Ciudad de México, foto de México Turismo
Resumen
A la vez que se rememorara aquí el itinerario de una de las vías de recepción, en México y desde México, de la obra de Rémi Brague, se destacan sobre todo algunos de los aspectos de la misma que pueden resultar más pertinentes o atractivos, e incluso indispensables para nuestra propia circunstancia y para las tareas, tanto filosóficas como políticas o civilizacionales, que todo indica que muy pronto serán ineludiblemente las nuestras.
Palabras clave: romanidad, hispanidad, filosofía, humanidades, ideología, Modernidad.
Abstract
While recalling here the itinerary of one of the ways in which Rémi Brague’s work was received in Mexico and from Mexico, we will highlight above all some of its aspects that may be most pertinent or attractive, and even indispensable for our own circumstances and for the tasks, whether philosophical, political or civilizational, that everything indicates will soon be ours.
Keywords: romanity, hispanicity, philosophy, humanities, ideology, modernity.
Tiempo al tiempo
Quizás convenga que comience mi contribución a este dossier matizando lo que dije, hace once años ya, en el Patio Barroco de la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Querétaro, al presentar ahí a Rémi Brague como a ese Foucault, o a ese Derrida de su generación al que, especialmente gracias a la globalización, nosotros podíamos conocerlo —dada la aceleración del ritmo con el que hasta entonces nos llegaban las novedades filosóficas europeas— con más o menos veinte años de ventaja.[1]
Los ahí presentes, y los todavía más numerosos y, geográficamente hablando, de mucho más amplia representación, que lo escucharon días más tarde en Morelia, en el marco del XVII Congreso Internacional de Filosofía de la Asociación Filosófica de México, forman sin duda parte, de un modo u otro, de su ya efectiva recepción en nuestro espacio cultural no sólo mexicano sino, más ampliamente, iberoamericano; y hasta puede que este mismo dossier sea en parte —el decidido, y sobre todo muy activo interés por la obra de Rémi Brague en más de alguno de los jóvenes investigadores que ahora tengo el gusto de acompañar— un resultado, directo o indirecto, de aquella primera visita.[2]
Con todo, como la auténtica cultura filosófica es una planta —o un árbol robustísimo, más bien— cuyo desarrollo exige un tiempo que de ningún modo es el de las meras modas o celebridades que, sin serlo de verdad, pasan —esas malezas más o menos intrincadas, o esas flores de un día— por ser nada menos que “filosóficas”; y como la obra de Rémi Brague, que como él mismo acaba de escribir, a propósito de la revista Communio, de la que ha sido uno de los principales protagonistas, se ocupa seriamente no tanto de las más ruidosas “novedades”, cuanto de “una verdad que no depende de la época en la que se la dice, y que no varía al capricho de las modas y de las tendencias”;[3] y como es entonces el producto, la obra de Rémi Brague, no de brillantes y eficaces ocurrencias, sino de una muy esmerada y comprometida elaboración; y como además sigue creciendo con constancia, y con fecundidad, amén de con un muy ejemplar sentido de la pertinencia o de la responsabilidad, la de su recepción sigue siendo —incluso en quienes lo seguimos ya desde hace tiempo— una tarea pendiente, o por ampliar, y por profundizar, amén de por complementar o prolongar en nuestros propios horizontes.
Abrevar en un trabajo como el suyo no es una tarea tan simple como la de la, por desgracia consuetudinaria, mera imitación pasiva, y servil —cual a fin de cuentas es común entre los fans—, de unas cuantas frases impactantes, un “estilo”, una pose, una corriente o una tendencia; pues en este caso, lejos de morder el cebo y de estulta o perezosamente mimetizarse, acaso con la absurda esperanza, o de pasar desapercibido, o de atraer incluso sobre sí las miradas ya encantadas, y en permanencia excitadas por la maquinaria de la “actualidad”, de lo que se trata es de hacer propio un trabajo que requiere —de la parte de quien de verdad lo valora y, por lo mismo, lo considera verdaderamente bueno y oportuno, o digno de madura asimilación— ante todo de asumir, justamente, un auténtico trabajo.
Y un trabajo de muy largo aliento, y muy serio, y cuidadoso, aunque desde luego también muy gratificante pues leer a Rémi Brague aprendiendo cosas realmente serias e importantes, no es tan arduo encima como leer a tantos de esos célebres autores que, obscuros y confusos detentadores de un prestigio, cuando no hábiles, y enigmáticos seductores, se diría que escriben preocupados ante todo, o por promover su propia imagen, o por esconder su inanidad.
