El orden expresivo.

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El orden expresivo.

La metafísica de Nicol y la legalidad verbal del aparecer 

 

El verbo tenía una textura fibrosa y un sabor concentrado. Traté de imaginarme uno muy rudimentario, que no fuera capaz de expresar aún el pasado ni el futuro: sólo el presente, e hice cábalas sobre ese momento de la historia, o de la prehistoria, en el que de súbito apareció el tiempo o los tiempos, y fue posible mirar hacia adelante y hacia atrás, hacia ayer y mañana. [J.J. Millás, El orden alfabético]

El sonido, el espejo, el Otro y lo otro

Verba volant et – cabría decir – manent. Pujan y pugnan por salir al aire libre donde vuelan pasando de boca en oído y de oído en boca. Que las palabras, que los sonidos con sentido queden y hagan quedar es una adquisición de la filosofía del lenguaje que uno de los interlocutores privilegiados de Nicol, cual es Cassirer, atribuye a Wilhelm von Humboldt. Pues a partir de la concepción del lenguaje como actividad y no como obra, el autor de Einleitung zum Kawi-Werk sitúa en  la dúplice virtualidad del fonema el puente entre lo subjetivo y lo objetivo: “Mientras que en el lenguaje se abre camino el impulso espiritual a través de los labios, su producto retorna al propio oído. La representación es trasladada a la objetividad real sin ser substraída por ello de la subjetividad” – y más adelante – “el hombre se rodea de un mundo de sonidos para abarcar y confeccionar el mundo de objetos”.[1] Claro que en la perspectiva cassireriana, el pasaje recién citado es un pre-texto para declinar en clave funcionalista y antisustancialista la vocación objetivadora del lenguaje; en pocas palabras, el objeto no es el ser sino la objetivación de la legalidad del obrar del espíritu puesto que “la suprema verdad objetiva que se revela al espíritu es, en última instancia, la forma de su propia actividad”.[2] He aquí, en una diversa noción de lo que es susceptible de devenir en objeto, la distancia teórica entre el filósofo de las formas simbólicas y el metafísico de la expresión. Sin embargo, es precisamente el análisis de la por así decirlo creencia que motiva la instancia anti-metafísica cassireriana lo que nos permite detectar la vis a tergo que impulsa a Cassirer a elaborar una teoría del símbolo como función objetivadora del hacer que no del ser. Ante todo, resulta evidente que para Cassirer las filosofías del ser son filosofías “sustancialistas” de lo dado, pensamientos pasivos que a la manera de un espejo se limitarían a reflejar impresiones sin poder superar el dualismo entre lo espiritual y lo sensible.

            Empecemos por aclarar algunos de los motivos que determinan la extrañeza de la nueva ciencia del ser que propone Nicol respecto de las filosofías del ser [Sein] hacia las que Cassirer dirige la crítica de inmovilizar y enjaular el actuar [Tun] del espíritu. En primer lugar, para medir la distancia que Nicol toma de toda metafísica sustancialista basta con considerar la destreza interpretativa de la que hace gala a la hora de denunciar las “aporías del sustancialismo”. En el capítulo segundo de la primera edición de Metafísica de la expresión, capítulo que no será incluido en la edición de 1974, y que lleva el título de “El principio del ser”, hallamos a un Nicol en quien la cuidadosa lectura de los pasajes y de los autores que hicieron la historia de la metafísica (Parménides, Heráclito, Platón, Aristóteles, Duns Scoto, Spinoza, Descartes, Hegel, Heidegger, por citar sólo algunos) se ejerce no sólo como una obra de clarificación sino también de desenmascaramiento. Podríamos decir que nos encontramos ante un Nicol filólogo riguroso y filósofo de la sospecha. De lo que se sospecha es nada más y nada menos que de la validez de la pregunta que interroga por el ser, que no sería sino “un eco, una forma derivada” de “otra más primitiva”, o mejor dicho de la cuestión auténticamente principal: “el problema de un principio de unidad”.[3] Pero aún antes de plantear el tema de una unidad que sólo el método fenomenológico-dialéctico descubrirá en los capítulos sucesivos como no problemática, Nicol denuncia la falsedad del principio ontológico y del principio lógico a partir de los cuales el ser ha sido conceptuado como invisible, inmóvil, intemporal, inalterable, inmaterial.[4] Lo que está en tela de juicio es la “principalidad” de Dios y del axioma de no contradicción. Del primero, Nicol afirma que, lejos de ser un principio, corresponde a lo que en física es una hipótesis operativa. Las hipótesis se fingen, se construyen, se elaboran y por ello mismo no son susceptibles de ser intuidas sin mediaciones como lo requiere un principio. En este punto la lectura de los pasajes aristotélicos se convierte en un cuerpo a cuerpo a través del cual Nicol va denunciando la ilegitimidad de algunas asimilaciones: ante todo la asimilación de ser a substancia (Metafísica, Z I, 1028 b). Y si bien, como ya hemos anticipado, es en las páginas sucesivas donde Nicol enfrentará la cuestión del método explicitándolo como fenomenológico-dialéctico, dicho método, como es natural, está presente desde el comienzo de la obra dictando exigencias y retos y vigilando el cuidado de la diferencia entre lo dado y lo construido. Lo dado, lo que resulta “patente en la facticidad del Ser”, es sí la singularidad de un ente y la multiplicidad de los entes reales, pasados o posibles, pero también y sobre todo aquello que no ha sido reconocido por la metafísica como fundamento, el hecho, porque de un hecho se trata, de que “hay ser” y que este hecho es justamente lo que cualquier ente tiene en común con todos los demás[5]. Otro hecho, y otro principio, es la temporalidad de la realidad. Es precisamente éste el punto en el que un hecho se conjuga con una teoría, la intemporalidad, la inmovilidad y la univocidad del ser, de inspiración parmenidea, determinando dos compromisos teóricos epocales consistentes en concebir al ser cambiante como un ser a medias: el dualismo platónico entre ideas y cosas donde la univocidad del ser va a adjetivar las cuatro relaciones de presencia, semejanza, participación e imitación y el aristotélico, por el que el dualismo entre ideas y cosas se desplaza hacia el dualismo entre substancia y accidentes. Este último intento de establecer un puente entre el ser y el tiempo, entre lo inmóvil y lo cambiante, entre lo necesario y lo contingente desemboca en una paradoja:

Aristóteles tiende a implicar el concepto de ser en el concepto de substancia, como si fueran       equivalentes […]. Pero, mientras la substancia no sea suficiente para explicar el ser no substancial, necesitará de otro ser que la explique a ella misma. Por esto, en la metafísica de tipo aristotélico, nos encontramos siempre con esta paradoja: que Dios aparece como justificación ontológica de la substancia, cuando en realidad es el accidente el que requiere tal justificación. Pero, cuando reparamos en esto, advertimos ya que es el concepto mismo de substancia el que debe desecharse, porque no cumple la función teorética que se le asignó, mientras no sirva para explicar el ser: todo el ser, toda forma de existencia.[6]

