Reflexiones sobre la ruina

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Reflexiones sobre la ruina

Las ruinas, en efecto, parecen encarnar un sentido de valor y belleza universal del que difícilmente el hombre se podrá desprender. Quizás asociadas al sentimiento más básico y necesario de pertenencia, le permiten a su observador situarse espacial y temporalmente en la historia, así como sentir que sus tradiciones están arraigadas en un pasado inexorable y digno de recordar. Pero lo que quizás explique la afinidad por ellas sea el gran símil que puede haber entre experimentarlas y un aspecto esencial del pensamiento cotidiano, que es la búsqueda por saber la verdad –no tanto saber la verdad, sino la búsqueda por saberla.

Al ser humano, en tanto a la cultura occidental atañe, le interesa la construcción del conocimiento y se empeña por vincular situaciones históricas para obtener dilucidaciones que aporten una visión nueva, certera e incluso creativa sobre el acontecimiento de las cosas. Pero el sustento de dicha actividad yace no sólo en los elementos que se conocen, sino, y como punto de partida, en la curiosidad, el interés y sobretodo en la duda. El hombre vive perpetuamente en un abismo del que puede cernirse a ciertos elementos, pero la gran mayoría de ellos permanecerán por siempre desconocidos, invisibles e imposibles de experimentar. Es decir, es vive en una continua oscilación entra la certidumbre y la incertidumbre, y una ruina justamente es un objeto que nos muestra parte de su totalidad, la otra ha desaparecido, y por tanto es un objeto que reposa en el punto medio, generando una tensión entre lo conocido y lo desconocido.

Ahora, como ejemplos paradigmáticos de las ruinas se puede pensar en el Partenón, o en las pirámides teotihuacanas, los templos de Angkor y otros, pero esta sensación de la que aquí se habla tiene símiles en otras escalas. Uno muy claro es el enfrentamiento con un aparato descompuesto, ante el que inmediatamente surge un interés por reparar y entonces empezar a explorarlo, verlo, abrirlo, quitarle, hasta ver qué pieza puede estar fallando o faltando, para, acto seguido, repararlo, “restaurarlo”, para que vuelva a operar y dejarnos tranquilos. Es como el ejercicio del detective, que tiene algunos elementos sobre el acontecimiento de un crimen, pero carece de toda la información para concluir quién fue, y por ello inicia una indagación hasta dar con la verdad. Son innumerables las situaciones en las que se genera una tensión entre lo que se sabe y lo que se quiere saber, pero lo maravilloso de las ruinas es que son una manifestación palpable y visible, que al primer impacto proyectan esta dialéctica.

El brazo faltante de la escultura del Laocoonte aporta un ejemplo claro. ¿Cuántos tipos de brazo no le pusieron antes de dar con el que propuso Miguel Ángel? En casos más afortunados como en el de las piernas mutiladas de la escultura de Hércules Farnesio de Lisipo, las piezas se encontraron, pero la sutileza aquí del restaurador radicó en hacer una réplica exacta de ellas, para integrarlas en el cuerpo completo, dejando para exhibición exenta a las piernas originales, mutiladas como se encontraron. Piranesi se dio el lujo de completar un gran número de ruinas y edificios en sus grabados, auto-otorgándose la licencia de regalarle “la verdad” completa y “original” al espectador, así como Violet Le Duc terminó una gran cantidad de castillos y palacios del medioevo francés. Es así como el ejercicio de la “restauración”, idealiza un objeto, e inevitablemente, sella en él la sensibilidad del interventor, que por más fino y elegante que sea, marcará un cambio en la vida de la pieza, robándole la pureza que alguna vez tuvo.

La pureza y la conservación de las obras artísticas –tal y como fueron pensadas y concebidas por su genialidad creadora, suele perderse, disiparse y transformarse con el paso del tiempo. La ruina arquitectónica está condenada a envejecer y, a menos que su valor lo acredite, a desaparecer del mundo de lo tangible. Ver una ruina es ver un objeto que alojó vidas y situaciones y que está entre la vida y la muerte, y esto genera un respeto fúnebre, como el que se siente al entrar a un cementerio, mismo que refleja el peso sicológico que pueden llegar a tener sobre el hombre.

La ruina, en última instancia, es un ente que transmite cierta “fuerza”, cierta carga de significado que contrasta con lo que nuestra cotidianidad produce. ¿A qué se debe? ¿A su forma? ¿A su color? ¿A sus texturas? ¿A la idea del tiempo que genera? Existe una fórmula de la física que define a “fuerza” como “masa” por “aceleración”. Todos entendemos el concepto de masa, el objeto tiene masa, como todos los objetos, pero el concepto de aceleración es interesante porque define una diferencia: una aceleración es un cambio en la velocidad con que avanza un objeto y entre mayor el cambio, mayor es la aceleración. Una trasposición de un objeto de un año a otro no representa lo mismo que de un siglo o un milenio a otro: el impacto de ese gran cambio, de esa gran aceleración, junto con el hecho de que se refleja en una masa, en un objeto, genera una fuerza: la fuerza del objeto histórico.

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