Los monstruos inmanentes

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Los monstruos inmanentes

Cuidarás tan sólo de no comer la sangre,
porque la sangre es la vida y no debes
comer la vida con la carne.
Deuteronomio 12, 23   

1.

I

El historiador de las religiones, Mircea Eliade, recuerda que en la Ynglingasaga se describe el salvajismo de los allegados a Odín: guerreros tan feroces como lobos, osos o toros. Acosados por furores, a estos seres también se les conocía con el nombre de “[…] berserkir: guerreros con envoltura (serkr) de oso.[1] Para adoptar el modo de ser de una bestia, un hombre debe hacer circular las fuerzas del animal. Un hombre se apropia, mágicamente, de la potencia de cierto animal —un modo muy singular de habitar una tierra. Acostumbrado a la lucha y a la guerra, en su iniciación, el guerrero berserkir debía afrontar las pruebas más duras como la impasibilidad frente al dolor —por ejemplo, coserse una camisa a la piel del brazo, para después arrancársela de un sólo jalón.[2] Eran pruebas de resistencia, o bien, de cómo elaborar una coraza. A partir de la experiencia del dolor físico, el guerrero afecta su cuerpo de tal modo que lo endurece para afirmarse frente a los efectos de otras fuerzas. Si bien las prácticas del berserkir rayan en la brutalidad y el asesinato, Eliade reconoce tres aspectos en su iniciación: “Los temas iniciáticos resultan evidentes: prueba de valor, resistencia a los sufrimientos físicos, y seguidamente la transformación mágica en lobo”.[3]

Eliade narra como un rey nórdico y su hijo —Sigmund y Sinfjoetli, en la Voelsungasaga— se colocan pieles de lobo, a la vez que actúan y aúllan como tales. Los guerreros se alían, así, con los lobos. No obstante, para los miembros del Männerbünd —guerreros de la antigua civilización germánica—, la metamorfosis en lobo era capital para su iniciación, así como los aullidos, el sonido de los cuernos y demás estallidos de la voz. Los ruidos configuran una espacialidad y preparan el éxtasis del guerrero. Asimismo, la transformación en lobo comporta también una temporalidad: Eliade confirma que el solsticio de invierno era la fecha indicada para la metamorfosis de los iniciados. Por otra parte, el combate individual, generador del furor, tenía una gran importancia para los berserkir; sin embargo, sólo a través de una experiencia mágico-religiosa se modifica el modo de habitar del guerrero. Por eso, el guerrero deviene lobo sólo en virtud de una poderosa furia que lo vincula con el animal-cazador. La furia —vista como un éxtasis mágico—, fuerza feroz y ardiente frenesí, transmite las fuerzas del animal al humano para constituir la coexistencia de dos duraciones. La duración consiste en una experiencia que se expande y se sobrepasa; es una sucesión interna que, al dividirse, cambia de naturaleza; es una multiplicidad cualitativa.[4] El devenir-animal o devenir-inhumano consiste en la articulación de un bloque o una alianza entre elementos heterogéneos; ya no hay filiaciones. Los filósofos Gilles Deleuze y Félix Guattari celebran que el hombre de guerra se inscribe en la multiplicidad y en las metamorfosis de los devenires. Los guerreros-fieras, a través del wut —furor o fuerza sagrada—, poblaban los campos de batalla.

Hay un conjunto complejo, devenir-animal del hombre, manadas de animales, elefantes y ratones, vientos y tempestades, bacterias que siembran el contagio. Un solo y mismo Furor. La guerra, antes de ser bacteriológica, ha implicado secuencias zoológicas. Con la guerra, el hambre y la epidemia, proliferan los hombres-lobos y los vampiros.[5]

1.1

La aterradora experiencia religiosa del furor se contagia. El hombre y el animal constituyen un bloque que se articula a partir del furor: hombre-furor-animal. Este devenir posee una temperatura; el devenir-animal del guerrero enardece hasta el estallido. Las duraciones, al calentarse, pueden aumentar su potencia al punto de exceder su propia capacidad de ser afectadas. El ardor exacerbado del cuerpo —su quemadura— indica un exceso de fuerza. Y son ahora los chamanes, integrantes de otro pueblo primitivo, razona Eliade, quienes consumen ciertos alimentos para acrecentar su calor interior: una dietética que aumenta la potencia. A través del fortalecimiento de este calor interior, los chamanes siberianos o de regiones árticas obtienen gran resistencia para habitar su helado medio. Por este motivo es que los chamanes, dueños del fuego, en el afán de aumentar su calor, se introducen materiales hirviendo o tocan el hierro ardiente.[6] Vía la significación religiosa del fuego interior se articula una práctica corporal que conduce al incremento de la fuerza; la relación con el cuerpo se modifica y se afirma un calor extremo ante a los fríos más intensos. La producción de fuerzas sagradas da a los chamanes su calor interior y hace posible la transmutación de los guerreros.