Al igual que “el principio del ser”, que ha sido deconstruido reconduciéndolo a su origen parmenideo, pero también señalando la peculiaridad de la falla interna de la construcción teórica de Aristóteles que, no obstante la “perfección formal, y hasta si se quiere la belleza”, no lograría “concluir según su propio plan” puesto que “subsiste el hecho de que el concepto de ser es más universal que el concepto de Dios, mientras que Dios es el principio del ser y el que permite explicarlo”,[7] al igual pues que el principio ontológico, el principio lógico de no contradicción queda desvirtuado en su “principialidad”. En pocas palabras, resulta ilegítimo hablar de principio para un axioma que “aparte de que presupone una evidencia apodíctica del ser, involucra nada menos que tres supuestos diferentes: el supuesto ontológico de la identidad (la mismidad de la cosa: tò autó, kath’ena), el supuesto igualmente ontológico de la intemporalidad (al mismo tiempo: ama, tòn autòn chrónon); y el supuesto lógico de la univocidad (en el mismo sentido: katà tò autò)”[8]. Del lazo del principio de no contradicción con el supuesto ontológico de la identidad, Nicol aduce una razón que vale sea como prueba filológica que como motivo crítico:

Es significativa, a este respecto, la alusión de Aristóteles a Heráclito, en ese pasaje del libro Γ, en que, insistiendo sobre la evidencia del principio, afirma que “sería imposible que nadie pueda suponer que la misma cosa es y no es, como algunos imaginan que Heráclito dice” (1005b). Aristóteles no se atreve a imputarle directamente a Heráclito una falta de carácter tan elemental; pero Heráclito no pudo cometerla, porque su sistema dinámico excluía de antemano la noción de una cosa que fuera la misma, en el sentido aristotélico. No hay infracción del principio lógico de no contradicción donde no hay aceptación del principio ontológico de identidad (como intemporalidad).[9]

Este último paréntesis es de suma importancia para entender la idea de presencia que anima el proyecto nicoliano de reforma de la filosofía. A estas alturas, no puede sino resultar claro que la reivindicación de la presencia del ser, que en toda la obra nicoliana aparece diseminada en expresiones del tipo “hay ser” y “el ser está a la vista”, está íntimamente relacionada con el proyecto de reconciliar el ser con el tiempo, con la visibilidad y sobre todo con el cambio. Del nexo entre vivencia de temporalidad y vivencia de mismidad, Nicol habla desde su primera obra, Psicología de las situaciones vitales, y lo hace precisamente para rechazar, esta vez en ámbito psicológico, “la idea de un yo idéntico, al modo de la substancia clásica” que “no puede ser sujeto de cambio”.[10] En Metafísica de la expresión, la mismidad aparece declinada ontológicamente como “continuidad entitativa durante el cambio”.[11] De lo cual se desprende que no es el ser sino la substancia lo inconciliable con el cambio. Así como no es la contradicción sino el principio de no contradicción lo que hace problemático el cambio de algo que ha sido previamente conceptuado como permanente, fijo e inmóvil. Si, diversamente, el pensamiento asume una vía no circular, que para Nicol quiere decir una vía dialéctica, entonces deviene posible liberarse de un falso problema y al mismo tiempo adquirir la conexión entre dos de los que en una obra del ’65 serán presentados  como “principios de la ciencia” (principio de racionalidad de lo real y principio de la temporalidad de lo real): “todo lo que existe y se puede conocer es cambiante o temporal; el cambio es contradictorio; luego lo contradictorio es racional, pues todo lo que existe es racional”.[12] El silogismo, inútil negarlo, suena a sofisma. Sin embargo, el pseudo-argumento filosófico resultaría verdadero en virtud de lo que para Nicol es un dato fenomenológico que condiciona la dialéctica: la racionalidad de la realidad. Así Juliana González:

La contradicción de lo real es racional porque es “armonía”, liga, ley, orden, unidad y permanencia. Pero el ser no es dialéctico en el sentido de que tenga un contrario, o un “otro” de sí mismo (que sólo sería la nada), como lo tiene todo ente. La dialéctica de Nicol se propone superar la revolución hegeliana a partir de Hegel mismo, dando el viraje hacia una dialéctica concreta y positiva porque se desarrolla a partir de los hechos y se fundamenta en el fundamento único y afirmativo: el ser o la presencia eterna de la realidad. Es la fenomenología la que condiciona en Nicol la dialéctica, y es ésta, a su vez, la que permite alcanzar el propósito metafísico esencial de una comprensión integrada y unitaria de la realidad.[13]

Una vez que Nicol se ha liberado del concepto de substancia, puede por fin exponer la estrategia de salvamento de lo que urgía salvar desde el comienzo: el ser cambiante. En realidad, la necesidad de una estrategia de salvamento se desvanece en el momento en que se adopta otro comienzo: la decisión fenomenológica de partir sin supuestos (incluso sin el supuesto de la identidad y de la intemporalidad del ser) con los ojos abiertos a lo que se da de manera inmediata: la permanencia del cambio.

Por lo que concierne a la mención cassireriana del espejo, con la desvaluación del concepto de representación que comporta, deviene posible responder con un pasaje de Crítica de la razón simbólica, que, bien lejos de entender la representación y la reproducción como repetición de una escena perceptiva, señala de este modo la diferencia entre el espejo, que es “pasivo, inflexible y sólo devuelve lo que recibe” y el hombre, que “con su intención de verdad, se pliega a las realidades, las considera como son, pero devuelve más de lo que recibe”[14]. Más adelante, a la hora de estudiar la estratificación estrictamente fenomenológica por la cual la bebaiotes figura en la base y no en la cima del conocimiento, habrá ocasión de detenerse en la posibilidad de ese “aumento” que por otra parte permite superar tanto el modelo formalista como el historicista neutralizando la incompatibilidad entre verdad e historia. Por ahora bástenos con poner de manifiesto la dialéctica que anima la tensión impresión-expresión:

Expresar viene de exprimere, que significa hacer que algo salga del interior de una cosa ejerciendo presión sobre ella. La presión, que tiene la misma raíz latina, deja una huella impresa. Todo deja su huella en el hombre. Así como se habla de una materia impresa, cabría decir que el hombre es espíritu impreso. Pero el hombre también es impresor. Su posición ante el ser no es meramente receptiva. Expresividad no es pasividad; es una actividad en la cual el hombre se exprime a sí mismo, incluso cuando meramente refleja lo recibido. Los actos propios, a su vez, ejercen presión en los demás, dejan su huella impresa y provocan las correlativas expresiones. La expresión no se comprende sino como un fenómeno de correlación: una esencial correspondencia de las actividades. Coexistencia es reciprocidad: conjugación de impresiones y expresiones.[15]

Inmediatamente después, Nicol focaliza el tercer punto de la figura triangular en que se basa su idea de símbolo: el objeto. Y así es que el entrelazamiento entre el contenido significativo y la intencionalidad comunicativa (un concepto clave que Nicol ya ha expuesto en Metafísica de la expresión y del que luego hablaremos) aparece reconducido a la duplicidad de la exposición: “Expressus es lo declarado, lo expuesto ante lo demás. Pero la exposición es doble: queda expuesto el ser que expone, y queda expuesto el ser que es contenido de la exposición. Ahora bien: esta dualidad es la misma en la respuesta científica que en la precientífica. Sin excepciones, existir es ex-ponerse”.[16] A la doble exposición se acompaña la doble apropiación que, en Metafísica de la expresión, adquiere, en un momento mediano entre los primeros y los sucesivos análisis fenomenológicos, “el estilo más terso” de una formulación de principio, en especial la séptima de ocho: Lo que el hombre expresa en su actividad es una constitutiva dialéctica del ser:

