En la actualidad, llegar a casa y encender la computadora es, para un buen número de personas, un acto tan automático como antes lo era colgar el bastón y el sombrero en la percha, tomar el batín, lanzar los zapatos a algún sitio de la habitación y calzar las pantuflas. Estos sujetos, que han estado en contacto con un sinnúmero de personas durante el desarrollo de sus actividades habituales y que, por ende, han tendido lazos sociales de distinta profundidad, que han andado por las calles, que han visto diversos paisajes —si es que lo han hecho— y que han pensado una buena cantidad de cosas en función de los elementos móviles del entorno, necesitan rebasar los límites que les impone su propia cotidianidad para, de alguna manera, sentirse en el mundo: precisamente ese mundo en el que se está, como quiera que sea, pero que se torna sensible más allá de cualquier entorno virtual.
El procedimiento seguido para lograr ese “ingreso en el mundo” es simple y, con seguridad, lo que mencionaré a continuación no constituirá novedad alguna para el auditorio presente… o tal vez sí, dado que los actos asumidos como parte de la regularidad pocas veces se someten a cualquier tipo de análisis. Luego entonces, vale preguntar ¿qué hace el sujeto una vez que la computadora ha encendido, se ha introducido la contraseña correspondiente y se ha oprimido en varias ocasiones el botón izquierdo del ratón para eliminar una serie de “ventanitas” que indican el mal funcionamiento de tal o cual programa, la necesidad de efectuar actualizaciones de distinto signo, o la falta de algunos componentes en el software que se tiene instalado en la máquina?
Una somerísima investigación empírica permite ver que, por lo general, lo primero que hace un cibernauta es revisar su correo electrónico, donde se reciben mensajes relacionados con el trabajo, la familia, la compraventa de artículos diversos, un grupo amplio de elementos lúdicos —juegos, trivias, chistes o videos— y, en no pocas ocasiones, cadenas que anuncian, desde el fin del mundo —mañana a las seis de la tarde, seguro: los signos no mienten— hasta la más novedosa teoría de la conspiración, en la que están involucrados el presidente de la república, Barack Obama, el Fondo Monetario Internacional, Carlos Slim, el Papa y Lady Gaga. Todos juntos. A pesar de la trivialidad que, en la inmensa mayoría de las ocasiones, reviste a la información recibida en el correo electrónico, resulta interesante comprobar que el sujeto examina ávidamente todo lo que recibe, así sea para descartar con rapidez lo que resulta por demás intrascendente —como las múltiples llamadas hechas por parte de “hermanos en el nombre del Señor”— y dedicar una mayor atención a aquello que despierta su interés.
Indefectiblemente, la amplia gama de hipervínculos integrados a los mensajes recibidos por el correo electrónico determina que el sujeto comience a navegar en la red. Posiblemente ingresará a una página de noticias —en la que todo se anuncia “en tiempo real” o, si se prefiere, “minuto a minuto”—, una de compras y una de videos —todo de forma simultánea y, mientras cargan los contenidos de un sitio, lee lo que aparece en otro—; al mismo tiempo, el acto de posicionarse en el mundo llega a su culminación cuando, por una parte, el usuario echa a andar el sistema de mensajería instantánea y, por el otro, accede a la red social de su preferencia.
Antes de adentrarme en un muy breve examen de la relación entre el sujeto y las redes sociales, retomaré lo mencionado líneas atrás para abordar el asunto de la dinámica que rige, en la actualidad, los procesos de generación y circulación de datos, esto es, de información, en los que frecuentemente se escuchan expresiones similares al mencionado “tiempo real”. Para ello, con el permiso de ustedes, haré una pequeña digresión de tipo histórico, a fin de situar los argumentos en su justa dimensión.
Hasta hace no mucho tiempo —tal vez un par de décadas—, las condiciones en que se desarrollaba la cotidianidad de los sujetos estaban determinadas por algo que podríamos llamar su estado de disponibilidad. ¿A qué me refiero? Simplemente, al hecho de que, para entablar comunicación con cualquier persona, se requería que ésta fuera asequible para su interlocutor, es decir, que estuviera al alcance de su voz y de su vista o, cuando menos, que se encontrara en algún lugar al que la correspondencia —y, más tarde, el telégrafo— tuviera posibilidades efectivas de llegar para transmitir el contenido del mensaje. Sin embargo, era justo ahí donde entraba en juego lo que he llamado el estado de disponibilidad, dado que el receptor bien podía hallarse, de manera temporal o permanente, en un sitio distinto de aquél al que la misiva o el telegrama arribaban, lo que daba pie al surgimiento de dos hechos capitales: primero, y más lógico, no se enteraba de aquello que le era informado; segundo, el emisor desesperaba a la espera de una respuesta que, evidentemente, no llegaría, o que tardaría lo suyo en retornar. Frente a ello, el emisor de la fallida comunicación tenía dos opciones: continuar con la espera hasta recibir la ansiada carta —o convencerse de que la misma jamás llegaría— o liar sus bártulos y lanzarse a la búsqueda del otro, con resultados del tipo de los narrados en Miguel Strogoff.
