Resumen:
El siguiente trabajo es un dialogo con la obra de Remi Brague teniendo como punto central de discusión es sobre la crisis de lo que él llama “legitimidad de lo humano”. ¿Qué es lo que nos dice que la vida es buena y vale la pena vivirla? En la Era Moderna el hombre ha adquirido muchos bienes materiales de las cuales jamás ha gozado, sin embargo, a pesar de la enorme riqueza que se ha conseguido, la humanidad occidental padece una crisis de natalidad que pone en riesgo su existencia, sumando el discurso de que la vida carece de sentido y la creencia de que el hombre es un mal, una plaga para el planeta. El hombre ha conquistado el mundo, pero se ha perdido a sí mismo. La crisis metafísica que vive la humanidad occidental es la que nos propondremos a discutir en el presente trabajo.
Palabras clave:
Mundo, Dios, Remi Brague, ateísmo, Estado.
Abstract:
The following work is a dialogue with the work of Remi Brague, focusing on the crisis of what he calls the “legitimacy of the human.” What tells us that life is good and worth living? In the Modern Age, humankind has acquired many material goods that it has never enjoyed. However, despite the enormous wealth it has achieved, Western humanity suffers from a birth rate crisis that puts its existence at risk. This is compounded by the narrative that life is meaningless and the belief that humankind is evil, a plague on the planet. Humankind has conquered the world, but has lost itself. The metaphysical crisis that Western humanity is experiencing is what we propose to discuss in this work.
Keywords:
World,God, Remi Brague, Atheism, State.
Reflexiones en torno al humanismo ateo
Tenemos que levantar el acta de un hecho nuevo que no carece de importancia. Se lo intenta camuflar mediante mil subterfugios. Me parece que es más oportuno clamarlo a los cuatro vientos. No, ciertamente, como un grito de triunfo, sino como la expresión de una preocupación profundamente sentida: el proyecto ateo de los tiempos modernos ha fracasado. El ateísmo es incapaz de responder a la pregunta por la legitimidad del hombre.
—Rémi Brague
¿Vivimos tiempos de ateísmo en masa? La respuesta parece evidente si se repara en las agudas crisis contemporáneas de las religiones tradicionales . Suele decirse que Occidente ya no está regido por la religión, sino por la ciencia y el Estado (el orden secular de la modernidad). Dios y las verdades trascendentes parecen haberse superado y desterrado de la vida pública, pues el Estado ha logrado neutralizar el orden de la Iglesia en diversas partes de Occidente y, mediante la libertad de culto, ha desintegrado la unidad que el orden católico había garantizado durante muchos años. La modernidad izó como estandarte la promesa de sustituir la “superstición religiosa” por las “luces de la razón y del progreso”. La religión, entiéndase al cristianismo, quedaría de esta forma relegada a la esfera privada, mientras que los “valores cívicos”, validados por el Estado de derecho, dominarían la esfera pública para evitar todo conflicto religioso producto de la diversidad de cultos. Como escribe Fernando Escalante Gonzalbo: “Lo importante es que la hipótesis de que la Modernidad ha acarreado el fin de la religión es compartida de modo general, con entusiasmo o angustia o indignación, como si fuese un hecho demostrado. Tan evidente y visible como los procesos de urbanización o de industrialización. La idea, además, es bastante antigua. Desde el siglo XVIII se suponía que el progreso de las luces acabaría -para bien- con toda forma de superstición, incluida toda forma de culto religioso”.[1]
El fenómeno religioso en la modernidad se escinde de la razón e incluso se considera ajeno a sus principios, pues la fe queda reducida a un hatajo de conjuros mágicos inherentes al ámbito “irracional”. Concebir a las religiones tradicionales de esta manera es desde una forma ideológica, pues los pensadores de la modernidad solían reducir a la revelación divina a un fenómeno irracional, pues sólo podía ser comprendida por los sentimientos. Por ende, al no poder armonizar con lo que algunos llamarían “razón natural”, ésta quedó relegada al ámbito privado. En el espacio público debía imperar el ateísmo o el agnosticismo, mientras lo religioso desaparecería como consecuencia del imperativo del orden secularizado. Sin embargo, ante este escenario cabe preguntarse: ¿Y si la religión nunca desapareció realmente?, es más, ¿podemos tener la seguridad de experimentar tiempos de ateísmo o más bien hemos perdido la capacidad intelectual para percibir las formas de religiosidad modernas? A partir de estos cuestionamientos y apoyándose en la obra de Rémi Brague, este texto pretende elaborar una reflexión al respecto.