Por sí mismo, el ser de la expresión es lo que hemos llamado un ser ex-puesto: la presencia del hombre deja al descubierto su constitución ontológica. Lo que significa esta índole peculiar de apertura es que el acto de existir consiste en darse u ofrecerse. Pero el ofrecimiento de sí mismo, que se produce primariamente como un darse a conocer, es a la vez una doble posesión. Expresando adquiere el hombre posesión de sí mismo: adquiere esa mismidad que es la acentuación de su propia individualidad óntica. Y como toda expresión es dialógica, el acto comunicativo procura la posesión de lo ajeno; tanto del ser ajeno que es el interlocutor, cuanto de todo lo ajeno que pueda ser mentado en el contenido significativo de la expresión.[17]

En este punto resulta útil distinguir entre dos niveles de ajenidad que emergen de dos de las cinco relaciones simbólicas que concluyen Metafísica de la expresión, es decir la relación símbolo-destinatario y la relación símbolo-objeto. Regresemos por un momento a nuestro punto de partida. Hemos iniciado vislumbrando en la doble virtualidad del fonema, así como ha sido conceptualizada por Humboldt, la encrucijada de dos distintas filosofías del símbolo, una funcionalista y otra metafísica, que parecen separarse irrevocablemente precisamente en el paso inicial, es decir cuando admiten que no hay objeto fuera del símbolo. Pues si para Cassirer “el signo constituye para la conciencia […] la primera etapa y la primera prueba de objetividad, porque sólo mediante él mismo se le brinda cohesión al constante flujo de los contenidos de conciencia, porque sólo en él se determina y de él se extrae algo permanente”,[18] por otro lado Nicol asevera que “el objeto no se constituye como real, no adquiere para mí su auténtica objetividad, con una certidumbre que no depende de mí solo, sino con la palabra”.[19] Ya vemos que la aparente coincidencia en la virtualidad objetivadora del símbolo va quebrándose a través de un significativo desplazamiento del polo unificador que, si en Cassirer resulta confiado a la función, en Nicol se manifiesta como un dato – que no un producto – intersubjetivo antes que subjetivo. La primera diferencia que nos salta a la vista concierne al modo de declinar la objetividad, por un lado, como algo fijo, como algo separado y por así decirlo “rescatado” del caos de las impresiones sensibles y, por otro, como algo expresivo, es decir como algo que expresa, que no crea, la comunidad del ser en un acto que no puede sino ser dialógico.

Es evidente que la declinación en clave intersubjetiva de la constitución de los objetos no pudo haberse logrado sino a través de una radical remodulación del concepto de intencionalidad que, como ya hemos anticipado refiriéndonos a su empleo en Crítica de la razón simbólica, en Metafísica de la expresión recibe el adjetivo de “comunicativa”. De intentio communicationis habla en efecto Nicol cuando muestra la necesidad de integrar el esquema del conocimiento elaborado por “los maestros medievales”, quienes, introduciendo la distinción entre intentio formalis e intentio objectiva

advierten, muy certeramente, que hay en el entendimiento una tensión, como un impulso que lo lleva hacia el objeto (actus mentis quo tendit in objectum) y que le permite apropiárselo directa e inmediatamente (quo objectum suum percipet directe). A esta intención formal corresponde la intención objetiva, o sea el correlato del propio acto intencional: el objectum in quod. Pero no se considera pertinente para la teoría el hecho de que a la intención formal, como acto de la mente, corresponda una intentio communicationis, con su propio correlato. Éste ya no es el objeto mentado, sino el otro sujeto, a quien se endereza la expresión. Sin expresión, no hay auténtica apropiación.[20]

Pero la instalación de la comunicación en la raíz misma de todo acto intencional, hasta el punto de afirmar que “la mente percipit directe los objetos utilizando palabras”[21] no  puede sino reverberarse en un enfrentamiento teórico con Husserl, el fundador de la ciencia a partir – y en oposición – de la cual, Nicol forja su idea de método. Hay per incidens que aclarar que la traducción nicoliana de la fenomenología de “ciencia de esencias” a “método fenomenológico de una ontología del ser” no coincide con esa primera traducción y traición de la ciencia a método que apareció en el párrafo séptimo de Sein und Zeit.[22] No pudiendo, por motivo de espacio, ahondar aquí en la confrontación Nicol-Heidegger,[23] cabe al menos subrayar que por “método fenomenológico” Nicol no entiende la vía de develación de un ser que estuviera oculto, encubierto, enterrado y desfigurado, sino el retorno a la simplicidad de la mirada cotidiana que inmediatamente capta que “hay ser”. Pues a diferencia de Heidegger, quien comparte con su maestro la convicción acerca de la necesidad preliminar de pasar de la actitud natural a la actitud fenomenológica, Nicol hace hincapié en la virtualidad fenomenológica de toda actitud que no puede sino ser visión directa e inmediata del ser. Y puede serlo en tanto que el Phänomen es Erscheinung. Pero adviértase que la ganancia de evidencia del ser, es decir de lo diáfano y conspicuo, cuya nitidez “ninguna confusión visual o lógica puede empañar”[24] no se realiza a costa de la pérdida de la diferencia ontológica. Que el ser no esté ocultado por el ente, que el ser, contrariamente a lo que afirma Heidegger, se identifique justamente con lo que inmediata y regularmente se muestra, es para Nicol el cumplimiento de la vocación etimológica del término phainomenon. Un cumplimiento que puede llevarse a cabo sólo destejiendo la trama en la que, a partir del camino señalado por Parménides, el eidos se ha vuelto aides. Nicol piensa en Platón, en especial en el Fedón, el diálogo que habría sentado el descrédito de lo visible como base de la ontología:

Cuando habla de forma, Platón emplea la palabra eidos, que como todos los griegos saben designa lo visible en el ser. […] El hecho de que el término eidos del Fedón se traduzca por idea, nos impide reparar en lo que implica la llamada “teoría de las ideas” de Platón. Decir que hay un eidos que es a-eidés equivale a decir que lo visible es in-visible, que la forma es a-morfa. La dificultad no es meramente lingüística. La gravedad filosófica consiste en que la invisibilidad se eleva al rango de un atributo ontológicamente positivo.[25]

Sin salir del Fedón, podríamos decir que Nicol no teme “sufrir lo que los que observan el sol durante un eclipse sufren en su observación”. Pues si el miedo de “perder los ojos, a no ser que en el agua o en algún otro medio semejante” se contemple “la imagen del sol”, representó para Sócrates un desplazamiento de la mirada del sol a su reflejo, del ser a hypothémenos logon[26], Nicol, en cambio, afirma que “lo que tiene luz propia” “no requiere las luces de la filosofía”[27]. Y si es cierto que también Nicol habla de la necesidad del reflejo, dicha necesidad no se traduce en la elaboración del artificio del concepto como reparo contra el encandilamiento, sino en el reconocimiento de la virtualidad apofántica del logos, en su acepción de palabra dialogada en la que la evidencia no es diferida: “el logos ilumina porque refleja la luz del Ser”.[28] Claro que el mantenimiento del término “reflejo” no puede sino conducirnos nuevamente a la cuestión de la modulación nicoliana de la diferencia ontológica.

