La náusea como captación no-posicional de la propia existencia

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La náusea como captación no-posicional de la propia existencia

7.0

La náusea, novela escrita por Jean Paul Sartre en 1931, nos narra la historia de Antoine Roquentin, un hombre que encuentra el sentimiento del tedio al encontrarse con las cosas y con otras personas, una sensación desagradable que se genera al darse cuenta que todo lo que nos rodea, incluso nosotros mismos, somos nada. Todo es un intolerable vacío y la vida es un absurdo, un sinsentido. Todo lo que lo rodea: personas, sentimientos, recuerdos, cada lugar donde se encuentra y la ciudad misma le producen una repulsión en ocasiones insoportable.

Antoine describe cuidadosamente los pormenores de su trabajo, los recorridos por la ciudad, sus preocupaciones, alegrías y miedos, al igual que todas aquellas ideas que surcan por su mente. Nos detalla los encuentros con otras personas y con las cosas, y el sentimiento que cada uno de sus encuentros producen su interior: la náusea. Es así que el protagonista describe su existencia como una existencia que se despliega en el vacío, en medio del tedio, de interminables soliloquios y de preguntas sin respuesta. Antoine vivía como un extraño en medio del mundo, aislado de la agente, dependiendo de los demás sólo en la medida que eran necesarios para suplir sus necesidades.

De esta manera, Sartre trata de explicarnos en forma indirecta la sensación de una vida vacía que se encuentra con ese sentimiento del tedio y que se pregunta por el sentido de la existencia. Sartre trata de destruir con su relato la idea de que existe una necesidad exterior al ser humano que define estrictamente el orden y la estabilidad de las cosas o, dicho de otra manera, un orden objetivo del mundo. No tenemos una esencia definitiva de la cual deban derivarse los vínculos que tenemos con el mundo, ni la sociedad, ni una divinidad pueden definir aquello que somos. Para Antoine, la vida no encuentra una fundamentación y nada de lo que lo rodea, ni el conocimiento, ni la amistad ni el sexo le dicen quién es él; la verdadera respuesta sólo puede venir, no en la medida en que evita el sentimiento de la náusea, sino en la medida de que se apropia de él y lo descubre, más allá de cualquier incomodidad o repulsión que pueda producirle.

Pero ¿qué es la náusea? Se trata de la experiencia de lo gratuito, de lo injustificado de la existencia. En ese sentido, la existencia no puede ser entendida como algo definido y necesario, sino como el simple hecho de estar ahí en el mundo, en libertad. Pero dicha experiencia es tan radical y tan limítrofe que nos sitúa más allá de cualquier explicación, más allá de cualquier lógica conocida, es como estar al borde de un abismo, y es por esto que la náusea se presenta al darnos cuenta de que nada puede explicar ni condicionar la existencia. En otras palabras, “Lo que vive Roquentin es lo que él mismo interpreta como “experiencia de la contingencia”, esto es, como experiencia de un mundo que ya no puede ser explicado desde una racionalidad existente per se en él, o como configuración de un orden diseñado por un Dios, sino como pura gratuidad de algo dado, como inexplicable y absurdo devenir de lo que aparece”[1].

 

Antoine Roquentin y sus ataques de náusea

El protagonista de La náusea, Antoine Roquentin, comprende su propia vida como nauseabunda, es decir injustificada y sin propósito, en otras palabras, libre; y eso es lo que le preocupa, lo que lo llena de preguntas y lo que no lo deja dormir en las noches, porque ¿qué puede ser más angustiante que saberse libre? Ser libre implica la indeterminación de un futuro que no puede depender sino de sus propias acciones y ellas, solamente ellas, son las únicas que pueden definirlo. Antoine descubre que con los objetos sucede algo similar, que existen (de una forma diferente a la que él lo hace) en masas monstruosas, desnudas e indeterminadas.

