Actualmente, cuando se habla de ilustración en medios editoriales y académicos, la mente se apresura a escarbar entre las pilas de información que almacenamos misteriosamente para dar con los libros e ilustradores que asociamos con este oficio. No importa las vueltas que demos en los vericuetos de nuestra mente ni los resultados que ésta nos arroje. Lo más probable es que lleguemos a los grandes libros álbum y a sus creadores, o quizá a los representantes más populares de ese género cada vez menos oscuro y más ubicuo que conocemos como novela gráfica.
Sin embargo, hay una especie media caracterizada por la excepción que no entra del todo en ningún género (vamos, ni siquiera en un subgénero): se trata de ese híbrido entre narrativa e imagen al que llamaremos novela ilustrada por no tener otro término mejor, y que a últimas fechas sólo se ha explorado tentativamente tanto en el mundo de los libros para niños como para adultos.
No es una idea nueva. Los textos ilustrados no son cosa del siglo XXI, ni del XX. Sólo hay que dar una vuelta por Google y buscar las obras de Doré para darse cuenta de la longevidad de la importancia de una imagen que “ilumina” en el sentido más puro (ése de “arrojar luz”) a un texto. El mismo Laurence Sterne en el s. XVIII hizo uso de elementos gráficos en Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy que no nos sorprendería encontrar en un libro publicado por, digamos, Gustavo Gili, como mostrar una página completamente negra para ilustrar los pensamientos del personaje principal sobre la oscuridad.
Sin embargo, en algún momento se llegó a la conclusión de que a medida que el lector crece y adquiere más destreza, prescinde de las imágenes para dar sentido a un texto. De hecho, el diseño de cientos de colecciones dirigidas al mercado escolar gira en torno a esta creencia: la imagen abunda en las publicaciones para los más pequeños y va perdiendo importancia conforme el texto se vuelve más largo y complejo, hasta quedar reducida a una pequeña viñeta al inicio de un capítulo y, finalmente, desaparecer. Es una idea válida, cuyos fundamentos se encuentran en la didáctica de la lectoescritura, que busca introducir textos que reten paulatinamente la capacidad de comprensión y decodificación del lector.
Sin embargo, quienes han crecido con libros como Los misterios del Sr. Burdick, de Chris van Allsburgh (FCE, 1996), Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak (Alfaguara Infantil, 2006) o Ahora no, Bernardo, de David McKee (Alfaguara Infantil, 2007), y aquellos que están creciendo con la obra de Magallanes y de Shaun Tan —por mencionar dos ejemplos diametralmente distintos, pero igualmente interesantes—, saben que la imagen no cumple simplemente una función estética, sino que está cargada de significado y que, como tal, funge como herramienta narrativa. Aprenden primero a leer la imagen (cuestión que no está de más por el continuo asalto a los sentidos al que se enfrentan día con día) mientras negocian el territorio de la lengua escrita.
Mas ocurre que, una vez dominado el asunto de las letras, el lector se encuentra en un terreno medio baldío con un arsenal que no sabe muy bien para qué puede servirle. Las páginas de los libros que le corresponden en teoría, salvo por alguna brillante excepción, están invadidas por manchas de texto que, según el tamaño y la tipografía, resultan más o menos densas, y más o menos amenazantes, dependiendo del lector, quien se ve obligado a dirigir su mirada (literalmente) a otra parte. Algunos tendrán la suerte de encontrar refugio y material de sobra para ejercitar su capacidad de observación en las historietas o en la novelas gráficas, o quizás en aquellos libros que coquetean entre un género y otro sin darle el sí a ninguno. Para otros (quizá la gran mayoría), la habilidad de desentrañar el sentido de una imagen quedará en desuso y se oxidará como una bicicleta olvidada.
No me malentiendan; no hay semana que no me maraville ante la capacidad de un autor para provocar deseo, desdén, rabia, vergüenza, empatía o angustia utilizando únicamente 27 caracteres. Lo que no entiendo muy bien es por qué hemos aceptado que la lectura de imágenes y su función lúdica se haya vuelto privativa de los niños pequeños, de profesionales de la fotografía y/o el diseño, o de los admiradores de autores de culto como Art Spiegelman o Frank Miller.
Propuestas audaces como La invención de Hugo Cabret y Maravillas, ambos de Brian Selznick y publicados en español por Ediciones SM, dirigidas al público juvenil, realizan acto de equilibrio perfecto entre la novela hecha y derecha, otorgándole a la imagen una función precisa que no solo acompaña, sino que narra buena parte de la historia. En el caso particular de Hugo Cabret, todo —incluso el diseño de las páginas preliminares que emulan las cajas de texto utilizadas en las películas mudas— está pensado para situarnos en la historia que está por ocurrir. En lo que respecta a Maravillas, la imagen materializa la manera en que los personajes principales, ambos sordos, perciben el mundo a través de la mirada. Otro ejemplo interesante es Cuentos de la periferia, de Shaun Tan (Barbara Fiore, 2008) cuyo sello inquietante se hace presente tanto en las imágenes como en las historias que demandan ser leídas en conjunto.