Aquí tocamos un punto que no podemos hacer más que rozar puesto que concierne a una de las más arduas aporías de la filosofía de Nicol, una aporía por la que el método fenomenológico pareciera tornarse inviable o por lo menos, y en contraste con cuanto afirma el propio Nicol, resulta ulterior respecto de la decisión preliminar de entender el ser como “hay ser” o como algo susceptible de asumir atributos. A tal alternativa parecieran responder dos obras capitales como Metafísica de la expresión y Crítica de la razón simbólica, dos obras entrelazadas y complementarias que, sin embargo, en algunos pasajes se distinguen por la distinta manera de hablar del ser. Pero si la impaciencia del lector podría llevarlo a considerar a la primera como una ontología del ser expresivo y a la segunda como una ontología del Ser en general, lecturas más detenidas demuestran la imposibilidad de tal distinción. Y ello no sólo por la relevancia de párrafos que reiteran, tanto en la primera como en la segunda obra, el lazo inextricable entre Ser y virtud apofántica del logos, que es el rasgo distintivo de “quien expresa”, sino por una importante distinción entre Ser y esencia que connota según grados la captación de evidencias:

La apariencia nunca es mera apariencia. Es mera sólo por defecto nuestro. El ser no tiene         defectos. O sea que la verdad no es una revelación de ser, sino de la quidditas de lo aparente. Esta es una verdad de segundo grado: una evidencia buscada, que presupone la evidencia primaria o fenoménica, la visual.[29]

La estratificación en grados de la experiencia es índice de una profunda sintonía con la fenomenología husserliana que apunta a dar cuenta de los enlaces entre lo dado y lo construido. Y sin embargo Nicol, que hace alarde de emplear el método fenomenológico, rechaza precisamente lo distintivo del método husserliano que es la operación reductiva: “En Husserl, la captación de la esencia requiere un método reductivo. Es indudable que la esencia de la cosa no aparece siempre en el momento de verla, y hay que desentrañarla. La ciencia es método de captación de esencias: responde en todos los casos a la pregunta sobre el qué”.[30] De lo dicho emerge que Nicol reserva la captación de la esencia a un momento ulterior a la aprehensión del ser, pero de lo dicho emerge también que la reducción que Nicol no acepta no es tanto la eidética como la trascendental. Lo que para Nicol no tiene ninguna razón de ser, y no la tiene desde cuando elabora en la primera edición de Metafísica de la expresión “el contradiscurso del método”, es la supuesta necesidad metodológica de pasar del yo empírico al yo trascendental para captar el sentido. Como vemos, aún antes de concernir a la cuestión de la esencia, el desacuerdo con Husserl emerge en una diversa acepción del fenómeno y del sentido, que para Nicol no puede sino ser “consentido”. La inclusión del homologuein en la raíz misma del logos es el fruto de una radical revisión del concepto de intencionalidad:

La intencionalidad no es equiparable a la trayectoria que dejará trazada idealmente en el espacio un proyectil después de llegar a su meta. El sentido del acto depende de la meta, y hasta de los testigos no afectados directamente. El acto decimos que es intencionado porque tiene desde luego la intención de afectar a los demás. Estos expresan su no indiferencia cualificando el acto ajeno. El sentido no es siquiera bilateral: se produce siempre como una trama de relaciones existenciales. Y aunque sea por naturaleza fluido, como la existencia misma, tiende a estabilizarse en sistemas acreditados por el consenso (semánticos, morales, estéticos, políticos, jurídicos, religiosos, etc.).[31]

La afirmación nicoliana de la originariedad del nexo entre el fenómeno y la palabra dialogada llega al punto de excluir que exista una intencionalidad no comunicativa. Pues, incluso cuando Nicol hace mención del soliloquio, lo caracteriza como dialógico: “todo pensamiento es diálogo” afirma Nicol remontándose a un pasaje clave del Sofista, cuya cita textual es diánoia mèn kaì lógos tautón.[32] Como vemos, Nicol no sólo hace hincapié en la constitutiva dimensión dialógica del pensamiento sino que considera la virtualidad  duplicativa del diá-logo como el rasgo distintivo y el destino de un logos que puede hacer propio lo ajeno sólo en tanto que está dirigido a un ente que es sí ónticamente extraño pero que es ontológicamente afín, es decir el destinatario de la expresión. Con lo cual se establece un vínculo tan estrecho entre contenido objetivo e intencionalidad comunicativa que ningún discurso puede eliminar. Ni siquiera el soliloquio. Aunque Nicol no se refiere a Investigaciones lógicas y aunque su confrontación con Husserl se desenvuelve principalmente sobre la base de Meditaciones cartesianas, existen buenas razones para evidenciar el contraste que emerge entre quien, como Nicol, no concibe una expresión que no sea comunicativa, y quien, como el Husserl de la primera Investigación lógica, hace referencia a la vida solitaria del alma, a ese caso límite en que las expresiones no pierden su función significativa aun cuando no comunican nada. Claro que el intento de Husserl no es el de excluir al “Otro” como destinatario de la expresión, sino más bien afirmar la posibilidad de representar una palabra independientemente de que la palabra exista como sonido o como grafía real, física. En das einsame Seelenleben “nos imaginamos en nuestra fantasía un signo verbal hablado o impreso pero en realidad no existe tal signo”.[33] Como es notorio, es precisamente la posibilidad de separar el significado del significante lo que es objeto de crítica de Derrida en La voz y el fenómeno.[34] No pudiendo detenernos en una confrontación triangular Husserl-Nicol-Derrida, nos limitamos tan sólo a excluir que una eventual confrontación pueda llevarse a cabo sin tratar de ir más allá de “malentendidos hermenéuticos”. En otras palabras, la cuestión no puede resolverse en la acusación, dirigida a Husserl, de no haber incluido la sociedad y la comunicación en el interior del individuo. Y ello porque la mención del caso límite del monólogo interior constituye tan sólo un ejemplo para distinguir analíticamente entre función indicativa y función significativa, donde esta última no tiene que ser siempre una palabra empírica. Mucho más interés tiene averiguar, en un trabajo futuro, las distintas declinaciones que asume la relación entre lo uno y lo múltiple, sea lo uno el significado ideal (Husserl), la comunidad del ser (Nicol) o la permanencia del signo y la posibilidad de su repetición (Derrida).

Legalidad del aparecer y logos

 

Que el ser, según la perspectiva de Nicol, deje de ser problemático no conlleva el retorno a una metafísica dogmática y ello por la simple razón de que la vía indicada para superar el idealismo – trátese de la primacía de la función o de la conciencia trascendental sobre el objeto – lejos de consistir en una reproposición de la “primacía del objeto”, se configura, al igual que en Cassirer y en Husserl, como un paso de la cosa al acto, pero con la diferencia, una diferencia estrictamente fenomenológica, que, en lugar de hallar el actuar del espíritu, Nicol da con la legalidad compartida del aparecer. El problema surge cuando se considera que la legalidad del aparecer del ser está íntimamente relacionada con la expresión. De ahí la necesidad de una ulterior reelaboración del método fenomenológico que deviene en “fenomenológico-dialéctico”. Es precisamente éste el punto en que se torna posible divisar la bifurcación de dos senderos de la fenomenología: el heideggeriano, que adopta la fenomenología como método de una ontología que además de fenomenológica es hermenéutica, y el nicoliano que, insistiendo en el enjambre “fenomenológico-dialéctico”, radica la hermenéutica en la relación simbólica entre Ser y logos.