1.2

En efecto, el dominio del fuego —cólera excesiva por parte del guerrero; resistencia a las más bajas temperaturas por parte del chamán— remite a una transmutación de lo humano en lo divino, o bien, en lo animal. Ciertamente, el chamán —figura de Asia septentrional y central; pero también de América del norte— es un médico o un hechicero de las sociedades primitivas. Eliade asevera que la iniciación del chamán en algunos pueblos siberianos implica un modo de vida muy singular: un joven se vuelve solitario, en ocasiones furioso, llega a autolesionarse, o bien, puede arrojarse al fuego. La animalidad es propia de los chamanes tunguses cuando durante algunos días se refugian en montañas donde, con uñas y dientes, cazan y devoran animales salvajes[7] —el chamán también deviene animal. De modo que el iniciado vuelve ensangrentado a su hogar tras su actividad en las montañas. El chamán puede tener periodos de crisis —ataques o visiones que lo dejan inconsciente— que lo llevan a la desintegración de sí, a saber, a la locura. Dicho con Deleuze, el chamán se arroja con violencia sobre el plano de inmanencia. No obstante, no se trata solamente del hundimiento en el caos, sino de la vuelta en una nueva creación. Se produce una disolución y otro nacimiento. Asimismo, Eliade sostiene que en las enfermedades iniciáticas, los chamanes siberianos permanecen solitarios, sin hablar y sin comer durante algunos días.

1.3

Algunos de ellos parece como si hubieran dejado de respirar, y a punto estuvieron de ser enterrados. Sus ropas y su lecho se empapan de sangre. Al volver a la vida cuentan que fueron cortados en trozos por los demonios o por los espíritus de los antepasados: su carne raída, sus huesos mondados, los humores corporales expulsados y sus ojos extirpados. Algunos tuvieron la carne a cocer durante algún tiempo más o menos largo; otros recibieron carne nueva y sangre fresca. Por último, fueron resucitados, mas con un cuerpo enteramente renovado y poseyendo el don de chamanizar.[8]

En la crisis iniciática, los órganos son extirpados mientras el cuerpo está catatónico; la corporalidad se vuelve pre-orgánica, o bien, como sostiene Eliade: hay una vuelta a un caos pre-cosmogónico. Ciertamente, Deleuze y Guattari sostienen que el cuerpo catatónico es una modalidad del cuerpo sin órganos: es el cuerpo inmóvil de la intensidad-cero —materia intensiva pura— que silencia al órgano. La catatonia no consiste en el deseo de morir, sino en una muerte que desea. La muerte no modela ni precede a la catatonia, sino que ésta última es un modelo para la muerte. El cuerpo sin órganos como modelo de muerte detiene la formación de los órganos.[9] El organismo como código o combinatoria se deshace en virtud de la expresión de grados de intensidad pura. Deleuze afirma que el viaje esquizofrénico es un paso entre ciertas zonas intensivas que llena la materia del cuerpo. Sobre este punto, Eliade describe cómo el iniciado, después de su letargo, narra que los espíritus lo condujeron al infierno para decapitarlo —se le retira el órgano, a la vez que su carne es cortada en trozos para mezclarla con enfermedades; así también, puede que le retiren las manos o la quijada. El viaje al infierno y la supresión de los órganos pueden traducirse en variaciones de zonas intensivas y en diferenciaciones de grados de potencia. Cuando despierta, el chamán está dotado con el poder de curar; su carne y su sangre son nuevas. Si el viaje del iniciado indica una muerte ritual, cuando la ha completado, el modo de ser del chaman remite a una extraña resurrección del cuerpo.

