Kierkegaard y la pureza de corazón: fundamentos de una ética kierkegaardiana

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Kierkegaard y la pureza de corazón: fundamentos de una ética kierkegaardiana

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Søren Kierkegaard deseaba concluir su carrera como autor con la publicación del Postscriptum de 1846. Desafortunadamente para él, ese mismo año tuvo lugar la escandalosa polémica con la publicación satírica conocida como El corsario, en la cual Kierkegaard fue duramente ridiculizado. El escritor danés, humillado y con su reputación por los suelos, decidió que era preciso reanudar su actividad literaria. El primer fruto de esta segunda etapa es el libro llamado Discursos edificantes en varios espíritus.

Debe admitirse que el lector casual, acostumbrado a los escritos pseudónimos de Kierkegaard con sus títulos sugerentes —Temor y temblor, La repetición, Migajas filosóficas— y su elenco exótico de personajes de variada vocación existencial, no se siente particularmente atraído por la faceta religiosa de un pensador que, entendiéndose a sí mismo como poeta de lo religioso, pocas veces es entendido ahora como tal, por el Kierkegaard del discurso edificante —que no “sermón religioso”, denominación que él siempre rechazó por su carencia de investidura eclesiástica—. Nótese, sin embargo, que estos discursos edificantes resultaban a menudo demasiado filosóficos para ser edificantes, una característica que, para gran estupor de Kierkegaard, advirtieron con demasiada frecuencia los contemporáneos de este Sócrates moderno. En este sentido, los Discursos edificantes en varios espíritus no constituyen una excepción. Sin dejar de lado su evidente orientación cristiana, me gustaría sugerir que en esta obra, particularmente en el primero de los discursos que la componen, es posible observar el andamiaje de lo que podríamos llamar una ética kierkegaardiana.

El título de la pieza es “Un discurso de ocasión”. El origen de esta expresión es litúrgico. Los pastores luteranos de la Iglesia danesa recurrían, en efecto, a “discursos de ocasión”, sermones pronunciados con la ocasión de ciertos actos solemnes como la confirmación, el bautismo o el matrimonio. La ocasión del discurso de Kierkegaard es la confesión. Detengámonos un poco en este punto antes de pasar al tema central del discurso.

Con independencia de su significado litúrgico, la confesión desempeña un papel esencial dentro de la antropología kierkegaardiana. Para Kierkegaard, el ser humano es una síntesis incompleta entre finitud y eternidad, entre necesidad y libertad. La relación dialéctica entre ambos polos, señala Kierkegaard, es el yo. Esta relación, por su parte, no es una relación cerrada, sino que se relaciona a su vez con un tercer elemento que la ha establecido.[1] Dicho de otro modo, el yo se entiende como una combinación de finitud y eternidad que se relaciona consigo misma y con Dios. Siguiendo esta misma línea, Kierkegaard concluye que la tarea del individuo consiste en hacerse consciente de su propia individualidad, es decir, de su carácter dialéctico como un espíritu eterno que, no obstante, reside en el ámbito de lo temporal. Hacia el final de “Un discurso de ocasión”, esta tarea se ilustra en la forma de una pregunta que el individuo debe hacerse a sí mismo: “¿Vives de tal manera que eres consciente de ser un individuo singular?”.[2]

Dentro de este esquema, la confesión, como acto de apertura, representa un paso indispensable en el proceso de autoconsciencia. Aquí entran en juego simultáneamente los elementos opuestos de la naturaleza humana: su finitud y su eternidad. Aquello que se confiesa es una falta cometida en el pasado y que, como tal, ha ocurrido en el reino de lo finito. Desde un punto de vista puramente temporal, donde rige el antes y el después, el arrepentimiento propio de la confesión únicamente puede ser momentáneo. Al transcurrir los meses y los años, lo natural es que el arrepentimiento se transforme en un vago recuerdo, y es posible incluso que sobrevenga el olvido. Kierkegaard describe esta postura con un pasaje de Eclesiastés: “Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: su tiempo de nacer y su tiempo de morir”.[3]

