Soy un discípulo del filósofo Dionisio.
Prefiero ser un sátiro antes que ser santo.
Friederich Nietzsche, Ecce homo
Abro el diario de Anaïs Nin y se cae una hoja de estampas. Son multicolores con dibujos como un sol sonriente que dice “vacaciones”, una muela con una coronita que dice “dentista”, o unas palomitas que dicen “película”, cosas así. Hace más de quince años que no abro ese volumen de su diario, que va de 1947 a 1955. Habré tenido unos catorce años la última vez que lo leí. Hoy tengo treintaidós, y esas estampitas me dan risa y me recuerdan un momento y a una persona: me recuerdan a una adolescente perfecta. Es decir, atrapada entre la infancia de niña cursi, como lo revelan las estampas, y la búsqueda de una identidad adulta, en construcción de un “yo”, como lo indica aquella lectura mía de Anaïs Nin, muy típica entre las adolescentes de mi generación.
Ahora, tantos años después, se caen las estampas cursis sobre mi mesa. Flashback. Después de no haber abierto ese diario desde hace casi dieciocho años, para escribir este texto, revisito ese libro para saber si ella había escrito algo acerca de la filmación de la película de Kenneth Anger, Inauguration of the Pleasure Dome (1954) , donde figura como la reina de la noche, o como la luna, o como ella misma. En su diario, ella cuenta que la idea de la película surgió de una combinación de algo que Anger había soñado, junto con una invitación a una fiesta donde los convidados tenían que ir disfrazados de su propia locura. En esa fiesta, Nin describe que iba casi desnuda y con unas pieles como de jaguar, polvo dorado en el pelo y una jaula en la cabeza (esto último reaparece en la película), Renate (una pintora quien también figura en la película) tenía unas máscaras de calaveras mexicanas y cuando se quitaba una aparecía la otra y finalmente su cara, maquillada como calaca también, y así se ve en en la película. Kenneth Anger iba disfrazado de Hécate la diosa de la magia. En fin… Cuando se cansaron de bailar, cuenta Nin que Renate dijo: “Bailar con su propia locura es agotador”. Ese, pues, el pretexto: la locura.
Una visión: una alucinación. Esa película de Anger, con Anaïs, cambió mi vida. No es una exageración decirlo así y ponerlo en blanco y negro, aquí y ahora. Fue una visión que se me apareció una tarde que estaba sola en casa de mis padres, cuando tenía catorce años.
Para entender la visión, les doy el contexto. La casa de mis padres era, también, una locura: una casa en Coyoacán llena de antigüedades, incluyendo una cama de opio china del siglo diecisiete, un lugar de secretos y de angustias y de alegrías a veces compartidas; un lugar donde a mis amigas les daba miedo hacer una piyamada, pero donde mis amigos querían explorar pasadizos secretos; un lugar excéntrico. Dentro de este lugar excéntrico, el cuarto de mis padres era como una arruga en el tiempo: por un lado, estaba lleno de cosas viejas, como la cama-modelo del diecinueve sobre el cual se basaron para hacer la cama de Benito Juárez (con cortinas y capitel y todo) o los iconos del siglo quiensabecuál, y por otro tenía una tele enorme guardada en un clóset, como si hubiera viajado del futuro para esconderse allí. Era la época en la que cualquier familia acomodada que se preciara de serlo tenía una antena parabólica en la azotea. Y la antena de casa de mis padres dirigía su señal a esa tele escondida que tenía una pantalla medio plana y moderna pero que era anchísima y que debe haber pesado como 30 kilos, por lo menos.
Mis hermanos y yo teníamos permiso de ver pocos canales. Los demás estaban sin suscripción o bloqueados. Canales educativos sí. Entre estos, por fortuna, estaba el “Independent Film Channel”.
La tarde de la visión era un tarde cualquiera, entre semana, seguro estaba castigada por alguna cosa y sobretodo aburrida, y estaba sola. Una tarde para la televisión. Mis padres estaban de viaje o algo así: no estaban, ni recuerdo estar preocupada de que regresaran pronto. Mis hermanos estaban en alguna comida o clase o en otro lado. El caso es que estaba sola pero acompañada por los dioses de las señales parabólicas. Y me sonrieron desde el satélite. Esa sonrisa se me apareció como una alucinación que comenzó con unas nubes de tinta, un dibujo de humo, y las letras, como de los años veinte deletreando “The Inauguration of the Pleasure Dome”. De allí aparecen unas joyas, joyas y más joyas. Alguien tragándose las joyas, adornándose con ellas. Anillos decorando unos dedos hasta desaparecerlos, casi. Un cuarto rojo y azul, una visión bicrómica contrastada. El mago se despierta de su cama de opio (no tan distinta a la de casa de mis padres). Inmediatamente me sentí en su lugar.
