Carl Norac y Stéphane Poulin, Barbara Fiore Editora, Paris, 2011.
No debería de ser, pero lo es: la más de las veces compramos un libro como En el país de la memoria blanca –novela gráfica que estimamos para niños o adolescentes- por el editor más que por el escritor o el ilustrador. Injustamente nos dejamos guiar por una tradición que ha creado el editor mismo porque hemos aprendido de sus elecciones y sabemos que casi todos los libros que ha publicado tienen una inmensa calidad, tanto en la escritura –la anécdota o la historia- como en la ilustración. Este es el caso de Barbara Fiore.
Sin embargo, en el caso que nos ocupa puedo decir que el escritor, el ilustrador y la editora son magníficos por separado. Carl Norac, el escritor de la historia, nacido en Bélgica en 1960, ha publicado “Hola, cielo”, “La isla de los mimos”; “Las palabras dulces”, entre otros innumerables libros infantiles y juveniles, y sus publicaciones han sido embellecidas o traducidas a dibujos por ilustradores muy reconocidos como Rébecca Dautremer o Eric Battut, entre otros muchos. Stéphen Poulin, quien ilustra esta novela gráfica, tiene en su haber un recorrido amplio, con prestigiosos escritores a los que ha acompañado ilustrando novelas gráficas, cuentos, historia pequeñas, poemas, etc. Sin lugar a duda, calidad existe, la impresión misma del libro es excepcional, por todo lo anterior no deja de sorprendernos la paradoja en que esta novela gráfica cae: que En el país de la memoria blanca sea una novela absolutamente fallida.
Contra lo poquísimo que se ha dicho al respecto de esta publicación, la anécdota por más elementos que se le quiera infundir resulta un lugar común, una suerte de comedia mal planteada: En un mundo habitado por perros y gatos los primeros asesinan, encarcelan, persiguen a los gatos que representan “al otro”, ese que puede ser “el distinto”, “el extranjero”, y es a ellos a quienes les va bien el papel de “terroristas”, capaces de poner bombas ente civiles para golpear al gobierno en ciernes, pero cuyas acciones de destrucción y muerte sólo pueden estar justificadas porque lo que persiguen esos “gatos-terroristas” es el sueño de la “libertad”.
El libro comienza con la pérdida de la memoria del personaje central, de ahí el título En el país de la memoria blanca, por el trauma que le causó una bomba que lo quemó de la cara y de los brazo y manos. El lugar común tiene aquí su reino, y no nos deja de sorprender porque de inmediato sabemos, desde el principio, ya el final: el personaje central se nos va develando en medio de una enorme equivocación pues aunque ya sabemos o podemos colegir sin mucho esfuerzo que el nombre de Rousseau, al que no se acoge, corresponde a un perro muerto y que el personaje central debe por fuerza ser gato. No hay secreto, sólo confusión como la memoria blanca del personaje.
Como quiera que sea, al abrir el libro éste se nos revela mediante un dibujo extraordinario. Rousseau está sentado en el vacío, en medio de una habitación y tiene vendajes en manos, brazos y cara. Sólo asoma parte del cuello humanoide, las piernas y el cuerpo están envueltas en una bata de hospital y el personaje no acierta a entender qué es lo que lo ha llevado ahí. No recuerda nada pero sabe, porque se lo han informado, que estuvo en medio de un atentado que lo hirió. Tiene ganas de huir, lo interroga un perro policía que tiene “aliento de rata”. Finalmente empieza su peregrinaje cuando lo dejan marchar. Lo que ve son carteles de “SE BUSCA”.
En ellos, como dice, el autor, “aparecen sólo –o casi sólo- gatos”. Sin ayuda y sintiendo la hostilidad de la ciudad llega a su supuesta casa… las palabras se interrumpen y ahora sólo son imágenes que nos obligan a seguir el curso de una historia que vamos componiendo nosotros. Rousseau no reconoce nada, no sabe de sí y menos frente al espejo que le devuelve sólo una figura en la que podría ver a otro pero no a él mismo. Come un pájaro muerto que se encuentra en una jaula dentro de su supuesta casa. Duerme. Sin embargo, el argumento es un poco confuso y las palabras que acompañan las imágenes suenan grandilocuentes.