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Pero recordemos que el individuo humano también es eterno. Desde esta otra perspectiva, la de la eternidad, el tiempo se relativiza, esto es, el antes y el después pierden su validez absoluta. De esta manera, la falta cometida nunca queda definitivamente atrás, sino que se convierte en un elemento integral dentro del continuo eterno que es la vida del individuo, ya que en lo eterno, por así decirlo, todo es presente. El arrepentimiento de la confesión, visto así, no es algo que se experimenta una vez y después se abandona, sino que ha de ser constante. Mediante la reconstrucción de los hechos llevada a cabo en el acto de la confesión, el individuo se hace consciente del vínculo indisoluble que lo une con cada una de sus acciones. A la par que el tiempo se relativiza, la responsabilidad individual adquiere un valor absoluto. Dado que las acciones jamás quedan relegadas al pasado y puesto que la responsabilidad que las une con la vida real no puede romperse, podría decirse, incluso, que el núcleo de la personalidad equivale a la suma total de sus acciones. Si tomamos esto en cuenta, es fácil observar que el acto de la confesión le ofrece al individuo la oportunidad de hilvanar su propia historia y, de ese modo, lograr una comprensión más completa y elevada de sí mismo.

Naturalmente, existe la posibilidad de que el sujeto, incluso resistiéndose a la poderosa tentación del olvido, se entregue con deliberación o en ignorancia al auto-engaño. Es por esta razón, señala Kierkegaard, que la confesión en sentido estricto no se hace en soledad, pues con ello se corre el riesgo que acabamos de mencionar, ni se realiza ante un confidente cualquiera (como un amigo o un sacerdote), a quien se puede engañar con la misma facilidad con la que uno se engaña a sí mismo. La confesión, en cambio, se hace ante Dios, cuya omnisciencia garantiza la transparencia de la rendición de cuentas de aquel que confiesa. Quien confiesa de esta forma, sobra decirlo, no le revela nada a Dios, quien lo sabe y lo mira todo; pero al saber que no puede ocultar nada frente a semejante confesor omnisciente, procurará no ocultar nada tampoco frente a sí mismo. “Dios no averigua nada con tu confesión”, escribe Kierkegaard, “pero tú, que confiesas, sí lo haces”.[4]

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La “ocasión” del discurso es, entonces, la confesión. Esta exposición inicial tiene como objeto que el lector comprenda claramente que el discurso no es, como podría pensarse, un aleccionamiento moral, sino una oportunidad para que aquél reflexione sobre sí mismo. El valor del discurso, insiste Kierkegaard, reside no en el discurso mismo, sino en el significado que le atribuye el lector individual con respecto a su propia vida. La máxima del discurso, si se nos permite expresarnos así, es la necesidad de un honesto examen de consciencia, una característica que, por lo demás, podemos descubrir en otros discursos edificantes del escritor danés. Por otra parte, también encontramos aquí un indicio vehemente de que la ética propuesta por Kierkegaard está orientada a la importancia de la acción concreta (y, más específicamente, como veremos más adelante, a la voluntad que impulsa a la acción) y no tanto a la formulación de valores o ideales abstractos.

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La parte medular del discurso gira en torno a un pasaje de la epístola de Santiago: “Acercaos a Dios y él se acercará a vosotros. Limpiad, pecadores, las manos; purificad los corazones, hombres irresolutos”.[5] Kierkegaard se concentra especialmente en la última sentencia del pasaje, la cual le proporciona la tensión dialéctica que constituye la base del discurso. Por un lado, la pureza de corazón. Por el otro, su opuesto: la irresolución. La tesis del discurso tiene como fundamento el aspecto positivo de esta oposición. De acuerdo con Kierkegaard, “la pureza de corazón consiste en querer una sola cosa”.[6]

Esta afirmación, simple en apariencia, es el fundamento de la ética que propone Kierkegaard. Si bien es cierto que el desarrollo más completo de lo que podríamos llamar una “ética kierkegaardiana” lo encontramos en las Obras del amor, yo quisiera sugerir que “Un discurso ocasional” nos ofrece una especie de introducción a dicha ética.

