Esta descalza. La uña del dedo gordo encarna en ella en un círculo, como si fuera un huevo estrellado. Quiere escribir su historia y me dicta.
—Vamos a escribir, Rosaura —me dice— Porque así dicen que me llamo. Pero quiero que la tinta sea negra.
Nos vamos a una banca del hospital psiquiátrico y, como por suerte, cuando traigo la pluma negra, decide hacerlo por su propia mano.
—Sé que mi padre golpeaba mucho a mi madre y que él nos regaló con diferentes personas, porque tengo otros hermanos, nomás que no sé dónde están. A mí me tocó buena suerte porque mis padres adoptivos me trataban muy bien hasta que tuve los ocho años en que me sacaron de la escuela y me pusieron a destazar pollos y a lavar. Luego me pusieron a cuidar a las niñas de la hija de mi madrastra y ellas me quieren más que a su mamá que, no sé por qué, me pega tanto.
—Así pasaba la vida hasta que una vecina los denunció al DIF y me llevaron al albergue, pero parece que otra vecina a la que le digo “tía”, quiere que viva con ella. No sé… Tampoco sé por qué me trajeron aquí.
Rosaura me ha dicho también que su verdadera madre vino a visitarla, pero que las trabajadoras sociales no le han dejado verla. ¡Qué lástima!, pienso yo.
La niña me cuenta que cuando era muy pequeña, su verdadera madre la visitó y los padres adoptivos sólo le permitieron verla un día y por poco tiempo. Así que ahora, a los trece años, siente que le faltaron cosas que decirle. A la niña le han dicho que van a meter a su madre a la cárcel por haberla abandonado. Y eso le da mucho miedo porque ella no quiere hacerle ningún daño, cree que se sentiría muy culpable por eso, más bien, le gustaría preguntarle por qué dejó que su papá la regalara. Recuerda que alguien le dijo que se llamaba Laura y eso la ha llevado a imaginar muchas cosas: ¿Cómo sería volver a ser Laura? ¿Cómo son las Lauras? ¿Por qué le pusieron Laura? ¿Quién más se llama Laura? ¿Son bonitas las Lauras?
Rosaura quisiera que su vida fuera otra y oscila entre las palabras que la nombran, como en la cuerda floja, queriendo existir y morir, pero ¿quién moriría? ¿La niña del albergue? ¿La criada? ¿La niña que no juega? ¿La niña que me ha dicho que quiere usar un brassiere? ¿La niña que guarda sus tesoros en la bolsa (un collar roto, una diadema y el brassiere mismo)? ¿La niña que oculta sus senos con un sweater? ¿La niña golpeada? ¿La niña que dice que se porta bien?
¿Rosaura, Laura, Azucena? ¿la hija de nadie que sabe que su padre se llamaba Santos y que vive en Tila? ¿La niña que se une a las plegarias de la iglesia adventista? ¿La niña que cuida niñas y reza para que ellas estén bien?
Conocí a esa niña hoy, este viernes en que el sol se ocultó, tal vez por respeto a su infancia invadida por palabras incomprensibles.
Laura Azucena escribe jugando a ser Rosaura, ese es el juego inaugural de su niñez que se detiene en un nombre que no ha podido ser. Y hoy, la que no ha sido admitida a jugar, espera ser elegida por alguien como la mujer del Square[1] para saber a dónde ir.
Rosaura, Laura, Azucena espera a alguien que la quiera para ser. ¿Cómo impedir que se encuentre con su madre? ¿Cómo no darle cabida a su palabra des-esperada encerrada en su locura niña?
Notas
[1] Obra de Marguerite Duras, en la que cuenta cómo una mujer se sienta en el parque (el Square) de la estación de trenes y conversa con un hombre al que le dice que espera que alguien la elija aunque sea una vez para saber a donde dirigirse, para saber qué tren tomar.
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