Remi Brague
Ampliar los horizontes
Otra bondad, importantísima, de ese estudio cruzado (o, si se quiere, al mismo tiempo vertical y horizontal, o sincrónico y diacrónico) de la historia y la filosofía, es la de ofrecernos un antídoto a nuestro “natural”, o casi fatal provincianismo, que no sólo es geográfico sino también temporal, y sobre todo intelectual o espiritual.
He sostenido muchas veces que nosotros no somos, ni hemos sido nunca modernos; y que por eso era ridículo aquello, que en su momento se importó con toda precipitación, de que a partir del famosísimo Lyotard (por cierto en un curioso olvido de Husserl, y de Ortega), nosotros pasábamos a ser postmodernos. Pero, ¿cómo podríamos ser postmodernos, si ni siquiera habíamos sido nunca realmente modernos?
En el contexto en el que Lyotard escribía, en cambio, en Canadá y en Francia, sus ideas tenían al parecer bastante sentido. Ahí por lo menos había una élite, muchísimo más espesa que la nuestra (esa inmensa clase media que decía Jean-Luc Nancy en su conferencia de la Universidad Nacional de Cuyo), que se había tomado en serio, o que había creído incluso (el propio Lyotard, antes de caerse del tren, que no del caballo), en las promesas de la Ilustración.
Ese hombre moderno —escribe Rémi Brague— puebla la Europa de hoy, o en todo caso es el que ahí da el tono. Es él quien mueve las palancas de mando, en la economía lo mismo que en la política nacional o bruselense. Es él el que, sin saberlo siempre, controla la conciencia de los pueblos europeos haciéndoles ver el mundo a través de sus propias categorías.[1]
Hay empero un punto en el que en cierto grado al menos sí padecemos de esa enfermedad, o esa superchería que dice el propio Rémi Brague: la ruptura ideológica con nuestro pasado, o la amnesia cuidadosamente promovida y mantenida por todo el aparato oficial, y extraoficial. Así como en Europa se rechaza eso que llaman la Edad Media, en México y en toda Iberoamérica hay un silencio espeso —harto elocuente para quien lo sepa escuchar— sobre todo lo que malamente llaman “colonial”.
La historia oficial nos encierra, por definición —esa versión “secular” de lo que otrora eran los mitos identitarios—, en el estrechísimo horizonte que es del interés, y de la competencia o el dominio del Estado respectivo. Una historia no contaminada por el mito —nos advierten, en El mito nazi, Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy— es todavía una tarea pendiente.[2]
Y así, nosotros somos modernos justo en la medida en la que somos eso que ahora llaman “ciudadanos”, en la medida en la que dependemos de un Estado moderno, o westfaliano, y de su discurso respectivo: su “educación pública”, su “comunicación”, o su retórica; su reconocimiento y promoción del “pensamiento crítico”, y del arte “irreverente” (que si de veras lo son, precisa Antonio Marino, lo son sólo para con el pasado que se desea borrar),[3] sus promociones, premios, y celebridades.
Todo está hecho para encerrarnos en un determinado espacio, y en un tiempo cuidadosamente estrecho (en “el siglo”, que es la medida moderna del mundo o el universo), y para volvernos ciervos, a final de cuentas, de una especie de gran feudo burgués, o financiero.
Burdos sofismas que no soportan el más mínimo análisis, y que por eso nos mantienen permanentemente asediados con su ruido, y ahora mismo con el parpadeo de sus pantallas. Pero si de pronto un Sócrates surge por ahí, y se pone a hacer preguntas incómodas…
Nosotros, historiadores de la filosofía —escribe Rémi Brague— […], nosotros somos los que preguntamos quiénes somos. Nosotros somos aquellos para quienes la identidad está presente como una interrogación. Los que tratamos de llevar a cabo una suerte de “conócete a ti mismo” histórico. Los que quieren plantearse la cuestión de su identidad haciendo un rodeo. La identidad del hombre contemporáneo —subraya— está condicionada históricamente. Lo que somos es lo que hemos venido a ser.[4]
Si rasuran al vecino
Y hay otro aspecto en el que también somos, en México, en toda Iberoamérica, y en general en todos los arrabales del mundo moderno, si no de todo a todo, al menos sí relativa, o “política”, ideológica y económica, o estructuralmente “modernos”: el de la “secular” teleología —que no escatología— esa del “subdesarrollo”.