El valor onto-histórico que asume la hermenéutica ha impulsado a un autorizado estudioso de Nicol a afirmar que “el Ser es problema”.[35] Un problema de interpretación que concierne ante todo a la dificultad de distinguir entre lo que es un hecho susceptible de ser asumido como principio y lo que es un atributo forjado por la razón. Así Horneffer muestra la ambigüedad y la equivocidad que connota a la relación entre lo dado y lo construido:

Si partimos verdaderamente de lo dado, que es la presencia del Ser en lo que es, e intentamos que el Ser se muestre sin juicio previo de nuestra parte, ¿son acordes a su presencia sin más los atributos de necesidad, omnipresencia, eternidad, concreción, plenitud e igualdad?, ¿le corresponden fenoménicamente al Ser los atributos mencionados? ¿No será, más bien, que el hombre los conceptúa a partir de la experiencia primaria?[36]

La cuestión es de suma importancia porque, además de constituir una insoslayable aporía, deja abierta la posibilidad de una eventual confrontación con un filósofo en quien la complementariedad – y en algunos casos la “contaminación” – entre método explicativo y método descriptivo ha dado lugar a dos obras capitales cuales Sobre la esencia e Inteligencia sentiente. Nos referimos naturalmente a Xavier Zubiri y lo hacemos no tanto o al menos no sólo para exhibir otra versión del enlace entre metafísica – que en el caso de Zubiri es de la realidad y no del ser – y ontología – de la inteligencia que no del hombre. Claro que también aquí habría que ir más allá de rígidas barreras terminológicas, mostrando por ejemplo que la nicoliana ontología del hombre, o mejor dicho del ser expresivo, es una ontología del logos entendido como acto y no como facultad. En pocas palabras, la referencia a Zubiri, en especial a Inteligencia sentiente, puede no ser peregrina si se reflexiona acerca del papel que juega el concepto de refluencia.[37] Pues con tal concepto, Zubiri ha encontrado la manera de dar cuenta de una suerte de reversión de los actos de la razón y del lógos en el acto a-histórico de aprehensión primordial de realidad.[38]

            Con lo dicho se desea tan sólo señalar que si bien es el propio Nicol quien expone, al estilo de Husserl, un esquema de estratificación de la experiencia según grados, dicho esquema parece más afín a una “modulación” del logos  (Nicol, a diferencia de Zubiri, parte del logos aunque en algún pasaje hace también mención de una fase pre-lógica) que a una estratificación en grados. Pasemos ahora a mostrar esta aporía entre estratificación y refluencia sin salir de Metafísica de la expresión. “Podríamos distinguir en el conocimiento una fase primaria, que es el aparecer (intuición o aprehensión inmediata del ser); una segunda fase que es el reaparecer (representación, mental o verbal); y una tercera fase que es el parecer sobre lo representado”.[39] La clasificación de las fases, aunque él mismo admite que es esquemática y convencional, le sirve “para diferenciar las funciones básicas de captación y de apófansis del ser, respecto de las funciones derivadas”,[40] es decir le sirve para tomar distancia del perspectivismo de marca subjetivista que, a su juicio, no sería capaz de distinguir entre visión de lo que es común y opinión acerca de lo que es susceptible de ser objeto de discrepancia.

La superación del perspectivismo exige la individuación de un grado de la visión en el que prevalece el complemento objeto sobre el adjetivo. Es decir una visión del ser, que justamente en virtud del logos deviene en mundo, que es igual para todos por la simple razón que es de todos y que ve no una parte o un lado del ser, sino que capta inmediatamente la presencia del ser en la falta y en el anhelo de plenitud de las partes.

¿Qué se entiende por punto de vista? Se entiende una pre-disposición subjetiva que determinaría la opinión. La divergencia de las opiniones sería irreductible porque el punto    de vista no se puede compartir. Pero, aunque la visión se confunda con la opinión, es evidente que los dos sujetos discrepantes ven lo mismo y hablan de lo mismo. Sin esta básica comunidad, nada de cuanto pueda decir el uno resultaría siquiera comprensible para el otro, y ninguno de los dos podría hablar de discrepancias.[41]

A más de esto, la voluntad de unidad, el deseo de colmar lo incolmable no surge, como en un filósofo del perspectivismo cual es Dilthey, de la tensión entre el límite del punto de vista y la multilateralidad de la vida, sino de la homogeneidad ontológica entre los dialogantes, una homogeneidad, afinidad y hermandad que antecede y que hace posible toda conexión vital. Y si quien dedicó todos sus esfuerzos teóricos para elaborar una cuarta crítica, la crítica de la razón histórica, halló en la relatividad de la conciencia histórica la “lanza de Odín” capaz de curar la misma herida que había provocado[42] o, en otros términos, la forma de fluidificar la oposición entre las múltiples visiones de lo multilateral[43],  Nicol, en cambio, concluye su itinerario especulativo, a través del cual la dinámica del mundo se entrelaza con la dinámica de la vida, presentando finalmente al lector su Crítica de la razón simbólica. Donde el adjetivo “simbólica” determina mucho más que una ampliación e integración de la pureza de la razón. La pureza es perdida pureza de la materia en espera del logos, es más, si la razón puede ser pura, práctica, del juicio, histórica, vital y hasta poética es porque es simbólica. Pero adviértase que el adjetivo “simbólico” no se limita a especificar la función y los productos de la razón: simbólico es el ser de quien dialoga, y simbólico es el Ser que Nicol escribe sea con letras minúsculas que con mayúsculas y que figura como terreno de todo diálogo posible. Con la “solución” simbólica, Nicol salva apariencias y diferencias, salva los fenómenos sin por eso perder la noción de límite. Y ello porque en lugar de hablar de la visión de una “parte” o de un “lado” de la realidad, Nicol pone de manifiesto la dialéctica que anima la relación entre lo contingente y lo necesario, donde uno es símbolo del otro.

Ha sido perturbadora en filosofía la idea de que la mera opinión sólo puede versar sobre una parte de la realidad, que sería ontológicamente deficiente. En el ser no hay grados. Todo lo que es posee el ser con la misma integridad. No hay una parte de la realidad que   esté adscrita a la relatividad del punto de vista. El hecho de que todo lo que alcanza a ver cada cual, desde su punto de vista, sea contingente, plantea la cuestión del absoluto en el ser y el conocer; pero esta cuestión no se resuelve convirtiendo a la metafísica en ciencia de una parte del ser.[44]

La connotación de la visión como artística, religiosa o metafísica pertenece a un nivel ulterior, al nivel poiético, constructivo e histórico que se funda en el apofántico y apodíctico. Pero si todo ello es cierto ¿por qué Nicol, analizando un poema, Castell of Pleasure de William Nevill, ha hallado un nexo tan estrecho entre vivencia y expresión que no puede sino hacernos pensar en Das Erlebnis und die Dichtung de Dilthey?[45] Veamos cómo. Refiriéndose al verso Seynge the shadowes fall frome the hylles in the west, Nicol concluye:

En el último verso, el poeta no ve lo mismo que vería cualquiera, mirando esos cerros de poniente: las sombras vespertinas. O sí ve lo mismo, pero no lo expresa igual, y ¿quién puede asegurar si la capacidad de expresar poéticamente una experiencia vivida no alteró anticipadamente la propia manera de vivirla? El arte de la expresión poética no es un juego de palabras: el poeta ve realmente que las sombras caen desde los cerros de poniente.[46]