Para el pensador francés, la modernidad, al igual que en la Era Antigua y Medieval, contiene un sistema axiológico que fundamenta una civilización determinada. Sin embargo, hay un rasgo particular que la diferencia de la Antigüedad clásica o de la Edad Media: la convicción de que el ser humano puede justificarse a sí mismo (o dotarse de legitimidad). El hombre, en los tiempos actuales, es punto de referencia para fundamentar el mundo, pues, a diferencia de otras épocas que fundamentaban el mundo mediante la naturaleza o la existencia de Dios, la modernidad pretende liberarse una referencia exterior: “Para nosotros, la tarea de definir al hombre es difícil. El humanismo pre-moderno, sea pagano o cristiano, ponía el fundamento de la dignidad humana en una ‘referencia’ sobrehumano. La modernidad pretende pasar de tal ‘referente’”.[2] Se hace hincapié en este rasgo de nuestro Zeitgeist para introducir la tesis que este escrito pretende defender: la modernidad no ha superado el fenómeno religioso, sino que, más bien, se ha formado una nueva sensibilidad religiosa, alejada de las formas tradicionales. La modernidad ha producido nuevas formas religiosas que, para legitimarse, han tenido que neutralizar concepciones axiológicas pretéritas. En consecuencia, la religiosidad moderna puede describirse con ayuda de lo que Brague define como el proyecto moderno, uno que propone una nueva concepción de la naturaleza y de la historia.
De la tarea al proyecto
La historia moderna es el diálogo entre dos hombres: uno que cree en Dios, otro que cree que es un Dios.
—Nicolás Gómez Dávila
“El cosmos moderno es éticamente indiferente. La imagen que sale de la física según Copérnico, Galileo y Newton es la de un juego de fuerzas ciegas en el que no hay lugar para la consideración del Bien”.
—Rémi Brague
¿Qué debe entenderse por aquello que Rémi Brague describe como “proyecto de la modernidad”? Dicha referencia puede encontrarse en su obra El reino del hombre, la cual matiza las diferencias entre ambas concepciones y cómo nos ayudan a explicar la diferencia cosmológica que se crea entre la Era Moderna con la Antigua y la Medieval. Según el pensador francés, el hombre premoderno asumía la responsabilidad con el cosmos, que Dios (o los dioses) le habían encomendado. El cuidado de los animales, por ejemplo, tienen un fundamento fuera de sí. Así, Dios pide cuidar a los becerros en los días de fiestas y pide al hombre el cuidado del mundo. En palabras de Brague: “(a) recibo la misión de hacer algo, con un origen que no procede de mí, que tengo incluso que descubrir; (b) debo también preguntarme si estoy a la altura de mi tarea, aceptando con ello el hecho de desprenderme incluso de lo que sin embargo me ha sido irrevocablemente confiado; finalmente (c), soy el único responsable de lo que se me ha pedido que lleve a cabo, sin que pueda descargarme en una instancia que me garantice su consecución”.[3]
Esta concepción del hombre como responsable de realizar una tarea para el mundo sólo es posible cuando el referente de autoridad es algo externo a la individualidad. Así, como se ha referido anteriormente, para el hombre antiguo la fuente de autoridad era la naturaleza y para el medieval, Dios. El hombre antiguo se concibe como un ser que se perfecciona al imitar de manera plena lo hermoso y ordenado que hay en el mundo. El mundo hablaba al hombre y le mostraba el camino a la perfección.[4] En el cristianismo y el judaísmo, el ser humano se concibe a “imagen y semejanza de Dios” (Gén. 1, 26). Desde dicha concepción metafísica, éste comparte un estatuto con el resto de los seres vivos, quedando a medio camino entre los animales y los ángeles; incluso, para el cristiano, se intuye la posibilidad de superar la naturaleza angelical. Sin embargo, el ser humano tiene esa posición porque Dios ha dispuesto el mundo para tal efecto. Ambas concepciones incentivan al hombre a perfeccionarse según el modelo de autoridad divino, es decir, el hombre aspira a ser como Dios o los dioses. Al respecto escribe Brague: “En un diálogo, auténtico esta vez, Platón habla de una asimilación a Dios por la práctica de las virtudes. Pero otros consideran que ésta se produce por la contemplación y el conocimiento de la verdad. La noción de divinidad que implica esta asimilación resulta bastante vaga, En este mismo confuso sentido escribe Boecio: ‘Quien alcanza la beatitud es un dios’. La divinización puede realizarse mediante el intelecto. Una vez concebido el Dios aristotélico como Intelecto, la conjunción del intelecto de un hombre individual con el Intelecto agente puede pasar por una divinización”.[5]
