El resurgimiento de la ilustración chilena

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El resurgimiento de la ilustración chilena

Cuarenta años de una historia que se sigue escribiendo y dibujando

 

Tras el abrupto final del proyecto de Salvador Allende —que promovió activamente la cultura impresa a través de la editorial Quimantú y sus colecciones de libros ilustrados para niños, revistas e historietas—, y el fin en 1977 de Mampato, la última gran publicación infantil chilena para niños, la ilustración debió encontrar nuevos espacios.

Con el libre mercado como piedra angular del nuevo modelo impuesto por la dictadura militar, no es de extrañar que a partir de los años ochenta la disciplina se replegara por un lado hacia la creciente industria publicitaria y los álbumes coleccionables, y por otro hacia las publicaciones orientadas al mundo escolar que comenzaban a ser cada vez más demandadas a raíz de la descentralización y privatización de la gestión educacional impulsadas por la dictadura de Pinochet.

Son los años del apogeo de empresas de figurines coleccionables como Mundicrom y Salo, donde colaboraron maestros del dibujo nacional de la talla de Abel Romero, Julio Berríos y Themo Lobos, del inicio de suplementos educativos como Pocas Pecas e Icarito, que contó con ilustraciones de Mario Igor, y de la proliferación de textos de estudio, donde destacó el trabajo de María Soledad Forch.

Este cambio tuvo significativas repercusiones para los ilustradores, quienes vieron limitadas sus posibilidades de ejercer como autores de su obra y se enfrentaron a la pérdida de su autonomía discursiva.

Pocos fueron quienes pudieron mantener un trabajo sostenido y personal. Durante los años ochenta, la colección infantil y juvenil de la editorial Andrés Bello se transformó en el refugio de una serie de creadores talentosos como Andrés Jullian, Carlos Rojas Maffioleti, Eduardo Osorio y José Pérez de Arce, quienes consiguieron crear obras significativas a pesar de la escasa calidad de impresión y atención al diseño de las publicaciones.

La situación contrasta con el reconocimiento que algunos ilustradores chilenos lograban por entonces en el extranjero. En 1983, Fernando Krahn, que ya contaba con una larga carrera y publicaba en diarios de toda Europa, ganó junto a la escritora María de la Luz Uribe el premio Apel les Mestres, uno de los más importantes de la literatura infantil española, con el libro La señorita Amelia.

D. Blanco

Al año siguiente fue el turno de Marta Carrasco, quien recibió el prestigioso premio por su obra El club de los diferentes, mientras que sus obras eran expuestas en la Feria del Libro Infantil y Juvenil de Bolonia, Italia, donde ya se había presentado en 1980.[i]

Por esa misma época, la ilustradora y artista visual Valentina Cruz inició su carrera en el exigente medio catalán. Puente entre la tradición y las nuevas generaciones, entre la ilustración contemporánea vigente en Europa y las inquietudes de los jóvenes creadores chilenos, su figura fue fundamental en la rearticulación de la escena chilena. Radicada en Barcelona, uno de los epicentros gráficos del continente, desde mediados de los años setenta, regresó al país en 1996 trayendo una larga experiencia como docente e ilustradora editorial. En Chile desarrolló el taller de ilustración en la Universidad Católica donde compartió su visión del oficio de ilustrador con las jóvenes estudiantes Paloma Valdivia y Bernardita Ojeda, quienes serían las primeras integrantes del Colectivo Siete Rayas a comienzos del 2000.

Virginia Herrera

Pero a pesar del aislamiento y la falta de libertades, los jóvenes de mediados de los años ochenta no abandonaron la búsqueda de una estética más acorde con sus intereses, con influencias de la música y la moda que se colaba en la férrea noche dictatorial. El dibujante Karto, por ejemplo, supo captar esa nueva tendencia y a mediados de la década creó una serie de imágenes para la gaseosa Free y los cuadernos Colón, que marcarían a una generación con su colorido y sicodelia New Wave.[ii]

Sole Poirot

Sin embargo, la llegada de la nueva década y, con ella, el advenimiento de la democracia, no trajeron grandes cambios para la ilustración chilena. En 1990, Paulina Monckeberg creó su personaje Pascualina que abrió un amplio mercado para las agendas ilustradas, sector en que destacaron más tarde ilustradoras con Florencia Olivos. Ese mismo año se fundó la revista Visa Magazine, que contó con la participación de ilustradores como Benjamín Diéguez, quien además realizó campañas  publicitarias, dando cuenta de una reconocible estética de la época.

El nacimiento del mencionado colectivo de ilustradores Siete Rayas, en el cambio de siglo, fue un hito que marcó el resurgimiento de la ilustración en Chile. Compuesto por Carmen Cardemil, Alberto Montt, Raquel Echenique, Alex Pelayo, Francisco Javier Olea, Bernardita Ojeda, Loreto Corvalán y Paloma Valdivia, aglutinó a creadores provenientes de distintos ámbitos, generaciones y disciplinas en torno a la iluminada idea de que actuando en conjunto tenían mayores posibilidades de reposicionar el oficio. Su intuición fue acertada y lograron crear un espacio para la ilustración no sólo en los sellos editoriales, sino también en los medios de comunicación, la publicidad, las salas de exhibición e incluso la televisión.

Pati Aguilera

Su trabajo abrió las compuertas de la ilustración y comenzaron a surgir a borbotones los creadores deseosos de explorar las posibilidades de una disciplina llena de desafíos. Jóvenes y estudiantes de diseño y artes visuales encontraron un canal de expresión para inquietudes que no tenían cabida en sus carreras profesionales gracias a los talleres que comenzaron a impartir ilustradores como Montt y Olea. Paralelamente, pudieron conocer la realidad y labor de otros creadores dentro y fuera del país gracias a internet y tomar conciencia de que dibujar, eso que habían hecho desde niños, podía ser una profesión honesta e incluso admirada.