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Decir que la pureza de corazón consiste en querer una sola cosa nos permite deducir su formulación opuesta, a saber: la impureza de corazón consiste en querer múltiples cosas. Dicha impureza es lo que Santiago llama, al menos en la traducción castellana de la epístola, irresolución. Lo anterior podría resultar extraño, ya que el irresoluto es, en estricto sentido, aquel que sólo con grandes esfuerzos es capaz de decidirse por una sola cosa; únicamente de un modo indirecto es alguien que, debido a su indecisión, quiere múltiples cosas. El término danés, en cambio, resulta más elocuente. La palabra que Kierkegaard emplea es Tvesindethed, que aunque puede traducirse como “irresolución”, literalmente significa “de doble disposición” o “de doble intención”. De hecho, según esta segunda acepción, la expresión danesa se asemeja más bien a lo que nosotros llamamos “doble moral” o “hipocresía”. Una persona con “doble intención [tvesindet]” es, en efecto, alguien que quiere al menos dos cosas de manera simultánea.

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Desde un punto de vista semántico, podemos constatar que la definición de Kierkegaard de la pureza de corazón (“querer una sola cosa”) es adecuada. La esencia de la pureza es la unidad, mientras que lo impuro es lo dual, múltiple o mezclado. Si hablamos de la voluntad [vilje], como parece que hace Kierkegaard al referirse al corazón y al utilizar el verbo querer [ville], se sigue, de acuerdo con lo anterior, que una voluntad pura es aquella que posee unidad y armonía consigo misma, y, en consecuencia, quiere una sola cosa. Una voluntad “impura”, por el contrario, es una voluntad dividida o doble que, por esta misma división, quiere múltiples cosas. Por razones de claridad conceptual, de ahora en adelante utilizaré las expresiones “voluntad pura” y “voluntad doble” en lugar de “pureza de corazón” e “irresolución”.

En este punto, sería razonable plantear la siguiente pregunta: ¿por qué no se indica desde el comienzo cuál es esa única cosa que quiere la voluntad pura? Kierkegaard, anticipándose a este cuestionamiento, formula una segunda tesis: “Si es posible que una persona quiera una sola cosa, debe querer el bien”.[7] En otras palabras, se implica que “querer una sola cosa” y “querer el bien” son proposiciones equivalentes. Esto último Kierkegaard lo explica extensamente en su exposición acerca de la voluntad doble, y lo hace, como es previsible, recurriendo a una vía negativa, es decir, demostrando que cuando se quiere algo que no es el bien, incluso cuando se trata en apariencia de una sola cosa, siempre se quiere algo múltiple.

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Es necesario tener en consideración que a lo largo del discurso se vuelve una y otra vez a la dialéctica entre finitud y eternidad. En el ámbito de lo finito, es decir, en la realidad temporal donde habita el ser humano, existe una multitud de “bienes” que son el objeto del deseo terreno: riqueza, poder, gloria, salud, amor erótico, etc. La objeción más evidente se presenta de inmediato: si existen muchos bienes, es absurdo sostener que para querer el bien sea preciso querer una sola cosa. La respuesta de Kierkegaard tiene que ver tanto con el objeto de deseo como con el sujeto que desea, y lo uno está relacionado con lo otro. El objeto del deseo, es decir, el “bien terreno”, si se nos permite valernos de esta expresión, nunca es un bien que se quiere por sí mismo. Aquello que no se quiere por sí mismo, viene siempre acompañado por un segundo deseo. El ejemplo más claro de esto es el dinero. Es evidente que el dinero es un bien deseable y la mayoría de las personas quieren acumularlo, si es posible, en grandes cantidades. Pero el dinero se quiere porque con él se puede acceder a otra clase de bienes materiales y también puede proporcionar prestigio o respeto. El dinero, pues, aunque se quiere, se quiere en virtud de otra cosa. No es posible desear un “bien terreno” de modo único, observa Kierkegaard. Siempre hay algo más que se oculta detrás del capricho inmediato.

