¿Vivimos el fracaso del ateísmo? Parte 2

Remi Brague. Wikipedia commons.

 

 

¿Cómo se entiende la religión en la modernidad? El mito de la violencia religiosa

 

La perfección humana y la perfección técnica son incompatibles. Si queremos la una, debemos sacrificar la otra.

 —Ernst Jünger

Pareciera que el concepto “religión” es claro y que puede definirse fácilmente, sin embargo, bien analizado, el modo en que éste se emplea de manera cotidiana carece de sentido. ¿Qué se entiende hoy por religión? En términos generales se suele definir como un conjunto de creencias que se practican en el ámbito privado, pues lo público es asunto “político”. A lo que habría que preguntarse, para más inri, si toda creencia es una religión, pues esta simple observación ya pone en serios aprietos la proposición anterior. Permítanme adelantar la tesis de este apartado: la forma cómo se emplea la palabra religión actualmente es una forma de neutralizar los credos tradicionales. El concepto religión, en el uso cotidiano contemporáneo, tiene su génesis con el nacimiento teórico del Estado, institución primordial en la Edad Moderna, que, para lograr poder instaurar su hegemonía, neutralizó a su competencia: la Iglesia.

El concepto religión no era usado comúnmente en la Edad Media para referirse al cristianismo, ni siquiera al islam o al judaísmo. Usualmente, las personas se referían a sí mismas como pertenecientes a pueblos regidos por la “ley de Cristo” o la “ley de Moisés”. San Agustín, por ejemplo, usaba la palabra religio como una virtud. Es decir, la religión era aquella virtud que nos vinculaba con Dios y nos llevaba a realizar la justicia; en consecuencia, para ser virtuosos era menester actuar con justicia en cualquier dimensión vital, pues para San Agustín, como para cualquier hombre antiguo y medieval, los deberes para con Dios no se diferenciaban de los deberes mundanos. Antes bien, adorar correctamente a Dios conllevaba actuar virtuosamente. En la Edad Media, la palabra religión, además de ser una de las nueve virtudes para alcanzar la justicia, se utilizaba como referencias a las diversas órdenes monacales.[1] En sí, la religión era vista como una forma de virtud que ayudaba al hombre a conseguir el orden y la armonía con Dios mediante una ley eterna y universal que se plasmaba en las instituciones que ejercían su soberanía y autoridad. En Europa, durante toda la Edad Media la Iglesia representaba el orden divino del mundo, la unidad de los pueblos en una sola fe.

No fue hasta la crisis de la cristiandad cuando apareció una nueva concepción religiosa: creencia que se practica en el ámbito privado y que, al ser “irracional”, no puede ocupar el ámbito público. El Estado, como forma histórica política moderna, es el responsable de que el concepto “religión” haya recibido esta interpretación. Thomas Hobbes fue el gran artífice del Estado y pensó que dicha maquinaria podría solucionar el problema de la diversidad de los credos cristianos que ocasionaron el deterioro de la unidad religiosa.