En Delfos aprendió Sócrates la importancia de conocer su lugar en el mundo. Dicho de otra manera: conocerte a sí mismo tiene como objetivo reconocer en qué lugar los dioses te han situado en el mundo. Así, el hombre premoderno sabe que necesita de Dios o los dioses para reconocer quién es y qué debe hacer en el mundo. Por ende, sabe que debe trabajar sobre sí mismo para alcanzar la perfección (o el modelo que Dios o los dioses le asignan). En consecuencia, en la era premoderna se priorizaba la contemplación sobre el trabajo, pues al contemplar el mundo se aprendía el orden de éste o se intuía la obra de Dios detrás de su perfección. Para ser virtuosos es necesario contemplar la verdad, es decir, el fundamento del mundo. De esto se sigue que para el hombre premoderno llegar a ser virtuoso exige el conocimiento perfecto del mundo: su origen y finalidad. Dios había hecho al hombre para participar de su naturaleza divina y así conocer su fin (Rom 1:19-20). Dicho de otra forma: el hombre habría sido creado para contemplar el mundo y ser amado por su Creador.
El espectador que la naturaleza necesitaba es el hombre. Sus características, empezando por su situación central, son deducidas de la finalidad ‘espectadora’ del hombre: la postura erguida y la cabeza orientable. Séneca recupera un tema que se ha convertido en algo trivial: “Lo que prueba que la naturaleza quiere que se la contemple y que no le basta con una ojeada es el lugar en el que nos ha puesto: nos ha colocado en su centro, y ha dispuesto nuestro alrededor el panorama del mundo; y no se ha limitado a poner al hombre de pie, como pretendía hacerle fácil la contemplación, para que pudiera seguir el movimiento de los astros desde el orto hasta el ocaso y que girase con su rostro a medida que gira el Universo, ha levantado su cabeza hacía el cielo y lo ha puesto en un cuello flexible.[6]
La finalidad de la contemplación del mundo, naturaleza o creación es el aprendizaje del camino de perfección, por eso el hombre debe de trabajar sobre sí mismo para alcanzar el fin que la divinidad le ha asignado. Esto sólo es posible si el mundo habla al hombre, o más bien, que el mundo tenga un contenido que el hombre no le ha impregnado, sino que éste descubre. Así, para el hombre premoderno –cristiano, judío, musulmán o pagano–, contemplar el mundo o los mandamientos de Dios era el primer paso en el camino hacia la virtud. Aquí cabe un importante matiz en relación con la visión que actualmente se tiene del cristianismo, pues no sólo el Siglo de las Luces lo culpó de retrasar los saberes científicos, sino que actualmente se le achaca la tecnificación del mundo. El cristianismo, según algunos investigadores y pensadores, “des-divinizó” el mundo. La tierra ya no es objeto de adoración, sino una superficie para laborar “¿Y qué es esto? Pregunté a la mole del mundo acerca de mi Dios, y me respondió: No soy yo, sino el que me hizo a mí. Pregunté a la tierra y me respondió: No soy yo. Y todo cuanto hay en ella esto mismo confesó. Pregunté al mar y a sus abismos, a los reptiles de almas vivientes y me respondieron: no somos tu Dios, busca sobre nosotros”.[7]