El otrora harto célebre Louis Althusser, por dar tan sólo un elocuente ejemplo, cuenta, en ese tan tremendo libro autobiográfico titulado L’avenir dure longtemps, la angustia que se apoderaba de él cada vez que publicaba un nuevo libro, pues nada le garantizaba, al pobre, que seguiría siendo aclamado, o por lo menos suficientemente bien recibido.
Un trabajo como el de Rémi Brague, en cambio —como todo trabajo filosófico auténtico, por lo demás, cual con harto buen humor lo expresa el jitomatazo que ha pedido que pusieran en la portada de Modérément moderne—, de entrada asume ya que no debe esperar contar con la aprobación inmediata de los muchos, ni mucho menos con la atención ruidosa de los reflectores, como no sea para, si de repente aclara, o desenmascara más de la cuenta, lincharlo o desautorizarlo.
No es culpa suya, decía yo hace once años, en el Patio Barroco, si el nombre de Rémi Brague no figura entre los dos o tres que más suenan. Las modas, cabe agregar, en especial tras la lectura de su más reciente artículo, en el que él mismo cita al Unamuno de la intrahistoria, son como las más ruidosas, pasajeras y superficiales tormentas marinas; mientras que el trabajo serio, harto menos agitado, y expuesto, o restregado incluso —pero más maduro, y nutritivo, y permanente—, es como las harto más profundas aguas del sereno y silencioso mar.[4]
Ni son todos los que están…
Hay, especialmente en nuestros días de aceleradísima comunicación electrónica, pero en realidad ya desde los de la invención de la imprenta, por lo menos —aunque Platón lo denunciaba ya en los tiempos de la aparición, en Grecia, de la escritura—, toda una suerte, harto más que de mero sofista, de genio maligno mediático, ideológico, y mercadotécnico, capaz de construir toda una celebridad —la de Lisias, la de Lutero o la de Voltaire— en un tiempo relativamente corto, y para un público francamente cada vez más amplio.
El que en la caverna aquella, en la que los hombres estaban atados a su posición preestablecida, dispone del control de las sombras que se proyectan en la pared (cual si Platón hubiese visto esos cómodos sofás que ahora ocupan los “reyes del hogar”, los parpadeantes televisores de los que ni ellos ni los suyos apartan la vista, y esos cetros o controles a distancia que permiten escoger, como en nuestras “democracias” liberales, entre cada vez más numerosas variantes de lo mismo); ese, o el que en la era electrónica que diría Marshall McLuhan domina las prensas, y las pantallas de todo tipo (esas cavernas móviles que son los smartphones); esos que, en la estela de Gorgias, y de Protágoras, presumen de haber vuelto obsoleta a la verdad, y a la inteligencia misma o a la luz natural de la razón (que ahora pasarían a ser “artificiales”, y con unos pocos, “legítimos dueños”); esos pueden hacer casi todo lo que quieran con las sombras, o con los sueños o los simulacros que suplantan, cada vez más ampliamente, al mundo real.
O al menos eso es lo que parece que creen, y que buscan, sobre todo, a toda costa, que también nosotros lo creamos. Y eso se prepara, en un círculo más amplio que el de la mera diversión, desde lo que llaman “educación”, e “información”, o “conciencia”, incluso, sea ésta “cívica”, como en los buenos viejos tiempos de la Modernidad o de la Ilustración, o “ecológica” como se presume ahora.
En esas estamos —escribe Rémi Brague en su libro Moderadamente moderno—. El hombre de la calle que somos todos nosotros en una de nuestras dimensiones [o el hombre del smartphone, entonces, que es la más reciente evolución del del sofá], al igual que los sofistas que le venden su pensamiento a la medida [su prêt-à-penser, o su mimético “listo-para-ser-pensado”], cree todavía en el progreso; las gentes que reflexionan —precisa— son más prudentes.[5]
Lo de sacar celebridades y talentos de la nada, y con la mayor celeridad, lo acaban de intentar, por cierto, al más alto nivel “político”, con Kamala Harris, la candidata presidencial de emergencia a la que el partido demócrata estadounidense tuvo que recurrir, tras evidenciarse la incapacidad del demasiado viejo Joe Biden, y no les funcionó.
Pero el caso más paradigmático parece que es todavía el de ese asaz histriónico “estadista” que ahora mismo tiene secuestrados los destinos de Francia; ese mismo que primero empobrece, y en seguida reprime brutalmente a su pueblo; que lo encierra y lo obliga a inocularse —previa, intensa moralización— substancias de dudosa procedencia; y que encima invoca, ahora, peligrosa e irresponsablemente, al espectro de la guerra.