Para Hobbes el Estado era la solución para recuperar la unidad dinamitada por las guerras civiles tras la ruptura de la cristiandad. El Estado, para Hobbes, debería sustituir a la Iglesia porque éste permitía entender el orden de una forma nueva: la unidad de la autoridad religiosa con el poder político. Antiguamente, la Iglesia había diferenciado entre dos dimensiones: la autoridad y el poder. El papa Galesio había iniciado la diferencia con la “teoría de las dos espadas”: una en manos del emperador y otra en manos del Papa. Según Walter Ullmann: “En uno de sus tratados, Galesio profundiza considerablemente estas ideas […] argumenta contra la identificación imperial de los poderes real y sacerdotal, asegurando que tan solo Jesucristo había sido rey y a la vez sacerdote, y que justo a partir de Jesucristo las funciones del rey y del sacerdote habían sido diferenciadas. Ninguno de los dos tenía que intervenir en los asuntos del otro […] Las cuestiones materiales, aseguraba, eran competencia de los reyes, quienes necesitaban de los pontífices para su propia salvación […] La soberanía referida a materias básicas y vitales pertenecían al entre las atribuciones del papa, pero la gestión real de las materias mundanales correspondía al rey”.[2] Para el pensador inglés, el error de la Iglesia había sido diferenciar ambas dimensiones, cuando lo que se debía haber hecho era unirlas bajo una sola cabeza. Las autoridades espiritual y civil no deben estar representadas en dos figuras distintas, una subordinada a la otra, sino que deben estar condensadas en una sola. Éste es el rey o el parlamento. En obras como el Leviatán o Behemot la principal crítica se dirige a dicha división: “Y, por consiguiente, allí donde el rey es cabeza de la Iglesia y, por tanto, juez supremo de la rectitud de todas las interpretaciones de la Escritura, obedecer las leyes y los edictos públicos del rey no es desobedecer a Dios, sino obedecerle”.[3] Desde el punto de vista de Hobbes, resarciendo la escisión entre poder espiritual y temporal, se recupera la unidad. Los cristianos tendrían un solo amo: “Que nadie sino Abraham en su familia, y nadie sino un soberano en un Estado cristiano puede saber lo que es y lo que no es la palabra de Dios. En efecto, Dios habló solamente a Abraham, y sólo él fue capaz de saber lo que Dios dijo, e interpretarlo para su familia: y, por consiguiente, también, los que ocupan el lugar de Abraham en un Estado son los únicos intérpretes de lo que Dios ha manifestado”.[4]

El Estado nace, entonces, no como alternativa a la autoridad espiritual, sino como una nueva forma de poder religioso  o  autoridad para lograr la unidad.[5] En sí, el pensamiento de Hobbes puede catalogarse como esotérico y mítico. No es casualidad que este pensador recurra a dos monstruos mitológicos para titular sus obras, pues de esta manera trata de representar dos poderes que logran establecer orden en el caos. El Leviatán es la bestia marina que vence a los mares. El mar representaba, en el lenguaje simbólico del mundo antiguo, el caos. Sólo mediante dicha bestia, el ser humano puede prevenir el caos y el azar. Bien diría Dalmacio Negro que el Estado nace para vencer el azar y todo aquello que escapa de las manos del hombre.[6]

El Estado se originó por una concepción atomista y mecanicista de la naturaleza, como señala Negro: “El Estado refleja la actitud del hombre europeo moderno ante la naturaleza. En cierto modo, su origen es la astronomía: los hechos obligaron a revisar las teorías astronómicas y de la revolución astronómica resultó, frente a la creencia ancestral, la muerte del cosmos y la probable muerte del cielo”.[7] A diferencia de la Iglesia, que se basaba en una concepción teleológica de la naturaleza que consideraba las primeras causas, fines y donde la Providencia se manifestaba en la historia, el Estado se fundamenta en una concepción de desorden natural que sólo la mano humana puede ordenar. El Estado, como señala Negro, fue concebido como una gran máquina capaz de manipular la naturaleza. Carente de todo bien intrínseco, la naturaleza sólo es una masa que debe moldearse para evitar el desorden.[8] En la incipiente concepción científica de la modernidad, el Estado es la institución que mejor representa el dominio de la naturaleza de la época: no dejar nada fuera de las manos del hombre y controlarlo todo por medio de la gran máquina.[9]

El Estado es la maquinaria que comenzó a resolver los problemas que los poderes medievales no podían resolver e inició el proceso de neutralización de la cultura, es decir, de las formas tradicionales de orden. Neutralizar otros órdenes, ajenos al estatal, es el fin de la maquinaria estatal. Para ello, el Estado supone individuos y no familias, como era habitual en la antigua forma de pensamiento político. La neutralización de la cultura empieza por atomizar las comunidades. Rémi Brague indica, atinadamente, que el Estado es una de las instituciones que fragmenta la familia, pues, bajo la metafísica estatal, las sociedades humanas se conforman por partículas o átomos dispersos que deben ordenarse por el gran ingeniero: el Estado. “La estrategia del Estado moderno es otra. Intenta reducir a los seres humanos a individuos”.[10]