Esta dualidad del deseo se encuentra a su vez arraigada en el sujeto. Éste siempre desea un “bien terreno” para su gratificación personal o para el beneficio de otra persona u personas con quienes tiene un vínculo de afecto interesado, por ejemplo, un amigo o un familiar. El deseo, que es por esencia egoísta, implica entonces un doble objeto: por un lado el bien y, por el otro, la satisfacción del yo. El bien, de hecho, se subordina a la gratificación egoísta.

Ciñéndose a este principio básico, el de la dualidad esencial del deseo, Kierkegaard profundiza en los sutiles matices que distinguen a una voluntad doble de otra. La amplitud de su mirada escudriñadora es asombrosa. Con ella abarca tanto al hombre vulgar que se entrega irreflexivamente a los placeres del cuerpo, como al héroe que, haciéndole grandes servicios a la humanidad, pese a todo quiso el bien tan sólo para su propia gloria. El imperativo hipotético del deseo —para servirnos de la terminología kantiana— quiere el bien estipulando siempre como condición una recompensa o, en su modalidad negativa —lo cual, en última instancia, es lo mismo—, la evitación de un castigo.

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Ahora bien, puesto que el ser humano está inserto en el ámbito de lo temporal, el deseo, tal como se ha descrito, le es inherente. En otras palabras, es imposible no experimentar deseos. Las consecuencias de esta necesidad permanente son decisivas. El deseo, como cualidad finita, aguarda su satisfacción dentro de los límites de la realidad temporal. Por este motivo, si no consigue su objeto o éste se demora demasiado en llegar, sucumbe a la impaciencia y padece decepción y sufrimiento. Aunque el deseo puede colaborar estrechamente con la razón para deliberar acerca de los mejores medios para conseguir su objeto, las vicisitudes de la finitud y la misma insaciabilidad del deseo imposibilitan su plena satisfacción. Además, el sujeto que desea puede experimentar vergüenza al descubrirse defraudado o al percatarse de que sus cálculos para la consecución de sus fines eran imprudentes o estúpidos. De esta manera, Kierkegaard afirma, al igual que Arthur Schopenhauer casi treinta años antes,[8] que el sufrimiento es una condición constante e inevitable del ser humano.

Lo anterior parecería conducir a una dificultad insuperable. Si decimos que el deseo con sus múltiples objetos es lo mismo que la voluntad doble que, según se ha dicho, quiere dos o más cosas a la vez, entonces sería vano hablar incluso de la posibilidad de una voluntad pura, ya que, como se ha establecido, el deseo y sus sufrimientos son una condición propia del individuo. El deseo, sin embargo, no es lo mismo que la voluntad. Ésta, en  efecto, constituye la base y el agente de aquél, pues decimos que la voluntad desea algo. El deseo, de acuerdo con esta concepción, es una acción de la voluntad. Pero la voluntad puede también ser agente de otras acciones tales como el amor y la esperanza.

La voluntad doble, por tanto, no sólo quiere múltiples cosas, sino que, queriéndolas todas, se engaña diciéndose que en realidad sólo quiere una. Como se ha explicado más arriba, el adjetivo que utiliza Kierkegaard para referirse al irresoluto, tvesindet, podría también hacer alusión al hipócrita o al hombre de doble moral. Imaginemos, por ejemplo, a un empresario que hace un fuerte donativo a una asociación altruista con el fin de obtener para sí un beneficio fiscal. Un hombre honesto sabría que frente a sí parten dos caminos enteramente opuestos, uno, el de las buenas obras, y otro, el de la recompensa; sabría también que es imposible seguir los dos caminos al mismo tiempo: o se quiere el bien o se quiere la recompensa. Un hombre de voluntad doble, por el contrario, se engañaría a sí mismo y a los demás al convencerse de que hay un tercer camino intermedio, esto es, intentaría por todos los medios mostrarse como un hombre de bien cuando en realidad aquello que lo impulsa es la recompensa.