Me refiero, ya se ve, nada menos que a Emmanuel Macron, cuya asaz orquestada y rápida notoriedad —también construida, por cierto, contra el fantasma de Donald Trump— fue aderezada incluso con el ligero tinte “filosófico” de su presuntamente estrecha relación con Paul Ricoeur, y con el que en unas cuantas semanas se logró lo que con Berlusconi, Fox y Sarkozy, se llevó todavía, y con AMLO, un poco más de tiempo.
El harto rico empresario mexicano Alfonso Romo lo dijo con toda claridad, en su momento, en más de alguna larga entrevista difundida por televisión abierta: tras la exitosa experiencia que tuvieron con la construcción del candidato Vicente Fox, una vez vendido y caducado su primer producto se dieron cuenta, él y su equipo de expertos o asesores, de que Andrés Manuel López Obrador se prestaba de perlas para la construcción de una nueva mercancía “política” de altos vuelos. Y, según todos los canales de radio y televisión, toda la prensa y todos los “analistas”, volvieron a ganar, y a eso tienen el descaro de llamarle “democracia”.
No me detendré a confrontar esta deriva con lo que cabría considerar un verdadero hombre de Estado, pues no estoy en condiciones de meter la mano en el fuego por ninguno: ni por Charles de Gaulle, que en la Francia contemporánea sigue siendo el político de referencia; ni por Vladimir Putin, que empero todo parece indicar que efectivamente ha sacado a su pueblo de la sima en la que el comunismo, Gorbachov, Yeltsin y sus desleales vencedores lo habían hundido; ni por Franco, cuya herencia y cuya figura siguen dividiendo a España; ni por el recientemente fallecido Pepe Mújica, que en toda la mediósfera pasa, asaz sospechosamente, por ser un hombre verdaderamente bueno y desinteresado; ni por el “benemérito” Benito Juárez que, por parte de la “clase política” mexicana, es objeto de un culto cuasi religioso (y que le heredó el nombre, por cierto, nada menos que a Benito Mussolini); ni por el, dicen que astuto o maquiavélico, Fernando de Aragón; ni por Richelieu, ni por Bismark ni por nadie.
O quizás sí, si nos remontamos, justamente, a los tiempos de la muy noble y muy humana reina Isabel la católica, que exigió que se tratara como a cabales súbditos suyos, poseedores de la misma dignidad que todos los demás, a los recientemente conquistados habitantes de nuestra América.
Sería, desde luego, harto oportuno hacer más bien un detenido estudio sobre cómo se construyen, con qué “argumentos”, y con qué rapidez y para cuánto tiempo, las reputaciones de esos supuestos filósofos que se van sucediendo en la cresta de la ola comercial, e ideológica también, desde luego, y mediática y, por desgracia, también escolar y universitaria. ¡Pero son tantos, y habría que desviar, hacia sus desvaríos o sus estratagemas, tanta, y tan preciosa atención!
Muchos se presentan, como Bartolomé de Las Casas, como Jean-Jacques Rousseau o como Karl Marx, cual heroicos (y también muy maniqueos) defensores de los pobres y los desvalidos. Otros han sido víctimas inocentes ellos mismos, y hay que escucharlos, justicieramente, tan sólo porque algún poder los ha querido silenciar. Otros representan a las minorías, y ya está. Los hay, provocadores, que ponen en tela de juicio lo que sea con tal de llamar la atención, y capturarla. Suelen ser hábiles cortesanos, todos ellos maravillosamente “irreverentes”, e incapaces sobre todo de desentonar, o de pisar el césped.
No hace falta meditar muy a fondo para caer en la cuenta de que no estamos, de ese modo, en los terrenos de la verdadera filosofía, o de la seria y rigurosa búsqueda de la verdad, sino en los de la pura y llana apariencia. Y sin embargo, la maquinaria esa, con todo lo absurda que es, tenemos que admitir que, a su manera, y en virtud de los cuantiosos recursos puestos a su alcance, ciertamente funciona.
Funciona, al menos, como eficaz vacuna o distracción, cual harto bien lo pinta o lo retrata esa ingeniosa “estrategia del domingo” que describe Chesterton en El hombre que fue jueves, y que para el protagonista es toda una aventura descubrir. Nada como la construcción de una pletórica “cultura filosófica” para curarse del incómodo fantasma de la harto indócil, e inquietante, o incomodante filosofía.
