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En la filosofía moderna, por ejemplo en Descartes, Dios da el movimiento inicial a la materia, luego esta, mediante el contacto, transmite el movimiento indefinidamente. Pascal, un tanto exagerado, nos recuerda esta utilidad de Dios en la naturaleza concebida por Descartes: “No puedo perdonar a Descartes: en toda su filosofía hubiese querido por encima de todo poder prescindir de Dios; pero no ha podido por menos que hacerle dar un capirotazo para poner en movimiento el mundo; una vez hecho esto, ya no necesita a Dios para nada”[1]. El mecanicismo explica así el movimiento de la naturaleza, sin necesidad de causas finales, y así podemos por tanto describir los hechos exteriores pero sin poderlos comprender.
“La ausencia de causas finales es todavía más problemática en el nivel que podríamos llamar cosmológico, en el sentido de una consideración de nuestra relación con el mundo, de nuestra presencia en él. Esta ausencia nos deja, de hecho, frente a un mundo radicalmente incomprensible. Hace de nosotros islotes de sentido perdidos en un océano de realidades que carecerían de él.”[2]
Podríamos quedarnos con este mundo, y hacer al hombre un conjunto de cuerpos inmerso en el constante choque de otros cuerpos. Gran parte de los pensadores modernos descansan sus ideas aquí, en un modelo cercano al de Epicuro, pero otros han de buscar la salvación del hombre de la cadena de causas eficientes. Por lo tanto declararán como libre al hombre, dueño de sus actos e invitado a darle sentido a un mundo que carece de él. Aparecen los valores, luz que proviene de nosotros a iluminar los cuerpos que han quedado incoloros por el método adoptado para conocer la realidad externa. Como manifestación de su libertad, el hombre moderno deberá moverse por sí mismo, declarando lo que es bueno y malo. “El hombre se arroga el privilegio de la valoración: sólo él da sentido a las cosas.”[3]
El medieval cristiano no necesita de una “ética de los valores” porque los ve en la realidad, el ser es bueno y no depende de una voluntad humana para declararlo como tal. “El bien no es algo que haya que inyectar desde fuera en un receptáculo neutro; está ya ahí, incluso se impone con brillo en la realidad.”[4] Las cosas valen porque tienen sentido o como dice Nicolás Gómez Dávila: “No hay que buscarle significado a lo que tiene valor, porque tener significado es tener valor.”[5]
El hombre como fuente de Belleza.
Kant intentó en su momento defender la providencia divina a base de una filosofía de la naturaleza cercana a la de Leucipo y Demócrito[6]. Pero estos intentos se frustraron, influenciado quizá por la crítica de Voltaire hecha en el Cándido y por el terremoto de Lisboa en 1755, y declarará: “el fracaso de toda teodicea”[7]. En la naturaleza no se puede demostrar la mano de una razón divina, y por tanto esta no puede ser tampoco la causa de su belleza, pero, la naturaleza se ha manifestado siempre como bella, ¿acaso es un error infundado y repetido sin justificación? ¿O a qué se debe esta belleza?
Según Kant la idea de mundo, en su estricto sentido, no operará en la experiencia. El orden aparente no es sino aparente, dado que podría ser resultado de un azar mecánico. La inteligencia ahora no penetra en la realidad para contemplar al bien. El sumo bien, para Kant, no se encuentra en el mundo empírico, sino que es un postulado de la razón práctica. La metafísica migrará del terreno teórico para adentrarse al terreno práctico.[8]
Nos vemos por tanto impotentes de abarcar a una naturaleza que supere nuestro entendimiento, pero al tiempo nos elevamos al vernos autónomos, capaces de actuar conforme a ley moral. Es más el encuentro con nuestra razón lo que nos agrada tras la experiencia de lo sublime. La ley, el orden y el mundo no se encuentran afuera, pero sí en nuestra razón, y aunque la realidad externa nos llegue a intimidar con su vastedad, nos complacemos de nuestra libertad, mejor dicho, de nuestra capacidad de actuar mediante principios de la razón. Por eso dice Kant: “ha de llamarse sublime, no el objeto, sino la disposición del espíritu.”[9]
Para el moderno, la naturaleza no brillará con la luz del principio al cual su ser depende: Dios (o el bien). Lo que brilla en la naturaleza es ahora el reflejo de nuestra excelsa libertad. La belleza visible, es para Kant, la señal que recibe el hombre de su capacidad y su deber. Pues la belleza es “símbolo de la moralidad”, “Por el agrado inmediato (sin concepto) que produce lo bello, por su desinterés, por la concordia que establece entre las facultades, por su universalidad, la belleza tiene una analogía estrecha con la moral”.[10] Y a pesar de que la naturaleza carece de fines, el objeto bello se nos muestra con una aparente finalidad, como si fuese hecho para adecuarse a nuestras facultades, y en esto deberá la belleza natural parecerse a la del arte “la naturaleza era bella cuando al tiempo parecía ser arte.”[11]
El mundo sensible, la realidad externa, ahora no tiene nada que decirnos sobre la moral, solo puede revelarnos la verdadera fuente de esta: nuestra “voluntad santa”, pues “tomar un interés inmediato en la belleza de la naturaleza (no sólo tener gusto para juzgarla), es siempre un signo distintivo de un alma buena”[12], así Kant, como Descartes, comete otro pecado de “angelismo”, o quizás es más audaz, como un nuevo Prometeo, se arroga la posesión de un fuego divino, elevando la razón a un más alto pedestal. “Que Dios sea interior al hombre es una idea con la que Kant ya había flirteado; la presencia de la razón práctica en nosotros le permite decir con Ovidio: «hay un dios en nosotros».”[13]