1.4

II

Sin duda el modo vida animal es indisociable de las iniciaciones de los guerreros berserkir —la furia los hace devenir animales de presa—, pero también de los chamanes que devoran animales en las montañas. No obstante, el modo de ser del animal es asimismo propio del filósofo cínico en la antigüedad. Por su parte, el filósofo Michel Foucault, en un curso en el Collège de France (1983-1984), explica que, como una provocación a las convenciones y para poder ajustarse mejor a la naturaleza, el filósofo cínico Diógenes de Sínope intentó, entre muchas otras prácticas que lo ligan con el animal, comer carne cruda; no obstante, se dice que murió por tratar de comer un pulpo vivo.[10] El cínico realiza una vida escandalosamente otra —vida conforme a un logos que se adecúa a la naturaleza— en la que solamente la actividad adecuada a la ley natural puede fungir como principio para la rectitud. Por eso, la vida recta del cínico conduce a la constitución de un valor positivo de la animalidad. El vínculo de Diógenes con el animal se teje a partir de una práctica común a ambos: por ejemplo, el filósofo adopta una vida errante tras mirar el movimiento de un ratón; o bien, al ver que un caracol lleva su casa siempre consigo, el cínico consigue una vivienda móvil: la tinaja —el famoso barril.[11] Si la dependencia es falta de libertad, el cínico no debe necesitar nada más que cualquier animal. El filósofo y el animal, en este punto, conforman una alianza a partir necesidades comunes. Foucault señala que la animalidad es un modelo moral —ethos— y material de existencia; se trata de un modo de relacionarse con uno mismo y con los otros. “El bíos philosophikós como vida recta es la animalidad del ser humano aceptada como un desafío, practicada como un ejercicio y arrojada a la cara de los otros como un escándalo”.[12]

Así también, Foucault encuentra un paso entre la práctica cínica y el ascetismo cristiano —siglos III y IV—, una continuidad, pero también una radicalización del modo de existencia. Si el cínico pretende obtener un gran placer con medios muy reducidos, para generar la menor dependencia posible, la práctica de los ascetas cristianos consiste en suprimir todo tipo de placer. En esta práctica ascética se encuentra también el escándalo, la indiferencia al poder y a la opinión de los otros. Lo que se afirma es la brutalidad de la existencia material frente a los valores de los hombres.[13] La materialidad de esta vida cristiana se expresa también en la animalidad; por ejemplo, cuando San Benito, vestido con una piel y oculto en su caverna, es sorprendido por unos pastores quienes lo confunden con un animal.[14] Foucault recuerda las historias de otros santos anacoretas que, solitarios y desnudos, se cubren únicamente con sus cabellos, y que, incluso, comen pasto como los animales.[15] La animalidad se afirma con radicalidad cuando un asceta cristiano pretende reunirse con un solitario que pasta —cuyo hedor es insoportable—; no obstante, éste último huye y no se detiene hasta que su perseguidor, cubierto solamente por una manta, pierde su vestido; sólo entonces el solitario se acerca y exclama: “…me detengo porque acabas de rechazar el fango del mundo”.[16]

Ciertamente, una de las proezas del filósofo cínico es la resistencia: elemento ético que concierne a la ejercitación y al entrenamiento ante los golpes del sufrimiento. El sufrimiento ejercita. Foucault comprende que el cínico soporta la violencia y el sufrimiento sólo para volverse más fuerte y resistente. El cínico se forja una coraza o un arma de resistencia: su cuerpo. Su paciencia y entereza es tal, que al vulgo le parece una roca; no es posible ofenderle o hacerle daño, razona el filósofo estoico Epicteto. El cínico puede entregar su cuerpo, sin embargo, no hay combate en el que pueda ser vencido.[17] De modo cercano al chamán siberiano que aumenta su calor interior vía una práctica corporal que lo vuelve resistente a los más extremosos climas, Diógenes, el cínico, se ejercita para habitar sin problemas las más arduas severidades. Así, Diógenes Laercio escribe: “Y durante el verano se echaba a rodar sobre la arena ardiente, mientras en invierno abrazaba las estatuas heladas por la nieve, acostumbrándose a todos los rigores”.[18]

1.5

La vida del cínico es la del perro, puesto que falta al pudor, no tiene vergüenza y ataca la convención. Es una vida que provoca al público y actúa en detrimento de lo establecido. Remite al perro por su indiferencia a lo que puede venir, no tiene ataduras y procura darse únicamente lo que necesita. Esta vida también ladra, y, como menciona Foucault, es capaz de combatir a sus enemigos. Es una vida que experimenta, discierne —entre amigos y enemigos; entre verdaderos y falsos— y procura tanto al otro como a uno mismo: el cínico es también un perro guardián. Laercio narra, a propósito del famoso encuentro entre Diógenes y Alejandro Magno, con humor, la reivindicación de la animalidad del filósofo cínico frente al poder —se advierte la ironía:

Acudió una vez Alejandro hasta él y le dijo: ‹‹Yo soy Alejandro el gran rey››. Repuso: ‹‹Y yo Diógenes el Perro››. Al preguntarle por qué se llamaba ‹‹perro››, dijo: ‹‹Porque muevo el rabo ante los que me dan algo, ladro a los que no me dan y muerdo a los malvados››.[19]

Buscar para sí una vida independiente y carente de disimulo, concierne al ethos del filósofo-perro. Así pues, la pobreza material del cínico es activa y real. El filósofo, a través del coraje y la resistencia, se desprende de la riqueza en virtud de una constitución fuerte. Su pobreza está en búsqueda de elementos de los cuales prescindir; es inquieta. La indiferencia frente a la reputación remite a la positividad del deshonor, por eso el cínico no tiene inconveniente en recibir humillaciones, ya que por este medio se ejercita contra la creencia y la opinión de los demás: la humillación se invierte, mientras que la animalidad y la soberanía, en un arte de la construcción de sí, se apropian de la materialidad de la vida.

III

Si el devenir-animal de un hombre es real, el animal que deviene no lo es, a la vez que el devenir-otro de ese animal tampoco tiene realidad: “[…] el devenir no produce otra cosa que sí mismo”.[20] El devenir-animal no es sino una multiplicidad, una manada, una población: se es una legión. Las uniones contra natura conciernen, asimismo, a los escritores que son atravesados por devenires-lobo o devenires-vampiro.[21] El escritor es un brujo: la multiplicidad, el animal y el monstruo habitan en él. Descendiente de los guerreros berserkir, el vampiro, Drácula, devenir-monstruo de Bram Stoker, se propaga por contagio y no por filiación. En esta novela se narra como por las venas del vampiro circula la sangre de guerreros tan salvajes, que sus invasiones parecían ser perpetradas por hombres-lobo.[22] El monstruo, el animal o la banda habitan en el borde; así, Drácula proviene, como explica el personaje Van Helsing, de los bosques situados en una frontera: los Cárpatos.

Todas las fuerzas de la Naturaleza, ocultas, profundas y fuertes, han trabajado a su favor de manera asombrosa. El lugar mismo donde ha vivido como un No Muerto durante todos estos siglos está lleno de rarezas químicas y geológicas. Allí hay profundas cavernas y fisuras que nadie sabe dónde terminan, y volcanes cuyos cráteres todavía arrojan aguas de extrañas propiedades que matan o vivifican.[23]

Entre grietas y cavernas, las fuerzas benefician al monstruo; “[…] las participaciones, las bodas contra natura, son la verdadera Naturaleza que atraviesa los reinos”.[24] Si el vampiro no filia, sino que contagia, expresa la posibilidad de entrelazar elementos más allá de la herencia o de la reproducción sexuada. La multiplicidad designa combinaciones que, al no ser genéticas ni estructurales, articulan otros modos de expresión que no se definen en función de las familias y los estados, sino a partir de una proliferación que deviene en el contagio.

Él la infectó… ¡Oh! ¡Perdóneme querida, que hable así; pero lo digo por su bien! La infectó para que usted, aunque eso fuera lo último que hiciera, al llegar la muerte, destino común por la voluntad divina, convirtiera en un ser semejante a él! ¡Y eso no debe ocurrir! Lo hemos jurado! En esta empresa somos los ministros del Señor. ¡El mundo y la humanidad, por los que el Hijo murió, no serán entregados a monstruos cuya sola existencia ofende a Dios![25]

Deleuze y Guattari exponen que precisamente cuando aparecen los devenires, la Iglesia y el Estado elaboran tribunales, a la vez que se sirven de un derecho apropiado para denunciar los pactos diabólicos: es preciso instaurar el juicio de Dios. La doctrina del juicio suprime la producción de afectos y bloquea la aparición de nuevos modos de existencia. El deber de una ley moral confunde el mandamiento que conduce a la obediencia, con la comprensión y el conocimiento de una diferencia cualitativa entre los modos de existencia. Por eso, el esclavo, el tirano y el sacerdote son la trinidad moralista. Así pues, en El invitado de Drácula, Stoker hace decir a un soldado: “De nada sirve dispararle sin una bala bendecida […]”.[26] Para acabar con el monstruo, es necesario atravesarle el cuerpo con materiales y signos que remitan a la trascendencia, o bien, capturar sus afectos en la ley de Dios. Incluso la animalidad del anacoreta se ve reincorporada a la institución eclesiástica mediante la amable figura del santo.[27]