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¿Qué puede decirse, entonces, acerca de la voluntad pura? Ésta no puede consistir, desde luego, en la anulación del deseo, porque eso sería imposible. Lo que sí puede lograrse, observa Kierkegaard, es la supresión de la voluntad doble, y la forma de conseguir esto reside en la voluntad misma. La respuesta es sorprendentemente simple. Para vencer a la mendacidad de la voluntad doble se requiere una decisión constante y renovada de estar y permanecer en el bien,[9] la única cosa que puede quererse por sí misma. Y para querer el bien, agrega Kierkegaard, se necesita, en primer lugar, “estar dispuesto a hacerlo todo por el bien”[10] y, en segundo lugar, “estar dispuesto a sufrirlo todo por el bien”.[11] Aquí no existe ningún atajo ni sirven de nada las razones del entendimiento, el cual, por el contrario, acostumbra ponerse al servicio de la voluntad doble. A diferencia de los modelos éticos clásicos, como el aristotélico, donde la razón desempeña un papel preponderante, en el planteamiento de Kierkegaard, en cambio, la razón se convierte en motivo de desconfianza. En efecto, la sagacidad humana, como la llama el escritor danés, procura encontrar los medios para satisfacer los caprichos del deseo, no para frustrarlos.

No obstante, esto último es precisamente lo que exige el radical doble imperativo que propone Kierkegaard, hacerlo todo por el bien y sufrirlo todo por el bien, lo cual representa, parafraseando al apóstol Pablo, una locura para el entendimiento.[12] Hacerlo todo y sufrirlo todo significa, en última instancia, posponer o incluso renunciar completamente a la satisfacción del deseo terreno. Querer únicamente el bien —que es, por cierto, la única manera de hacerlo, según Kierkegaard— no es compatible con querer la gratificación del yo. Nótese bien: ha de renunciarse no al deseo, lo cual es imposible a causa de la condición humana, sino a su satisfacción, de modo que, vemos una vez más, el sufrimiento es una consecuencia inevitable de la realización de la voluntad pura. También es preciso subrayar que la teoría de Kierkegaard se enfoca en el querer, en la intención, no en la realización efectiva de esta intención. Esto se debe a que si bien desde la perspectiva de la eternidad el bien siempre triunfa, esto no suele ocurrir en la realidad temporal. Antes bien, el débil o el impotente a menudo no pueden hacer nada para completar sus buenas intenciones. Pero también ellos pueden ser dueños de una voluntad pura. Aun cuando no puedan hacer nada, es decir, aunque no puedan desempeñar un papel activo con respecto a sus intenciones, sí pueden asumir una posición pasiva igualmente válida: puede estar dispuestos a sufrirlo todo por el bien.

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No es difícil observar que el planteamiento kierkegaardiano de la pureza de corazón, “querer una sola cosa”, se asemeja en cierto sentido a la propuesta ética de Kant, ya que ambas formulaciones sostienen que el fundamento de la “acción ética” debe residir en ella misma y no en una condición externa como la expectativa de una recompensa. Ambas apuntan también a la afirmación de la libertad humana por medio del control de las inclinaciones o deseos naturales que esclavizan al individuo, moviéndolo frecuentemente a realizar acciones contrarias a su deber.[13] La voluntad pura, a diferencia de la voluntad doble, aspira a la independencia, es decir, a la autonomía de la moral de la cual Kant era partidario[14] en detrimento de la teoría clásica que propone la deliberación de los medios con respecto a un fin.[15] Incluso el esquema dual entre libertad y naturaleza de Kant resuena fuertemente en la dialéctica eternidad-finitud de Kierkegaard. De hecho, no faltaron reseñadores contemporáneos, como Ludvig Nicolaus Helveg, que hicieron notar que el texto del autor de los Discursos edificantes parecía más una reconstrucción del principio de universalidad de Kant que un discurso cristiano.[16]

En cualquier caso, hasta aquí llegan las similitudes. A diferencia de la racionalización que observamos en la formulación del imperativo categórico kantiano, la voluntad pura se afirma no con ayuda de la razón, sino a pesar de ella. Recordemos además que la propuesta de Kierkegaard es de inspiración cristiana. Santiago exhorta a la purificación del corazón como un requerimiento para lograr la aproximación a Dios, y no es otra la intención que Kierkegaard tiene en mente. Si bien podría observarse que el deseo de la recompensa eterna es contradictorio con la autonomía de la voluntad pura, ya que eso constituiría, en apariencia, una condición externa para la acción de la voluntad, Kierkegaard rechazaría la objeción señalando que querer el bien y querer la bienaventuranza son, desde una perspectiva religiosa, la misma cosa.

