Tenemos que obligar a la realidad a que responda a nuestros sueños, hay que seguir soñando hasta abolir la falsa frontera entre lo ilusorio y lo tangible, hasta realizarnos y descubrirnos que el paraíso estaba ahí, a la vuelta de todas las esquinas.
Julio Cortázar
Parques o el imán de la tierra es un libro de poesía detenido en la duermevela, pues es ahí donde como Ana escribe “Se esfuma la tarde / queda en algún anómico rincón”. Cada poema tiene un horizonte móvil, cada figura es la composición del ensueño, la tejedura de un espacio vacío en el que tropiezan miradas e instantes. Los poemas han sido escritos por debajo de la tierra, en esos Parques en donde las palabras son inmensos imanes, para decirlo con Huidobro, “[…] que atraen tesoros del abismo, que incendian ahí donde caen”, justo en esa parte de la eternidad que nos revela lo no-dicho “para vivir entre los muros / de la noche, y quedarse / a esperar el sueño / el milagro”. Este poema que forma parte del Tríptico de Luz hace del lenguaje una huella que corrige al tiempo y nos devuelve una realidad distinta, un significado ausente que se reivindica con el poeta.
Parques o el imán de la tierra abre los pliegues de la memoria detrás de sus apariencias; deja a la vista las suturas, los pequeños nudos o hilos sueltos que han entramado el sentido de existir y modifican sus propios límites. El poeta siempre trata de representar esos límites, de suspender la coherencia lógica y hacer una doble dimensión, la doble planicie de la escritura entre mundo y lenguaje. La geografía que se escribe en los poemas tiene que ver con esto, ese desmembramiento de la apariencia de unidad de un poema significa sólo el límite de la palabra.
Aquí, Ana Franco, se sumerge en un juego de disfraces, de recuerdos en donde los instantes se desvanecen apenas tocan la vigilia y las palabras brillan en la penumbra como los ojos de un pájaro, de cientos de pájaros, de plumas, de tiempo, de vuelos y de migraciones. Este libro, digámoslo de una vez, es un libro-collage que busca entrelazar la metáfora en los bordes; en esa orilla por donde cruza la poesía y el mundo o su sombra, una manera de apretar idea e imagen en el sentido de concentrar la visión del mundo que, en palabras de Ana,
Hoy más que vela es todo fuego
más que incienso de noche/nube hinchada
blanquísima
o apenas nube/ desierto de alguna eternidad…
El collage le sirve al poeta para urdir la trama de dos saberes, una visual y otra literaria, ahí, acomoda reflejos de ausencia, utopías que han perdido el lenguaje, su propio yo en la soledad, el misterio mismo de la palabra, en esa atmósfera de orfandad que insiste, como dice Ana Franco, en “Ser un pájaro / para que nada ni las llamas de un edificio te toquen…”. En ese trayecto la poeta desmenuza la existencia, apuntala los engranajes de la conciencia en donde la memoria juega con el impulso creador, se apropia de la noche en un presente incesante para convertir la poesía en un devenir que, como escribe Ana de manera casi dolorosa: “a falta de un oráculo miro de cerca un tronco / que engulle / tu agridulce precisión de níspero y naranjas”. Verso extrordinario, sin duda, que nos alimenta en todo el imaginario de lo que podria ser la “precisión de un níspero y naranjas”. Todo el sentido proviene del primer verso de este Poema-parque 1 (Parc Güell) que echa su andadura con una pregunta que irrumpe el escenario del dolor sin pretender ninguna respuesta; “¿quién romperá esta impresión de silencio / esta mudez / o ruido / intolerables”.
Esta obra marca el pensamiento en su cambio de rostros, señala el destino falso que huye de la palma de la mano y asoma la mirada al abismo. Su poesía radica en esa mirada que rasga los sueños y los contrapone al pensamiento y que Ana encuentra en “alguna grieta que mostrara / la totalidad”.
En Parques o el imán de la tierra a noche la poeta nos habla desde uno de los dobleces del tiempo, el que pertenece a los caminos, esa andadura sin medida porque ella sabe que “El camino es de tierra y no de mar”, esa transformación, ese descubrimiento la ilumina, la descubre, para poder decir que “No puedo yo cansarme de andar este camino que lleva a la ventana: ahí está el mundo y su sonido en verdes: ahí la sal del viento y el sol que hurga mi cabeza. Ahí estoy yo cargada con mi vida que va en un saco y amablemente me conduce a veces. A veces por las piedras, / por el sol”. Cada poema se descifra en diferentes despertares, puntos de lucidez entre el poeta y el lector, a veces un despertar inmediato que nos sumerge de nuevo en la oscuridad, otras veces como un paso en falso que nos despierta.
Toda esa voz que encontramos como lacerada en Pájaros II parece doblegarse ante la palabra, porque sabe el final, porque sabe del recorrido, porque sabe que el camino es de tierra y no de mar, porque “corren el viento y un grito de tambores” que se arquea en las palabras y atraviesan la realidad, irrumpe en la lógica de lo cotidiano sin estar nunca en lugares precisos.
Nada está adentro ni afuera, Ana yuxtapone al narrador con el poeta, atrapa a la noche en el insomnio, en sonidos detenidos, en la luz y sombra de la prosa poética dentro de un escenario fronterizo donde el poeta no puede huir porque tampoco puede despertar. Los poemas se proyectan como angustias de medianoche en el “sueño de la imaginación”, que Borges designó como la frágil distancia entre literatura y poesía, ahí, entre ellas se encuentra una escalera oculta que nos permite subir y nombrar el mundo desde la trivial existencia del hombre, y nos deslumbra como si en el fondo se escuchara el Nocturno para la mano izquierda de Scriabin y de verdad sólo silencio para que resuenen esas palabras temibles que escribe Ana Franco: “que hable(n) los poemas”, sí, porque sólo los poemas deberían de hablar. Ya Heidegger nos había dicho que el lenguaje es un poema olvidado”.