El ambiente se enriqueció con el nacimiento de editoriales especializadas como Sol y Luna y Amanuta que otorgaron un rol central a la imagen, el diseño y los contenidos locales. Paralelamente, el desarrollo de la red de bibliotecas públicas, la multiplicación de las bibliotecas escolares y la creciente presencia del libro álbum en las salas de clases gatillaron una atractiva demanda.

Ale Acosta

Con un terreno cada día más fértil, los ilustradores se agruparon en colectivos (Minga, Monos con Pincel y Pinkit, por mencionar a algunos), crearon blogs, organizaron exposiciones y ventas, atrayendo a nuevos públicos y creadores. Por su parte, los medios de comunicación comenzaron a prestar atención a estas nuevas expresiones a través de la incorporación de ilustradores editoriales y de reportajes informativos. De su lado, la institucionalidad entregó su venia con la creación del premio Amster Coré, instaurado por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes en 2006, la realización de importantes exposiciones como “Exijo una explicación” en el Museo Nacional de Bellas Artes (2008), la primera gran retrospectiva de la narración gráfica chilena, y “Póngale color” (2010), una muestra que reunió a más de 50 ilustradores contemporáneos en la Biblioteca Nacional.

Escobar

Para ese entonces, la ilustración chilena era una realidad. Nacieron editoriales como Pehuén, con un catálogo de libros ilustrados para niños y adultos arriesgado y sorprendente, o Quilombo, que desde fuera de la capital reivindica la calidad objetual de las publicaciones. Asimismo, surge una creciente oferta académica de especialización en universidades y talleres particulares dirigidos por ilustradores, el interés de los medios de comunicación por incorporar la ilustración a sus contenidos se consolida, así como la asociación de grandes marcas con ilustradores chilenos en una apuesta por añadir valor a través de la creación local y la publicación de autores nacionales como los mencionados Paloma Valdivia y Alberto Montt, además de Claudio Romo, Soledad Poirot, Loreto Corvalán, Alejandra Acosta y Leonor Pérez en los catálogos de editoriales extranjeras. Paralelamente nacen iniciativas privadas como Mouse & Papel o Ají Color, empresas de diseño especializadas en ilustración, sitios en internet especializados (Ilustrared, Mesa Gráfica) y, en 2010, PLOP! Galería, el primer espacio chileno dedicado íntegramente a la ilustración, historieta y gráfica, responsable de iniciativas como el libro Ilustración a la chilena y el festival internacional de ilustración Festilus, completando el panorama.

Hoy, la ilustración chilena bulle. Desde los integrantes de Siete Rayas, con Alberto Montt y Paloma Valdivia

 

Alberto Montt

Fito Holloway

Paloma Valdivia

transformados en los ilustradores chilenos de mayor presencia internacional, Bernardita Ojeda liderando un nuevo movimiento de animación local y Francisco Javier Olea consagrado como el gran ilustrador de la prensa chilena, hasta jóvenes creadores nacidos bien entrados los años ochenta, como Gabriel Garvo, Catalina Bustos y Frannerd, integrantes de una generación que crea, organiza y gestiona sin pedirle permiso a nadie.

Raquel Echenique

Loreto Salinas

Gabriel Garvo

Entre unos y otros, la diversidad de estilos y tendencias es absoluta. Mientras Pati Aguilera, Freddy Agurto y Marcelo Escobar exploran la iconografía popular, y Hernán Kirsten, Tomás Ives y Alfredo Cáceres recontextualización la ilustración de los años cincuenta; Rodrigo Díaz, Patricio Otniel, Marcelo Pérez y Vicente Marti se baten en la implacable arena de las publicaciones periódicas, y Verónica Rodríguez, Loreto Salinas, Barbara Oettinger y Virginia Donoso construyen mundos llenos de color.

Creadores embarcados en un proceso de constante experimentación, entre los que se pueden contar a Tite Calvo, Sole Poirot, Francisca Yáñez y Ale Acosta, conviven junto a otros que despliegan virtuosismo a la manera de Daniel Blanco, Magdalena Armstrong, Fito Holloway y Virginia Herrera. Ilustradores que otorgan densidad a su obra extrayendo elementos de las artes visuales y la historieta, como es el caso de Jorge Quien, Cristina Arancibia y Claudio Romo; otros que despliegan una irrefrenable fuerza pictórica en sus obras como Isabel Hojas, Carmen Cardemil, Raquel Echenique, Lucía Rodríguez, Loreto Corvalán y Leonor Pérez; algunos que se mueven entre el trazo rápido, el humor y la mirada aguda al estilo de Sol Díaz, Margarita Valdés y Karina Cocq.

En definitiva, un espacio abierto, donde el único denominador común es la certeza de que el ilustrador es un autor a tiempo completo, director de su propia y personal sinfonía de líneas y colores. Porque después de observar atentamente el trabajo de estos creadores queda claro que no existe UNA ilustración chilena. Son cientos. Cada una de ellas particular y al mismo tiempo alerta a las tendencias mundiales. Nueva y arraigada en la tradición. Local y global. Nuestra y de todos.

F. Meneses

Citas


[i] Además de ser la ilustradora más conocida de Papelucho, Marta Carrasco fue la creadora del personaje Tata Colores que, animado por Vivianne Barry, protagonizó un microespacio infantil de televisión entre 1990 y 1993.

[ii] Karto fue además uno de los protagonistas del surgimiento del comic contracultural chileno de la segunda mitad de los ochentas, que publicó en revistas como Enola Gay y Trauko.