Notemos que el énfasis del discurso es negativo; la fuerza de la argumentación reside no en la descripción en estricto sentido de lo que es la pureza de corazón, sino en aquello que no lo es, la “irresolución” o, como aquí la hemos llamado, la “voluntad doble”. En los últimos párrafos del discurso, donde se esperaría que desarrollara con más detalle las características de la voluntad pura, Kierkegaard se limita sencillamente a insistir una y otra vez en la importancia de la decisión individual. Una voluntad pura sólo puede lograrse cuando el individuo decide tenerla, aunque ésta es una decisión que debe renovarse a cada instante y que ha de someterse a la dura prueba de la renuncia a la satisfacción del deseo mundano.

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En ocasiones se sugiere que la acción propia de la voluntad pura es el amor; en ocasiones se menciona, en cambio, a la esperanza. Puesto que la voluntad doble, que está ligada al deseo terreno, busca la satisfacción egoísta del yo, podría deducirse que la acción de la voluntad pura es la obra de amor abnegada. El único ejemplo concreto que se nos ofrece de lo que es un corazón puro es la viuda de la parábola evangélica.[17] La viuda, a diferencia de los ricos que pretenden hacer ostentación de su generosidad, deposita en el arca todo lo que posee en el mundo, esto es, se desprende completamente de su egoísmo mundano. Quiere el bien y nada más. Sin embargo, Kierkegaard no profundiza esta idea, al menos no en este discurso. Para eso tendremos que esperar hasta Las obras del amor, donde, por cierto, la pureza de corazón se convierte también en un imperativo, el cual se expone en el gran mandamiento: deberás amar a tu prójimo.[18]

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Bibliografía

Anónimo (Ludvig Helveg), For Literatur og Kritik [Para la literatura y la crítica], Fyens Stift literære Selskab, Dinamarca, 1847, vol. 5.

Aristóteles, Ética Nicomáquea, Gredos, trad. de Julio Pallí Bonet, España, 2000.

Kant, Immanuel, Crítica de la razón práctica, Universidad Autónoma Metropolitana, trad. de Dulce María Granja, México, 2001.

Kierkegaard, Søren, “En Leiligheds-Tale [Un discurso de ocasión]” en Opbyggelige Taler i forskjellig Aand [Discursos edificantes en varios espíritus], Gads Forlag, Søren Kierkegaards Skrifter [Escritos de Søren Kierkegaard], 28 volúmenes de texto y 27 volúmenes de comentario, Dinamarca, vol. 8.

Kierkegaard, Søren, “Kjerlighedens Gjerninger [Las obras del amor]”, Gads Forlag, Søren Kierkegaards Skrifter [Escritos de Søren Kierkegaard], 28 volúmenes de texto y 27 volúmenes de comentario, Dinamarca, vol. 9.

Kierkegaard, Søren, “Sygdommen til Døden [La enfermedad mortal]”, Gads Forlag, Søren Kierkegaards Skrifter [Escritos de Søren Kierkegaard], 28 volúmenes de texto y 27 volúmenes de comentario, Dinamarca, vol. 11.

Schopenhauer, Arthur, El mundo como voluntad y representación, vol. II, Fondo de Cultura Económica, trad. de Roberto R. Aramayo, España, 2005.