Por otra parte, los devenires son a la vez manadas y multiplicidades; de modo que:

Una multiplicidad se define por el número de sus dimensiones; no se divide, no pierde o gana ninguna dimensión sin cambiar de naturaleza. Y como las variaciones de sus dimensiones son inmanentes a ella, da lo mismo decir que cada multiplicidad ya está compuesta por términos heterogéneos en simbiosis, o que no cesa de transformarse en otras multiplicidades en hilera, según sus umbrales y sus puertas.[28]

Drácula es justamente el vampiro quien, al dividirse, cambia de naturaleza. En ocasiones, el vampiro se presenta como un hombre alto y canoso, de nariz ganchuda, con ojos enrojecidos y afilados dientes[29]; en otras, aparece como: “Un lobo… y sin embargo, ¡no era un lobo! —repuso otro temblando de terror”.[30] Se trata de una multiplicidad que actúa sobre sus dimensiones, se distiende por dentro y modifica su naturaleza.

1.6

Para los filósofos Antonio Negri y Michael Hardt, el vampiro expresa la monstruosa y descomunal carne de la multitud: conjunto de singularidades —entendidas como sujetos sociales cuya diferencia es irreductible—, plurales y múltiples, no articuladas en virtud de la identidad o la unidad, sino a partir de lo común. Ontológicamente, la carne de la multitud es una potencia vital informe que propaga sin cesar el ser social. Su exceso desborda los cuerpos sociales tradicionales: Estado, Familia e Iglesia. “Desde que el conde Drácula de Stoker irrumpió en la Inglaterra victoriana, el vampiro amenaza el cuerpo social y en especial la institución social de la familia”.[31]

Michel Hardt

Michel Hardt

 

El vampiro desprende de sí una potente fuerza sexual; su deseo de carne nunca termina. Asimismo, descompone el orden binario del género: el vampiro ataca con su erotismo tanto a hombres como a mujeres. En El invitado de Drácula, la víctima de la mordedura es un joven inglés que se aventura por un bosque en la Walpurgisnacht: “¡Observen su cuello! Miren, camaradas, el lobo se tendió sobre él y le chupo la sangre caliente”.[32] Por otro lado, otras de sus víctimas son Lucy Westerna —hija de una familia burguesa— y Mina Murray —prometida de Jonathan Harker: otro invitado de Drácula. La familia es trastocada por el vampiro, puesto que el monstruo viaja desde los Cárpatos con el fin de propagarse a partir del contagio; en su paso pone en peligro o descompone los lazos que pretenden consolidarse como nuevas uniones tradicionales: las familias. En efecto, Negri y Hardt aseveran que los vampiros, y en general los monstruos, se traducen en el reconocimiento de las redes alternativas de afectos constituidas por los desviados sexuales, universitarios marginales, individuos de familias descompuestas, etc. El elemento común de la multitud es precisamente la carne. Por lo tanto, el monstruo implica la posibilidad de la abolición del orden natural de la autoridad. La producción de la multitud es la monstruosidad de la carne: lo común. Articular la multitud no se trata de producir el caos, sino de una práctica viva que conduzca a la composición de relaciones activas entre las infinidades de partes que articulan a las fuerzas y los cuerpos, a partir de la potencia de una imaginación material que se vincula con el pensamiento. A este respecto, Deleuze y Guattari escriben: “El pensamiento es como el vampiro, no tiene imagen, ni para crear modelo, ni para hacer copia”.[33]

El pensamiento es un espacio liso; su imagen, sin copia, es el horizonte en el que surgen los conceptos como acontecimientos. Si el concepto, desde esta perspectiva, es la saturación de una multiplicidad, el plano de inmanencia, la imagen misma del pensamiento, es el desierto poblado por los conceptos. Este plano no preexiste, sino que expone las condiciones internas de la filosofía. Así pues, el pensamiento afirma la velocidad de un movimiento infinito. Este movimiento es doble y declina entre physis y nous. Se trata, pues, de un movimiento que pliega la materia del ser. El

[…] pensamiento es creación, y no voluntad de verdad, como muy bien Nietzsche supo hacer comprender. Pero si no hay voluntad de verdad, a la inversa de lo que aparecía en la imagen clásica, es porque el pensamiento constituye una mera ‹‹posibilidad›› de pensar, sin definir aún un pensador que fuese ‹‹capaz›› de ello y pudiese decir Yo […].[34]   