La neutralización es el fin del Estado. El principal objetivo de neutralización son las formas tradicionales de vida. En Europa fue el caso de la Iglesia y el cristianismo. La superstición de que la violencia procede de la religiosidad es el mito que funda el Estado. En este contexto, la palabra religión empezó a utilizarse para referirse de manera despectiva a órdenes no estatales, que debían ser recluidos al espacio “privado”, pues lo público pertenece al Estado y a su “racionalidad calculadora”. La violencia se origina, desde esta concepción, cuando la Iglesia y las religiones irrumpen en el espacio público.[11] Por ello, los credos deben neutralizarse y confinarse a la esfera privada. Así, la religión será entendida en relación con la piedad, pero ajeno a la dimensión de la razón. La racionalidad entraña el cálculo y las posibilidades técnicas debido a la metafísica que la fundamenta: dejar de tomar en cuenta las causas finales y centrarse solamente en causas eficientes y materiales.[12]

El Estado, al restaurar la unión de lo sagrado con lo profano logra  la consolidación de un nuevo ordenamiento sacral, disfrazado  bajo las máscaras de la mera tecnicidad y la racionalidad. Sin embargo, la racionalidad estatal no se quedó con una simple máquina calculadora, sino que, para unir al conjunto de individuos desarraigados, tuvo que unir las voluntades mediante diversos mitos. Parafraseando a Rousseau: la ciencia y las artes no crean civilizaciones, es la religión (la pasión), quien lo hace.[13]

El Estado, entonces, no sólo es una máquina neutralizadora, sino que de ella emanan ideologías que buscan la unidad de un conjunto de individuos concebidos como seres egoístas por naturaleza. El Estado “obliga” a los individuos a la socialización mediante un contrato y para lograr la unidad de estos genera ideologías, sustitutos del antiguo mito, aunque, a diferencia del símbolo y del fundamento sobrehumano, éstas tienen como base la idea de que el hombre es el único capaz de cambiarse a sí mismo y al mundo.

Mediante diversas ideologías, el Estado trata de lograr la unidad de individuos que presupone asociales. Dichos mitos pueden ser los nacionalismos, el marxismo, la idea del progreso e incluso sus vertientes biologicistas, como el feminismo. Ahora bien, entendido como un artefacto que se adjudicó los poderes espirituales y terrenales, el Estado pretende neutralizar a las otras formas de orden: la familia, el Imperio, la Iglesia. De dicha neutralización surge la idea de que lo “político”, es decir el Estado, ocupe el lugar público y las “religiones”, el privado. En el fondo, dicha dicotomía esconde el aura religiosa de la política en la Edad Moderna. El mito de la violencia religiosa surge entonces como una metamorfosis de la representación divina del mundo. Ya no es la Iglesia la institución que representa a la divinidad, sino el Estado: la humanidad es la nueva “divinidad”. Así, la violencia que producen las “religiones” se supone irracional , estúpida, sin fundamento; pero cuando es el Estado el que la genera, entonces es racional, modesta hasta necesaria. Al respecto vale la pena retomar Cavanough:

In domestic politics, it serves to marginalize certain types of discourse labeled religious, while promoting the idea that the unity of the nation state saves us from the divisiveness of religion. In foreign policy, the myth of religious violence helps to reinforce and justify Western attitudes and polices toward the non-Western world, especially Muslims, whose primary point of difference with the West is their stubborn refusal to tame religious passions in the public sphere. We claim to have learned the sobering lessons of religious warfare, while they have not. The myth pf religious violence reinforces a reassuring dichotomy between their violence -which is absolutism, divisive, and irrational- and our violence, which is modest, unitive, and rational.[14]

Bajo dicha configuración simbólica y discursiva, al hombre moderno le resulta imposible percibir el aura religiosa de su época, pues el término “religión” se utiliza hoy en día para neutralizar a distintos ordenamientos no estatales. En sí, el supuesto “ateísmo de masa” que parece aflorar hoy en día no es más que el odio dirigido por distintos medios a las formas tradicionales de orden. Occidente, más que negar a la divinidad, ha transmutado a sus dioses. El dios de la época contemporánea es la “Humanidad” y la posibilidad de que ésta ejerza su dominio sobre la naturaleza es la forma de legitimación. Dicha mitología se ha configurado ya siglos atrás y su auge y crisis es lo que se ha experimentado en los últimos años. Las figuras de los “filósofos librepensadores” se erigen, más bien, como una especie de nuevos sacerdotes y profetas.

