Javier Marías celebra sus cuarenta años como escritor con Los enamoramientos. El autor traza una geografía del amor y los sentimientos, incluido su lado cínico, en la voz de una mujer. Desde su casa, hace balance y afirma que en la ficción es “donde menos se engaña”.
Los tres volúmenes de Tu rostro mañana dejaron a Javier Marías (Madrid, 1951) literariamente exhausto, tanto que llegó a plantearse si volvería a la ficción. Finalmente, ha salido del impasse con Los enamoramientos (Alfaguara), un libro que se resiste a ser encasillado en un solo género, como ocurre con muchas grandes novelas. Relatada en primera persona por una mujer -por primera vez, el autor de Todas las almas recurre a una narradora femenina-, es una obra sobre cuya trama conviene extenderse lo menos posible para no revelar nada que no deba ser revelado. Ambientado en el Madrid actual, es un libro que habla del amor, aunque ofrece una visión bastante cínica de los sentimientos, y de la ausencia, tiene su parte de misterio y su parte de humor. Una vez terminada, la novela abre puertas y más puertas y deja al lector dando vueltas sobre unas cuantas cuestiones esenciales, en algunos momentos es casi como un espejo que devuelve en forma de preguntas asuntos a los que nos enfrentamos a menudo en nuestra existencia. En su regreso, uno de los autores españoles de mayor proyección internacional, ha optado por arriesgar otra vez, por mezclar la sabiduría literaria destilada a lo largo de 13 novelas (11 si se cuenta Tu rostro mañana como una sola) con la tentación de escribir algo distinto a sus libros anteriores. Justo a los 40 años de su debut literario con Los dominios del lobo(Alfaguara), que se recupera con el prólogo que escribió en 1987. El escritor y académico publicará también el relato infantil Ven a buscarme (Alfaguara), con ilustraciones de Marina Seoane Pascual.
La entrevista tuvo lugar en su casa del centro de Madrid, donde el escritor habita rodeado de libros, figuritas de plomo, recuerdos -tiene varios retratos de Juan Benet, uno de sus maestros y referentes literarios- y su ya mítica máquina de escribir. A la vez que la novela, que sale a la calle el próximo miércoles, Marías editará en su pequeña editorial, Reino de Redonda, un relato de Balzac, El coronel Chabert, del que los personajes hablan varias veces a lo largo de la trama.
PREGUNTA. ¿No tuvo la tentación de volver a poner un título tomado de Shakespeare? Además, en esta novela hay una cita de Macbeth a la que sus personajes hacen referencia.
RESPUESTA. La verdad es que en esta ocasión no. Ya he puesto no sé si son cinco títulos que vienen de Shakespeare. Tampoco es que tenga un empeño. La verdad es que en un momento dado pensé en este título que se ha quedado, de una sola palabra, pero con el artículo, que es fundamental, porque Enamoramientos sería espantoso. Es una palabra tan de uso normal que me parecía un poco raro que no hubiera habido nunca un libro que se hubiera llamado así, y ahí sí me sirvió Internet, parece que no hay ningún libro que se haya llamado ni Los ni El enamoramiento. Es el primer libro que ha venido después deTu rostro mañana, no soy quien para decir que sea el mejor, pero sí es el más ambicioso, aunque sólo sea en extensión, y el que me ha llevado más años, estuve entre ocho y nueve con los tres volúmenes, también tuve una cierta sensación, no de haber llegado al final de un camino, pero sí de que allí había un punto y aparte. Incluso tuve grandes dudas de si haría más novelas, porque en el momento de terminarlo me sentía muy exhausto y pensé que había dicho todo lo que tenía que decir dentro del campo de la novela. Tenía verdaderas dudas. Se cumplen 40 años de mi primera novela, Los dominios del lobo, y es inevitable hacer un poco de balance de uno mismo. Esta es mi decimotercera novela, si contamos como tres Tu rostro mañana, no he hecho tantas en 40 años. Es un largo periodo, son bastantes novelas, pero no muchísimas. Entonces, bueno, lo que sí he tenido es una cierta sensación de que han sido 40 años de tanteo y me temo que todos los que me puedan quedar de seguir escribiendo también lo van a ser. Supongo que hay escritores que tienen las cosas muy claras, que tienen proyectos literarios, ciclos novelísticos concebidos de antemano. Y yo me doy cuenta de que soy todo lo contrario de ese tipo de escritor, he ido haciendo, a tientas, he ido cambiando mucho. En cierto sentido, tuve la sensación de que uno va caminando y que en un momento dado se le ha acabado el camino. De manera que tampoco tenía mayor empeño, hay temas en esta novela que son de mi mundo, de mi territorio, pero digamos que tenía un poco la sensación de que podía no hacer ninguna novela más o hacer cualquier cosa.
