva” tras el lente–, en el número de Mito hay una intervención de la percepción. Si bien siguen siendo fotografías con una fuerte tendencia comunicativa de la “realidad”, al ser doblemente sacadas del lugar al que estrictamente pertenecen –esto es, de la sección de “Testimonio” y del ámbito judicial –los directores de la revista están dotando de otro significado las imágenes. Al ser el primer contenido que el lector se encuentra cuando abre el número, y al estar casi despojadas de contexto explicativo, la interpretación de las mismas se modifica. Identifico así una intención deliberada para que estas imágenes sean consideradas, si no como un hecho aparte, al menos un objeto en sí mismo: objeto de escozor, de escándalo, de violencia simbólica. La imagen trasciende las dimensiones de una revista cultural, también el carácter meramente documental y rebasa, incluso, la estetización, pues autores que podrían haberse apropiado del hecho para hablar de él, en cambio “callan”.

Es interesante que en el primer aniversario de Mito, con la nota que citamos al principio se dijera, con orgullo, que nunca se habían “abordado de manera tan desnuda y tan veraz situaciones específicamente colombianas”. Es de notar que la publicación de “Historia de un matrimonio campesino” es posterior a esta afirmación, por lo que podría pensarse que, desde un comienzo, formaba parte del proyecto editorial de Mito apelar a la desnudez y la crudeza de los testimonios nacionales. Las fotografías fungen como un dispositivo que da un carácter especial al abordaje de esas “situaciones específicamente colombianas”, apela en otro nivel. Creemos que ese gesto editorial de alterar y desestabilizar el lugar de las imágenes y darles un protagonismo dentro del número, en una revista que no se caracterizó por la inclusión de mayores elementos visuales en sus páginas, implica un posicionamiento a la vez estético y político. Reflexionar sobre lo erótico y lo sexual era una de las fuertes líneas editoriales de Mito (con la traducción de textos de Sade, Bataille, Miller), de igual manera que abordar constantemente problemáticas sociales de su país. La fotografía del “Candado de castidad” es tal vez la refracción de esas dos búsquedas intelectuales: si la moral sexual y el pudor ante el cuerpo son elementos de una “burda hipocresía” a la que se responde con traducciones, la imagen carnal y descarnada de una vagina clausurada es quizás la imagen política frente a un país infinitamente violado y violentado.

 

Bibliografía

  1. MITO, Revista Bimestral de Cultura, 1955-1962, Bogotá, Editorial Antares, Colombia.
  2. Aumont, Jacques, La Estética hoy, Madrid, Cátedra, 2011.
  3. Cobo Borda, Juan Gustavo, MITO, 1955-1962. Selección de textos, Bogotá, Colección Autores Nacionales, Instituto Colombiano de Cultura, 1975.
  4. Guzmán, Germán, Fals Borda, Orlando, Umaña, Eduardo, La Violencia en Colombia, Bogotá, Tomo I y II, Taurus, 1962.
  5. Paz, Octavio, Puertas al campo, Barcelona, Seix Barral, 1981.

 