Parques o el imán de la tierra es la fuga del poeta en potencia y en acto, creación absoluta, ruptura de lo que somos y seremos, por eso cada poema es al mismo tiempo una narración de la existencia que trae consigo los espejos rotos del discurso, lo efímero de la memoria, el puente entre el suceso y la muerte, entre rostro y máscara, la cara o la cruz de la moneda, los falsos inicios del mundo que esconden el verdadero ser. Ana siempre está preguntando, como si esas preguntas sólo fueran una forma de dar vuetas a aquello que no tiene respuesta. Porque sigo persudadido de que Ana Franco no quiere respuestas, sino seguir preguntando, inquiriendo, desmenuzando esa realidad que es como un enorme parque, metáfora del desierto, metáfora de la existencia, metáfora de la vida:
¿Quién llega?
¿quién cruzará la puerta de mi casa?
única a favor de mi propio dominio
siempre tejiendo una pregunta
una traición pequeña a mis fantasmas
en la luz o la sombra de su baile
rinconcitos de polvo
hay un golpe
(una intuición total frente al poema)
una sola intuición de cercanía
No puedo dejar de decir que éste es un libro de poemas que se unen en las sombras pequeñas luciérnagas que sostienen el dormir de un recuerdo, ese pedacito de universo que gira con la tierra y sueña con el espectro de los versos. Poesía es acorralar, lo más que se pueda, el mundo cotidiano, soltarlo de su vulgaridad y hacerlo metáfora para envolver y proteger su significado dentro de esta aspereza de contradicciones y búsquedas que se asumen como realidad; esa realidad que se trivializa apenas alguien la explica.
La poesía se halla en el margen de esa explicación, en el asombro que busca ordenar lo imposible y que hace coincidir la existencia en el centro de una noche, una letra, una flama, o, como escribe Ana Franco con esa sutileza que conlleva este poemario: “Se ha cubierto de hojas muy grandes y vuelan mariposas-cintas-de-colores”. Poesía es querer escribir el nombre de aquello que se quedó en la sombra, buscar lo que se ha alejado de la razón y se ha refugiado cerca de ese lenguaje de lo imposible. Ese es el signo inscrito en este libro que, finalmente, sólo nos habla de una naturaleza, de criaturas, del mar, de la tierra, de los elementos con los que se compone la vida:
Poema-parque 4
(Veracruz)
El mar ha estado ahí
ese azul casi quieto
insomnio espuma blanca:
agua en lagunas
ríos
gritos de insectos
o la multiplicidad de hojas, el verde fragmentado. Cristal
roto
y los gritos:
ir a pedazos
Lejos es otro el mar. La ciudad en cajas. Ruido
Este libro es poesía que quiere ser metafísica como la lograda por Lamartine o Valéry; es una realidad enterrada en un despertar inconcluso, en una vigilia que busca asirse al cambio constante, una poesía proteica que es transformación puesto que cada frase se sumerge al cambio de piel; las palabras pueden ser ecuaciones o puntos de fuga; la noche es al mismo tiempo escenario y personaje que se acomoda como un dios ensimismado. El movimiento de los poemas se esconde en el verso libre, en una oscilación al retorno, tratando de revelar eso que todavía no aprendemos a nombrar pero que, como dice Ana: “Era tan fuerte como el brillo la luz”.
Ana Franco es una poetisa que busca atrapar la palabra y el mundo en una sola frase y hacer una suerte de calidoscopio para la conciencia, mapa onírico en donde cada fragmento encaja de manera precisa pero que irremediablemente dobla la realidad y la vuelve espejismo. Si Parques o el imán de la tierra es un desierto ambigüo de vuelos y cascadas tendríamos que buscar el sitio desde donde miramos ese mapa. Esta cartografía de la noche hace que Ana esté con una mano estirada en la penumbra a punto de tocar un vacío que fabrica lo innombrable, lo que no es; la inexistencia en la que se oculta un dios. La poesía entonces es aquello que nuestro lenguaje cotidiano ha reservado para nombrar lo imposible, lo innombrable para decirlo con Mallarmé.
La poesía de Ana Franco se cumple en los intervalos cerrados, en el momento de la transformación; ahí no hay susurros, sólo palabra viva que juegan como dados en un tapete de juego o como un pequeño guijarro dentro de una ruleta. Se trata de un habla mineral, vegetal, animal que circunda ese límite del lenguaje; frontera que sólo es posible encontrar en esa ciudad en cajas de la que nos habla Ana Franco.
El ojo del poeta anda por el mundo y sus culturas apropiándose de todo aquello que le asombra; sin embargo, ha de buscar el secreto en el misterio del lenguaje. Joyce ya nos había llamado la atención sobre esto cuando Stephen Dedallus se entrevistara con el director del colegio jesuita en Dublín, un inglés converso: “El lenguaje que hablamos le pertenece antes a él que a nosotros. Qué diferentes suenan las palabras, hogar, Cristo, cerveza, amo, en sus labios y en los míos. Su lengua, tan familiar y tan extranjera, es siempre para mí una lengua adquirida. Yo no he fabricado ni aceptado sus palabras. Mi voz las mantiene a distancia. Mi alma se inquieta en la sombra de su lenguaje”.
Es cierto, puedo decir, como Dedallus, ante estos poemas de Ana Franco, que “mi alma se inquieta en la sombra de su lenguaje”.
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