7.1

Para el protagonista lo importante es que de alguna manera sabe que existe y que entre su existencia y la existencia de las cosas hay una continuidad, de tal modo que si pusiera la mano sobre un árbol, una silla o una mosca; e incluso de alguna manera sobre una persona, podría seguir contemplando una proyección de su propia existencia en eso otro que lo encuentra. En palabras de Sartre:

Tengo la boca llena de agua espumosa. La trago, se desliza por mi garganta, me acaricia y renace en mi boca. Hay permanentemente en mi boca un charquito de agua blancuzca-discreta que me roza la lengua. Y ese charco también soy yo”. Pero agrega: “Donde quiera que pongo mi mano continuará existiendo y yo continuaré sintiendo que existe; no puedo suprimirla ni suprimir el resto de mi cuerpo, el calor húmedo que ensucia mi camisa, ni toda esta grasa cálida que gira perezosamente como si la revolvieran con la cuchara, ni todas las sensaciones que se pasean aquí dentro, que van y vienen, suben desde mi costado hasta la axila, o bien vegetan dulcemente, de la mañana a la noche, en su rincón habitual.[2]

 

Náusea que me causa la presencia del otro

A lo largo de la novela la náusea, en muchas ocasiones podemos ver cómo el señor Roquentin, al encontrarse con otras personas, muestra una doble conversación en la que en un primer plano aparenta estar interesado y participa amablemente del diálogo; mientras que en un segundo plano describe, para sí mismo, minuciosamente la persona con quien habla, generalmente resaltando sus defectos y la medida en que su obligación de estar relacionado con la persona en cuestión le causa una sensación de náusea, más pronunciada de lo normal en algunos casos. Cierto día, por ejemplo, se encontraba Roquentin conversando con el Autodidacto y ante una de sus intervenciones para él poco interesantes, donde habla sobre el gran amor que le tiene a los hombres, medita:

Me callo, sonrío con aire forzado […] Recorro la sala con la vista y me invade un profundo disgusto. ¿Qué hago aquí? ¿Por qué me he metido a discurrir sobre el humanismo? ¿Por qué están ahí esas gentes? ¿Por qué comen? Verdad que ellos no saben que existen. Me dan ganas de marcharme, de irme a cualquier parte donde estuviera realmente en mi lugar, donde me encerraría… Pero mi lugar no se halla en ninguna parte: estoy de más[3].

El Autodidacto insiste, sin conocer siquiera aquella sensación de repudio que Roquentin estaba sintiendo hacia él sin decirlo, “En el fondo usted los ama, señor, usted los ama como yo”[4]. Ante esto, el protagonista siente que no aguanta y tiene uno de sus acostumbrados ataques de náusea:

Ya no puedo hablar, doblo la cabeza. El rostro del Autodidacto está pegado al mío. Sonríe con aire fatuo, muy cerca de mi cara, como en las pesadillas. Mastico penosamente un trozo de pan que no me decido a tragar. Los hombres. Hay que amar a los hombres. Los hombres son admirables. Tengo ganas de vomitar, y de pronto ahí está: la Náusea. Una linda crisis: me sacude de arriba abajo. Hace una hora que la veía venir, sólo que no quería confesármelo. Este gusto a queso en la boca… El Autodidacto charla y su voz zumba en mis oídos. Pero ya no sé de qué habla. Apruebo maquinalmente con la cabeza[5].

En ambas citas podemos darnos cuenta de cómo el protagonista puede objetivizar en cierto modo al Autodidacto, como un elemento más en la organización de su mundo de significados: teniendo consciencia (de) Autodidacto, Roquentin logra darle una existencia para él, aquello que él significa en su mundo, lo cual a la vez lo ayuda a aislarse como aquel significador que organiza el sentido de lo que existe y a revelar esa continuidad no evidente: yo-otro.

7.2 

Náusea que me causa la presencia de las cosas

Roquentin tiene conciencia del mundo que lo rodea, interpreta y da significado a todo lo que encuentra, a todo lo que se encuentra en contacto con su cuerpo como una continuidad: la textura de un papel mojado, el cuchillo que utiliza para cortar el pan, la piedra que lanza al agua, el árbol en el que se recuesta, el prado, las calles, los autos, los edificios y en general, todo aquello que lo rodea hace parte de su mundo, de su interpretación, de lo que él mismo es. Si pensamos, por ejemplo, en la ocasión donde el protagonista toma una piedra y trata de lanzarla al agua, éste no puede contenerse y huye ante la sensación de náusea que le produce dicha “continuidad” mano-piedra, como nos lo narra Sartre:

El sábado los chicos jugaban a las tagüitas y yo quise tirar, como ellos, un guijarro al agua. En ese momento me detuve, dejé caer el guijarro y me fui. Debí de parecer chiflado, probablemente, pues los chicos se rieron a mis espaldas. Esto en cuanto a lo exterior. Lo que sucedió en mí no ha dejado huellas. Había algo que vi y que me disgustó, pero ya no sé si miraba el mar o la piedrecita. La piedra era chata, seca de un lado, húmeda y fangosa del otro. Yo la tenía por los bordes, con los dedos muy separados para no ensuciarme[6].