¿Nos hallamos quizás ante una refluencia del logos poético en el logos apofántico o mejor dicho – recordando el esquema antes mencionado – en el pre-logos de la presentación del ser? En este punto surgen nuevas aporías y nuevas preguntas. Una de ellas es la que interroga acerca del lugar que ocupa lo prelógico en una metafísica que se funda precisamente en la expresión. ¿O no será que el diálogo precede al logos, hasta el punto de connotar el gesto deíctico? En Los principios de la ciencia, en un párrafo dedicado, aún otra vez, a la distinción entre evidencia y doxa (sea esta última precientífica o científica), distinción de la que se hace depender la compatibilidad entre historia y verdad, Nicol exhibe la íntima relación que liga la apófansis a la apódeixis, es decir a la presentación del ser, que mientras que en Metafísica de la expresión[47] resultaba indisociable de la palabra dialogada, ahora aparece en la indicación muda de un objeto:

Extremando las cosas, para explicárnoslas mejor, pudiera decirse que esta evidencia dia-lógica del ser comienza en una frase pre-lógica. El gesto indicativo es aquí el antecedente        del logos significativo. Señalar un objeto con el dedo es hacerlo patente a alguien, y esta rudimentaria presentación constituye una verdadera apófansis, la cual no es menos    efectiva por ser pre-lógica.[48]

Nicol procede pasando del gesto indicativo a la expresión ocasional “esto”. Lo que aquí interesa es el hallazgo de un nivel en el que se dan símbolos sin significados unívocos y en el que el pronombre aparece como lo originario y firme respecto de los sustantivos que dicen “lo que es” y que por ello mismo son “un juicio concentrado, comprimido o abreviado”.[49] Si el sustantivo es un juicio, en el sentido de que es el resultado de una conceptuación, entonces puede ser verdadero o falso. La posibilidad de que el sustantivo falle no puede sino remitir a un criterio de verdad que antecede tanto a lo verdadero como a lo falso: la evidencia apofántica. Y aquí merecería la pena profundizar en la relación entre verdad y evidencia, con el fin de ver si éste no es uno de los tantos puntos en los que la metafísica de Nicol se muestra incompatible con la fenomenología husserliana, en especial con la afirmación, claramente antipsicologista, según la cual “la evidencia es vivencia de verdad”,[50] lo cual significa que es porque hay verdad que puede o no haber evidencia.

Retornando a Nicol, no se trata tan sólo de que “el error del sustantivo no destruye la verdad del pronombre” sino que la poiesis no se sustituye a la apofansis. De lo que en cambio se puede hablar es de diversos niveles de firmeza de la verdad, donde el más firme figura en la base del conocimiento: “una verdad será tanto más firme cuanto más se acerque a la evidencia común de la apofansis primaria; y será más inestable y aventurada cuando tenga mayor parte de poiesis, es decir, cuando sea más teorética”.[51]

En espera del logos

 

Las palabras – decíamos – quedan al igual que los escritos. Lo que interesa averiguar es qué queda de lo que queda, sobre todo si  se considera – con Nicol – que “si el escrito queda, lo que él declara y la intención que lo inspiró pueden volar tanto como los sonidos”.[52] De lo cual se desprende que la permanencia del grafema preserva sí el fonema, hasta puede, en el marco de la lingüística, en especial en la óptica de Jacobson – que reivindica el carácter positivo del grafema en oposición a Saussure para quien el valor de las letras es puramente negativo y diferencial[53] – fungir como significante y el fonema como su significado, pero el sentido, eso no es sólo una cuestión de grafemas sino del modo con que se pronuncia el acto de compartir cosas con otros.[54]

Es por ello que los scripta pueden levantar el vuelo incluso cuando queda el acto escrito. Con lo cual resulta evidente que hay algo fuera del texto. O en otros términos, la metafísica nicoliana no puede aceptar la base del textualismo fuerte tal como ha sido sintetizada en la expresión de Jacques Derrida según la cual “no hay nada fuera del texto”.[55] Y no puede hacerlo ni siquiera cuando Derrida advierte la necesidad de aclarar la famosa tesis contenida en De la Grammatologie especificando que el concepto de texto que maneja no se limita ni a la grafía ni al libro ni tampoco al discurso y menos aún a la esfera semántica, representativa, simbólica.[56]

Tampoco resulta viable un textualismo débil como el de quien afirma que nulla di sociale esiste fuori del testo.[57] Pues en el marco de la filosofía de Nicol, de una metafísica como ciencia rigurosa, que, sin embargo, admite que “del verbo no cabe una ciencia: de su ser, de su origen, de su distinción con lo otro”,[58] en el marco entonces de una ciencia del ser y del conocer fundada en los fenómenos expresivos, hay algo que no es texto y ese algo es la comunidad del ser que hace posible toda construcción. Que la intencionalidad, a diferencia de lo que sostiene el nuovo realismo, no pueda ser reconducida ni agotarse en la documentalidad[59] resulta claro del siguiente pasaje:

La escritura se forma con signos gráficos, y éstos no pueden representar directamente las cosas y los pensamientos. No hay ninguna comunidad real, ninguna relación de ser a ser,            entre el verbo y las cinco letras que componen esta palabra. Lo que representan estos signos gráficos son los sonidos de las palabras. El texto escrito es como una partitura. Cada letra es el signo de una nota musical. La lectura silenciosa reproduce in pectore [dentro de uno] los sonidos. Leer no es sólo captar significados: es saber cómo se pronuncia el verbo.[60]   

“El texto como partitura”, por cierto no es la primera vez que Nicol introduce analogías con la música. Analogías y metáforas sonoras y musicales están presentes desde el principio. Desde Psicología de las situaciones vitales, obra en la que la expresión se define como la forma de vibrar en una situación, pasando por la referencia al Concierto para violín de Beethoven, que, en un caso, sirve de ejemplo de la adecuación de la libertad creadora y la causalidad física, de “la presión de los dedos sobre puntos precisos de las cuerdas, simultánea a la fricción del arco sobre estas mismas cuerdas” como causa mecánica de un efecto que no es puramente acústico, sino estético.[61] En otro, es ocasión de reflexión sobre el alcance de una expresión, logos hecho música, en que “está presente el ser del hombre entero que expresa” y que tiene la capacidad de conmover el cuerpo. Merece la pena citar el pasaje porque a la hora de señalar “lo memorable de esta expresión lírica”, el enlace obligatorio con el tema del primer movimiento en el Concerto de Beethoven para violín en la conclusión de la gran fermata, Nicol no sólo reconfirma su oposición a toda forma de dualismo entre cuerpo y espíritu, sino que reserva a dicho enlace palabras en las que pareciera resonar el eco de un párrafo diltheyano dedicado a la exposición de la idea de Selbigkeit como mismidad (melodía) fundada en la conexión de las vivencias (armonía) y caracterizada por la inmaterialidad:[62]

Lo memorable de esta expresión lírica es más bien el arte perfecto con que se produce el enlace entre un tema melódico y otro tema, entre éste y sus variaciones, sin quebrar la secuencia de aquel estado de sentimiento en el espíritu. La melodía es hija de lo que llaman inspiración, e incluso la más bella se pone a veces al alcance de un alma mediocre; pero la articulación, el nexo, el enlace, la continuidad en fluida variación, sin quebranto ni          punto en falso: esto es obra de la libertad creadora.[63]