Para nuestros Estados y para su doxa respectiva, asumida, acríticamente, a más o menos todos sus niveles, nuestro horizonte de futuro —paradisiaco él, aunque inalcanzable casi por definición— es el famoso “Progreso” o “Desarrollo”; es decir, la Modernidad plena, la llegada a ese país de Jauja que desde el siglo XIX se llama Europa, o América también, entendiendo por ésta a esa América que no es precisamente la nuestra.
Y aquí vendría a cuento algo de lo que Jean-Luc Nancy expuso, en línea, el 20 de mayo de 2021, cuando la Universidad Nacional de Cuyo le concedió el doctorado honoris causa, en el marco del Congreso Internacional de Filosofía “Pensar el Presente”, en la que resultó ser una de sus últimas conferencias.
Si hay un progreso, el día de hoy —nos dijo pues Jean-Luc Nancy—, es sólo el que representa, para todos aquellos que no lo comparten, el modo de vida que se llama occidental: electrificado, petrolizado, higienizado, informatizado. Auto, smartphone, y asilo de ancianos. Pero los que lo comparten, y que se molestan cuando su confort es afectado, saben más o menos confusamente (cada vez menos, a decir verdad) que ya no se progresa, o que nunca se ha progresado, si este término implica un crecimiento hacia una realización, y hacia el cumplimiento de una plenitud. Ni segunda naturaleza, ni sociedad justa, ni humanidad fraterna, y ni siquiera satisfacción fisiológica porque nosotros mismos fabricamos nuestras patologías…[5]
Y sin embargo, como por su parte observa Rémi Brague, ni en Europa ni fuera de ella se sacan las debidas consecuencias, y la ideología de la Ilustración campea a sus anchas, como muy bien dice, “todavía extendida entre el proletariado intelectual”.[6]
La Modernidad ideológica, como es sabido (y como entre nosotros proyecta incluso nuestra gloriosa, y harto revolucionaria constitución), es esencialmente la “superación” —y la suplantación también, asaz parasitaria— del cristianismo, del que constantemente levantan, políticos e ideólogos, el acta de defunción.
Por ejemplo el año 2000, en la Sorbona, en donde la fecha de tres números redondos se prestaba de maravilla para volver a hacerlo —en el simposio “Cristianismo: herencias y destinos”— con bombo y con platillo; y en donde, con algunas salvedades, como el proletariado intelectual estaba muy poco representado, el diagnóstico fue más bien decepcionante, o muy distinto del normalmente esperado.
Especialmente en la intervención de Rémi Brague, sobre “Las condiciones de un porvenir”, en donde lo dejó muy claro desde el principio: “Estamos aquí para hablar del futuro del cristianismo. Sobre eso no hay que preocuparse —les dijo—. En cambio, es el futuro de la propia humanidad el que aparece muy comprometido”.[7]
Ninguna de las perplejidades de nuestro tiempo representa, pese a la incesante propaganda en su contra, un desmentido contra el cristianismo, sus enseñanzas y sus promesas. En cambio, el pretendido mundo “postcristiano”, la Modernidad ilustrada hace agua por todas partes.