La música es de Janácek. En aquel entonces no lo sabía pero hoy sí: la misa Glagolítica. Janácek empezó a tocar el piano y el órgano en Brno y luego en Praga pero tenía tan poco dinero que componía y practicaba con un teclado dibujado en la mesa de su departamento. Le gustaba la música folclórica de Moravia y Eslovaquia y la incorporó de maneras inesperadas en sus composiciones. Tuvo muchas amantes. Tuvo visiones y desencantos. Pero sobre todo cantos. Entre estos su misa Glagolítica de 1926, cantada en eslovaco religioso antiguo. Para entonces ya había conocido al poeta y filósofo hindú Rabindranath Tagore. Hinduismo, misticismo, música, magia, folclor. Muchas cosas en común con Anger, supongo. Y esa mítica misa Glagolítica, ¿Glagolítica? Perfecto.
La música hace nacer la visión, hace que crezca, que se infle, que lo llene todo. El mago recibe a sus invitados: la mujer escarlata, la puta de los cielos que fuma un porro enorme. Parece hombre-mujer, mujer-hombre. Una belleza. Está por allí una cleopatra con pelos de papel y un faraón. Cleopatra le baila, bailan, le da de comer una serpiente o algo más: sus joyas. En aquel entonces pensé que era Cleopatra pero hoy entiendo que en realidad es Isis. Bailan y bailan. Astarté, la luna, es Anaïs Nin: esa tarde la reconocí y me emocioné, seguí viendo. Absorta. Con un velo azul, se desviste; regala su color. Llevaba una jaula en la cabeza que primero parecía una aureola. Todo se confunde. La visión crece con los invitados, y creció también mi expectativa: Pan trae uvas. Hécate trae hongos sagrados, y yagé. Los invitados bailan y beben. Beben y bailan. Alucinante. De pronto comienzan a beber el menjurje. ¿Es bebida sagrada? ¿Es polvo? ¿Es magia? ¿Es efecto o es realidad? ¿Los efectos de la realidad?
Comienza la orgía. Pan enloquece por que el Mago (que ahora sé también que representa a Shiva) lo envenena. Sigue la orgía. Pan es el premio, el sacrificio, la víctima, el regalo. Fuerza y fuego. Fuego y fuerza: magia negra, magia blanca, cábala, signos místicos y más signos místicos. Superposiciones de los dioses-personajes-invitados, de máscaras de calaveras mexicanas, de faldas con chaquiras y lentejuelas, de velos y velaciones, de caras que son máscaras, de caras que son diablos o perros o muertos o magos o dioses o todo. Todo se confunde. La visión es doble, triple, multiforme, multifacética, multiestratal. Y yo estaba más conectada que la tele al multienchufe. La música crece y crece. Un órgano da premonición de suspenso, o tal vez de otra cosa que crece.
The Inauguration of the Pleasure Dome es una invocación. Es una invitación. Es un viaje glagolítico psicoactivo en un Hollywood que nunca existió. En ese momento de primer descubrimiento, con la claridad del poseído decidí “así quiero que sea mi vida”. Bueno. Tenía catorce años. Estaba invadida por la visión de Anger. Y sigo.
La película es frenesí: con una diosa que es como un monstruo negro (¿Kali?) que parece también estar en posesión vudú, con todos encima de todos, con imágenes en rosas y azules y todos los colores más psicodélicos, que veinte años después todos le copiaron al buen Anger, con esa visión suya única, que es posesión, que es desdoblamiento en dos, cuatro, veinte o miles de cuerpos a la vez. La película, que es breve, en realidad, termina. Pero la visión sigue. Siguen los colores quemándose en mi córtex. Desde hace dieciséis años.
Anger ha sido llamado por el Instituto Cinematográfico de Estados Unidos el Magus del cine. Y sí: me encantó. Su película me encantó, en el sentido originario de la palabra. Así esta película no es solo visión, ni alucinación, es posesión: me dejó completamente otra, diferente, cambiada.