Ante la posibilidad de pensar, la creación realiza un corte al caos en el trazo de un plano. El problema del pensamiento es el de la velocidad infinita, en el que la plasticidad del concepto cubre un horizonte absoluto. El concepto materializa la superficie del plano que hace posible su integridad. Las variaciones infinitas constituyen volúmenes absolutos —los conceptos— en un plano que se instaura como el suelo absoluto de la filosofía. Simultáneamente, la filosofía es la creación de conceptos y la instauración del plano de inmanencia —sección del caos pre-filosófica que apela a una comprensión intuitiva y no conceptual de la filosofía—; mientras que pensar “[…] es siempre seguir una línea de brujería”.[35]

 1.8

IV

La relación entre filosofía y literatura, desde la concepción de Deleuze y Guattari, consiste en que ambas realizan un recorte al caos cuando instauran sus respectivos planos: plano de inmanencia para la filosofía; plano de composición para el arte y la literatura. Así pues, la obra de arte es un bloque de sensaciones compuesta por afectos y perceptos. Independientes del sujeto que los experimenta, los afectos y perceptos sobrepasan las vivencias. Son compuestos que se sostienen por sí mismos: son vida no orgánica. “Se pintan, se esculpen, se componen, se escriben sensaciones”.[36] En la práctica del arte se consigue desprender el percepto de las percepciones que un sujeto tiene de un objeto, así como también se extraen afectos de las variaciones entre afecciones. La obra de arte es un puro ser de sensación. Concretamente, la materialidad de la literatura son las palabras y la sintaxis. Las palabras extraen las percepciones que, vertidas en un texto, transmutan en afectos y perceptos. “Los afectos son precisamente estos devenires no humanos del hombre como los perceptos (ciudad incluida) son los paisajes no humanos de la naturaleza”.[37]    

Brujo o vidente, el artista excede sus estados perceptivos y sus afecciones inscritas en las vivencias: sólo se deviene. Otro entrecruzamiento del arte con la filosofía consiste en que los seres de sensación y los conceptos ofrecen variedades del mundo. Si la filosofía crea conceptos, el arte es productor de afectos —el lenguaje de las sensaciones. Entre vibraciones, torceduras y tartamudeos, los bloques de afectos y perceptos constituyen la reversibilidad del sentido. Por otra parte, la carne, materia que se extrae del cuerpo y del mundo, dota de ser a la sensación. Existe una liga muy estrecha entre el animal y el arte, puesto que es precisamente el animal quien delimita un territorio —se hace, a su modo, un hábitat. El territorio es espacio-temporal y cualitativo cuando involucra una postura, una actitud, un canto o un color. “La concha como casa del molusco se vuelve, cuando éste ha muerto, el contrapunto del ermitaño que la convierte en su propio hábitat […]”.[38] O bien, Diógenes y el caracol que lleva su casa siempre consigo.

Si el arte es una composición —de afectos y perceptos— de sensaciones, éste sólo se realiza a partir de un material, y no tiene lugar al margen de su creación. En efecto, el plano que es recubierto por los bloques de sensación, sólo puede ser el plano de composición estética. Deleuze y Guattari celebran que existen tres formas del pensamiento: el arte, la ciencia y la filosofía. Cada una se encarga de elaborar un plano sobre el caos. Se trata de tres vías que instauran planos de distinta naturaleza. Por eso, el pensamiento es una heterogénesis. “Los tres pensamientos se cruzan, se entrelazan, pero sin síntesis ni identificación”.[39] Los planos producen complejas redes de correspondencias entre sí. La “[…] propia sensación se vuelve sensación de concepto o de función, el concepto, concepto de función o de sensación […]”.[40]

Ahora bien, un entrelazamiento de los planos de inmanencia y de composición, en la filosofía de Deleuze y Guattari, se expresa en la figura del anomal: un ser compuesto únicamente de afectos. No es individuo ni tampoco especie, no remite a la familia ni a la subjetividad, sino que es el elemento que tiene preeminencia en una manada. Es la singularidad más específica. Así, el anomal se sobreimprime en la figura del outsider —el intruso— de H.P. Lovecraft, mientras que muestra una modalidad del entrecruzamiento de los planos del arte y la filosofía. El outsider es el monstruo que expresa la potencia de lo inhumano.