En su libro de 2013 titulado Lo propio del hombre Rémi Brague recoge, amplía y profundiza el análisis adelantado en aquella conferencia de la Sorbona:
Tenemos que levantar el acta —escribe— de un hecho nuevo que no carece de importancia. Se lo intenta camuflar mediante mil subterfugios. Me parece que es más oportuno clamarlo a los cuatro vientos. No, ciertamente, como un grito de triunfo, sino como la expresión de una inquietud profundamente sentida: el proyecto ateo de los Tiempos modernos ha fracasado. El ateísmo es incapaz de responder a la pregunta por la legitimidad del hombre.[8]
Según Voltaire y compañía “la religión”, y el cristianismo sobre todo, al que de entrada atacaban subsumiéndolo en tan abusivo género, tenía la culpa de todos los males de una Europa lastimada por la superstición, el fanatismo, y esas “consecuentes guerras de religión” de las que la filosofía y las Luces de la verdadera Ciencia vendrían por fin —y la educación republicana y racional— a sacarla.
Es todavía bastante conocido lo que al respecto argumentaba en su momento Jean-François Lyotard, a propósito del fiasco del proyecto Ilustrado, especialmente en lo que se refiere a su propia dimensión de secular religión violenta, y a su modo hacen ese mismo diagnóstico autores como Régis Debray, Alain Besançon o el propio Jean-Luc Nancy.
René Girar tomó al toro por los cuernos y revisó muy a fondo, lo dice el título de su obra principal, el ineludible vínculo entre La violencia y lo sagrado. Pero para mostrar precisamente que es el cristianismo el que desata el nudo de todas esas religiones primitivas efectivamente muy violentas, con lo que tan acertadamente denomina la “trampa de la cruz”: al desatar su furia contra una víctima perfectamente inocente, explica, el mecanismo de la crisis mimética que subyace a las religiones queda por fin al descubierto.
Rémi Brague por su parte trae a cuento la advertencia de Rousseau, a propósito del presuntamente “tolerante” y pacificador ateísmo: “sus principios —escribe el autor del Emilio— no hacen matar a los hombres, pero les impiden nacer”.[9]
Rosseau no sabe nada ni de Auschwitz, ni del Goulag, ni de otras mil lindezas por el estilo, pero en cambio adivina el hedonista “presentismo” en el que la Europa contemporánea, y con ella el entero mundo desarrollado, y secularizado, se hallan atascados, en la imposibilidad en la que están, subraya Rémi Brague, de fundar la legitimidad del hombre.
Tras casi un siglo de agitar el fantasma de la “explosión demográfica”, todavía invocado el día de hoy por las globalistas y Terrestres o ecológicas élites malthusianas, el verdadero problema que enfrentan los países ricos es el de su implosión demográfica. No tienen hijos, y no quieren tenerlos. Prefieren perros esterilizados. Han perdido el sentido, y las ganas de vivir y de transmitirles, a las nuevas generaciones sin las cuales no hay futuro, la vida recibida.
La amenaza pesa, por un lado —comenta Rémi Brague— sobre la existencia material de la especie humana en la tierra. Pero también porta, y acaso más esencialmente, sobre lo que hace que el hombre sea humano, sobre las potencias de humanización en el hombre.[10]
La crisis es de dimensiones cósmicas, y más profundamente aun metafísicas, o religiosas, y entre tanto la Modernidad se ha prohibido a sí misma esos terrenos de reflexión o de abordaje. El mundo Moderno y desarrollado no es ya que esté en un colosal un impase, sino que está cayendo ya, ahora mismo, en el despeñadero. De ahí la agitación histórica presente.
Y sin embargo, en nuestras periferias, el proletariado político e intelectual…
En el Primer Mundo, en cambio, sí que van cayendo ya en la cuenta:
Si los pueblos no europeos deben seguirnos y adoptar nuestro modo de vida actual —advierte Rémi Brague—, también ellos desaparecerán. La cuestión que se plantea es entonces la de saber —subraya— si la Ilustración no será acaso mortífera.[11]
¿Humanismo mexicano?
Cuando por fin logré —tras unos cuantos años de interlocución, y tras varias tentativas de organizar incluso algún simposio en torno suyo, y con su propia presencia y participación, desde luego— que Rémi Brague visitara México en la primavera de 2014, quise aprovechar también para que, unos días antes de desarrollar, en las bellas ciudades virreinales de Querétaro y Morelia, la intensa agenda académica con la que tuvo la generosidad de venir, pudiera por lo menos visitar, amén de la propia ciudad de México, las impresionantes ruinas de Teotihuacán.