Una celebridad de esas que de pronto inundan todos los canales oficiales se cocina fácilmente, en realidad, y fácilmente se ingiere, y se digiere. Basta con orquestarle, quienes pueden hacerlo, toda una campaña publicitaria, o mercadotécnica. Un reciclado de ideas impactantes, o de viejos sofismas, unos cuantos reflectores, los estantes de las librerías, las planas de los periódicos, las páginas de las revistas, las citas, los artículos laudatorios, algún premio o reconocimiento, una presencia continua en los medios, y ya está.
Sobre los más de los “intelectuales mediáticos” hay una sencilla pregunta que se impone, y que sus críticos no se han privado de hacerla, por ejemplo en relación a Michel Onfray, que como se sabe es un autor harto prolífico, y con empresario: si todo el tiempo está en los medios, por cierto quejándose de que los de mayor audiencia o importancia ya no lo inviten, ¿entonces cuándo lee, razona e investiga?, y sobre todo, ¿cuándo escribe?
Una propuesta filosófica seria se construye y se difunde, en cambio, y se recibe con mucha mayor lentitud, aunque desde luego con mayor, y con harto más fecundo calado.
Hay celebridades “filosóficas”, decíamos, que no en vano son las que encontramos, sin buscarlas, en los estantes más visibles de las librerías, en los medios audiovisuales, las redes sociales, los dossiers de las revistas de adoctrinamiento o de divulgación, y hasta en los planes y programas de estudio, y en las temáticas de los congresos, los coloquios y los debates de los “cafés filosóficos”.
¿Por qué, en un mundo tan ancho, de pronto todos hablan, por doquiera, de los mismos, de lo mismo, y diciendo o escribiendo siempre lo mismo? Sorprende tanta falta de curiosidad, y de originalidad o de imaginación. Y sorprende, a su vez, como diría Ortega, que esto, que es tan evidente, a casi nadie le sorprenda.
También hay que decir que, en el Canon de la filosofía moderna, hay incluso grandes y graves pensadores (un Kant, un Heidegger, un Nietzsche, e incluso un Pascal) cuya celebridad es indirectamente proporcional a su comprensión, o a su recepción efectiva, que es a fin de cuentas algo muy arduo, y muy raro. En Unamuno, el energúmeno español me detengo un poco, especialmente a propósito de Kant, en este significativo asunto. He penetrado, decía el mismísimo Borges, en unas cuantas filosofías. ¡Borges! La escuela, señalaba Descartes —y en nuestra época se puede hablar de esos escasos cuatro años que dura una licenciatura en filosofía—, la universidad enseña a hablar con cierta soltura —o con la seguridad que da el decir lo mismo que al respecto dicen todos los demás— de lo que no se sabe.
“Voy a citar a Nietzsche para que me pelen”, decía el joven Carlos Guevara Meza en una ocasión, ante un público universitario para el que las grandilocuentes frases de Nietzsche, ese “ladrón de energías” que decía Unamuno, eran el santo y seña de su pertenencia a una minoría muy muy selecta.
También recuerdo ahora una tarde de “conversación”, en el curso de una de esas visitas promovidas por el Programa de Mejoramiento del Profesorado, en la que los colegas de la universidad vecina, o la voz cantante de su grupo, más bien, se divertía picando, o rebajando incluso a sus colegas, que para su vanagloria no estaban tan al día como él en el último grito de las modas filosóficas. Y eso lo evidenciaba enumerando, en aplicado virtuosismo, los nombres de los autores que poblaban por entonces los estantes de una popular librería que yo también me sé, pues aunque el internet me permitía ya estar atento a muchas otras, de vez en cuando a esa también la seguía yendo “a controlar”.
La pregunta que se impone es la de si ese colega nuestro, tan buen hijo de su institución, y de su tiempo, se comportaba ante todo como investigador, o como “fiel” consumidor. Y esa pregunta se completa con la de si a toda esa letanía de célebres autores invocados la constituían a su vez pensadores suficientemente serios, y originales investigadores, o en cambio meros productos de consumo, e incluso todos unos fetiches, unos símbolos de distinción, o unos trofeos.
Filosofía y pseudofilosofía
Es cierto que, así como también Platón escribió, autores serios y profundos como el que ahora nos ocupa también recurren a los medios que hoy están a nuestro alcance, o al suyo: a la televisión, a la radio, al internet y a las revistas de divulgación incluso, para dar a conocer sus obras.
Imagino que las editoriales deben de jugar en esto un importante rol, sobre todo en la medida en la que sus ganancias dependan de las ventas efectivas y no, como en el caso de los autores fuertemente financiados (o como en el caso, incluso, de la gran mayoría de los investigadores universitarios), de las subvenciones que de ese modo suelen recibir. Lo que nos llevaría al cada vez más acuciante problema de las pseudoeditoriales, y de las editoriales serias.