En Formas de hablar sublimes, la oscuridad de la materia es asimilada a su mudez y “la resonancia cósmica del nacimiento del verbo” es considerada “superior a la explosión de millones y millones de novas”.[64] La virtualidad metafísica que Nicol atribuye al sonido no se detiene en la innovación ontológica por la que la materia se despierta de su muda indiferencia, no se limita pues a connotar como sonoro el origen del hombre, sino que se traduce en un cuidado del decir que vigila “el ofrecimiento sonoro del ser” puesto que “el sentido no se define aparte, por pura lógica” sino que puede alterarlo el sonido”.[65] Nicol llega a afirmar que el logos “tiene sentido porque tiene sonido”.[66] Y aunque no pueda sino reconocer que “hablar bien en filosofía es algo (de hecho, aunque no en el ideal) ajeno al “buen sonido”, confía a una metáfora musical la verdad filosófica: “afinar la consonancia de la palabra conceptual con la cosa”.[67]

Una postura semejante cabría de lleno en el fonocentrismo denunciado por Derrida, sobre todo si se considera la dialéctica distancia-acercamiento que Nicol atribuye a la voz:

La voz establece una distancia, y a la vez un mayor acercamiento. Nos permite acercarnos a lo que está separado del aquí y el ahora, marcando la distancia en el acto mismo de acortarla. Así pronunciamos la palabra árbol, para que nos entiendan, cuando no hay ningún árbol a la vista. De este modo, por el sonido, adquiere el hombre el señorío sobre todo lo no humano.[68]

Un señorío que para Nicol es precisamente un acto de presencia y de objetivación que afirmando – como haría Hegel en el párrafo de la Estética citado por Derrida – la “proximidad de la voz y del ser, de la voz y del sentido del ser, de la voz y de la idealidad del sentido” confirmaría el presentimiento de “que el fonocentrismo se confunde con la determinación historial del sentido del ser como presencia”.[69]

A más de esto, de las dos alternativas que según Derrida determinan la encrucijada de quien ya no puede elegir, de las dos interpretaciones de la interpretación, de la estructura, del signo y del juego: una nostálgica que sueña con descifrar una verdad u origen que se escapa del juego y del orden del signo y otra, la indicada por Nietzsche, que no apunta al origen, que afirma el juego y que intenta ir más allá del hombre y del humanismo,[70] Nicol pareciera reivindicar el derecho de escoger y de escoger la primera. Que la nostalgia sea nostalgia de ser, que de este último se reconozca la presencia y que la versión nicoliana del humanismo se module justamente como una salvaguarda de la presencia son aspectos que el lector y el estudioso de Nicol aprehende casi de inmediato como rasgos distintivos de la Metafísica de la expresión, no sólo de sus ideas en flor, sino también de las ideas en germen expuestas en los libros que la anteceden, sin poder pasar por alto el libro en que se lleva a cabo la tarea, ineludible para todo metafísico que trabaje en la época de la crisis de los principios, de hallar el terreno firme, el punto de apoyo, el grado cero que, en su anterioridad, hace posible toda poiesis.

Decíamos que aparentemente Nicol escoge la primera de las alternativas, de las falsas alternativas, puesto que Derrida afirma que la categoría de elección se ha vuelto fútil después de Nietzsche. Lo decíamos sabiendo que la respuesta intempestiva que Nicol da al pensamiento posmetafísico es inseparable de su crítica a la vieja ciencia del ser, de un itinerario especulativo que ha hallado su propia cifra de enfrentamiento, y – ¿por qué no? – incluso de desconstrucción de la historia de la metafísica. Sólo que la desconstrucción no se traduce en una infinita remisión a la diferencia sino en la connotación dialéctica del método fenomenológico. En pocas palabras, la de Nicol no es ni una ontoteología, ni una filosofía que renuncie a la presencia del ser en favor de sus huellas pero tampoco una filosofía que, dialectizando el polo de la naturaleza y el de la historia, haga evaporar su diferencia, que es radical e insoslayable en tanto que atañe nada menos que al sentido.

Las diferencias entre los entes naturales y los simbólicos tienen también una connotación topológica, que a su vez está marcada por la dialéctica entre unidad y pluralidad, entre el sinsentido del universo que no tiene más que un sentido y el sentido plural y por eso mismo ambiguo de los multiversos mundos humanos.

La previa distinción entre mundo y universo es decisiva. El hombre está en el universo; el hombre crea el mundo en que está. Formar parte del universo es una situación fundamental y común. […]. Puede haber universo sin humanidad; sin el hombre no habría mundo. Existencia es formación de mundos. El universo es dado; el mundo es producido. El universo es natural; el mundo es histórico. La mundanidad aparece, pues, como un rasgo constitutivo de la humanidad. Estar en el universo formando mundos es una manera única de estar.[71]

A la neta distinción entre orden del sentido y del no sentido se acompaña la conciencia de la diferencia ontológica entre ser y ente, en cuyo marco el logos no se identifica ni con el ser ni con el ente, sino con un acto que excede y que posibilita toda huella y todo estilo de experiencia. El logos entonces como condición de la condición, incluso como condición del juego de iterabilidad, que a su vez es condición de presencia y ausencia. Pero una presencia-ausencia, una diferencia ontológica, que nunca se reitera de la misma forma puesto que está animada por la tensión hacia el futuro, que no hacia un telos preestablecido. 

Es más, el logos no es ni el origen ni el centro del ser, sino su símbolo. Lo que le ha faltado y lo que le puede faltar, una parte valiosa y liminar por la que el ser habla de sí y de lo otro. Lo otro es la materia muda que misteriosamente deja de ser indiferente. Por ello Nicol puede afirmar que el Ser es el símbolo del Ser y que el logos es el símbolo o complemento real de la materia.[72]