No es el mundo en sí el que habla, sino Dios a través de él. Sin embargo, la utilización de la creación adquiere sentido de responsabilidad en tanto encargo de Dios al hombre. El hombre tiene el deber de cuidarla porque Dios así se lo ha encomendado (Proverbios 12, 10). Como subraya el mismo Rémi Brague, en la Edad Media a nadie se le ocurrió explotar y abusar de la naturaleza, antes bien, el “sometimiento” de ésta ostentaba un significado espiritual. La naturaleza se labora y dicho trabajo consiste en perfeccionar la naturaleza humana mediante los mandamientos divinos. Mediante Cristo el hombre descubre el camino para recuperar una naturaleza primigenia perdida y en la tierra se esfuerza por cumplir los mandamientos que le permiten llegar a dicho fin. Para respaldar este argumento es posible recurrir a los Padres de la Iglesia, como Gregorio de Nisa: “El hombre es su propio padre. Lo es porque su comportamiento moral lo hace elevarse o regresar a la escala de los seres, convirtiéndose en un ángel o una bestia”.[8] El dominio del cuerpo, tanto para medievales como para antiguos, simbolizó la concepción del dominio de la naturaleza. El dominio sobre sí mismo es posible cuando se contempla a Dios o el movimiento perfecto de los ciclos naturales. Por ende, el hombre premoderno, a pesar de los diversos matices entre las distintas corrientes, tiene como finalidad el trabajo sobre la naturaleza mediante la contemplación. Dicha perspectiva ve en el dominio de sí mismo y de la naturaleza la necesidad de poder acercarse al origen primigenio: Dios o la naturaleza. Esta concepción cambiará en la Era Moderna.
En la modernidad se suscitaría un fuerte cambio axiológico en relación con las dos etapas anteriores. Por una parte, la naturaleza y Dios dejaron de ser referentes para fundamentar al hombre y su acción en el mundo, pues el nuevo referente era él mismo. Por lo tanto, el mundo dejó de tener contenido y se transformó en un mero recurso material para explotar. La dignidad, por otro lado, adquiere sentido cuando se trabaja y se transforma la tierra en provecho del hombre. El trabajo reemplaza a la contemplación como el camino a la perfección. Es éste el que perfecciona y lleva al ser humano hacia la virtud. La superioridad del hombre sobre los demás seres vivos no proviene entonces de un mandato divino, sino del poder de dominio sobre ellos: “El dominio de la naturaleza ejerce un efecto de vuelta sobre el hombre que lo reivindica y lo asumo. Ya no es una consecuencia natural de su superioridad, mejor preparada física e intelectualmente que los demás seres vivos. Por el contrario: la superioridad del hombre es el resultado del modo en que domina la naturaleza”.[9]
A raíz de este cambio fundamental en la cosmovisión, el hombre moderno comenzara a percibirse ajeno a la naturaleza, pues ésta, despojada de contenido, quedaba reducida a mera materialidad. Es entonces cuando el hombre debía trabajar sobre ella y, al mismo tiempo, alejarse lo más posible de dicha materia bruta para poder diferenciarse cada vez más de ésta. Según esta concepción, el trabajo es la fuente de humanización. Mediante el trabajo y su ejecución sobre la naturaleza, el hombre se distancia más de los brutos. Así, la naturaleza dejó de despertar interés para convertirse en algo rentable y explotable. Lo ha expresado de manera atinada Rafael Coronado: “Pasividad, exterioridad, carencia de finalidad y sentido; la naturaleza, así entendida, no puede servir de criterio para el actuar del hombre”.[10]
No es de extrañar que pensadores como Locke y Marx, más similares entre sí de lo que a primera vista pudiera parecer, concibieran el trabajo como fuente de dignidad y de valor de las cosas. Locke, por ejemplo, entiende el trabajo como la autocreación del hombre y la capacidad de fundamentar su propiedad privada. Es el trabajo el que asigna valor a las cosas, que, de otra manera, no lo tendrían en absoluto.