 

El reino del hombre: auge y caída. El fracaso del proyecto moderno

 

La fe de la religión secular en el poder del conocimiento —su divinización— no significa confianza en el hombre. Su idea implica todo lo contrario: sólo el poder puede salvarlo, impulsando la transformación de la naturaleza humana.

—Dalmacio Negro

El humanismo ateo de los siglos XVIII, XIX y XX no fue una corriente de pensamiento destinada a cuestionar el orden premoderno, sino una propuesta frente al nihilismo que comenzaba a diseminarse por Europa. El Dios cristiano estorbaba al nuevo dios que estaba formándose: el hombre. Como bien señala Henri de Lubac, la propuesta de dicho humanismo ateo era la concepción de Dios como obstáculo para la plenitud humana. Liberar al hombre de Dios permite alcanzar la plenitud prometida por los profetas de la filosofía moderna.[15] El auténtico ateísmo no puede proponer nada, pues, para hacerlo, tendría que asumir un escepticismo radical. Sin embargo, movimientos como el marxismo, el positivismo o el liberalismo, no se limitaban a una actitud “crítica”, sino que asumían una posición militante, propositiva, normativa. Aunque originalmente eran movimientos religiosos, su nuevo fundamento era el individuo que construye su propio destino y que, por fuerzas propias, puede asumir su existencia. Someter al mundo, a la naturaleza, era el nuevo fin de estas religiones modernas. Para ello, tenía que haber un solo Señor, pues dos seres omnipotentes no pueden coexistir. “O Dios o el hombre” es el dilema del hombre moderno.[16] Para poder llegar a una era de plenitud, donde por fin pueda relucir su dignidad como ser supremo del mundo, el hombre necesita deshacerse de Dios. De esta guisa, la Humanidad puede dominar finalmente el planeta entero. Ya no le bastan los recursos naturales, sino que, obnubilado con el poder conseguido, sueña con conquistar nuevos mundos en pos de tesoros arcanos.

En sí, la religión de la Humanidad supone una nueva cosmovisión y metafísica, en franca contradicción con  los presupuestos tradicionales. Si el hombre antiguo y medieval se sabían necesitados de Dios o los dioses  debido a su naturaleza caída tras el pecado original, el hombre moderno desconoce tal dogma e incluso, llega a su negación radical al proponer la dignidad innata del ser humano.[17] Voltaire, por ejemplo, aconsejaba que se recordara a cada individuo su “dignidad de hombre”.[18]  El hombre nuevo era, pues, puro e inocente y  no necesitaba soberano alguno para obtener dignidad. En consecuencia , el reaccionario Donoso Cortés observa que la eliminación de dicho dogma por parte de los pensadores modernos traería consigo la “divinización del hombre”:  “Supuesta la bondad ingénita y absoluta del hombre, el hombre es a un mismo tiempo reformador universal e irreformable, con lo cual viene a ser transformado de hombre en Dios; su esencia deja de ser humana para ser divina; él es en sí absolutamente bueno y produce fuera de sí, por sus propios trastornos, el bien absoluto; bien sumo y causa de todo bien, es excelentísimo, es sapientísimo y potentísimo. La adoración es una necesidad tan imperiosa, que los socialistas siendo ateos y no pudiendo adorar a Dios, hacen a los hombres dioses para adorar alguna cosa de alguna manera”.[19]

Propuesta la dignidad como un atributo innato a la naturaleza humana, sin necesidad de recurrir a intermediarios, dioses, héroes o Cristo, el hombre moderno creyó estar en la posición de dominar la naturaleza. El dominio sobre el mundo sería la nueva misión del ser humano. Esta dominación no sería posible sin la técnica, el nuevo brazo poderoso de la Humanidad, que permite  realizar los sueños del mundo ordenado, limpio y seguro que tanto prometían las religiones tradicionales después de la vida mundana . La tecnificación del mundo es el fin de la sociedad sin Dios, pues, por medio de la máquina, el hombre reafirmará su poder frente a los demás seres.