H.P. Lovecraft

H.P. Lovecraft

No puedo indicar a qué se parecía aquello, pues estaba compuesto de todo lo que hay de abyecto, siniestro, repulsivo, anormal y deleznable. Era una fantasmagórica mezcla de decrepitud, vejez y disolución; el ídolo pútrido y chorreante de una malsana revelación, el espantoso aborto que la piadosa tierra debió ocultar para siempre.[41]

El outsider es una inconcebible monstruosidad que provoca el delirio. Es la Cosa: un puro fenómeno de borde. Es una multiplicidad que se distribuye en las líneas de un horror sin nombre. Este monstruo se mueve siempre en las fronteras y los lindes. Así también, para el escritor inglés F. Marion Crawford, en Porque la sangre es la vida, la Cosa es precisamente el contorno de un cuerpo que se sitúa en el entre de la vida y la muerte. La Cosa articula una alianza con el animal a través del grito: “[…] lo supe en un instante y me estremecí al recordar entonces que también había escuchado al búho nocturno. Pero no había sido el búho. Era el grito de la Cosa”.[42] Nunca se sabe realmente si la Cosa está viva o no; sus ojos están muertos pero sus labios tienen un color rojo rebosante. Es infecciosa y contagia la vida vehiculada por la sangre. Se presenta, pues, como la potencia de lo indiscernible.

V

Constituidos por afectos y multiplicidades; alianzas y bloques de devenir, los monstruos inmanentes son cuerpos que se componen con el animal, al tiempo que pueden reivindicar ciertas prácticas de sí: la resistencia del chamán que vive salvajemente en las montañas, o bien, el filósofo-perro que comparte necesidades con el animal, en vistas de la máxima independencia. Envueltos por pieles de osos o lobos, los guerreros berserkir conforman bloques con los animales, en virtud de la apropiación mágica de terroríficos furores —fuerzas que exceden a los cuerpos. La transmutación del cuerpo en los viajes iniciáticos —el viaje del chamán al infierno—, de los que nunca se regresa siendo el mismo, remite a las variaciones de zonas intensivas. Sobre el cuerpo sin órganos, catatónica, la muerte se vuelve deseante. La resistencia es un modelamiento del cuerpo vía la práctica de un modo de existencia animal, en la que se radicaliza la relación con uno mismo y con los otros. Los límites del cuerpo se expanden: nadie sabe ya lo que puede un cuerpo.

En resonancia con el animal, los devenires pueblan e invaden al brujo: el escritor. Vía el contagio, los vampiros expresan la naturaleza de las bodas contra natura. No comprenden de filiaciones, se dividen y cambian de naturaleza como multiplicidades que amenazan constantemente los órdenes tradicionales —la familia. Carne de la multitud y rostro de los raros, el vampiro es animal, monstruo y potencia sexual que trastoca el género. Situado en el horizonte de un plano de composición, pero también entrecruzado con el plano de inmanencia, el vampiro es asimismo una figura del pensamiento: sin copia ni modelo, es una pura imagen sin semejanza. Con la velocidad de un movimiento infinito, el pensamiento se expresa por tres vías que seccionan el caos: los planos. En el borde de los planos de inmanencia y de composición, el outsider o la Cosa circula derramándose entre ambos desiertos. Por eso, el anomal articula ambos planos saturando sus cruces; no obstante, se trata también de la grieta de lo indiscernible en la que lo humano se deshace sobre las variaciones de un cuerpo abominable. Así pues, los monstruos inmanentes instauran otro modo de habitar una tierra —ethos del animal—, hacen circular los devenires, componen nuevas fuerzas, y proyectan sus sombras en la heterogénesis del pensamiento.

Bibliografía

  1. Henri Bergson, Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, Ed., Sígueme, España, 1999.
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  3. Gilles Deleuze, El Bergsonismo, Cátedra, España, 1987.
  4. Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, Paidós, España, 2004.
  5. …                                         , Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Pre-textos, España, 2010.
  6. …                                       , ¿Qué es la filosofía?, Anagrama, España, 1997.
  7. Mircea Eliade, Muerte e iniciaciones místicas, Terramar, Argentina, 2008.
  8. Epicteto, Disertaciones por Arriano, Gredos, España, 1993.
  9. Michel Foucault, El coraje de la verdad. El gobierno de sí y los otros II. Curso en el Còllege de France (1983-1984), Fondo de Cultura Económica, Argentina, 2010.
  10. Gregorio Magno, Vida de san Benito y otras historias de santos y demonios, Trotta, España, 2010.
  11. Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos ilustres, Alianza, España, 2007.
  12. Antonio Negri y Michael Hardt, Guerra y democracia en la era del imperio, Debate, España, 2004.
  13. Bram Stoker, Drácula, CONACULTA, México, 2012.
  14. Veinticuatro historias de revinientes en cuerpo, excomulgados, upires, brucolacos y otros chupadores de sangre. Selección introducción y notas de Ricardo Ibarlucía y Valeria Castelló-Joubert, Adriana Hidalgo editora, Argentina, 2003.