Dichas obras encuentran un nicho propio que satisface la sed del lector de buenas historias que quiere ser sorprendido y desafiado no solo a través del texto sino también a través de las imágenes.
Un ejemplo más modesto, aunque no por eso menos encomiable, es el de Emmy and the Incredible Shrinking Rat, escrito por Lynne Jonell e ilustrado por Jonathan Bean (Square Fish, Macmillan USA, 2008). La novela es una historia tradicional de misterio y aventura para lectores de 8 a 12 años. Lo que la hace especial entre el cúmulo de libros dirigidos a este público es el tratamiento gráfico de los interiores.
A primera vista, la imagen a una sola tinta —una rata en la rama de un árbol— no llama la atención. Sin embargo, lo que pronto descubre el lector es que a medida que la novela avanza, la rata comienza a moverse por la rama hasta caer… y caer… y caer… en la mano de la protagonista, convirtiendo esta novela en un foliscopio (flip book). Con gran economía de recursos, el ilustrador da vida a un espacio que, en la mayoría de los casos, ni siquiera se considera. Este sencillo elemento lúdico no convierte al libro en una obra maestra, pero lo hace, en definitiva, más memorable.
Estas propuestas, sin embargo, no son exclusivas de la literatura infantil y juvenil. En el renglón que corresponde a los libros para adultos, vienen a la mente los libros de Griffin & Sabine, de Nick Bantock, una serie de cuatro novelas epistolares publicadas por Chronicle Books a lo largo de tres décadas, las cuales narran a través de postales y cartas físicas (las cartas se pueden sacar de los sobres) la perturbadora relación entre un artista y su musa. Conforme la relación entre ambos personajes cambia, la imagen a su vez se transforma: las viñetas naturalistas se desintegran dando paso a imágenes expresionistas que reflejan el abismo de la locura en el que Griffin cree caer.
En 2012, el mejor libro publicado en EUA según Publisher’s Weekly, fue Building Stories, de Chris Ware[1], un título que desafía el concepto (e incluso la forma física) que tenemos de libro —el cual, ya de por sí, cada vez se vuelve más inasible desde la aparición en el mercado de los libros y lectores electrónicos, Building Stories está conformado por 14 elementos impresos que abarcan periódicos, folletos desplegables, afiches, foliscopios (flip book) e incluso un tablero. Cada uno muestra diferentes momentos de la vida de una mujer. No viene con instructivo y en ningún lugar se indica el orden en el que deben ser leídos. No será una novela rusa, pero tampoco es lectura ligera. Quien quiera averiguar de qué va esta historia, deberá sentarse pacientemente a revisar elemento por elemento para encontrar el camino en este rompecabezas, que en ocasiones se antoja como un primo lejano de Rayuela, de Julio Cortázar, pero construido no sólo a partir de palabras, sino también de imágenes. Incluso el doble sentido del título (en español: historias de (un) edificio y construyendo historias) hace alusión a este concepto.
Aunque Building Stories cae redondito en la categoría de “novelas gráficas” para tranquilidad de bibliotecarios y libreros, y quizá hasta de los lectores, su sola presencia en librerías marca un entusiasmo deconstructivo que invita a repensar la función de la imagen en la literatura contemporánea, así como las posibilidades infinitas del libro, sin importar a quién este dirigido.
Estos son algunos ejemplos (poquísimos ejemplos —se podría elabora un artículo completo sobre propuestas editoriales enteras que apuestan por títulos similares, como Media Vaca o McSweeney’s), pero basten como botón de lo que se puede hacer cuando artistas y editores toman el riesgo de llevar al libro un paso más allá, y recurren a la imagen para mostrar algo que, aún siendo tan hermosa y vasta, la lengua escrita no alcanza, valga la palabra, a verbalizar. Como bien se dice de todos los clichés, ése que afirma que “una imagen dice más que mil palabras”, es cliché por una buena razón.
A medida que libros como éstos ganan terreno en el mercado y en los hábitos de lectura de niños, jóvenes y adultos, en una época en la que los géneros se entreveran dando origen a títulos que se rehúsan a ser clasificados, creo que es labor de todos los que hacemos libros explorar y explotar estas avenidas, e integrar de nuevo la ilustración a la arena de la palabra escrita. Todo parece indicar que el público está listo.
[1] Building Stories será publicado en español en 2014 por Reservoir Books, un sello de Penguin Random House.