Cees Nooteboom
Tumbas de poetas y pensadores
Fotografías de Simone Sassen
Traducción del alemán de María Condor
Debolsillo
Barcelona
2009
En Tumbas de poetas y pensadores, un mosaico de 84 ceremonias fúnebres, Cees Nooteboom se sirve de sus viajes por todo el mundo para reflexionar sobre la relación entre el presente y el pasado, entre las lápidas que protegen el recuerdo y la obra que perdura sobre la muerte.
Un día de 1953, después de su primer desplazamiento hacia el norte, Cees Nooteboom tomó el tren hacia Breda y una hora más tarde se encontraba cerca de la frontera belga con la mano alzada y el Mediterráneo como meta. Así surgiría su ópera prima, una novela escrita a los 20 años. A partir de entonces, Nooteboom ha ido acompañando sus recorridos con ideas, con meditaciones. La suya es una vida entregada al irrefrenable deseo de viajar, a la avidez de movimiento. Lo constata su vasta obra, desde la época en que navegaba como marinero hacia Surinam y redactaba sus primeros cuentos, en los años cincuenta, hasta la concepción de Hotel nómada, una suerte de bitácora en la que ensaya un espejo donde se refleja el mundo; o la escritura de El enigma de la luz, libro que revela sus andanzas por museos del orbe para aproximarse al misterio de ciertas obras de arte. Y el mismo frenesí lo impele a visitar las sepulturas de sus poetas amados, “fantasmas grises de piedra nebulosa” en palabras de Cernuda.
Cuando Nooteboom visitó el Père Lachaise el Día de Muertos de 1977, estaba absorto en el destino de Albertine y Charlus, de la duquesa de Guermantes y de Norpois, de Bloch y de Elstir. Se dirigió inmediatamente a la tumba de Proust y vislumbró sobre el bloque marmóreo que resguardaba su memoria dos ramilletes de ásteres color herrumbre. “Una tumba, al tiempo que es un simulacro de presencia —escribe Nooteboom—, señala precisamente la ausencia de una persona”. En ese preciso instante comenzó un itinerario en torno a la muerte.
Se alce hacia el cielo como un monumento o tenga la modesta proporción de un túmulo, la tumba recuerda el simbolismo de la morada, como lo hace también la urna cineraria. El vaso funerario que contiene las cenizas del difunto y la tumba que encierra el cuerpo no incinerado son depósitos de la memoria: fijan con un signo material el recuerdo del ausente. Cuando se trata de tumbas todo es irracional, dice Nooteboom. Llevamos flores a nadie y aquel por quien vamos no sabe que estamos ahí. Pero albergamos la ilusión de que esa persona se da cuenta de que seguimos pensando en ella. Deseamos vehementemente que los muertos sepan que seguimos escuchándolos y leyéndolos, porque ellos siguen hablándonos: continúan conversando con nosotros.
En Tumbas de poetas y pensadores, un mosaico de 84 ceremonias fúnebres, Nooteboom se sirve de sus viajes por todo el mundo para reflexionar sobre la relación entre el presente y el pasado, entre las lápidas que protegen el recuerdo y la obra que perdura sobre la muerte. Medita en torno de las páginas intensas de sus “muertos amados”, páginas en las que reside el anhelo de eternidad. Estampas poéticas, vislumbres afectivas, estas reflexiones acerca de sucesos luctuosos y su representación tienden puentes en la memoria del escritor, que entrelaza recuerdos personales con el murmullo de los ausentes.
“Viajar tiene que ver con la muerte, como bien sabían Baudelaire o Gadda, pero también es diferir la muerte, aplazar lo máximo posible la llegada, el encuentro con lo esencial, tal como el prefacio difiere la verdadera lectura, el momento del balance definitivo y del juicio”, escribe Claudio Magris, otro viajero infatigable. Nooteboom comparte con Magris la intuición de que “el origen de la existencia es el movimiento”, en palabras del sabio árabe del siglo XII Ibn ‘Arabi, en el Libro de la revelación y los efectos del viaje. Hay algo que lo inspira, posiblemente relacionado con su fascinación por Santiago de Compostela, embeleso que lo llevó a escribir El desvío a Santiago: el vocablo siyâha, peregrinación. “Recorrer la tierra para practicar la meditación y acercarse al misterio”, suscribe el escritor partiendo del vocablo árabe. El expedicionario de las pasiones distingue el cementerio como lugar de reunión y de paseo: sabe que si se escucha con atención se percibe el eco de una bulliciosa tertulia. Tumbas muestra la belleza sibilina de un universo impetuoso. Cada uno de sus textos es un prólogo; cada tumba, un epílogo.
La obra de Nooteboom refrenda que el viaje y la literatura se elaboran de acercamientos, de regresos y de desviaciones. Tumbas alumbra la naturaleza del viajero. “Viajar no para llegar sino por viajar —cifró Magris—, para llegar lo más tarde posible, para no llegar posiblemente nunca”. Un pasaje de El día de todas las almas —novela finisecular en la que Nooteboom retrata un Berlín transfigurado— ilumina su condición de incansable excursionista del reino de los muertos: “En el cementerio leyó los nombres… Fue caminando por entre las tumbas, leyó los números de esas vidas pasadas, las inscripciones: El silencio, perturbándonos, nos dice que es de noche y tenemos derecho a descansar”.