[11] Por otro lado, Marx y Engels, definían al hombre como “homo faber”, es decir, el hombre es lo que es porque trabaja. Así, la hominización del mono ocurre gracias a las herramientas de trabajo. Es posible ilustrar esta concepción antropológica con una cita de Engels: “Vemos, pues, que la mano no es sólo el órgano del trabajo; es también producto de él. Únicamente por el trabajo, por la adaptación a nuevas y nuevas funciones, por la transmisión hereditaria del perfeccionamiento especial así adquirido por los músculos, los ligamentos y, en un período más largo, también por los huesos, y por la aplicación siempre renovada de estas habilidades heredadas a funciones nuevas y cada vez más complejas, ha sido como la mano del hombre ha alcanzado ese grado de perfección que la ha hecho capaz de dar vida, como por arte de magia, a los cuadros de Rafael, a las estatuas de Thorvaldsen y a la música de Paganini. (…) Con cada nuevo progreso, el dominio sobre la naturaleza, que comenzara por el desarrollo de la mano, con el trabajo, iba ampliando los horizontes del hombre, haciéndole descubrir constantemente en los objetos nuevas propiedades hasta entonces desconocidas. Por otra parte, el desarrollo del trabajo, al multiplicar los casos de ayuda mutua y de actividad conjunta, y al mostrar así las ventajas de ésta actividad conjunta para cada individuo, tenía que contribuir forzosamente a agrupar aún más a los miembros de la sociedad. En resumen, los hombres en formación llegaron a un punto en que tuvieron necesidad de decirse algo los unos a los otros. La necesidad creó el órgano: la laringe poco desarrollada del mono se fue transformando, lenta pero firmemente, mediante modulaciones que producían a su vez modulaciones más perfectas, mientras los órganos de la boca aprendían poco a poco a pronunciar un sonido articulado tras otro”.[12] Aquí se trata de una noción muy distinta a la del mundo premoderno, donde el hombre estaba íntimamente relacionado con la naturaleza, pues ésta representaba orden y bondad.
En los albores del siglo XVII, la ciencia ya no tendría como objetivo contemplar los fines últimos, sino entender las causas eficientes y mejorar la comprensión de la utilización de la naturaleza para mejorar la calidad de vida de las personas: “Del saber nacía el poder; se dominaba la naturaleza conociéndola. La materia estaba subyugada. ¡Qué bien se había hecho al abandonar la vana indagación de los primeros principios, esencias y substancias! Poco importaban las causas primeras, desde el momento en que se encontraba medio de hacerlas producir de una manera segura los efectos que se necesitaba; de ese modo resultaba la abundancia de sus bienes. Bienes reales a los que resultaban las ciencias más desinteresadas en apariencia… Ya no era cierto que el hombre fuese débil; su fuerza iría creciendo de día en día gracias. Gracias a la ciencia la vida se haría buena y bella”.[13] Es interesante observar cómo se entiende el “retorno a la naturaleza” en los pensadores antiguos y medievales y cómo en los modernos. Los primeros aspiran a recuperar una naturaleza perdida por el “pecado original”. El hombre estaba en comunión con los dioses y vivía pleno en el orden divino hasta la caída. El retorno a la naturaleza para el cristiano es, pues, la recuperación de la gracia perdida por el pecado de Adán, es decir, la restauración de la semejanza con Dios. En sí, se trata de un retorno a la dignidad divina. Para el moderno, por el contrario, el retorno a la naturaleza entraña perder todo vestigio de humanidad para convertirse en un animal más. Por eso, desde el punto de vista moderno, para salvar su humanidad el hombre tiene que luchar contra la naturaleza. Bajo esta nueva axiología, el individuo se erige como nuevo demiurgo del cosmos. El hombre y su trabajo dotan de valor y sentido al mundo. Ahora bien, tomando en cuenta el desplazamiento de Dios y de la naturaleza del centro del orden social en siglos recientes, sería posible diagnosticar una sociedad de ateos. Sin embargo, cabe preguntarse si el ateísmo realmente ha construido sociedades secularizadas. El siguiente apartado discutirá esta cuestión.
¿Puede realmente existir sociedades ateas?
El ateísmo solo os ofrece lepra y peste. La religión deduce sus razones de la sensibilidad del alma, de los vínculos más dulces de la vida, de la piedad , del amor conyugal , y de la ternura materna. El ateísmo todo lo reduce al instinto del bruto, y, por primer argumento de su sistema, presenta un corazón que nada puede conmover.