Y es precisamente esa continuidad mano-piedra o mano-cosa la que le da existencia a la piedra, una existencia que se prolonga a través de su mano y que la hace existir, que la diferencia de la masa amorfa de lo común, del “en-sí” en que se encontraba. Roquentin reflexionaba sobre esa sensación: “era una especie de repugnancia dulzona. ¡Qué desagradable era! Y procedía del guijarro, estoy seguro; pasaba del guijarro a mis manos. Sí, es eso, es eso; una especie de náusea en las manos”[7]. Y concluye: “Desde el famoso día en que quise jugar a las tagüitas. Iba a arrojar aquel guijarro, lo miré y entonces empezó todo: sentí que el guijarro existía”[8].

Es en ese sentido, en tanto que ya considera que los objetos que entran en contacto con él han adquirido algún tipo de existencia, que cree que están vivos y que lo tocan, y eso es inaguantable. A veces le parece que aquellos objetos a los que le ha dado existencia le roban su libertad de ser en el mundo, ya no son cosas útiles sin más, si no objetos que existen y que lo encuentran. Es por esto que a veces se pregunta dónde termina él y donde comienzan las cosas. En palabras de Roquentin: “Ya no soy libre, ya no puedo hacer lo que quiero. Los objetos no deberían tocar, puesto que no viven. Uno los usa, los pone en su sitio, vive entre ellos; son útiles, nada más. Y a mí me tocan; es insoportable. Tengo miedo de entrar en contacto con ellos como si fueran animales vivos”.[9] Y complementa: “¿para qué tocar algo? Los objetos no están para tocarlos. Es mucho mejor deslizarse entre ellos evitándolos en lo posible. A veces tomamos uno en la mano y nos vemos obligados a soltarlo cuanto antes”.[10]

Finalmente, podemos decir que esa náusea que Roquentin sentía ante la presencia de las cosas, terminó revelándole esas existencias particulares, y solamente así podría darse esa comprensión existencial del mundo, ya que, a pesar de que la existencia de cada cosa está ahí de forma evidente y palpable sólo podemos comprenderla experimentándola. Sin dicha experiencia nos es casi imposible responder a la que se cree la más sencilla de las preguntas: ¿Qué es la existencia? En palabras de Sartre:

[…] de ordinario la existencia se oculta. Está ahí, alrededor de nosotros, en nosotros, ella es nosotros, no es posible decir dos palabras sin hablar de ella y, finalmente, queda intocada. Hay que convencerse de que, cuando creía pensar en ella, no pensaba en nada, tenía la cabeza vacía o más exactamente una palabra en la cabeza, la palabra “ser” O pensaba… ¿cómo decirlo? Pensaba la pertenencia, me decía que el mar pertenecía a la clase de los objetos verdes o que el verde formaba parte de las cualidades del mar. Aun mirando las cosas, estaba a cien leguas de pensar que existían: se me presentaban como un decorado. […] Si me hubieran preguntado qué era la existencia, habría respondido de buena fe que no era nada, exactamente una forma vacía que se agrega a las cosas desde afuera, sin modificar su naturaleza. Y de golpe estaba allí, clara como el día: la existencia se descubrió de improviso. Había perdido su apariencia inofensiva de categoría abstracta; era la materia misma de las cosas, aquella raíz estaba amasada en existencia. O más bien la raíz, las verjas del jardín, el césped ralo, todo se había desvanecido; la diversidad de las cosas, su individualidad sólo eran una apariencia, un barniz. Ese barniz se había fundido, quedaban masas monstruosas y blandas, en desorden, desnudas, con una desnudez espantosa y obscena.[11]

En ese momento se encontró a sí mismo y a todo lo que le rodea sumergido en la contingencia, en la injustificación. Inconexo y separado, cada ser huía a la relación con los otros. Roquentin estaba de más, aunque no lo sentía podía comprenderlo, era algo incómodo porque le daba miedo llegar a sentirlo, es más, quería escapar ante esa posibilidad, así lo narra Sartre:

Soñaba vagamente en suprimirme, para destruir por lo menos una de esas existencias superfinas. Pero mi misma muerte habría estado de más. De más mi cadáver, mí sangre en esos guijarros, entre esas plantas, en el fondo de ese jardín sonriente. Y la carne carcomida hubiera estado de más en la tierra que la recibiese, mis huesos, al fin limpios, descortezados, aseados y netos como dientes, todavía hubieran estado de más; yo estaba de más para toda la eternidad.[12]

En ese momento Roquentin, aunque se encontraba apesadumbrado por un sentimiento incomprensible, había logrado su objetivo, no había comprendido todo, y reflexiona: “La Náusea no me ha abandonado y no creo que me abandone tan pronto; pero ya no la soporto, ya no es una enfermedad ni un acceso pasajero: soy yo”.[13]

Jean-Paul Sartre La nausée

Náusea del propio cuerpo

El protagonista de la náusea también reflexiona sobre su propio cuerpo, se pregunta cómo es posible que tenga ciertos movimientos, en cierto modo semejantes a los de algunos animales, Pero dichos movimientos lo llevan a imaginar, por ejemplo, a su mano como algo independiente de sí mismo, como un animal extraño, el cual se esmera por describir y por objetivizar, como un aparejo más en su mundo. Esa náusea que le permite reflexionar e imaginar sobre su propio cuerpo, también le permite tomar distancia de sí mismo, ver su mano como “algo” fuera de él y darse cuenta que existe, y desde ese momento no puede eliminaré esa sensación de que su mano existe y, en últimas, de que el mismo existe. Analicemos la cita de Sartre:

Veo mi mano que se extiende en la mesa. Vive, soy yo. Se abre, los dedos se despliegan y apuntan. Está apoyada en el dorso. Me muestra su vientre gordo. Parece un animal boca arriba. Los dedos son las patas. Me divierto haciéndolos mover muy rápido, como las patas de un cangrejo que ha caído de espaldas. El cangrejo está muerto, las patas se encogen, se doblan sobre el vientre de mi mano. Veo las uñas, la única cosa mía que no vive. Y de nuevo. Mi mano se vuelve, se extiende boca abajo, me ofrece ahora el dorso. Un dorso plateado, un poco brillante, como un pez si no fuera por los pelos rojos en el nacimiento de las falanges. Siento mi mano. Yo soy esos dos animales que se agitan en el extremo de mis brazos. Mi mano rasca una de sus patas con la uña de otra pata; siento su peso sobre la mesa, que no es yo. Esta impresión de peso es larga, larga, no termina nunca. No hay razón para que termine. Al final es intolerable… Retiro la mano, la meto en el bolsillo. Pero siento en seguida, a través de la tela, el calor del muslo. De inmediato hago saltar la mano del bolsillo; la dejo colgando contra el respaldo de la silla. Ahora siento su peso en el extremo de mi brazo. Tira un poco, apenas, muellemente, suavemente; existe. No insisto; dondequiera que la meta continuará existiendo y yo continuaré sintiendo que existe […].[14]

De esta manera, habiendo comprendido Antoine Roquentin que su propio cuerpo existe y que de forma implícita él mismo existe también, se da cuenta de que es su propio pensamiento el que le da la posibilidad de saberse un existente y que le es imposible dejar de pensar para olvidar lo que ha descubierto: ¿existo porque pienso? O ¿pienso porque existo? un cuestionamiento del que no puede escapar. En palabras de Sartre:

El cuerpo, una vez que ha empezado, vive solo. Pero soy yo quien continúa, quien desenvuelve el pensamiento. Existo. Pienso que existo. ¡Oh qué larga serpentina es esa sensación de existir! Y la desenvuelvo muy despacito… ¡Si pudiera dejar de pensar! Intento, lo consigo: me parece que la cabeza se me llena de humo… y vuelve a empezar: “Humo… no pensar… No quiero pensar. No tengo que pensar que no quiero pensar. Porque es un pensamiento”. ¿Entonces no se acabará nunca?[15]

Antoine finalmente concluye, después de una larga reflexión, que no puede separarse de su pensamiento, que no puede detenerlo porque es él mismo. Se da cuenta de que existe porque le aterroriza sentirse existente. Ese tedio a existir, esa náusea le permite tomar distancia y “sacarse” a sí mismo de la nada para dar sentido su propia existencia. En otras palabras:

Yo soy mi pensamiento, por eso no puedo detenerme. Existo porque pienso…y no puedo dejar de pensar. En este mismo momento —es atroz— si existo es porque me horroriza existir. Yo, yo me saco de la nada a la que aspiro; el odio, el asco de existir son otras tantas maneras de hacerme existir, de hundirme en la existencia. Los pensamientos nacen a mis espaldas, como un vértigo, los siento nacer detrás de mi cabeza… si cedo se situarán aquí delante, entre mis ojos, y sigo cediendo, y el pensamiento crece, crece, y ahora, inmenso, me llena por entero y renueva mi existencia[16].