Notas



[1]Ver, por ejemplo, La enfermedad mortal: “Un ser humano es espíritu. Pero ¿qué es espíritu? El espíritu es el yo. Pero ¿qué es el yo? El yo es una relación que se relaciona consigo misma o es el relacionarse consigo misma de la relación en la relación. Un ser humano es una síntesis de lo infinito y lo finito, de lo temporal y de lo eterno, de libertad y de necesidad; en suma, es una síntesis. (…) Tal relación que se relaciona consigo misma, el yo, tiene que haberse establecido a sí misma o haber sido establecida por otro. Si la relación que se relaciona consigo misma ha sido establecida por otro, entonces la relación es, de hecho, lo tercero, pero esta relación, lo tercero, es nuevamente una relación que se relaciona con aquello que ha establecido a la relación en su totalidad”. Cfr., Kierkegaard, Søren, “Sygdommen til Døden [La enfermedad mortal]”, Gads Forlag,Søren Kierkegaards Skrifter [Escritos de Søren Kierkegaard], 28 volúmenes de texto y 27 volúmenes de comentario, Dinamarca, vol. 11, p. 129 (SKS 11, 130). Entre paréntesis, al final de la cita, coloco la referencia de acuerdo con el canon. El primer número arábigo corresponde al volumen en la última edición danesa y el segundo número corresponde a la página.

[2] Cfr., Kierkegaard,  Søren, “En Leiligheds-Tale [Un discurso de ocasión]” en Opbyggelige Taler i forskjellig Aand [Discursos edificantes en varios espíritus], Gads Forlag, Søren Kierkegaards Skrifter, op. cit., vol. 8, p. 227 (SKS 8, 227).

[3]Eclesiastés 3:1-2.

[4]Cfr., ibid., p. 137 (SKS 8, 137).

[5] Santiago 4:8.

[6]Hjertets Reenhed er at ville Eet. Esta tesis es el eje del discurso. Cfr., Kierkegaard, “En Leiligheds-Tale”, op. cit., p. 138 (SKS 8, 138.)

[7] Cfr., ibid., p. 139 (SKS 8, 139).

[8] VerEl mundo como voluntad y representación: “Al despertar a la vida desde la noche de la inconsciencia, la voluntad se encuentra como individuo en un mundo infinito e ilimitado, entre innumerables individuos que se esfuerzan por lograr algo, sufren y cometen errores; y la voluntad corre hacia su antigua inconsciencia como si se viera urgida por un inquietante sueño. Pero hasta entonces sus deseos son ilimitados, sus aspiraciones inagotables y cada deseo satisfecho alumbra uno nuevo. Ninguna posible satisfacción en el mundo podría bastar para calmar su ansia, poner una meta final a su apetecer y colmar el inmenso abismo de su corazón”. Cfr., Schopenhauer, Arthur, El mundo como voluntad y representación, vol. II, Fondo de Cultura Económica, trad. de Roberto R. Aramayo, España, 2005, p. 554.

[9] Cfr., Kierkegaard, “En Leiligheds-Tale”, op. cit., p. 186 (SKS 8, 186).

[10] Cfr., ibid., p. 185 (SKS 8, 185).

[11] Cfr., ibid., p. 203 (SKS 8, 203).

[12] I Corintios 1:23.

[13] Cfr., Kant, Immanuel, Crítica de la razón práctica, Universidad Autónoma Metropolitana, trad. de Dulce María Granja, México, 2001, p. 94.

[14] Cfr., ibid., p. 32: “La autonomía de la voluntad es el único principio de todas las leyes morales y de los deberes que le corresponden; por el contrario, toda heteronomía del arbitrio no sólo no funda obligación alguna, sino que es más bien contraria a este principio y a la moralidad de la voluntad”.

[15] Cfr., Aristóteles, Ética Nicomáquea, Gredos, trad. de Julio Pallí Bonet, España, 2000, 1112b 12-16.

[16] Cfr., Anónimo (Ludvig Helveg), For Literatur og Kritik [Para la literatura y la crítica], Fyens Stift literære Selskab, Dinamarca, 1847, vol. 5, pp. 209-306.

[17] Lucas 21:1-4.

[18] Cfr., Kierkegaard, Søren, “Kjerlighedens Gjerninger [Las obras del amor]”, Gads Forlag, Søren Kierkegaards Skrifter, op. cit., vol. 9, pp. 24, 51, 68 (SKS 9, 24, 51, 68).