Es curioso que varios pensadores modernos reprochen a aquellos que ven causas finales en la naturaleza, pero al tiempo sostienen tajantemente una causa final para el hombre, un fin determinado para este, y curiosamente, es un fin al que le conviene una naturaleza presta, inerte y pasiva. La dignidad del hombre estaba asociada principalmente con aquello que lo diferenciaba de los animales y lo asemejaba a los ángeles: el intelecto, aunque otros dirán que la voluntad libre. “El Renacimiento, y de forma más precisa el siglo XV, produce en el interior de la idea de dignidad humana un deslizamiento interesante: se vincula al dominio de la naturaleza exterior que es a la vez su expresión y su condición.”[14]
La misión del hombre moderno será la de moralizar un mundo amoral, “combatir la naturaleza es combatir el mal y extender el bien. De esta suerte, la producción técnica pone como crédito suyo la fuerza de la práctica moral”.[15]El arte deja de ser producto de la alabanza a lo existente y pasa a reparar una realidad imperfecta. Bajo esta perspectiva el hombre debe traer, mediante su acción, el bien y la belleza en un mundo axiológicamente indiferente. El arte ahora es el medio para que el artista muestre su “capacidad creadora”, su genio, su originalidad y demás facultades.
Hegel será más claro en preferir la belleza artística a la natural. La naturaleza es un espíritu inconsciente y carente de libertad, y mediante el arte recibe “el bautismo de lo espiritual” y le quita al mundo exterior su “esquiva extrañeza.”[16]
“Pues la belleza artística es la belleza generada y regenerada por el espíritu, y la superioridad de lo bello artístico sobre la belleza de la naturaleza guarda proporción con la superioridad del espíritu y sus producciones sobre la naturaleza y sus fenómenos”[17]. En esto Hegel invierte a Platón, para Platón el arte es una copia de la copia. En Hegel se dignifica el arte puesto que “lo que el espíritu hace contribuye más a la gloria de Dios que las criaturas y formaciones de la naturaleza.”[18]
Mientras que para el hombre medieval la realidad exterior, el mundo creado por Dios, templa al hombre y lo hace virtuoso, ahora es el hombre, que guiado por Dios templa a la naturaleza y la eleva espiritualizándola. Pero con “Dios” debemos entender cosas distintas, porque el Dios hegeliano es un Dios en desarrollo. “Para Hegel la creación es un momento dialéctico de la génesis del Absoluto, Dios se aliena, se hace por sí mismo otro; y en el movimiento por el que se aliena y luego se encuentra superando la alienación, Dios se desarrolla y realiza. Es el tema de todas las teosofías y gnosticismos que hacen de la creación un desplegarse de Dios, una teogonía.”[19]
Conclusión
El hombre pasa a ser el nuevo Dios, que como el Demiurgo del Timeo, da forma a una materia preexistente. El ser real, el actual, es devaluado, mientras que el hombre se afana por traer a la existencia sus quimeras soñadas. Estamos hoy embriagados de posibilidades y el hombre se siente en un caos que no ha logrado controlar. El criterio de sus actos lo ha buscado en sus entrañas, ha desechado la brújula que guiaba su acción, no hace sino pregonar su libertad, y como ya no conoce el norte, se pregunta junto a Brague: “¿Por qué habría de elegir ser en lugar de no ser? ¿Por qué habría de interpretarse positivamente la autodeterminación?”[20] La muerte se convierte en una buena opción para una conciencia que al verse no encuentra más que a un desdichado simio en un valle de lágrimas.
La vida estética del hombre cambiaría drásticamente mediante un acto de fe. La creencia en un Dios bueno hace que este mundo, con sus penas, necesidades y dificultades, adquiera sentido, porque ha sido una voluntad buena quien lo ha hecho. “El Creador no es ni un chapucero incompetente que hizo un mundo tosco ni un astuto sádico que ideó una cárcel perfecta. Su objetivo final es el mismo que el nuestro. Por lo tanto, nuestra lucha por el bien no es la empresa de un náufrago, solo, en una balsa improvisada de significado que flota en un océano de tonterías.”[21]
No veo forma de defender una cosmología sin rechazar la exagerada dignidad autoproclamada por los hombres. Pues para algo tan perfecto cualquier sufrimiento sería injusto. En este caso Joseph de Maistre da una opinión a mi parecer satisfactoria, él se pregunta: “¿En dónde está, pues, la inocencia? ¿En dónde el justo?”[22] Y se dará respuesta a sí mismo: “No hay un hombre inocente en este mundo, porque todo mal es un castigo, y porque el Juez que nos condena es infinitamente justo y bueno”[23] y al concluir que nadie es justo y bueno, se concluye que el castigo se hace justo y bueno, y citará a Santo Tomás: “Al orden del universo pertenece también el orden de la justicia, que exige que los delincuentes sean castigados. Según esto, Dios es autor del mal que es la pena. Pero no del mal que es la culpa”[24]. De Dios proviene “las flores y las espinas”[25] y todo, si se tiene fe en que Dios es bueno y ama a sus criaturas, actúa por provecho de ellas.