La historia pretende entonces hacerse de pequeñas pinceladas de arrebatada intensidad pues lo que se trata es plasmar, mediante un lenguaje semipoético, metafórico, un drama social, en ese país imaginado con fuertes resonancias reales. La bomba, el traumatismo, el olvido, el camino que nos va dibujando el autor cuando Rousseau va buscando su propia identidad y que al final se devela mediante el acto simbólico de quitarse las vendas del rostro para iluminar su propia memoria son, curiosamente, los componentes con los que la historia se trastoca, se hace equívoca, confunde al lector. Hay intentos de llevar la anécdota a niveles de reproche social y de defensa del terrorismo, pero se cae, se desvanece pues entonces salen los silencios, la interpretación simbólica en el que el adolescente o el niño tiene que jugar con su propia subjetividad para acertar en la incógnita del enigma.
El autor, para dramatizar ese mundo hostil y terrible, recurre a figuras míticas medievales como el unicornio que se presenta a mediados de la narración como una suerte de: deus ex machina, es decir, la aparición absolutamente injustificada de un “algo”, en este caso un unicornio, para salvar a Rousseau de un atentado. Muere el unicornio pero continúa la vida de Rousseau. Muere el unicornio y con él puede morir la ilusión, el mito, la esperanza. Recordemos el simbolismo del unicornio: El unicornio era un animal que pertenecía al bestiario sagrado y que pertenecía, según las leyendas medievales, a “la edad de oro” de la especie humana, es decir: al Paraíso. Por ello, en las sagas medievales siempre que se refiere al jardín del unicornio se hablaba del jardín del Edén. Perder al unicornio significaba perder entonces el Paraíso, y con ello se entraba al pecado. En la novela parece indicarnos que al morir el Unicornio ese mundo cerrado donde habitan perros y gatos en lucha es el mundo del pecado, por ello Rousseau lo que busca es una salida que encuentra en una pared que crece y crece. Ahí el simbolismo es llevado al extremo porque Rousseau quiere atravesar ese muro y penetrar en un mundo lleno de misterio, donde suponemos que encuentra lo esencial de su camino, la revelación de la libertad.
Hay otros elementos que tratan de decirnos algo, pero que, me parece, fallan, se tuerce la narración: una suerte de Caronte que lo lleva por entre la laguna de Estigia, la revelación a través de la voz de su padre que le llega a él justo como una iluminación, la batalla de samuráis donde él mismo está en peligro, y finalmente la llegada a un circo donde Rousseau hace las veces de un trapecista para llegar hasta uno de los carromatos donde se encontrará consigo mismo. La revelación final de que él no es Rousseau ni tampoco es un perro sino un gato, uno más, seguramente de los que han luchado por la libertad.
Una última escena que no nos dice nada sino que confunde aún más: un tranvía con un titulo que reza: Eterno retorno… ¿habrá entendido el autor lo que significó para Nietzsche una idea como ésta que le tomó casi toda su vida para establecer la eternidad en la temporalidad y que en esta novela gráfica trivializan de una manera tan inaudita? Hablar del Eterno Retorno requiere no sólo conocimientos profundos sobre algunas tradiciones milenarias que hablaban de ello, también haber transitado por la filosofía de Nietzsche, de las concepciones de un personaje representado por un enano y que es el espíritu del mal y de ciertos animales sagrados que tienen una percepción errónea de ese movimiento. Pero encerarlo en una pobre metáfora de un tranvía viejo cuyo destino es el Eterno retorno es algo más que trivializar esta concepción, es sin duda una tontería, una estupidez. ¿Es esto lo que leerán los jóvenes? Lamentable, muy lamentable porque en lugar de profundizar, reflexionar, pensar, se creerá que un viejo tren en una mala novela, con una concepción social, maniquea y pobrísima es la forma de trasgredir los ordenamientos sociales que asfixian. ¿Se puede luchar contra la estupidez y la banalización? Difícilmente.