Para quien no sabe a ciencia cierta lo que es un filósofo Sócrates no es, como lo plasmó Aristófanes en Las nubes, nada más que otro sofista.
En un video que reproduce un debate que tuvo lugar no hace mucho en la Universidad Complutense de Madrid, el joven e inexperto moderador se da la pena de presentar a Miguel García-Baró como si éste fuese un gris desconocido, y de Savater en cambio dice que es un “intelectual de primera línea” y un “filósofo de compañía”.[6] El mundo al revés. A menos que lo de intelectual lo entendamos como de los clercs aquellos que decía Julien Benda, y lo de la “primera línea” esa la entendamos asimismo, acudiendo a la imagen unamuniana, como la de la más agitada y más delgada o poco consistente superficie del profundo mar. ¡Por no decir nada, ahora mismo, de lo de “filósofo de compañía”!
¿Cómo distinguir a un filósofo auténtico de quien no lo es? En otro trabajo lo he expuesto ya un poco más detenidamente, apoyándome por cierto en Jean-Luc Marion, que él sí que es un filósofo de primera línea, en el mejor sentido de la palabra, o la expresión, y un pensador muy próximo a Rémi Brague: los sofistas son como los ídolos, que atraen, de un modo u otro, la mirada, con el fin de atraparla para no soltarla más, dejándola prisionera de su confusión y de su obscuridad. Los verdaderos filósofos, en cambio, son como los íconos, cuya función no es suscitar idolatría ninguna, sino servir de punto de apoyo para elevarse a algo que está mucho más alto.[7]
No suele ser el caso, pues los grandes filósofos normalmente escriben bien, y honestamente, pero incluso si la lectura de un filósofo serio puede llegar a ser ardua, lo que lo distingue del farsante es su capacidad para ayudarnos a acceder a la verdad, al conocimiento, no de su persona o su opinión, sino de la realidad.
Y es esa realidad, o esa verdad que nos ayuda a liberarnos de los ídolos de todo tipo, y de los sofismas, y de las pantallas o de las cavernas la que, como dice el Evangelio, nos hace libres.
Filosofía y libertad
En Introducción al mundo griego Rémi Brague sostiene, con Schelling y con Fichte, pero también con Platón y con Aristóteles, que la libertad es la esencia misma de la filosofía. “La filosofía consiste —escribe— en afirmar la libertad y en sostenerla con todas sus consecuencias”.[8] Los herederos de Kant, precisa, piensan en el primado que, en su interpretación, éste le concede a la razón práctica. Pero ya Platón hablaba de la dialéctica como del arte liberal por excelencia, y Aristóteles, como es sabido, destacaba el hecho de que el conocimiento es algo que el hombre libre busca como un fin en sí. “Todo aquello que represente un peligro para la libertad —concluye Rémi Brague— lo representa también para la filosofía”.[9] Y eso lo ilustra muy bien citando al neoplatónico Siriano de Alejandría, para quien es evidente que “desembarazarse de la libertad hace de la filosofía una empresa superflua”.[10]
Para filosofar, adviértase, uno tiene que ser, antes que un sólido espíritu de geometría, o de fineza, un espíritu libre. Y es difícil que lo sea quien, cortesano, ante todo busca honores y ventajas; o quien simplemente quiere parecerse a su ídolo; o quien sirve a una determinada ideología, o a unos intereses; o quien explota él mismo, para su particular provecho, su propio fondo de comercio.
La filosofía, por otro lado, y la libertad misma, se ejercen, no a solas, sino en relación. Y esa relación, que puede estar lastrada por distintas luchas de poder, y por distintas estrategias de sometimiento, o de explotación, puede también llegar a ser una relación libre, y liberadora.
La filosofía —escribe Rémi Brague— arraiga en la situación ideal de un diálogo abierto en el que cualquiera que lo desee tiene derecho a participar, y en el que, por lo demás, los argumentos son juzgados por lo que valen, abstracción hecha del origen, es decir de las cualidades de quienes los proponen.[11]
Y eso exige, amén de una persona libre, una sociedad, a su vez al menos relativamente libre. Una tradición, pensando en el largo plazo de la historia, en la que los vivos puedan, gracias a la escritura, dialogar con los muertos. Con los clásicos de preferencia. Y una academia también, o una “comunidad”, bastante más que científica, o una “república de las letras”, más bien que una brillante corte, un populoso circo, o un mercado.