Susan Sontag —cuya sepultura en Montparnasse fue visitada por Nooteboom— escribió que “desde la invención de la cámara fotográfica en 1839, la fotografía ha sido acompañante fiel de la muerte”. Las últimas moradas de aquellos que dedicaron su vida a las letras también ejercen una atracción maravillosa sobre Simone Sassen, autora de las 185 fotografías en blanco y negro que alberga Tumbas. Sassen colecciona el mundo a través de la fotografía y aboga por la subsistencia de la imagen. En 1979 conoció a Nooteboom, su esposo, y desde entonces viajan juntos por el mundo, él escribiendo y ella fotografiando. El peregrinaje a las tumbas es una pasión compartida. El escritor y la fotógrafa descubren un atlas pétreo; hilvanan una obra conjunta para celebrar las honras de los muertos.
A camino entre el ensayo, la prosa poética y el relato, Tumbas afirma la perennidad de la vida y la obra a través de sus transformaciones, sugiere la permanencia de la palabra. “El que visita la tumba de un poeta emprende una peregrinación a sus obras completas”, dice Nooteboom. El escritor explora las sensaciones que ha experimentado junto a ellas y urde un tejido de variados matices entre los múltiples sepulcros, en un recorrido decidido por la intención y el azar. Viajó a la tumba de Murasaki en Kioto y a la de Kawabata en Kamakura, una especie de bastión de la muerte en un camposanto de signos; a las de Flaubert, Bouilhet y Duchamp, envueltas por la luz sobrecogedora de Rouen, la misma luz percibida por Monet cuando capturó con sus colores la catedral de la ciudad; acudió a las de Beckett, Baudelaire e Ionesco en Montparnasse, próximas a las de Vallejo y Cortázar, consagradas como altares. Peregrinó al sepulcro de Dante en Rávena, ciudad en la que el poeta terminó el Paraíso poco antes de morir; y al de Cervantes en el Convento de las Trinitarias Descalzas en Madrid, casa de la orden religiosa a la que pertenecían los padres que rescataron al escritor del cautiverio en Argel; se dirigió a Salita della Grotta, en Nápoles, para contemplar la sepultura de Leopardi, a la sombra de una peña escarpada, en el pequeño parque que se extiende junto a la tumba en forma de torre de Virgilio. Llegó a la de Neruda en Isla Negra, a las de Balzac y Apollinaire en el Père Lachaise, contiguas a la de Wilde, cuya lápida está cubierta de besos marcados con lápiz labial; a las de Pound y Brodsky en el cementerio veneciano de San Michele, sublime “marca de agua”; y en La Haya, su ciudad natal, visitó la sepultura de Spinoza.
Las palabras llevan el aliento de la vida. Frente a la tumba de Valéry, en el Cimetière Marin de Sète, recordó su poema sobre esta necrópolis. En el mausoleo donde reposan Goethe y Schiller, uno al lado del otro, en Fürstengruft, Weimar, rememoró sus obras hermanadas; también visitó el Cimitero Acattolico de Roma, que ampara a Shelley, escudado por la inscripción Cor Cordium que evoca su existencia y su funeral, y a Keats, “cuyo nombre fue escrito en el agua”, como denota su epitafio. Estuvo ante la sepultura de Kafka, en el Nuevo Cementerio Judío de Praga, lugar que figura la ambigüedad onírica de su universo; y buscó exhaustivamente la tumba de D. H. Lawrence en el camposanto de Vence en Provenza, donde yace Gombrowicz, pero el escritor inglés ya no descansaba ahí. Arribó al cementerio de Portbou para admirar el monumento conmemorativo erigido para Benjamin. En la ciudad bretona de Saint-Malo encontró, elevada sobre el mar y coronada por una enorme cruz de piedra, la sepultura de Chateaubriand, aquella desde la cual publicó sus Memorias de ultratumba y en la que no figura ningún nombre. Y en el cementerio parisino de Thiais se aproximó a los sepulcros de Celan y Roth con la convicción de que la literatura insinúa un futuro más allá de la muerte. Nooteboom sabe que el pasado no se marcha. Las palabras que le han inspirado las moradas finales de poetas y pensadores —irreductibles lugares de memoria— postergan el desenlace: escribir es aplazar la mortalidad.