Notas

[1] Eliade, Mircea, Muerte e iniciaciones místicas, Terramar, Argentina, 2008, p. 131.
[2] Ibid., p. 132.
[3] Ibid., p. 132.
[4] Cfr. Bergson, Henri, Ensayos sobre los datos inmediatos de la conciencia, Sígueme, España, 1999, pp. 155-166, y Deleuze, Gilles, El Bergsonismo, Cátedra, España, 1987, pp. 35-49.
[5] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Pre-textos, España, 2010, p. 249.
[6] Cfr. Eliade, Mircea, op. cit., p. 138.
[7] Cfr. ibid., p. 140.
[8] Ibid., p. 143.
[9] Cfr. Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, Paidós, España, 2004, pp. 339-340.
[10] Cfr. Foucault, Michel, El coraje de la verdad. El gobierno de sí y los otros II. Curso en el Còllege de France (1983-1984), Fondo de Cultura Económica, Argentina, 2010, p. 276-277. Ciertamente, Diógenes Laercio —importante referencia en el estudio de Foucault sobre los cínicos— cuenta que, tras comerse el pulpo, el filósofo sufrió un cólico y murió. En otra versión se narra que, al intentar repartir el pulpo entre los perros, uno de ellos le mordió un tendón. Cfr. Laercio, Diógenes, Vidas de los filósofos ilustres, Alianza, España, 2007, Libro IV, 77, p. 314.
[11] Cfr. Laercio, Diógenes, op. cit., 22-23, pp. 289-290; y Les Cyniques grecs. Lettres de Diogène et Cratès, Actes Sud, France, 1998, p. 45, cit. por Foucault, Michel, op. cit., p. 278-279.
[12] Foucault, Michel, op. cit., p. 279.
[13] Cfr. Ibid., p. 329.
[14] Cfr. Magno, Gregorio, Vida de san Benito y otras historias de santos y demonios, Trotta, España, 2010, cit. por Foucault, Michel, op. cit., p. 329.
[15] Cfr. Ibid., p. 329-330.
[16] Ibid., p. 330.
[17] Cfr. Epicteto, Disertaciones por Arriano, Gredos, España, 1993, Libro III, 100-103, p. 335.
[18] Laercio, Diogenes, op. cit., Libro IV, 23, p. 290.
[19] Ibid., Libro IV, 60, p. 306.
[20] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, Mil…, op. cit., p. 244.
[21] Cfr. Ibid., p. 246.
[22] Cfr. Stoker, Bram, Drácula, CONACULTA, México, 2012, p.49.
[23] Ibid., p. 391.
[24] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, Mil…, op. cit., p. 247-248.
[25] Stoker, Bram, op. cit., p. 382.
[26] Vampiria. Veinticuatro historias de revinientes en cuerpo, excomulgados, upires, brucolacos y otros chupadores de sangre. Selección introducción y notas de Ricardo Ibarlucía y Valeria Castelló-Joubert, Adriana Hidalgo editora, Argentina, 2003, p. 488.
[27] Cfr. Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, Mil…, op. cit., p. 253.
[28] Ibid., p. 254.
[29] Cfr. Stoker, Bram, op. cit., p. 179.
[30] Vampiria…, op. cit., p. 488.
[31] Negri, Antonio y Hardt, Michael, Multitud. Guerra y democracia en la era del imperio, Debate, España, 2004, p. 229.
[32] Vampiria…, op. cit., p. 488.
[33] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, Mil…, op. cit., p. 382.
[34] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, ¿Qué es la filosofía?, Anagrama, España, 1997, p. 57.
[35] Ibid., p. 46.
[36] Ibid., p. 167.
[37] Ibid., p. 170.
[38] Ibid., p. 187.
[39] Ibid., p. 200.
[40] Ibid., p. 201.
[41] Vampiria…, op. cit., p. 567.
[42] Ibid., pp. 531-532.

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