El método de la filosofía, prosigue Rémi Brague, ha de ser la fenomenología, no tanto en el sentido de una escuela, o una corriente filosófica determinada, sino en el de esa actitud fundamental en la que confluyen, dice, dos libertades: la de una mirada libre de prejuicios y preconcepciones, y la de lo que se da, tal cual, libre de ser lo que realmente es, a esa mirada.
La meta de la filosofía, en fin, no puede ser otra que la verdad, que conlleva el carácter de lo universal o válido para todos, en lo que también cabe subrayar otro efecto importante de esa misma libertad sin la que es imposible el quehacer filosófico.
Y aunque desde fuera haya mil maneras de coartar la libertad, lo decisivo para el ejercicio de la misma, y para la búsqueda de la verdad, está en el íntimo ejercicio, que no siempre es fácil, o que casi nunca lo es, de la libertad misma.
Los enemigos de la filosofía —concluye Rémi Brague— deben entonces estar al interior mismo de la libertad, deben ser para ella tentaciones, tentaciones que no están ahí más que para ella. La peor de todas —escribe— es la servidumbre, y ella culmina cuando es una servidumbre voluntaria, es decir, cuando es servilismo.[12]
Y si los muchos desdeñan esa difícil y exigente libertad, y si se los engaña, en todo tiempo, y no sólo en este, de supuesta “inteligencia artificial”, tan fácilmente, es precisamente porque quieren ser engañados.
Porque la libertad —explica Rémi Brague— no puede no producir la angustia ante el riesgo que debe correr todo ser libre. Si la filosofía es la afirmación y la defensa de la libertad, su terreno fértil no es otro que la angustia. No cualquier angustia, empero, sino una angustia controlada, una angustia fecunda.[13]
Y en seguida pasa revista a algunos de los servilismos que amenazan más directamentea la filosofía. El servilismo ante los lenguajes formales, en primer lugar, o ante esa “razón sin entendimiento” que decía don Eduardo Nicol, ante ese cálculo leibniziano que nos eximiría del riesgo que implica esa verdadera discusión humana en la que de entrada cabe equivocarse, y cuestionar, y ser cuestionados.
El servilismo ante las exitosas ciencias naturales, que la empuja hacia la mera imitación, y hacia el reduccionismo de la construcción, nuevamente “formal”, de una “filosofía científica”, es muy cercano al anterior.
“Una forma más abierta de servilismo en relación a la ciencia consiste, para el filósofo —agrega Rémi Brague—, en dejarse reducir al rol de historiador de las ciencias.”[14] Es muy cómodo, comenta, ponerse del lado de Newton frente a Boyle, o del lado de Kepler como astrónomo, reprobando a Kepler como astrólogo. La historia de la ciencia ha zanjado ya esas viejas discusiones, y el “filósofo de la ciencia” que diríamos en nuestro caso, no tiene mucho que arriesgar.
Ese no es el caso —advierte Rémi Brague— en filosofía. ¿Quién sabe quién, entre Platón y Aristóteles, o entre Kant y Hegel, tenía razón? ¿Quién puede decir si la filosofía de la naturaleza de Hegel vale verdaderamente menos que su “lógica”?[15]
Especialmente interesante es lo que escribe a propósito del servilismo de la pseudo filosofía, o de la filosofía fallida, ante la doxa o las ideas dominantes. Vale la pena hacer sobre esto una cita amplia:
Frente a la pretensión a la universalidad, nos encontramos el servilismo hacia la atmósfera intelectual dominante de la época presente. En algunos filósofos, o pretendidos filósofos, un cierto political correctness puede darse libe curso. El reino de la opinión (doxa) no tiene nada de un fenómeno nuevo. Pero cobra un aspecto particularmente exasperante cuando se le suelta la rienda en nombre de la propia filosofía, e incluso cuando el mercader de banalidades mediáticas toma la pose de un profeta de miras “incomodantes” y finge arriesgar demasiado. Los filósofos de café invocan a Sócrates, cuando pretenden revivir la atmósfera viva de la filosofía, poniendo nuevamente el acento sobre la dimensión del diálogo. Pero hay un aspecto que olvidan, o, más precisamente, escogen ignorar: Sócrates quería someter a examen la doxa de la polis y escrutar sus pretensiones a la legitimidad. Las refutaba con una paciencia testaruda que culminó en su proceso y su condena. En nuestras sociedades occidentales la cicuta y la hoguera existen únicamente —¡gracias a Dios!— bajo la versión soft que consiste en expulsar a un profesor, en los Estados Unidos en negarle una titulación, y por doquiera en no publicar una reseña de su libro.[16]
Ser libre, y presumir de serlo, son dos cosas muy distintas, y eso se ve muy bien, en nuestros tiempos “liberal libertarios”, tanto en el porte de una camiseta con la estampa del Che Guevara, emblema, a la vez, de comunismo y de consumismo, como en esa tan mentada “irreverencia” controlada y cortesana, que caracteriza a los “artistas” y a los “pensadores” oficiales, o de muy buen tono
Saquemos del cesto de la basura —escribe Rémi Brague— un libro grueso aparecido hace algunos años, y echémosle un ojo. Fue escrito en colaboración por dos “filósofos” cuyas mentalidades los oponen más o menos como a Bouvard y a Pécuchet. El libro tiene la forma de un diálogo en el que todas las grandes preguntas del día de hoy deben ser abordadas. De entrada, se apresuran a dejar claro que, por supuesto, los dos son fieles a la Gran Tradición de las Luces [o la Ilustración]. Que haya calma: ellos son modernos, demócratas, partidarios de la autonomía del hombre, etc. ¡Duerman, buenas gentes! Las verdaderas preguntas no serán planteadas.[17]
¿Filosofía vs historia de la filosofía?