“El lector ve junto a la tumba de su poeta lo que otro no ve”, afirma Nooteboom. La lápida de Borges, realizada por Eduardo Longato, deviene una biografía oculta, descifrable desde el cementerio ginebrino de Plainpalais. El relieve frontal fue copiado de un escudo anglosajón, en el que pueden verse tres combatientes con las espadas rotas. La frase inscrita debajo, and ne forhtedon ná, procede de Battle of Maldon, el primer texto anglosajón, y significa “y no temas”. En la parte inferior están grabados los años 1899/1986 y una cruz de Gales. La parte posterior de la tumba muestra la imagen de una nave vikinga con una frase de la saga de los Völsung: Hann tekr sverthit Gram ok leggr i methal theira bert, “tomó la espada Gram y colocó el hierro desnudo entre ellos”, una alusión al momento en que Sigurd pone la espada en el lecho entre Brunilda y él. Y debajo se lee la secreta dedicatoria: “De Ulrica a Javier Otárola”. Ante la tumba de Stevenson —llamado tusitala por los samoanos, “contador de historias”— en lo alto del Monte Vaea, en la isla Upolu, “se oía una ráfaga de viento procedente del océano pasar mil páginas de una vez”, escribió Nooteboom. Recuerda que cada tumba es una humilde réplica de los montes sagrados. Altos robles de hojas doradas resguardan la lápida de Kleist, a la orilla del Wannsee, donde se quitaron la vida el poeta y su amada, Henriette Vogel. En el cementerio Fluntern de Zurich, la estatua sepulcral de Joyce, obra de Milton Herald, recuerda sus rasgos a la perfección: es el doble del muerto. Y a escasa distancia del dublinés, la lápida de Canetti ostenta su firma, cincelada con un exceso de fuerza, como si concluyera de esta manera su vida y su obra. Por el contrario, las cenizas de Virginia Woolf, esparcidas por el jardín de Monk’s House en East Sussex, y las de Multatuli, alojadas en el Multatuli Museum de Ámsterdam, representan a aquellos que rehúyen la vecindad de los demás muertos. “Todos los cementerios son novelas”, advierte el caminante entre tumbas.
Nooteboom combate el sordo temor de que en último término no tenga consistencia nada de aquello con lo que el corazón cuenta; el atisbo de que, finalmente, vivimos y nos esfumamos en la soledad; el miedo ante la ineludible noche del olvido, sentido por Theodor Storm frente a las vicisitudes de la muerte. En la tumba de Antonio Machado, en Collioure, hay un buzón, situado en la parte izquierda de la lápida. El buzón sugiere a sus visitantes que le escriban, que le comuniquen su admiración y nostalgia. Quizá el secreto se encuentre en las frases dedicadas a alguien que ya no está ahí. El acto irracional de ofrendar al difunto palabras u objetos encuentra su apoteosis en la escritura de una carta, misiva que el destinatario nunca leerá. El gesto demuestra que el apego y el entusiasmo superan la muerte, aseguran el reino de la memoria, corroboran la persistencia de la tinta y del papel. Nooteboom —viajero literario por excelencia— confirma que el continuo brote de epístolas, el coloquio entre el visitante y su convidante, sella la lectura.
La máxima grabada en piedra que dominó la antigüedad latina: Siste viator rige el itinerario de Cees Nooteboom. La célebre inscripción en las lápidas romanas invita al caminante a que se detenga ante la tumba a leer, a dialogar. En un escenario tan antiguo como entrañable el paseante entre sombras queda asido a la literatura y de ella le quedan los recuerdos.
Detente viajero, detente lector.
Fotografías de Simone Sassen
Marcel Proust, Père Lachaise, París, 1985.
Susan Sontag, Cimetière Montparnasse, París, 2006.
Yasunari Kawabata, Kamakura Reien, Kamakura, 2004.
Gustave Flaubert, Cimetière de Rouen, 2005.
Marcel Duchamp, Cimetière de Rouen, 2005.
Samuel Beckett, Cimetière Montparnasse, París, 2003.
Charles Baudelaire, Cimetière Montparnasse, París, 2003.
Dante Alighieri, Rávena, 2003.
Oscar Wilde, Père Lachaise, París, 1985.
Ezra Pound, Cimitero di San Michele, Venecia, 1998.
Joseph Brodsky, Cimitero di San Michele, Venecia, 2004.
Paul Valéry, Cimetière Marin, Sète, sur de Francia, 1999.
Johann Wolfgang von Goethe y Friedrich Schiller, Fürstengruft, Weimar, 2005.
Percy Bysshe Shelley, Cimitero Acattolico, Roma, 2005.
John Keats, Cimitero Acattolico, Roma, 2005.
Franz Kafka, Neuer jüdischer Friedhof, Praga, 1999.
Walter Benjamin, Cementeri de Portbou, 2002.
François-René de Chateaubriand, Saint-Malo, L’île du Grand Bé, Bretaña, 1995.
Jorge Luis Borges, parte frontal de la tumba, Cimetière de Plainpalais, Ginebra, 2003.
Jorge Luis Borges, parte posterior de la tumba, Cimetière de Plainpalais, Ginebra, 2003.
Robert Louis Stevenson, Monte Vaea, isla Upolu, Samoa, 1987.
Heinrich von Kleist, a la orilla del Wannsee, Berlín, 1999.
James Joyce, Friedhof Zürich-Fluntern, Zúrich, 2005.
Elias Canetti, Friedhof Zürich-Fluntern, Zúrich, 2005.
Antonio Machado, Collioure, sur de Francia, 2003.
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