Como teníamos poco tiempo para ello y había que aprovecharlo al máximo contraté, en el hotel mismo en el que nos alojábamos, un servicio de transporte y guía. El itinerario contemplaba, para empezar, una muy breve visita, o un alto, o un brevísimo prólogo más bien, en Tlatelolco, frente a la Plaza de las tres culturas. No recuerdo exactamente el comentario que hice entonces, tras la explicación de nuestro guía, seguramente a propósito del anuncio que nos hizo de lo que veríamos en la fase principal de nuestra visita. —“¡En Teotihuacán —aseguró—, nunca se hicieron sacrificios humanos!”
No quise desautorizarlo de inmediato, pero en cuanto pude le comenté a nuestro invitado que desde luego no era exacto lo que nuestro simpático guía nos acababa de decir. No hacía falta que le precisara nada, pues desde luego eso él ya lo sabía, entre otras cosas porque seguramente habrá leído lo que al respecto escribe, en El chivo expiatorio, nada menos que René Girard. —“A nadie le gusta pensar que sus ancestros hacían eso”, me respondió, poco más o menos. Y el caso es que todos procedemos, por doquiera, más cerca o más lejos en el tiempo, de ese tremendo, y repulsivo, y trágico estadio de la historia o de la civilización, que encima no hemos acabado de dejar atrás.
En tanto que francés —escribe Rémi Brague en Europa, la vía romana—, yo me enorgullezco, pues, de ser el retoño de una nación de traidores: los galos, que han sido lo bastante inteligentes como para dejarse arrancar su autenticidad —con la encantadora costumbre, entre otras, de los sacrificios humanos— en beneficio de la civilización romana.[12]
La negación de lo patente, en cambio, en relación a lo que se hacía en Teotihuacán, y en todo el México prehispánico, como en épocas más lejanas se hizo pues en todo el mundo, no es cosa de tan sólo un singularmente patriótico o piadoso guía de turistas. Ni es cosa nada más de la ocurrencia aquella de esas dos muy güeras y encumbradas damas que le quisieron cambiar el nombre al árbol de la noche triste (para que muy poco tiempo después una de ellas vaya y pida, no sé si sin ruborizarse, la nacionalidad española). El mismísimo “humanismo mexicano” está comprometido aquí, en la estela del más amplio indigenismo. Y no me refiero al humanismo mexicano más propiamente dicho, y muy legítimamente estudiado, y ensalzado y prolongado por estudiosos como Gabriel Méndez Plancarte o Mauricio Beuchot (id. est., a la muy temprana introducción, y al cultivo de las humanidades en nuestro país), sino al oficialísimo discurso que, ahora mismo, hace en el supuestamente postneoliberal México de Morena las veces que el “liberalismo social” hacía en el México de su rival mimético Carlos Salinas de Gortari.
En su libro titulado ¡Gracias!, Andrés Manuel López Obrador habla también, por ejemplo, de “los sacrificios humanos inventados por los conquistadores”, y asegura que esa fue nada menos que “la leyenda que crearon los invasores para justificar la opresión y el saqueo que impusieron con la cruz y la espada, en aras de la supuesta civilización.”[13] Eso es dar un paso más respecto de la cultura priista, o más ampliamente liberal, e indigenista, para la cual aquella práctica, aunque se reconocía que había existido, se banalizaba o se justificaba echando mano del relativismo cultural: —“Sí, en el México prehispánico se hacían sacrificios humanos —se reconoce—, pero aquello no era lo que nosotros creemos: las víctimas estaban encantadas con el hecho de tener que ser sacrificadas, y lo vivían incluso como todo un privilegio”.