Por medio de la técnica será posible no sólo el dominio absoluto del ser humano sobre el mundo, reafirmando así su dignidad, sino la capacidad de unificar a la humanidad en un solo centro. Ésta, con el poder de la técnica, podrá realizar finalmente la añorada superación de toda multiplicidad, pues, con el tren, los barcos de vapor, la televisión, el internet o la radio, unificar el mundo es más sencillo. La diferencia entre razas, pueblos y religión será vencida finalmente y, así, la humanidad será una sola. Carl Schmitt observó que el poder técnico alimentaba el mito del racionalismo: “El ideal de la unidad global del mundo en perfecto funcionamiento responde al actual pensamiento técnico-industrial. No confundamos este ideal técnico con el cristiano. El desarrollo técnico produce por esencia cada vez mayores organizaciones y centralizaciones. Se podría pues decir que hoy el sino del mundo es la técnica más que la política, la técnica como proceso irresistible de centralización absoluta”.[20]

Por otro lado, el hombre moderno presume, frente al antiguo y el medieval, el “avance” en materia de derecho. La dignidad humana es ahora reconocida a todo individuo en cualquier rincón del planeta. Se ha logrado acabar, en gran parte del planeta, con la esclavitud y los Derechos Humanos, nuevas “tablas de la ley”, ganan terreno en los distintos Estados. El individuo abstracto es reconocido como ser digno y quien ose cuestionar esa dignidad, es declarado inmediatamente por la humanidad entera como criminal. El proyecto moderno –transformar  al hombre en amo y señor de la naturaleza– también va ganando terreno en Oriente, donde las formas tradicionales de vida son erosionadas constantemente por el “hombre nuevo”. La arenga para “democratizar el mundo” no es más que el reclamo del hombre por dinamitar toda jerarquía y autoridad que le recuerden los vestigios del Dios veterotestamentario que le daba mandamientos. El hombre, ahora, ha decidido cargar los pesos del mundo y de la historia en su espalda.

Ahora bien, no podemos negar los frutos de la Era Moderna. El avance del saber científico y técnico son innegables. Los avances de la ciencia han producido un tesoro que la humanidad ha aprovechado los últimos años, pues el aumento de la riqueza y la calidad de vida material es evidente. Sin embargo, a pesar de los logros materiales, se respira en el ambiente cultural un desprecio del ser humano consigo mismo e, incluso, se ha llegado a una denigración total al considerarse un parásito para el planeta. A pesar de que el nuevo dios, el hombre, suele reafirmar su dignidad, al mismo tiempo se rebaja al nivel de cualquier primate.

El problema de fondo para la nueva religión de la Humanidad, como bien ha subrayado Brague, es que el hombre y el mundo carecen de referencias para legitimarse. A diferencia del hombre medieval y antiguo, que presuponían la bondad del mundo y su dignidad por medio de un origen suprahumano que reafirmaba su existencia y bondad, el hombre moderno está desamparado. El cosmos del antiguo y medieval era un lugar ordenado, bueno y hermoso; el del moderno, inestable, desordenado y peligroso. Dicho axioma hacía el mundo tiene que presuponerlo para legitimar su dominio sobre él. Sin embargo, el hombre, al expulsar a Dios del mundo, se ha quedado sin punto de apoyo, incluso, para legitimar su superioridad sobre otros seres. “¿Por qué es bueno que el hombre exista?” es la pregunta que el ateísmo no puede responder, pues, como bien sentencia Brague: “[…] hay una cuestión sobre la cual el ateísmo no tiene una sola palabra que decirnos. Es más, este se basa en la decisión de responderla. Esta pregunta fundamental es la siguiente: si admitimos que hay un ser en la tierra, conocido como Homo sapiens, que puede dar cuenta del universo que lo rodea y vivir en paz con sus semejantes, en ambos casos sin tener que considerar cualquier tipo de realidad trascendente, ¿sería bueno que tal ser exista y siga existiendo?”.[21]