De este tema se ocupa un apartado muy interesante de ese libro suyo que venimos comentando, y que nos sirve tanto para comprender qué implica la recepción de una obra como la de Rémi Brague como para guardar nuestras distancias respecto de lo que, con el mayor apoyo institucional, pasa por ser la filosofía más “pura y rigurosa” que se hace, en México y en todos los países receptores de ese, hasta ayer harto exitoso producto de exportación (o en todos los países vasallos del “imperio filosófico analítico”, o anglosajón).
Frente a una filosofía “continental” que, como en Francia o en Italia (y entre nosotros también, al parecer sobre todo gracias a Ortega y a la Escuela de Madrid), concede mucha importancia a la historia de la filosofía, se esgrime el argumento de que, como la filosofía debe ocuparse de “los problemas filosóficos”, en vez de refugiarse en “pensamientos ajenos”, la filosofía “pura”, o “sistemática”, sería más filosófica que la que se demora, en vez de ponerse ella misma manos a la obra, en asimilar la tradición, y en dialogar con ella.
La situación francesa, es curioso constatarlo, desde donde Rémi Brague la veía cuando escribió ese texto, y también desde el punto de vista de Philippe Lacoue-Labarthe, con quien en su seminario tuve toda una asaz excepcional discusión, en su momento; pese a la vigorosísima “excepción francesa”, de la que ellos son dos muy singulares y eminentes representantes —y que es la que nosotros percibimos cuando acudimos a Francia—, no difiere entonces tanto de la mexicana: los “filósofos puros” de por acá (“filósofos analíticos” y “filósofos de la ciencia”, o más bien repetidores o comentaristas de esas harto bien promocionadas franquicias globales, o imperiales), efectivamente se imaginan que ellos, que se identifican desde luego con sus respectivos ídolos de cabecera, y en general con los de “su gremio”, se figuran, porque saben aplicar las reglas de inferencia, que ellos hacen “verdadera y sistemática filosofía”, mientras que quienes dialogamos con la tradición haríamos, presumen, “mera historia de la filosofía”.[18]
Ese debate lo tuve yo, si me permiten una breve digresión del orden de la historia de la filosofía local, o regional, digamos que harto “formal”, o “institucional”, o “colegiadamente”, hace algunos años ya, con los que por entonces eran mis colegas de la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Querétaro, y cuyo número de manos levantadas pudo más que mis argumentos, y les permitió reducir, asaz drásticamente, la parte que en el plan de estudios de esa institución se ocupaba del estudio del pasado, sobre todo remoto (Antigüedad clásica, Edad Media y Modernidad temprana), privilegiando, en cambio, lo de poco más acá de mediados del siglo XX, pese a que ya estábamos empezando entonces la segunda década del XXI, en calidad de “filosofía contemporánea”.
Si tanto insistían en lo de limitarnos a la “filosofía contemporánea”, traté también de hacerles ver, en rigor era yo mismo quien ahí la hacía al introducir a autores como Jean-Luc Nancy, Miguel García-Baró o el propio Rémi Brague; y no ellos que a quienes querían canonizar era a Karl Popper o a Michel Foucault.