Y esta enormidad tan “mexicana”, y que forma efectivamente parte de la doxa que en permanencia se promueve y se difunde, desde la educación oprimaria hasta los más altos niveles de la “cultura” y la universidad, también forma parte, por ejemplo, de una discusión más ampliamente occidental, y por lo pronto franco-francesa.
René Girard lo critica en Jacques Soustelle, frente a cuyas (en el fondo harto condescendientes) veleidades indigenistas, subraya el papel del mimetismo que se alcanza a ver, por ejemplo en el mito azteca de la creación del sol y de la luna mediante el sacrificio “voluntario” de Nanahuatzin y de Tecuciztécatl, que encaja perfectamente, si se lo ve con atención, en su teoría de la crisis mimética.
Por lo demás, argumenta muy bien René Girard:
O bien nuestras fuentes no valen nada y no nos queda más remedio que callarnos: jamás sabremos nada cierto sobre los aztecas, o bien nuestras fuentes valen algo, y la honestidad obliga a concluir que la religión de ese pueblo no ha usurpado su lugar en el museo planetario del horror humano.[14]
El humanismo, ya que de eso se trata, el que coincide con el amoroso estudio de las humanidades, y con su sana emulación, comienza ciertamente con el respetuoso estudio de las fuentes, y con el esfuerzo de acceder a la verdad histórica a la que dan acceso ellas mismas, como bien subraya Eugenio Garin.[15]
Y a este respecto cabe señalar también, por cierto, que Atribuirle a Tolstoi aquello tan certero, de San Agustín, sobre la justicia haciendo la diferencia entre un gobierno legítimo y una mera banda de ladones, no es tampoco un buen ejemplo de humanismo. Y encima hay robo, o plagio, en el recurso mismo a la sapientísima y valiente frase que reprueba el robo. López Obrador ignora o disimula, de manera consciente —él o su pluma—, la verdadera fuente —católica y patrística— de lo que está citando, y eso desde luego no es muy humanista que digamos.[16]
Apasionado de nuestro siglo XIX, por lo demás, y partidario, en ese siglo y en el nuestro, de los harto progresistas “liberales” que luchaban contra esos malos de los “conservadores”, el expresidente y “líder moral” de su “movimiento” es sin lugar a dudas ante todo un hombre “moderno e ilustrado” y, como tal, me temo que si efectivamente puede apelar a cierto “humanismo” —al humanism del proyecto moderno, de cuya bancarrota hemos hablado ya, y respecto de la que él mismo tendría que tener alguna noticia—, a las humanidades propiamente dichas, en cambio, y al humanismo serio y consecuente, ciertamente no les es demasiado afín.
Y aquí tenemos otro muy buen motivo para invitar, en México, y desde un México enredado ahora mismo, más o menos, con el galimatías de un inconsistente o contradictorio e ideológico “humanismo mexicano” —pero que si lo está, lo está justo en la medida en la que se cultiva el olvido de las humanidades—, a la lectura de una obra que, como la de Rémi Brague, nos puede ayudar muy amplia, y muy certera y muy profundamente, a salir de tanta confusión.
Permítanme otra digresión del orden de la historia local, ya no tan sólo de la filosofía, sino de la (in)cultura universitaria en general. Miembro de una comisión que trabajaba para conformar un “doctorado en humanidades”, echando mano del profesorado ya no sólo del área de filosofía, sino también de las de antropología e historia adscritos a nuestra Facultad, me di cuenta desde las primeras reuniones de este grupo de trabajo que, aunque todos dábamos por sentado que sabíamos de qué estábamos hablando, nuestra pequeña babel de “especialistas” hacía patente que eso no era así.