La llegada del teléfono implicó un cambio significativo, aunque paulatino, en el esquema presentado. Una vez que el aparato venció el rechazo de quienes lo consideraban un “invento del demonio” —argumento nada extraño, si se considera que a través de él podía escucharse a alguien que estaba ausente—, la comunicación humana comenzó a jugar con el hecho, plenamente visible en la actualidad, de entablar contacto con alguien separado por distancias de diferente magnitud mediante el solo acto de descolgar una bocina, discar una serie dada de números —o solicitar a la operadora que lo hiciera por uno—, aguardar a que se estableciera la conexión y hablar. Sin embargo, existía aún un elemento que obstaculizaba la fluidez con que los mensajes podían transmitirse: el clásico —antes, no ahora— “no se encuentra, ¿gusta dejarle un recado?” o, peor aún, el sonido de la línea llamando interminablemente, sinónimo de la ausencia del otro.
A pesar de lo referido, los hábitos cotidianos asumieron como posible el hecho de que un sujeto bien podía no encontrarse disponible para recibir un mensaje cualquiera, vital o trivial, con lo que se fomentaba el sano ejercicio de la tolerancia a la frustración y la capacidad de demora. Por el lado del presunto receptor, siempre resultaba factible no contestar un teléfono que inoportunamente timbraba y argumentar posteriormente “pues no, no estaba en casa” —o en la oficina, o adonde se le llamara— o, dado el caso, desconectarlo y aducir, llegado el momento, “la línea se estropeó”. El código, por ende, se construía a partir del balance entre lo deseable —comunicarse—, lo posible —no comunicarse temporalmente— y lo indeseable —no entablar comunicación alguna—.
La masificación, como paso inicial, de las comunicaciones satelitales, y la subsiguiente popularización de internet y de los teléfonos celulares, rompieron para siempre con el molde existente, al establecerse con carácter definitivo una de las características más señeras de la posmodernidad: la instantaneidad. El teléfono celular, en su calidad de instrumento destinado a mantener al sujeto en contacto con cualquier persona, y asimismo en cualquier momento y lugar, permitió en primera instancia enviar al cubo de la obsolescencia frases como “no está”, “no estuve” o “no estoy”. Las transformaciones habidas en el código social determinan que, ahora, el sujeto debe estar, debe responder y entrar en contacto con quien ingresa de manera forzada en el campo de su existencia y ya no acepta como válida cualquier excusa que el otro pudiera esgrimir para sustraerse a su mensaje.
En cuanto a internet, su papel en las sociedades actuales es de tal amplitud que me limitaré a examinar el que se refiere concretamente al proceso analizado en esta somera exposición. Así, la creciente marea de información, sumada no sólo a la velocidad con que ésta se produce, sino también a los cada vez menores lapsos transcurridos entre la aparición del suceso y su transmisión al mundo, han contribuido a aumentar la sensación de inmediatez asociada a la época contemporánea. Ahora, el sujeto no sólo se conforma con saber, sino que desea saberlo todo ya, en este instante, trátese de las últimas noticias sobre los conflictos mundiales, el video más reciente de su cantante favorito, las fluctuaciones del mercado de valores, la tendencia con que se mueven los votos en algún proceso electoral o —y aquí es donde entran en juego las redes sociales— el desarrollo de la vida de sus amigos y conocidos.