La náusea se presenta, entonces, como un fenómeno cenestésico, una sensación que cada uno posee de su cuerpo pero que no puede ser explicada, ni comprobada por medio de los sentidos y que siempre, siempre permanece. En otras palabras, es la sensación general de la propia existencia ya que revela mi cuerpo a mi conciencia, y aunque tratemos de ignorarla o de distraernos para no sentirla, la náusea siempre está ahí, latente, siempre regresa: la náusea soy yo. Así nos lo dice Sartre:

En particular, cuando ningún dolor, ningún placer ni displacer preciso es «existido» por la conciencia, el para-sí no deja de proyectarse allende una contingencia pura y, por así decirlo, no cualificada. La conciencia no cesa de «tener» un cuerpo. La afectividad cenestésica es, entonces, pura captación no-posicional de una contingencia sin color, pura aprehensión de sí como existencia de hecho. Esta captación perpetua por mi para-sí de un sabor insípido y sin distancia que me acompaña hasta en mis esfuerzos por librarme de él, y que es mi sabor, es lo que hemos descrito en otro lugar con el nombre de Náusea. Una náusea discreta e insuperable revela perpetuamente mi cuerpo a mi conciencia: puede ocurrir que busquemos lo agradable o el dolor físico para librarnos de la náusea, pero, desde el momento en que el dolor o el agrado son existidos por la conciencia, ponen de manifiesto a su vez su facticidad y su contingencia, y se develan sobre el fondo de náusea. Lejos de tener que comprender este término de náusea como una metáfora tomada de nuestros malestares fisiológicos, es, muy al contrario, el fundamento sobre el cual se producen todas las náuseas concretas y empíricas (náuseas ante la carne pútrida, la sangre fresca, los excrementos, etc.) que nos conducen al vómito[17].

Conclusión

En algún momento de nuestras vidas nos hemos hecho estas preguntas: ¿qué es la existencia? ¿Por qué existo? Y las respondemos justificando todo por medio de un dios, de la sociedad o basados en aquello que dicen por ahí. Sin embargo, lo que Sartre nos plantea en La náusea es que la existencia, aunque se relaciona con el Ser no es equivalente a éste, sino que mas bien se refiere a esa experiencia íntima que tenemos de nosotros mismos, es decir, esa sensación de que existo es posible solamente a partir de la vivencia de la náusea de que no hay un ¿por qué? o un ¿para qué? en la existencia: sentirme cansado de vivir; sentir una angustia profunda por algo indeterminado; la necesidad de apartarme de los otros en ciertos momentos; todos esos acontecimientos de la vida demuestran que experimento la náusea, al ponerme a distancia de mí mismo me doy cuenta que existo y que puedo significar y dar sentido a mi mundo libremente, y como una continuidad de esa existencia, también el otro y las cosas, existen.

7.4 

 

Bibliografía

  1. Carrasco Pirard, Eduardo. “Comentario sobre La Náusea de J. P. Sartre en el centenario de su nacimiento”. Revista de filosofía .Volumen 61. 2005.
  2. Sartre, Jean Paul. La náusea. 9ª edición. Época. México. 1998.

 

Notas

[1] Carrasco Pirard, Eduardo. “Comentario sobre La Nausea de J. P. Sartre en el centenario de su nacimiento”. Revista de filosofía .Volumen 61. 2005. p. 65
[2] Sartre, Jean Paul. La náusea. 9ª edición. Época. México. 1998. p. 82
[3] Ibíd. p.101
[4] Ibíd.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd. p.1
[7] Ibíd. p.10
[8] Ibíd.102
[9] Ibíd. p.8
[10] Ibíd. p.101
[11] Ibíd. p.106
[12] Ibíd. p.107
[13] Ibíd.
[14] Ibíd. pp.81-82
[15] Ibíd. p.82
[16] Ibíd.
[17] Sartre, Jean Paul. El ser y la nada. Altaya. Barcelona. 1993

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