Organicé, en reacción a ello, un sencillo coloquio en el que les pedí a unos cuantos colegas de las tres áreas que nos expusieran qué entendían pues por “humanidades”, y la confusión que se asomaba en las interminables e infructuosas deliberaciones de la comisión organizadora del susodicho doctorado salió entonces a plena luz: prácticamente nadie tenía idea de lo que eran las humanidades, a las que confundían, algunos con el mero sentimiento, o el comportamiento humanitario, otros con el “compromiso social”, y casi todos con las meras ciencias sociales. Tan sólo hubo un colega, historiador, que por lo menos sabía que hablábamos de algo que tenía que ver con el griego, el latín, y el famosísimo Renacimiento italiano.
Es tan sólo un botón de muestra, y la verdad es que se puede decir que también en eso somos modernos pues también nosotros hemos olvidado, casi constitutivamente, lo que las humanidades son, en cuanto tales, al grado de confundirlas con lo que en su lugar, objetivando al ser humano (id. est., transformándolo en un mero objeto, despojándolo de su libertad, su singularidad y su dignidad), pretende hacer el complemento de las ciencias naturales. Me refiero a las contradictorias, o imposibles e “ininteresantes” ciencias sociales.
En el artículo “Humanisme médiéval et renaissance”, por cierto muy recientemente reeditado, Étienne Gilson nos da al respecto una asaz certera, y muy útil y oportuna indicación.
El humanismo —escribe—, es a la vez el culto de la antigüedad griega y romana, el sentimiento del valor y la belleza de la forma considerada en sí misma, y es en fin el sentimiento correspondiente del valor, de la dignidad de la naturaleza y del hombre como tales.[17]
El indigenismo, o el neotribalismo ese, tan moderno, de “nuestros ancestros los galos”, los “arios puros” o “nuestras verdaderas raíces”, no es difícil adivinar que aquí reivindicaría ante todo el amor de su propia antigüedad y de sus propias proezas formales o estéticas. ¿Por qué no? Lo justo es darles su oportunidad, siempre que no nos encerremos en ellas, ni se nos vuelvan una prisión que nos impida aspirar a cosas mejores. Y aquí entraría lo que Rémi Brague expone magistralmente, en Europa, la vía romana, a propósito de ese pueblo vencedor, los romanos, que no tuvo empacho en volverse imitador de Grecia, cuya cultura era muy superior a las suya.
A diferencia de los griegos —escribe—, que se enorgullecen de no deberle nada a nadie, de no tener maestros, los romanos confiesan de buen grado lo que deben a los demás.
A diferencia de los griegos, que reivindican con orgullo una presunta autoctonía, evidentemente legendaria, por lo demás, los romanos vinculan su origen a una no-autoctonía, a una fundación, a una trasplantación en un suelo nuevo.[18]
Y ante todo: ¿qué hay respecto de lo de la dignidad de la naturaleza, y del hombre como tal? Es precisamente a ese nivel que cabe hablar, como lo expone Werner Jaeger en Paideia, de verdadero humanismo: de la formación del ser humano no en función —utilitaria o servil— de sus ocupaciones futuras, sino en función del ideal humano que es posible realizar, alcanzando en sí mismo la belleza, o aun la santidad, cumpliendo la propia vida en calidad de fin y no de indiferente, intercambiable o reemplazable medio. ¡Y eso sí que se nos vuelve “interesante”![19]
Sentimos, vagamente, que, parafraseando a Heráclito, la hiperespecialización no es sabiduría. Y en el contraste entre un viejo y noble obrero o campesino (o incluso entre un amable y jovial, por más que no perfectamente bien informado guía de turistas), y un científico, un artista, un hombre de negocios, o un político grosero y mal educado, se hace evidente que, a nivel de las “élites educadas”, algo muy valioso se ha perdido.
Eso que los distingue, engrosa sus curriculums y los habilita o “certifica”, evidentemente no los hace mejores seres humanos (ni siquiera, digamos, para sí mismos o de manera egoísta, pues un clasemediero, e incluso un “rico” espécimen de las sociedades desarrolladas, cuyas lecturas se limitan a los libros y a las revistas de moda; cuyo mundo es sobre todo el de las pantallas; cuyos viajes, si van más allá de Las Vegas, no se apartan un ápice del mero pastoreo turístico; y cuyo “consumo cultural”, en suma, indiscernible del chismorreo noticioso o del entretenimiento, en el fondo no es más que mero consumo, un hombre así es en realidad un pobre hombre “rico”).