Este mundo actual es bueno precisamente porque no es el mejor. Lo mejor vendría siendo Dios, y el fin del hombre radica en estar con este y no en el mundo. Si Dios existe, y estamos llamados a estar con él, es por tanto deseable que el mundo no sacie nuestra constante sed. “Si el hombre pudiese vivir en este mundo exento de toda especie de desgracias, acabaría por embrutecerse hasta el punto de olvidar completamente todas las cosas celestiales, y aun al mismo Dios. ¿Cómo podría, en esta suposición, ocuparse de un orden superior, cuando en el mismo orden en que vivimos ni aun las miserias que nos abruman pueden desprendernos de los engañosos halagos de esta desgraciada vida?”[26]. El hombre no está hecho, está en camino a hacerse y la confrontación constante en este mundo lo templa y perfecciona, dado que la Naturaleza actúa como virrey de Dios, “su ayudante indirecto en la tarea de dar forma a la gran diversidad de seres vivos.”[27]
De esta forma entiendo y propongo una alternativa para la experiencia sublime, que no es sino la otra cara de la belleza. Lo sublime, en este caso, no remite a nuestra supuesta “voluntad santa”. En la medida en que aceptamos un principio sabio y bueno, remitiría así a la voluntad de dicho principio que no es claro ni evidente, un misterio que acompaña la vida y que anima a ser descubierto. “Porque el padecer le es medio para entrar más adentro en la espesura de la deleitable sabiduría de Dios; porque el más puro padecer trae más íntimo y puro entender, y, por consiguiente, más puro y subido gozar, porque es de más adentro saber.”[28]
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Notas
[1] Blaise Pascal, Pensamientos, Editor digital: Titivillus, 2019.
[2] Rémi Brague, ¿A dónde va la historia? Dilemas y esperanzas, Ediciones Encuentro, Madrid, España, 2016.
[3] Rémi Brague, El reino del hombre: Génesis y fracaso del proyecto moderno, Editorial Encuentro, Madrid, España, 2016.
[4] Rémi Brague, La sabiduría del mundo: Historia de la experiencia humana del universo, Ediciones Encuentro, Madrid, España, 2008.
[5] Nicolás Gómez Dávila, Nuevos escolio a un texto implícito, Tomo I, Editorial Presencia, Bogotá, Colombia, 1986.
[6] Imanuel Kant, Historia natural y teoría general del cielo, Editorial Lautaro, Bueno Aires, Argentina, 1946.
[7] Imanuel Kant, Sobre el fracaso de todo ensayo filosófico en la teodicea, Ediciones Encuentro, Madrid, España, 2011.
[8] Rémi Brague, Las anclas en el cielo: La infraestructura metafísica de la vida humana, Editorial Encuentro, Madrid, España, 2022.
[9] Immanuel Kant, Crítica del juicio, Editorial Titivillus, 2017.
[10] Juan Plazaola, Introducción a la Estética: Historia, Teoría, Textos, Universidad de Deusto, Bilbao, 2007.
[11] Immanuel Kant, Crítica del juicio, Editorial Titivillus, 2017.
[12] Ibid.
[13] Rémi Brague, El reino del hombre: Génesis y fracaso del proyecto moderno, Editorial Encuentro, Madrid, España, 2016.
[14] Ibid.
[15] Rémi Brague, La sabiduría del mundo: Historia de la experiencia humana del universo, Ediciones Encuentro, Madrid, España, 2008.
[16] Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Lecciones sobre la estética, Editorial Titivillus, 2016.
[17] Ibid.
[18] Ibid.
[19] Julio Meinvielle, De la cábala al progresismo, Editora Calchaquí, Salta, 1970.
[20] Rémi Brague, Manicomio de verdades: Remedios medievales para la era moderna, Encuentro, Madrid, España, 2019.
[21] Ibid.
[22] José de Maistre, Las veladas de San Petersburgo o coloquios sobre el gobierno temporal de la providencia, Editorial Espasa-Calpe, Madrid, España, 1943.
[23] Ibid.
[24] Santo Tomás de Aquino, Suma de Teologíca Pare 1 cuestión 49 Artículo 2, Biblioteca de autores cristianos, Madrid, España, 2001.
[25] Una figura muy usada por San Rafael Arnáiz en sus escritos.
[26] José de Maistre, Las veladas de San Petersburgo o coloquios sobre el gobierno temporal de la providencia, Editorial Espasa-Calpe, Madrid, España, 1943.
[27] Rémi Brague, Manicomio de verdades: Remedios medievales para la era moderna, Encuentro, Madrid, España, 2019.
[28] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2018.