P. Hay escritores de oficio, como Graham Greene o como Balzac, y hay otros escritores como usted que cuando acaban un libro nunca saben si van a hacer el siguiente. ¿Para usted es realmente cada novela una aventura literaria nueva que ni siquiera sabe si va a ser capaz de acabar?
R. Incluso de publicarla una vez terminada. Con Los enamoramientos he tenido una sensación de más inseguridad. Siempre tengo muchas inseguridades. Una de las cosas que si acaso me irritan de llevar 40 años cultivando esta actividad, no ejerciendo esta profesión porque nunca lo he visto como profesión, es que no he ganado nada en seguridad, debería tener una cierta confianza en mis recursos. Y no, nunca la tengo. Cuando termino un libro no hay un proyecto esperándome. Tengo que esperar a que se me condense algo, a que una historia me atraiga lo bastante como para ponerme a ella, mis historias además solamente cristalizan durante la propia escritura, nunca las tengo cabalmente en la cabeza antes de empezar, improviso mucho. Las historias crecen y se cuentan a la vez que las cuento.
P. Pero sí hay una serie de temas que aparecen de forma recurrente en sus libros.
R. Sí, son los temas que también me interesan en la vida.
P. Creo que en esta novela están la ausencia y el azar, el papel del azar en la vida, que es algo que aparece mucho en sus libros, esa sensación de que si uno agarra un tren u otro su vida puede cambiar.
R. Los enamoramientos, las historias amorosas, la gente tiende a verlas como algo que se ha producido de manera casi inevitable y no es así. Hablo de los enamoramientos verdaderos, no de la gente que en un momento de comodidad se empareja. Hay gente que piensa que estábamos destinados a encontrarnos. Y una de las reflexiones que aparecen en el libro es que todo eso no es más que el producto de una especie de sorteo o de rifa, al final del verano. Que uno se va encontrando con personas que pasan por ahí o que a su vez están libres, o que de pronto han pasado a estar libres y le consideran a uno o uno les considera a ellas. Depende de verdaderos azares, no suele haber nada grandioso en las historias amorosas sino que es más bien quién está libre, quién pasa por aquí, que número está libre, por seguir con la idea del sorteo, pero luego la gente tiene una tendencia a creer que eso ha sido una elección, que ha habido un elemento de voluntad, que uno ha decidido. Una de las cosas que aparecen en el libro es que en el fondo todos somos sustitutos de alguien, salvo quizás en la primera historia juvenil, y nosotros estamos sustituyendo a personas que se han perdido y es algo que casi nadie está dispuesto a aceptar.
P. En este sentido, el título puede ser interpretado como sarcástico, porque hay momentos en que su protagonista casi se ajusta a aquellos versos de Jacques Brel en Ne me quitte pas: “Quiero ser la sombra de tu sombra, la sombra de tu perro”.
R. Hay una especie de incondicionalidad en el amor que nos debilita. Hay una persona que nos debilita y normalmente es, hasta cierto punto, el tipo de aviso que se tiene para tomar plena conciencia del enamoramiento, porque creo que el enamoramiento no es un mero sentimiento, creo que hay una conciencia. Uno de los avisos de que eso sucede es justamente esa especie de debilidad que te produce esa persona, uno se siente a veces desarmado, empieza a dejar pasar cosas, a ser víctima de la incondicionalidad.
P. En cuanto al relato de Balzac, Los tres mosqueteros o la cita de Macbeth que aparecen en su novela, ¿la importancia que tiene la literatura en Los enamoramientoses la que tiene en la vida?