Lo que va de un viejo palacio renacentista (y su respectiva biblioteca) a cualquiera de esos rascacielos llenos de oficinas de película estadounidense (las de muros de cristal, y amplísimas vistas sobre una ciudad geométricamente replicada, y homogénea), ilustra muy bien la cultura, o la incultura de sus habituales ocupantes. La arquitectura del saber de los unos, dicho de otro modo, hace patente la casi total falta de ella en el saber de los otros.
El saber premoderno —explica Rémi Brague— formaba parte de eso que llamamos “humanidades”, las litterae hummaniores. Su edificio comprendía unas disciplinas cuya tarea era la de humanizar, la de volver al hombre más humano. Esas materias eran del orden de la “literatura”, pero no más que del dominio “científico”. Los que se dedicaban a las ciencias más “duras” de la época admitían que el estudio de éstas podía volver virtuoso. Ptolomeo escribe en el prefacio del Almagesto que nada es más propio que la astronomía para volvernos gentes de bien, a fuerza de contemplar la regularidad, el buen orden, la harmonía, la modestia de las esferas celestes. Y Averroes escribe tranquilamente que el estudio de la física puede enseñarnos la virtud de justicia, porque la naturaleza misma posee esa virtud.[20]
No es pues que, como se suele creer, el problema esté en la preponderancia de las “ciencias naturales”, en detrimento de las utilitaristamente relegadas “ciencias sociales y humanidades”, que en Francia equivaldrían más o menos a lo que se pone del lado de las “letras”, pues lo mismo que cuando, en la preparatoria, llegas a la clase de física y esperas que se te dé acceso a una mejor comprensión del mundo, y a cambio se te dan meras fórmulas de cálculo por aplicar, llegado el caso; en literatura, en historia o en filosofía pasa casi exactamente igual, y es cosa de aprenderse los nombres de los autores y los personajes célebres, las corrientes, los periodos…, con el agravante de que no se le ve siquiera, a todo eso, la eventual utilidad.
El problema está en que, con el trampantojo de la “educación”, lo que en realidad se promueve es otra cosa, y en que, sometidos todos al mero interés pecuniario o material, nos capacitamos, pero no nos formamos. No buscamos libremente, en nuestro extinto, o inconcebible tiempo de ocio, apropiarnos la belleza. O no nos dejan hacerlo, pues nos han robado la escuela, y nos han robado la universidad, transformándolas en empresas al servicio de las empresas en las que el time is money.[21]
Así —concluye Rémi Brague (corrigiendo el diagnóstico del físico y novelista inglés Charles Percy Snow)—, no hay dos culturas. Hay una sola. Pero es muy pequeña, y no es ni literaria ni científica. Simplemente no es del orden del saber. Nosotros los modernos estamos en efecto colocados delante de saberes que ya no nos pueden humanizar. Ante ese problema, nosotros estamos —seamos de “letras” o de “ciencias”, especialistas de saberes adamantinos o gelatinosos— alojados todos en el mismo barco.[22]
Nuestro sistema educativo, y nuestras universidades e instituciones científicas y “culturales” en general, ni educan, ni cultivan, ni se prestan demasiado para que nosotros mismos nos podamos cultivar, si por casualidad nos tomamos en serio lo que dicen su membrete o su fachada. Se ocupan de saberes que en el mejor de los casos nos capacitan, o al menos nos certifican, o nos dan el pretexto para producir artículos de consumo que incidan en nuestros indicadores, en los de nuestras instituciones, y allá, a lo lejos, en los de la bolsa; pero ni por asomo nos consideran y cultivan como seres humanos únicos, singular-plurales, y con capacidad de hacernos, con su ayuda o su concurso, cada vez mejores.