El hombre moderno ha topado con pared, pues al mismo tiempo que legitima su dignidad por sus propias fuerzas, se asume a sí mismo como un primate más. Incluso su proyecto de dominación se le ha escapado de las manos. El transhumanismo, consecuencia lógica de concebir la naturaleza como una masa maleable, propone la superación del hombre mediante los avances técnicos. El hombre, entonces, se vuelve el objeto de dominio de su propia creación. Objetivamente, éste no cree en su propia dignidad, incluso se considera a sí mismo como una plaga.

A diferencia de lo que pensaban Nietzsche, Marx, Proudhon, Bakunin o Comte, el humanismo o ateísmo propositivo no derivó en la dignificación del hombre al deshacerse de Dios, sino que lo degradaron a tal punto, que ya es imposible diferenciarlo de cualquier animal. La razón, símbolo por excelencia de los pensadores modernos, ha quedado reducida a una mera herramienta de supervivencia, apenas más sutil que las garras y colmillos de cualquier fiera. Pues la razón no es más que un producto del azar, la necesidad y lo irracional del mundo.

El humanismo ha derivado, incluso, en las consecuencias lógicas del ateísmo: rechazar la existencia. Las tasas de natalidad, en casi todo Occidente y en las áreas de Oriente influenciadas por ideologías modernas, han ido en picada en los últimos años. En países como Japón y España, la natalidad ha llegado a un promedio de 0 nacimientos al año.[22] El ateísmo no provoca muertes violentas, señala Brague, pero si ocasiona la negación de la existencia.[23] ¿Por qué he de traer al mundo a un ser si el mundo es indiferente e, incluso, hostil a la vida humana? ¿No es mejor “no ser”? Lo que una vez fue un mundo rico en cultura, ciencias y artes, fenece poco a poco por falta de nacimientos. ¿No demuestra esto el fracaso del proyecto moderno, el de la humanidad emancipada y el proyecto del “hombre dios”? En una línea: el proyecto de la religión atea ha fracasado.

Necesitamos a Dios

Los benefactores de la humanidad no son los que le inventan artefactos colosales, sino los que le legan altares diminutos.

—Nicolás Gómez Dávila

La humanidad está en un punto de no retorno: ¿ser o no ser? Esta es la cuestión. Su capacidad de autoaniquilamiento no sólo es posible por el enorme armamento nuclear y los métodos anticonceptivos, sino que ahora es deseada por una gran cantidad de personas. La salida que este planteamiento tenga terminará por sellar el destino de la humanidad. En sí, el proyecto moderno o religión de la humanidad nos ha llevado a no querer reconocer la necesidad metafísica del hombre. Seamos sinceros: Dios es necesario para reafirmar la existencia y fundamentar la presencia en el mundo. El hombre antiguo y medieval sabían esto y quizás ellos, mediante su sabiduría, puedan proporcionar la cura al malestar del hombre moderno. La solución del problema metafísico pasa por ver en el mundo el bien que Dios manifiesta en él. Necesitamos del bien, pues sólo así podemos garantizar metafísicamente nuestra existencia. Termino con una cita de Brague que resulta pertinente para describir el momento por el que atraviesa la existencia humana: “¿Cómo puedo tolerar no haberme creado? Mi respuesta es que solo puedo hacerlo si y solo si procedo de un principio totalmente bueno, Supongamos que debo mi ser al azar, es decir, a la ocurrencia de fuerzas fortuitas. Si un “relojero ciego” (R. Dawkins) me arrojó al mundo sin pedirme mi opinión, ¿por qué debería hacer esa misma jugarreta a otras personas al inocularles la vida? Si, por el contrario, siento que tanto yo como mis semejantes somos criaturas de un Dios bueno y generoso que nos llama a participar de su propia vida llena de amor, entonces tengo excelentes razones para garantizar la continuidad de la vida”.[24]

 

 

 

 

 

 

Bibliografía

 