R. Nuestra vida está formada también por esas historias. Casi todo lo que se nos cuenta es real. Usted me cuenta una historia que le ha pasado aquí, quizás la tiene en un ámbito distinto al de las narraciones, pero yo que la escucho como un relato, para mí, a la postre, va a quedar en el mismo ámbito, en el mismo nivel que una novela o una película. Uno lee sobre el sitio de Stalingrado y sabe que ha sucedido y que es real y que es espantoso, pero el hecho de que nos lo cuenten lo iguala con las narraciones ficticias. Y en ese sentido aparece en la novela. No es en un sentido metaliterario. En realidad me irritan bastante las novelas que hablan de escritores, que hablan de libros o que son metaliterarias; es algo que me parece bastante amanerado, me recuerda a Ocho y medio, que es una película de Fellini que no me gusta nada, libros sobre literatos, creo que aquí no es así. Aquí las referencias son a historias, pero en los libros hay un tipo de historias que en la vida real no se dan o es muy difícil que se den.
P. En este libro se despacha a gusto con los escritores, también con usted mismo, cuando la editora protagonista cuenta cómo son. ¿Por qué?
R. Me incluyo también. La narradora trabaja en una editorial y eso forma parte de su caracterización y de la verosimilitud del personaje. Me parece normal que alguien que trabaja en una editorial tenga una cierta visión irrespetuosa de los escritores y totalmente desmitificada porque me temo que las gentes que trabajan en las editoriales están acostumbradas a ver a los escritores con sus pequeñas mezquindades, vanidades, aprovechamientos de las cosas. Hay un poco de guasa y hay alguna anécdota que no deja de ser verdad.
P. Los narradores no expresan lo que piensan a través de un libro, cuentan historias, ni siquiera tienen que estar de acuerdo con su propio protagonista, pero tengo la impresión de que esta novela sí tiene algo de novela moral en el sentido de que somete al lector a una serie de dilemas morales sobre los que acaba reflexionando, como ocurre por ejemplo con El fin del romance, de Graham Greene. ¿Está usted de acuerdo con esto?
R. Sí, evidentemente. Una de las cosas que el libro también refleja es una cierta perplejidad ante algunas cosas que sí comparto. Las novelas no dan respuestas, como se ha dicho mil veces. He citado muchas veces esa cita de Faulkner en la que decía que lo que hace la literatura es lo que hace una pobre cerilla cuando se la enciende en mitad de la noche en mitad de un campo. No sirve para iluminar nada, sólo sirve para ver un poco mejor cuánta oscuridad hay alrededor. La literatura nos muestra cuánta zona de sombra hay, pero no la iluminamos y aquellas novelas que son moralistas o pretenden dar una lección o que se saque una tesis son muy malas, es como ilustrar una idea a través de una especie de fábula. Me parece literatura mala, no me interesa. Una de mis perplejidades tiene que ver con la impunidad, que es uno de los temas del libro, es algo que subleva. Uno tiene a veces la sensación justiciera: esto debe ser conocido, castigado. Yo mismo la he tenido durante los años de la Transición. Recuerdo mi irritación en vista de que a nadie se le iba a castigar por lo sucedido durante la guerra y la larguísima posguerra, pero entonces eso no bastó a mucha gente. Había escritores en esos años, los ochenta, que empezaron a dar entrevistas en las cuales contaban mentiras sobre su actuación. Nadie les estaba pidiendo cuentas, no les basta con esto. Recuerdo un historiador famoso que había sido diplomático franquista en París y habló de aquellos años como un exilio, recuerdo de otro escritor que en una entrevista de prensa dijo que estuvo con el bando nacional porque la guerra le pilló en Galicia y dijo que si le hubiese agarrado en Madrid hubiese sido republicano. Pero yo sabía que le pilló en Madrid y que hizo todo lo posible por pasarse al bando nacional. Eso subleva. Pero también se plantea la duda de si las cosas se deben perpetuar y contarlas una vez y otra. Hay un momento en que la narradora dice en referencia a Los tres mosqueteros, a la flor de lis que lleva grabada el personaje de Milady de Winter: “Yo no quiero convertirme en la flor de lis de nadie”, porque esa flor de lis imborrable a menudo es causa de nuevas desgracias. Quizás es bastante con que las cosas sucedan y nada más que sucedan, si