En ese momento pasé de estampitas multicolores, a visiones psicodélicas cuasi orgiásticas. Pasé de ser niña a ser adulto. Pasé, al acto. Pasé del catequismo obligado a la magia. Si ya había fascinación por Rimbaud, Dylan, Marley y Baudelaire, siguió con fascinación, sympathy for Huysmans, Bataille, Sarduy y otros decadentes y malditos. Llegué a Crowley, el frater perdurabo, la gran bestia. Mago, sí, poeta también, alpinista, ¿por qué no? y claro, jugador de ajedrez, como Duchamp. Fundador de la órden oculta de A∴A∴ (nada que ver con los alcohólicos anónimos), bisexual psicoactivado, revolucionario, libertino, ocultista. Vaya, amor. Ejemplo, inspiración. Gracias Anger por esta inauguración. Gracias por tu domo dionisiaco. Allí quería estar. En vez de usar el perfume anaïs anaïs, inspirado por la escritora, quería ser Anaïs. En vez de vivir en ese domo, quería crearlo. Quería ser amiga de Kenneth Anger, que se había cambiado de nombre de Anglemeyer a anger, ira, coraje, enojo. Ocultista homosexual amigo de Jagger, Page, Scorsese, Lynch y sobretodo de su propia abuela Bertha. Ser erótico, psicodramático, espectacular. Nacido en Santa Mónica, California en 1927 y vivo aún. Mr. Anger, que con una letra más se vuelve danger, peligro. Film d’Anger, film danger.
¿Qué peligró en ese momento, más allá de mi identidad de niña inmadura con estampitas de colores? Peligró mi ser. Peligró mi mundo. Se acabo, de hecho. Y comenzó otro. Pero antes, ¿qué siguió en ese momento de visión psicodélica? Nada menos que otra película, la del hijo o del primo o del compañero más joven, quizás más pánico, pero igualmente mágico de Anger: Jodorowsky. Hasta ese entonces nunca había visto una película de Jodorowsky. No sabía quién era, y no sabía, mucho menos, qué esperar. El título: Santa Sangre. “Inspirada en un hecho real”, como bien nos advierte una voz en off, “sucedido en la ciudad de México”. Otra promesa ritual. ¿Y qué era sino una hermosa pieza de acompañamiento a la que acababa de ver? Otra locura. Otra visión. Aguileña y al son del mambo de Pérez Prado. Elefantes, enanos, niños, mujeres tatuadas, monjas apocalípticas veneradoras de sangre santa (o pintura) que tocan rancheras, la ciudad de México en el 89.
Para describirla podría usar todo un diccionario. Es un grimoire de encantos. Con todas las referencias mágicas de Anger y algunas cuántas más. Los dioses parecían querer que me explotara el cerebro con visiones místicas, barrocas, abigarradas, y algo extrañas. Y así fue. La niña de catorce que fui, flacuchona, con las piernas demasiado largas y flacas y el torso aún demasidado corto, entiende. Tiene una visión doble y, se metamorfosea.
Ambas películas, además de magia tienen un dejo de erotismo particular y algo extraño: el sexo es desbordante en ambas por su barroquismo, pero no es nunca sexo como lo contaban en mi clase de biología. El sexo y el deseo, aquí, son divergentes, emergentes, creativos y polivalentes: Poliamor, transgénero, multisexual. Otro descubrimiento generativo. Sexo y magia. Magia y sexo. Y cine.
Ahora puedo decir que quizás estas dos películas, al tratar de magia y de sexo, de maneras paralelas hablan de aspectos la historia del cine, del arte: del ritual, de la orgía, de la sensualidad, del teatro, el circo, el espectáculo, la comunidad, la trascendencia. La transformación. Sí, la transformación.
¿Qué importa si la sangre es pintura? Es cine, es ritual. Entonces la pintura siempre es sangre, s-angre y Anger, danger. La imagen es peligrosa en su creación por que es transformativa. A los catorce cambié. Y cambié mi vida. Lo vi. Lo entendí. Quería pintores, escritores, artistas, cineastas. Quería psicodrama, psicomagia, psicoactivar. Quería y no sabía, pero quería y pude. Quiero.
La imagen es peligrosa, pues, por que es creativa, generativa. Imagen mayéutica, que da a luz: este cine da a luz; es luz, y tiempo; fuerza y fuego. Valga, por una vez, la frase gastada: la magia del cine. No es casualidad, recordemos, que un dios celoso y cauteloso en algún momento prohibió que los humanos hicieran imágenes, como él.
Creación es trascendencia. Imagen es visión.
La niña de catorce apagó la tele, cortó la señal que le enviaban los dioses de la parabólica y del más allá. Era yo: era otra.
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