Bibliografía

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[1] Wilhelm von Humboldt, Über die Verschiedenheit des menschlichen Sprachbaues und ihren Einfluß auf die geistige Entwiklung des Menschengeschlechts, en Gesammelte Werke, VII, 1, p. 55.
[2] Ernst Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas, t. 1, El lenguaje, p. 57.
[3] Eduardo Nicol, Metafísica de la expresión, primera edición (de ahora en adelante ME), p. 66.
[4] Sobre el tema de los atributos del Ser en la filosofía aristotélica y en la filosofía de Nicol, se ha vuelto indispensable la tesis doctoral de Ricardo Horneffer de próxima publicación: El problema del Ser: sus aporías en la obra de Eduardo Nicol, asesora J. González Valenzuela, abril, 2011.
[5] Eduardo Nicol, Metafísica de la expresión, segunda edición (de ahora en adelante me), pp. 22-23.
[6] ME, p. 61.
[7] Ibid., p. 68.
[8] Ibid., p. 74.
[9] Ibid., pp. 74-75, n. 44.
[10] Eduardo Nicol, Psicología de las situaciones vitales, p. 43.
[11] me, p. 81.
[12] Ibidem.
[13] Juliana González Valenzuela, La metafísica dialéctica de Eduardo Nicol, pp. 295-296.
[14] Eduardo Nicol, Crítica de la razón simbólica. La revolución en filosofía, p. 63.
[15] Ibid., p. 46.
[16] Ibid., p. 47.
[17] me, p. 198.
[18] Ernst Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas, t. 1, El lenguaje, p. 31.
[19] me, p. 112.
[20] Ibid., pp. 160-161.
[21] Ibid., p. 161.
[22] Martin Heidegger, Ser y tiempo, § 7, pp. 37-49.
[23] Cf. Alberto Constante, Nicol y Heidegger: ¿diálogo imposible?, en especial p. 277, donde Nicol y Heidegger aparecen asociados respectivamente a Ulises, la figura del regreso, y a Abraham, la figura itinerante que “da lo que no se puede dar”.
[24] Eduardo Nicol, Crítica de la razón simbólica, p. 177.
[25] Ibid., p. 159.
[26] Platón, Fedón 99 d-e.
[27] Eduardo Nicol, Crítica de la razón simbólica, p. 178.
[28] Ibidem.
[29] Ibid., p. 158.
[30] Ibid., p. 159.
[31] me, p. 218.
[32] Ibid., p. 112.
[33] Edmund Husserl, Logische Untersuchungen, I/1, p. 36.
[34] Cf. Jacques Derrida, La voix et le phénomène. Introduction au problème du signe dans la phénomenologie de Husserl, en especial pp. 47-48 en las que la noción husserliana de Erfüllung es empleada para atribuir – ilegítimamente – a Husserl el nexo entre plenitud de la expresión y soliloquio: “En el monólogo, cuando la expresión es plena, unos signos no existentes muestran unas significaciones (Bedeutungen) ideales, es decir, no existentes, y ciertas, porque son presentes a la intuición”. Para una “defensa” de Husserl que desarma con eficacia la primera parte de La voz y el fenómeno, véase Francisco Conde Soto, Derrida contra Husserl: la crítica de La voz y el fenómeno a la teoría del signo de la primera Investigación lógica de Husserl, p. 179: “La noción de plenitud hace referencia al grado de cumplimiento de una intención significativa, es decir, al grado de presencia de aquello mentado por la intuición, no al hecho de que una expresión sea “más” y “mejor” expresión que otra. En la vida solitaria del alma puede haber expresiones cuya significación no sea inmediatamente cierta y presente o que incluso carezcan en absoluto de cumplimiento, que carezcan de toda cercanía de una intuición, de toda presencia de una presencia”.
[35] Ricardo Horneffer, Que el Ser es problema, pp. 41-53.
[36] Ibid., p. 45.
[37] Xavier Zubiri, Inteligencia sentiente. Inteligencia y realidad, pp. 219-220.
[38] El ejemplo que proporciona Zubiri es el de “la conmoción de la física cuántica” que desvirtuó la asimilación no sólo de la cosa real a cuerpo sino de que ser real es ser cosa. Vemos así que la intelección de la realidad en profundidad (razón) se revierte en la intelección de la cosa real en el campo (logos) y en la intelección de lo real (aprehensión primordial). Merece la pena encomendarnos directamente a Zubiri: “En la intelección de las cosas reales dentro del campo se había decantado en nuestra intelección no sólo la intelección de que las cosas reales son cuerpos, sino también y sobre todo la intelección de que ser real es ser “cosa” […]. Hizo falta una intelección mucho más difícil que la de la física cuántica para intelegir que lo real puede ser real y sin embargo no ser cosa” (Xavier Zubiri, Inteligencia y razón, p. 56).
[39] me, p. 104.
[40] Ibidem.
[41] Ibidem.
[42] Cf. Wilhelm Dilthey, Das geschichtliche Bewußtsein und die Weltanschauungen, en Gesammelte Schriften, VIII, p. 10. Véase también  Giuseppe Cacciatore, Dilthey tra universalismo e relativismo, p. 444.
[43] Wilhelm Dilthey, La esencia de la filosofía, en especial p. 132: “Como una vegetación de formas innumerables cubren la tierra visiones de la vida, expresiones artísticas de comprensión del mundo, dogmas determinados religiosamente, sistemas filosóficos. Entre ellos parece existir, como entre las plantas en el suelo, una lucha por la existencia y el espacio”.
[44] me, p. 105.
[45] Cf. Wilhelm Dilthey, Das Erlebnis und die Dichtung. Lessing Goethe Novalis Hölderlin, en especial p. 275, donde refiriéndose a Hölderlin, a Lord Byron, a Schopenhauer, a Nietzsche y a Leopardi, a naturalezas geniales “dotadas de una sensibilidad casi patológica para las armonías y las disonancias”, habla del destino común de “sentir más profundamente” pues “ellos distribuyeron luces y sombras de manera distinta a como lo hacen aquellas naturalezas que sienten la alegría de vivir, y cada uno de ellos las ha repartido a su manera”.
[46] me, p. 32.
[47] Ibid., p. 103: “Husserl sustrae el concepto de lo apodíctico del dominio puramente lógico, y propone devolverlo al dominio “material” de las intuiciones. […] Ciertamente, la intuición apodíctica, la que es de veras invulnerable, no se da en la experiencia sensible. La auténtica aprehensión de los objetos sensibles se obtiene con los sentidos y con el logos, que es pensamiento y palabra. Era necesario devolver la apodicticidad al dominio lógico. Pero no, como en Kant, a la lógica formal y trascendental, sino a la fenomeno-logía. Esta descubre la virtud apofántica del logos, por la cual el ser se hace manifiesto en la palabra dialogada”.
[48] Eduardo Nicol, Los principios de la ciencia, p. 69.
[49] Ibid., p. 71.
[50] Edmund Husserl, Logische Untersuchungen, II, p. 122.
[51] Eduardo Nicol, Los principios de la ciencia, p. 77.
[52] Eduardo Nicol, Formas de hablar sublimes. Poesía y filosofía, p. 58.
[53] Roman Jacobson, La linguistica e le scienze dell’uomo, p. 78.
[54] Sobre este aspecto véase Ricardo Pinilla Burgos, Eduardo Nicol y la fascinación del logos: vocación filosófica y poesía, p. 55: “Nicol no se adscribe a un entendimiento felizmente incuestionado de la palabra, que sólo se afanase en su realidad intrínseca, tal como haría de alguna manera la lingüística y las ciencias del lenguaje. Nicol parece moverse en un punto medio, disonante tanto para la moderna filosofía del lenguaje como para la vieja metafísica del logos”.
[55] Jacques Derrida, De la Gramatología, p. 207.
[56] Jacques Derrida, Limited Inc, p. 273.
[57] Maurizio Ferraris, Il manifesto del nuovo realismo, p. 75.
[58] Eduardo Nicol, Formas de hablar sublimes. Poesía y filosofía, p. 30.
[59] Maurizio Ferraris, Il manifesto del nuovo realismo, p. 84.
[60] Eduardo Nicol, Formas de hablar sublimes. Poesía y filosofía, p. 58.
[61] Eduardo Nicol, Historicismo y existencialismo, pp. 94-95.
[62] Wilhelm Dilthey, “Leben und Erkennen. Ein Entwurf zur erkenntnistheoretischen Logik und Kategorienlehre”, en Gesammelte Schriften, XIX, pp. 333-388, en especial p. 365.
[63] me, p. 29.
[64] Eduardo Nicol, Formas de hablar sublimes. Poesía y filosofía, p. 31.
[65] Ibid., p. 60.
[66] Ibid., p. 63.
[67] Ibidem. Sobre este aspecto, cf. Ricardo Pinilla Burgos, Eduardo Nicol y la fascinación del logos: vocación filosófica y poesía, p. 63.
[68] Eduardo Nicol, Formas de hablar sublimes. Poesía y filosofía, p. 60.
[69] Jacques Derrida, De la gramatología, pp. 18-19.
[70] Cf. la conclusión de Jacques Derrida, La structure, le signe et le jeu dans le discours des sciences humaines, en L’écriture et la différence.
[71] Eduardo Nicol, Crítica de la razón simbólica, p. 90.
[72] Ibid., 275.