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Notas

[1] Cavanaugh, William, The Myth of religion violence, ed. cit., pp. 64-65.
[2] Ullmann, Walter, Historia del pensamiento político en la Edad Media, ed. cit., p. 43.
[3]  Hobbes, Thomas, Behemoth, ed. cit., p. 71.
[4]  Hobbes,Thomas,  Leviatán, ed. cit., p. 390.
[5] René Guénon refiere que la autoridad lo que busca es lograr la unidad en la dispersión. Por ello, las sociedades tradicionales partían del sacerdote, porque era la fuente de conocimiento sobre la naturaleza divina, la cual generaba la unidad de aquellos que formaban una comunidad. En la era técnica, cuántica y de la ciencia, pasa a manos de los “clercs”, los cuales buscan homogeneizar más que generar unidad.  Guénon, René, Autoridad espiritual y poder temporal, ed. cit., 1999.
[6] “Esta idea subyace a la del Estado como un ente neutral, capaz de controlar y eliminar la fortuna o el azar.”  Negro, Dalmacio, Historia de las formas políticas del Estado, ed. cit., p. 14.
[7] Ibid.
[8] Ibid.
[9] “En el texto del libro el vocablo “Leviathán” sólo aparece citado tres veces. Muy al comienzo se dice que la civitas o res publica es un hombre magno, automatón o machina. La expresión “magnus ille Leviathan” se emplea indistintamente, sin explicación o aclaración especial, como denominación del hombre magno y de la gran máquina. De suerte, que las imágenes que allí se dan son tres: un gran hombre, un animal grande y una gran maquina fabricada por obra del arte y el ingenio humano”.  Schmitt, Carl, El Leviathan: en la teoría del Estado de Thomas Hobbes, ed. cit.,  p. 18.
[10] Brague, Remi, Manicomio de verdades: remedios medievales para la era moderna, ed. cit., p. 97.
[11]  “The heads and leaders of the church, moved by avarice and insatiable desire of dominion, making use of the immoderate ambition of magistrates and credulous superstition of the giddy multitude, have incensed and animated them against thoso that dissent from themselves, by preaching unto them, contrary to the laws of the Gospel and the precepts of charity, thah schismatics and heretics are to be outed of their possessions and destroyed. And thus have they mixed together and confounded two things that are in themselves most differen, the church and the commonwealth”.  Locke, John, An Essay Concerning Human Understanding, ed. cit., pp. 17-18.
[12] “Las leyes del universo físico se pueden poner por escrito en el lenguaje preciso y riguroso de las matemáticas, pero no comprendemos este universo en el sentido estricto de comprensión. La naturaleza se puede describir con mucha precisión y se puede realizar muchas proezas técnicas partiendo de la base de esta descripción. Pero la naturaleza ya no se puede entender, porque comprender implica introducir causas finales”. Brague, Remi,  Manicomio de verdades. Remedios medievales para la era moderna, ed. cit., p. 54.
[13] Rousseau, Jean-Jaques, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres y otros escritos, ed. cit.
[14] Cavanaugh, William, The Myth of religion violence, ed. cit., pp. 16-17.
[15] De Lubac, Henri, El drama del humanismo ateo, ed. cit., 2008.
[16] Proudhon, Système des contradictions économiques ou philosophiques de la misère, Oeuvres complètes, ed. cit., p. 382; Mittelstrass, 1970, p. 347.
[17]  Brague, Remi, El reino del hombre: génesis y fracaso del proyecto moderno, ed. cit., p. 87.
[18]Voltaire, Dictionnaire philosophique, s. v. Méchant; ed. R. Naves, París, Garnier, s. d. t. II, Pág. 127.
[19] Cortés, Donoso, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, ed. cit., p. 231.
[20] Schmitt, Carl, La unidad del mundo. Murcia, Conferencia pronunciada en la Universidad de Murcia, 1951.
[21]  Brague, Brague, Manicomio de verdades: remedios medievales para la era moderna, ed. cit., p. 31.
[22] https://elpais.com/sociedad/2025-02-27/japon-registra-el-menor-numero-de-nacimientos-en-125-anos.html
[23] Ibid.
[24] Ibid.