Notas

[1]De hecho, aunque el período de violencia en el país era, para el año 1957, un proceso ya desatado y en marcha, sólo hasta 1962 con la investigación y el libro de Orlando Fals Borda, Guzmán Campos y Umaña Luna, La Violencia en Colombia, empezaron a circular imágenes explícitas de los hechos violentos a lo largo del territorio nacional; violencia que se expresaba de manera carnal y encarnizada, como demostraron los investigadores al hablar de “El corte de franela”, “El corte de corbata”, “El corte de florero”, entre otros, como prácticas explícitas (desmembramientos, decapitaciones) del carácter sanguinolento de la violencia en el país. El informe-libro ha sido considerado como el primer, y uno de los más importantes, estudios sobre este fenómeno en Colombia, y en su momento causó revuelo puesto que sus descripciones estaban acompañadas de imágenes que habían sido tomadas por los “bandos enemigos” (entre conservadores y liberales) dentro de una suerte de “ritualización” de la violencia política. Hasta entonces, este tipo de imágenes no había salido de los linderos de las notas rojas, por lo que no había un “consumo” explícito de la visualidad consustancial a la violencia. Por esto, el hecho de que en Mito se publiquen fotografías tan explícitamente violentas (aunque no se refieran a La Violencia –como período histórico–) marca un precedente editorial importante. Agradezco a la investigadora Katia González Martínez por señalarme esta importante conexión.
[2] Partes de este discurso fueron publicadas con el título “Homenaje nacional a J.G.D”, en Mito, Núm. 39-40, Bogotá, Enero-Febrero de 1962, p. 186.
[3] “MITO: Primer Aniversario”, en Mito, Núm. 6, Bogotá, febrero – marzo 1956, p. 478.
[4] Sólo en cuatro oportunidades se destinó la sección para tratar temas no específicos de Colombia, como en el número siete, en el que se tradujo el Informe Kinsey sobre sexualidad, un estudio sociológico norteamericano, o en el número catorce, la traducción de un testimonio de Ferenc Vajta, un emigrado Húngaro, sobre la toma de Hungría en 1957, o, en el número treinta y cinco, titulado “Información sobre Cuba”, en el cual se hacía un balance de la recién estrenada Revolución Cubana. Un caso particular es el del número once, en el que se publica doble este tipo de sección. Primero, bajo el título Testimonios, está la traducción de Diario de Hiroshima, escrita por un doctor que sobrevivió a la bomba atómica y, seguido a este texto, y bajo el título de Problemas, un estudio sobre la prostitución en Colombia.
[5] Este último, durante los siete años de MITO, estuvo compuesto por Vicente Aleixandre, Luis Cardoza y Aragón, Jorge Luis Borges, Carlos Drummond de Andrade, León de Greiff, Ricardo A. Latcham, Alfonso Reyes y Octavio Paz.
[6] Mito, Número 15, Año III, Agosto-septiembre de 1957, p.201.
[7] No es nuestra intención hacer un análisis minucioso del desapego discursivo que el juez de Alba establece con los campesinos, objetos –no sujetos– de su estudio. Pero puede comprenderse que se trata de una voz de autoridad, debidamente apartada de ese contexto.
[8] Un ejemplo de ello es que este estudio se encuentra compilado y reseñado en el primer libro que reúne varios de los textos de MITO, en Juan Gustavo Cobo Borda, “MITO, 1955-1962. Selección de textos”, Colección Autores Nacionales, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1975. También, en una reseña crítica sobre Los Hospitales de ultramar, de Álvaro Mutis, Octavio Paz afirma sobre Mito y Jorge Gaitán Durán: “Uno de los espíritus más despiertos y originales de la nueva literatura hispanoamericana (…) quien no ha vacilado en publicar algunos documentos ejemplares y explosivos, como el “Diálogo entre un sacerdote y un moribundo” de Sade y la “Historia de Edelmira B.” testimonio atroz de la sexualidad hispanoamericana”. En Octavio Paz, Puertas al campo, Seix Barral, Barcelona, 1981, p. 107.
[9] Inclusive, en el número diecisiete de la revista, se publica “Historia de un matrimonio campesino II”, el cual pone en evidencia dos casos más de intervención violenta y carnal a mujeres (específicamente contra el órgano genital femenino), esta vez en los departamentos de Caldas y Cauca; sin embargo, no he encontrado mayores alusiones o referencias a este segundo texto, aun cuando el estudio de este podría remitir a análisis más profundos y sistemáticos sobre la violencia sexual en el país.
[10] El formato de MITO, menor al medio tabloide y más cercano al libro, se caracterizó por la escasa ilustración de sus páginas. Los textos tenían protagonismo de página, no estaban divididos por columnas ni incluían publicidad o cualquier dispositivo visual que “interrumpiese” la lectura.
[11] En la contraportada del número 13, la segunda oportunidad en que es publicada alguna imagen en la revista, aparece una pintura de Alejandro Obregón titulada “4 de mayo”, en la que pueden verse tanques militares y un fondo de ciudad en pleno derrumbamiento; esta fue una ocasión especial, pues fue justo el 4 de mayo de 1957 en que cayó la llamada dictadura del general Gustavo Roja Pinilla y que el país entra en un periodo de transición hacia procesos de elección pretendidamente democráticos. En tres números MITO cambió su portada, para darle cabida a las obras pictóricas del mencionado Alejandro Obregón, Eduardo Ramírez Villamizar y del arquitecto Guillermo Wiedemann, todas acompañadas por un estudio introductorio hecho por Marta Traba en las primeras páginas del respectivo número. Finalmente, en el número 36, se dedican unas páginas a fotografías sobre la obra plástica de Feliza Bursztyn, que incluyeron tres esculturas hechas a partir de hierro y chatarra, así como un retrato de la artista.
[12] Tal es el caso de Antonio Machado, André Malraux y Max Aub, de la escultora colombiana Feliza Bursztyn, de Jorge Luis Borges y hasta del fundador Jorge Gaitán Durán (números 5, 33, 36 y 39-40 respectivamente).
[13] Agradezco a Andrea García quien me hizo notar por primera vez el fuerte carácter simbólico de esta imagen.

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