Cultivarse —observa nuevamente Rémi Brague—, lo mismo para el individuo que para la colectividad, no es constituirse una colección de opiniones. Las grandes obras de la literatura, de la pintura, de la música, y por supuesto de la filosofía, no son bellos juguetes con los que nos podamos divertir, ellas contienen “verdad”.[23]
Y la verdad no es algo que a nuestros modernísimos sistemas de gobierno les resulte demasiado cómodo, ni tampoco a nuestras economías —¡y a nuestros genios malignos muchísimo menos!—, pues ésta implica por lo pronto el tener que vérselas con la siempre compleja, o difícil —a veces angustiosa, y últimamente al parecer harto temible y subversiva— libertad.
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- Nancy, Jean-Luc, “À présent. ¿Qué significa el presente?”, en Mirtha Susana Rodríguez y Pablo Martín Meier (Coods.), Pensar el presente. Actas del Congreso Internacional de Filosofía, Jagüel Editores, Mendoza, 2024, pp. 23-28.
- Tolstói, León, El reino de Dios está en vosotros, México.
Notas
[1] Rémi Brague, Modérément moderne, ed. cit., p. 45.
[2] Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, El mito nazi, traducción y epílogo de Juan Carlos Moreno Romo, ed. cit., p. 25.
[3] Antonio Marino, “Las bases filosóficas y políticas del proyecto educativo moderno”, en AAVV, Ensayos filosóficos, “Cuadernos de Investigación” # 15, ed. cit., pp. 13-31. Y también “Universidad y nación”, en Auriga 3, ed. cit., pp. 28-36.
[4] Rémi Brague, ed. cit., p. 37.
[5] Jean-Luc Nancy, “À présent. ¿Qué significa el presente?”, en Mirtha Susana Rodríguez y Pablo Martín Meier (Coods.), Pensar el presente. Actas del Congreso Internacional de Filosofía, ed. cit., pp. 23-28; cita en la p. 25.
[6] Rémi Brague, Au moyen du Moyen Âge, ed. cit., p. 43.
[7] Rémi Brague, «Les conditions d’un avenir », en Cyrille Michon (Dir.), Christianisme : héritages et destins, ed. cit., pp. 337 – 351 ; p. 347 para la cita.
[8] Rémi Brague, Le propre de l’homme, ed. cit., p. 35.
[9] Citado por Rémi Brague en Des vérités devenues folles, Salvator, París, 2019, p. 49. La fuente es Rousseau, ed. cit., p. 632.
[10] Rémi Brague, Le propre de l’homme, ed. cit., p. 41.
[11] Rémi Brague, Modérément moderne, ed. cit., p. 307.
[12] Rémi Brague, Europa, la vía romana, ed. cit., p. 149.
[13] Andrés Manuel López Obrador, ¡Gracias!, ed. cit., p. 453.
[14] René Girard, De la violenca à la divinité (Le bouc émisaire), ed. cit., p. 1306.
[15] Eugenio Garin, L’humanisme italien, ed. cit., pp. 14-15.
[16] San Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, ed. cit., p. 228 del tomo I (capítulo 4 del libro IV): “Si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en bandas de ladrones a gran escala?” Y también Andrés Manuel López Obrador, 2018 La salida. Decadencia y renacimiento de México, ed. cit., p. 13; y Hacia una economía moral, ed. cit., p. 34.
[17] Étienne Gilson, Littérature et philosophie. Oeuvres complètes III, ed. cit., p. 160.
[18] Rémi Brague, Europe, la voie romaine, ed. cit., p. 34 / Europa, la vía romana, ed. cit., pp. 43-44.
[19] Rémi Brague, Modérément moderne, ed. cit., p. 206.
[20] Rémi Brague, ed. cit., p. 106.
[21] Juan Carlos Moreno Romo, Nos roban la universidad, ECU, Alicante, 2023.
[22] Rémi Brague, ed. cit., p. 207.
[23] Ibidem, ed. cit., p. 209.