—François-René de Chateaubriand
El establecimiento de una sociedad atea es uno de los sueños modernos. Brague señaló que la posibilidad de humanismo ateo es la consecuencia necesaria de los planteamientos de la modernidad. La crisis de la cristiandad llevó a diversos pensadores a sugerir un nuevo punto de apoyo metafísico para la sociedad naciente. Hobbes, Locke y Spinoza, con diversos matices, plantearon la separación radical de la revelación cristiana de los deberes civiles. A partir de este momento, la religión (en este caso el cristianismo) se encargaría del cuidado de las almas, mientras que el Estado se ocuparía del ámbito “público”, es decir, del derecho legítimo de la violencia. Si bien Hobbes planteó la unidad entre el clero y el poder civil para evitar el problema de la investidura medieval, el cristianismo quedó relegado al ámbito privado, en tanto que la Iglesia quedó subyugada al orden estatal.[14] La institución estatal permitiría la realización del sueño de una sociedad racional, puramente política y despojada de fanatismos, es decir, atea. Pierre Baley, uno de los profetas predilectos de Marx, cree que dicho sueño es deseable porque una sociedad de ateos sería una solución óptima para terminar con el fanatismo religioso.[15] Como observa Rémi Brague:
[Para] Baley una sociedad de ateos sería no solamente posible, sino todavía más fácil de dirigir que una sociedad de fanáticos. De esta manera el ateísmo accede al estatuto de posibilidad teórica y actitud viable. Detrás de las reflexiones de Bayle, se encuentra la nueva filosofía de Thomas Hobbes, detrás de la cual, está el miedo a la muerte, el mayor mal que constituye el acicate más poderoso de la actividad humana. La sociedad, como garantía mutua contra la violencia, se puede fundar sólo en esta base, y no, por ejemplo, en la búsqueda del Bien supremo.[16]
Dicha sociedad se fundamenta en el miedo a la muerte y el propósito de extirpar la violencia que las religiones, supuestamente, han ocasionado. Por otro lado, algunos críticos alertaron sobre el problema que dicha utopía representaba. ¿Puede realmente el ateísmo fundamentar una sociedad? Para François-René de Chateaubriand el ateísmo refleja una mediocridad espiritual que no permite generar nada, pues la mentalidad atea impide ver más allá del aquí y el ahora. Entre otras limitaciones, este principio no permite exaltar el espíritu para procurar una patria: “Convengamos en que el ateísmo bajo ningún aspecto es bueno para el guerrero. Tampoco vemos que cosa sea más útil en los diversos estados de la naturaleza, que en las condiciones de la sociedad”.[17]
También Rousseau planteaba que el ateísmo, si bien no deriva en derramamientos de sangre como ocurre con los pueblos fanáticos, no significa que los ateos amen la paz, sino que estos se encuentran en una inmovilidad infecunda. Aunque una sociedad atea no derrame sangre por el furor de una creencia, ésta puede envejecer hasta la muerte por el aburrimiento metafísico que conlleva: “De esta forma el fanatismo, aunque más funesto en sus efectos inmediatos que los que hoy llaman el espíritu filosófico, lo es mucho menos en sus consecuencias”.[18] Por otro lado, Joseph De Maistre señalaba que la razón pura no puede generar nada y que, por sus propias fuerzas, sólo destruye el orden que las religiones construyen. La sola razón era, para el pensador saboyano, una fuerza desorganizadora: “No solo la razón humana -o lo que se llama filosofía sin saber lo que se dice- es incapaz de suplir esas bases que se llaman supersticiones, sino que la filosofía, por el contrario, es una potencia esencialmente desorganizadora”.[19]
Rémi Brague, siguiendo el desarrollo de la modernidad, planteó la posibilidad de una sociedad de ateos en nuestra época que, contrario a lo que se esperaba, no trajo el fin del fanatismo, sino que incluso, llevó a actos sanguinarios que dejan como un juego de niños a las cruzadas y la Inquisición.[20] El pensador francés plantea el revisar el problema de Rousseau en tanto que el ateísmo no propicia fanatismo, sin embargo, admite el problema futuro que provoca la increencia: ¿puede el ateísmo tener porvenir? El pensador francés dudaría de ello. ¿Puede el ateísmo producir vida o incluso proponerla? La crisis demográfica de las sociedades industrializadas occidentales, donde las religiones tradicionales han sido neutralizadas, parecen dar la razón a Brague.