además se cuentan es como si siguieran perpetuándose. No lo sé. Porque por otro lado pienso que las cosas injustas deben saberse. Yo mismo no lo tengo claro, es un dilema que aparece sin solución. Ni yo como autor, que debo estar fuera de la novela propiamente dicha, ni por supuesto los personajes tienen una respuesta. Y esas son las cosas que me interesa reflejar cuando escribo novela. Puedo ser mucho más categórico en un artículo, aparentemente tengo las cosas más claras. El otro día alguien me decía: “Has escrito un artículo en el cual hablabas de la impunidad y decías que era horrible, pero luego en el campo de la novela puedes pensar que es necesario que haya cierta impunidad”. Como articulista puedo tener una postura más clara porque estoy en la vida real. Es una cosa curiosa, pero en las novelas es donde uno menos engaña. Como articulista, ahí está el ciudadano: uno es ciudadano, firma con su nombre, se hace responsable de sus opiniones, todos los que hacemos ese tipo de piezas periodísticas tenemos una cierta intención aleccionadora, pero el ciudadano no interviene en absoluto cuando es una novela, ahí no hay ciudadano que valga. Y ahí es donde se engaña menos, se habla de las cosas como son. No es que uno mienta en los artículos, hay un cierto voluntarismo de que las cosas reales sean mejores, y en cambio uno cuando transita por el territorio de la ficción no hay reglas, no se está hablando de la sociedad realmente, no habla uno, se vuelve en la voz de un narrador o de un personaje que no es uno, al que le puedes prestar cosas, pero no es uno. Ahí es donde se engaña menos.
P. Es cierto que su novela está llena de preguntas sin respuesta.
R. Otra de las cosas que el libro pone sobre la mesa es la imposibilidad de saber con certeza, casi nunca podemos saber con certeza nada, ni siquiera lo que nos atañe.
P. Creo que es un libro cínico en el sentido griego del término, que muestra las cosas como son, no como nos gustaría que fuesen.
R. Como son a veces, tampoco hay que decir que son siempre así. Muestra lo que no siempre queremos saber. Las novelas son donde uno menos se engaña, uno se engaña más en la realidad. A mí hay personas que me conocen bien, que me dicen que en mis novelas hay cosas de mucha fineza, que percibo muchas cosas, y que luego en la vida real no se entiende cómo no me entero de nada. Yo siempre contesto: “Por fortuna”. Si lo que logro averiguar en el transcurso de escritura de una novela o lo que llego a ver, a firmar, si eso lo aplicara a mi vida personal y a mi vida práctica sería un desastre, no podría vivir. Por fortuna, uno hace caso omiso de lo que ha averiguado en el campo de la ficción.
P. Y saliéndonos un poco del libro, un tema que aparece mucho en sus artículos es la protesta ante lo políticamente correcto. Usted es muy aficionado a las series, ¿le gusta Mad Men, que describe cómo era el mundo antes de lo políticamente correcto?
R. El otro día leí un artículo bastante largo en The New York Review of Books escrito por un ensayista, Daniel Mendelson, que no entendía cómo un artículo así, tan malo, estaba en una publicación prestigiosa. Es una serie que me gusta mucho, yo recuerdo esa época, la recuerdo bastante bien, recuerdo ese mundo, recuerdo los personajes, cuando salía un disco nuevo de Dean Martin, recuerdo que los niños o adolescentes de mi época estaban obsesionados con el Rat Pack, era el no va más de lo cool. Es un mundo que en cierto sentido añoro: en esta reseña larga había como una especie de condena de ese mundo, “mire qué malos eran nuestros padres, cómo fumaban las mujeres embarazadas”. Yo no veo que la serie vaya por ese lado; al revés, creo que hay una cierta nostalgia de un mundo quizás un poco más irresponsable, pero un poco menos estricto, estamos llegando a unos extremos en los cuales se está acabando con la espontaneidad de la vida.
P. ¿Y su resistencia a escribir en un ordenador tiene que ver con esto?
R. No, no hay ningún rechazo. En realidad, es que me gusta escribir sobre papel, sacar la hoja, corregirla a mano, hacer mis tachaduras, mis flechas, mis cambios. Me gusta volverla a teclear porque, aunque sea un trabajo y a veces las tecleo hasta cinco veces, o las que haga falta, cada vez que la tecleo no es como si la releo, la hago un poco más mía, la asumo, la apruebo y digo: “Vale, esto va”. Le doy el visto bueno.
El País