Conforta leer, en Rémi Brague, prácticamente los mismos argumentos que entonces esgrimí, en defensa del estudio de nuestra más amplia, y más profunda tradición filosófica:
Son muchos los que —en todo caso en Francia, escribe— pretenden ser filósofos “puros”, e incluso creen que lo son, cuando de hecho no son más que historiadores de la filosofía contemporánea. Se podría incluso caricaturizar a algunos de ellos como a importadores de productos filosóficos extranjeros —lo que, dicho sea de paso, es una de las definiciones que Platón da del sofista en el diálogo que porta ese título. La corriente filosófica en favor de la cual se inscriben, la lengua de la que traducen, la celebridad extranjera de la que se vuelven el concesionario en Francia, todo eso no difiere apenas en última instancia.
Lo que merece nuestra atención —prosigue— es que esas personas, a veces, no se dan cuenta de que son historiadores. La proximidad en el tiempo de los pensamientos que es cuestión de comprender atenúa la impresión de extrañeza. Quienes estudian las obras de los pensadores contemporáneos pueden más fácilmente imaginarse que piensan por sí mismos. Lo malo es que quienes ignoran que hacen historia son rara vez muy exigentes en lo que se refiere a la aplicación de un método histórico riguroso.[19]
La oposición entre la filosofía y su propia historia o desarrollo es en realidad bastante absurda, y la posición de nuestros impacientes simplificadores, o soltadores de amarras. ¿Cómo van estudiar a Heidegger, o a Gadamer o al propio Foucault, les preguntaba a mis colegas, defensores de la “filosofía contemporánea”, sin saber apenas nada de historia de la filosofía?
Lo mejor, sostiene Rémi Brague, es contar, todos, con los dos puntos de vista, o de abordaje:
Pues es a partir de posiciones filosóficas fuertes que se les pueden plantear a los textos del pasado buenas preguntas, y obtener de ellos las respuestas inteligentes que los grandes pensadores siempre dan a quienes los saben interrogar. En cambio, los que hacen filosofía “pura” —lo que en Francia se llama “filosofía general”—, salvando algunas excepciones, no son los mejores filósofos. Y, a la inversa, quienes no hacen nada más que historia de la filosofía, no suelen ser los historiadores más interesantes.[20]
Rémi Brague es justamente tanto más interesante por cuanto se halla en pleno cruce de ambas perspectivas: es un agudísimo historiador de la filosofía, y de las ideas y la cultura en general, que puede dialogar de tú a tú con los grandes textos del pasado. Y es un pensador que aborda los problemas del presente rico de una inmensa erudición, y de una comprensión de nuestro tiempo que sólo da el conocimiento de la historia, no sólo política sino cultural o civilizacional.
Notas
[1] Consultar https://www.youtube.com/watch?v=fpHqluOxx_Y
[2] Juan Carlos Moreno Romo, “Rémi Brague en el Seminario Permanente de Estudios Cruzados sobre la Modernidad. Su primera visita a México”, en AA. VV., Senderos de Verdad 2, ed. cit., pp. 500-512. Hablo aquí, naturalmente, de una vía de recepción, que evidentemente se suma a las otras, y especialmente a las que nos vienen de España, donde para empezar se publica su obra traducida a nuestra lengua.
[3] Rémi Brague, “Une communion entre les générations”, en Communio, ed. cit., p. 145.
[4] Ibidem, p. 148.
[5] Rémi Brague, Modérément moderne, ed. cit., p. 180.
[6] Consultar https://www.youtube.com/watch?v=SPWUh886jvQ
[7] Juan Carlos Moreno Romo, “Entre el ídolo y el ícono. O sobre el buen uso de la filosofía francesa contemporánea”, en César Augusto Ramírez Giraldo y Enán Arrieta Burgos (Eds.), Ética y fenomenología, aportes desde la filosofía francesa contemporánea, ed. cit., pp. 259-292.
[8] Rémi Brague, Introduction au monde grec. Études d’histoire de la philosophie, ed. cit., p. 10.
[9] Ibidem, p. 11.
[10] Ibidem.
[11] Ibidem.
[12] Ibidem, p. 13.
[13] Ibidem. Así es como he interpretado yo, por cierto, la duda metódica cartesiana en Vindicación del cartesianismo radical, ed. cit.
[14] Rémi Brague, ed. cit., p. 15.
[15] Ibidem., ed. cit., p. 16.
[16] Ibidem., ed. cit., pp. 16-17.
[17] Ibidem., ed. cit., p. 17.
[18] Walter Redmond y Mauricio Beuchot serían, a este respecto, en la medida en la que ambos ubicaban su trabajo en la corriente “analítica”, dos notables excepciones.
[19] Rémi Brague, ed. cit., pp. 19-20; y también Platón: El sofista, 224 c-d.
[20] Rémi Brague, ed. cit., pp. 20-21.