Sin embargo, es posible objetar lo siguiente: una sociedad de ateos, en tanto estos pueden organizarse sin una institución como la Iglesia, ¿es una sociedad irreligiosa y carece, por lo tanto, de fanatismo? Permítame el lector adelantar la tesis del presente artículo: el ateísmo no significa irreligiosidad ni carencia de fanatismo. Las sociedades modernas son tan religiosas como las antiguas y como las que conformaban la cristiandad. Esto explicaría el fanatismo que se ha producido en los siglos donde ha permeado la mentalidad moderna. El derramamiento de sangre que provocaron el nacionalsocialismo, el comunismo, los Aliados en la Segunda Guerra Mundial y todas las luchas en aras de la creación de un hombre nuevo, tienen un aura completamente religiosa. Bien señala John Gray: “La política de la Edad Contemporánea constituye un capítulo más en la historia de las religiones”.[21] La religión jamás se ha ido de la modernidad, más bien, ha cambiado nuestra prospección sobre ella o quizás hemos perdido la sensibilidad religiosa que nos impide darnos cuenta del aura religiosa de las instituciones que se presumen laicas. Para entender esto, vamos a analizar el concepto religión y su uso que se le dio en la modernidad, uso que se adulteró al crear la institución insignia de la época: el Estado.
[1] Fernando Escalante Gonzalbo, “La posible religión de la humanidad”, ed. cit., pp. 217–37.
[2] Rémi Brague, Moderadamente moderno, ed. cit., p. 12.
[3] Rémi Brague, El reino del hombre: génesis y fracaso del proyecto moderno, ed. cit., 2016.
[4] Rémi Brague, La sabiduría del mundo: historia de la experiencia humana en el universo, ed. cit.
[5] Rémi Brague, ed. cit., s/p.
[6] Brague, Remi, La sabiduría del mundo: historia de la experiencia humana en el universo, ed. cit., p. 183.
[7] San Agustín, Confesiones, ed. cit., p. 384.
[8] Gregorio de Nisa, Vida de Moisés, II, 3, SC, 1, p. 108; Homilías sobre el Eclesiastés, VI, 5, SC 416, p. 318.
[9] Brague, Remi, El reino del hombre: génesis y fracaso del proyecto moderno, ed. cit., p. 93.
[10] González, Rafael Coronado El pesimismo ilustrado: Kant y las teorías políticas de la ilustración, ed. cit., p. 45.
[11] Locke, John, Ensayo sobre el entendimiento humano, ed. cit., pp. 26-28.
[12] Engels, “El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre”, en Die Neue Zeit, vol. 2, núm. 44, 1895-1896.
[13] Hazard, El pensamiento europeo en el siglo XVIII, ed. cit., p. 127.
[14] “Existen cristianos en los dominios de diversos príncipes y Estados, pero cada uno de ellos está sujeto al Estado del cual él mismo es un miembro, y, Por consiguiente, no puede estar sometido a los mandatos de ninguna otra persona. Por tanto, una Iglesia que sea capaz de mandar, juzgar, absolver, condenar o llevar a cabo cualquier otro acto, es cosa idéntica a un Estado civil, que conste de cristianos; y se denomina Estado civil, en cuanto los súbditos de él son hombres, e Iglesia en cuanto son súbditos de ella son cristianos”. T. Hobbes, Leviatán, ed. cit., pp. 387-388.
[15] Bayle,Pierre, Pensamientos diversos sobre el cometa, ed. cit., 1977.
[16] Brague, Remi, Moderadamente Moderno, ed. cit., p. 65.
[17] François-René de Chateaubriand, El genio del cristianismo, ed. cit., pp. 222-223.
[18] Rousseau, Emilio o de la educación, ed. cit., 2005.
[19] De Maistre, Joseph, Consideraciones sobre Francia, ed. cit., p. . 124.
[20] Brague, Remi, Moderadamente moderno, ed. cit., p. 95.
[21] Gray, John, Misa negra, ed. cit., p. 7.