Podría pensarse que, en principio, las redes sociales juegan un papel similar al desempeñado por el correo electrónico o por el teléfono, dado que permiten establecer circuitos comunicativos de manera rápida y eficiente, siempre y cuando los servidores no se derrumben en el momento menos pensado y produzcan el caos. No obstante, si se miran con atención, se verá que poseen amplias ventajas adicionales con respecto a los medios mencionados: para comenzar, brindan la posibilidad de entrar en contacto, en tiempo real, con más de una persona a la vez, lo que no resulta posible por correo electrónico ni por teléfono, sea éste fijo o móvil —aunque algo se ha avanzado en este sentido, aún no resulta un fenómeno común—. Al mismo tiempo, la red social permite al usuario entrometerse en conversaciones ajenas o, cuando menos, en las que no se contemplaba inicialmente su participación; también puede, sin intervenir, enterarse de lo que le sucede a personas que conoce, o que desconoce, e ingresar a su archivo mental dosis insospechadas de información. Finalmente, vale mencionar dos elementos adjuntos y por ningún motivo desdeñables: el reencuentro con personas conocidas en el pasado, o el establecimiento de relaciones afectivas —incluso de mayor profundidad— con seres totalmente ajenos a sus esferas normales de acción.
Como ha sido discutido hasta la saciedad en foros de distinta naturaleza, las redes virtuales facultan al sujeto para efectuar tantas transformaciones de su persona como le vengan a la imaginación lo que, bien mirado, no difiere en gran medida de lo acontecido en el mundo real —tema en el que se basa el estudio clásico de Erving Goffman—, aunque también es posible asumir un cómodo anonimato y convertirse en un discurso sin locutor aparente, hecho del que sacan partido innumerables personas en salas de conversación, espacios virtuales de discusión y, por supuesto, redes sociales a todo lo largo del planeta. Como toda empresa comunicativa es bidireccional, debe considerarse que esa falta de locutor sólo opera para quien lee mensajes anónimos —desde piropos hasta insultos—, no para el emisor que, de cualquier forma, hace acto de presencia en el mundo virtual.
Lo anterior conduce, sin demasiados esfuerzos, al terreno ambiguo de la presencia, o de la ausencia, que tiene lugar en un medio virtual. Según he mencionado a lo largo de esta exposición, en la actualidad resulta del todo natural para el sujeto obtener información de internet antes que de otras fuentes, debido a su carácter de fuente instantánea y al hecho de que permite acceder a datos no susceptibles de obtenerse por medios de tipo presencial —archivos extranjeros, por ejemplo—. Naturalmente, a la par que se obtiene información de este tipo —o, incluso, sin ser tal el objetivo perseguido al ingresar a la red—, se interactúa con un número dado de personas a través de medios virtuales. El problema que salta a la vista se refiere a cómo puede catalogarse a los sujetos que intervienen en tales contactos: ¿sujetos virtuales? ¿Sujetos reales investidos de máscaras de bytes? Asimismo, ¿son posibles tales encuentros, efectuados en un sitio virtual —es decir, localizado en todas partes y en ninguna al mismo tiempo— por personas también virtuales? Acaso, la pregunta de mayor profundidad estriba en un hecho tan simple como complejo: ¿cómo puede alguien estar —en toda la extensión de la palabra— en muchos sitios a la vez, sin estar en ninguno de ellos, dado que sólo está frente a una computadora? ¿En qué consiste ser o estar, si los términos se consideran desde un punto de vista virtual?
El problema, sin duda, da para meditar largo rato. Simplemente, piénsese en las posibilidades de análisis que brinda algo tan sencillo como recibir actualizaciones de una red social en el teléfono celular y responderlas en tiempo real —suceso por completo normal en sitios como Facebook— o informar, también vía celular, a cualquiera que tenga contacto con uno, de lo que hace en un momento dado, y ser enterado de las reacciones que el dato suscita —base operativa de Twitter—. Tales actos, convertidos en elementos ritualizados de la cotidianidad con una velocidad pasmosa, forman parte importante de los procesos de socialización que el historiador investiga, organiza e integra en relatos congruentes. Empero, brindar coherencia a una realidad evanescente, volátil y mutable en la que el sujeto, poseedor del supremo don de la ubicuidad, se sitúa en innumerables sitios, estrecha lazos de diferente especie con un número creciente de otros, y actúa de muy diferentes maneras, pero todo ello sin estar en tales sitios y sin ser nada más que unos cuantos bytes, será el reto a resolver en el transcurso de los siguientes años por parte de estudiosos que, no sobra decirlo, deberán estar también confinados al vasto campo de los mundos virtuales. Así, se tejerán modos nuevos de operación en los que un sujeto deberá renunciar a ser y a estar para cumplir con su cometido, consistente en dar con el paradero de aquéllos de sus semejantes que tampoco son lo que parecen ni están donde pretenden, pero que existen en algún punto del planeta.