El erotismo disciplinario desemboca
en la pornografía pangenital en la que
el cuerpo orgánico está suplantado por
los órganos sin cuerpo.
Pascal Bruckner
Ocurre a menudo que al hablar de pornografía sobrevenga la vergüenza, acaso la indignación, el asco, o bien la curiosidad. Las ambigüedades en cuanto a cómo se percibe o asume lo pornográfico viene a ser sólo una de las tantas notas que distingue a este fenómeno que, en opinión de Naief Yehya, figura como el género fuera de los géneros. D. H. Lawrence, de hecho, al analizar el problema entre pornografía y obscenidad, no muy lejos de esto escribió: “Lo que es pornografía para un hombre puede ser la carcajada del genio para otro.”[1]
Esta problemática que tenemos aquí presente, diametralmente esbozada, debe su polémica en gran parte al tema de la sexualidad: espacio tabú, pero terreno nato de la pornografía. Por ello mismo, advierten los especialistas del tema, que hablar del porno, convoca, a considerar el sexo en su historia, con el fin de comprender cómo se ha truncado y concebido su sentido. ¿Qué quiere decir esto?, lo que quiere decir es que la pornografía no siempre se concibió como un fetiche, y además condenatorio moralmente, al contrario, en algún momento la pornografía se vería involucrada de un carácter crítico y pedagógico.
Sin embargo, después de mucho escarceo, entra en escena, por un lado, el puritanismo subsumido al desarrollo de las nuevas tecnologías disciplinarias, como diría Foucault, pero también, el capitalismo. Dos instancias que, a decir verdad, transformaría a la pornografía, de ser, por ejemplo, una obra compleja, crítica, y estética, a ser un objeto vacío: digamos, una mercancía más entre todas las mercancías; eliminando así toda su narrativa estridente que algún día proyectó. Como sea, la pregunta está ahí, así que ahondemos en un poco en ella: ¿qué es la pornografía?
Pornografía: el lapsus exploratorio
Para nadie puede ser un secreto que la censura, desde siempre, es el medio a través del cual se ponen cadenas a los hombres y sus obras. Un caso bastante sonado fue el Oscar Wilde, quien, en siglo XIX, en plena época victoriana, sufriría en carne propia el yugo de las férreas leyes londinenses, que lo demandarían por —se dijo— haber hecho explicita su inclinación homosexual en la famosa novela El retrato de Dorian Grey.
Una acusación, que vale señalar, fue tardía, porque llegaría hasta cinco años después de publicarse la obra, para discutirse en el pleno de un jurado en Londres. Cinco años, que le permitieron a Oscar Wilde escribir algunos párrafos en su defensa. Por ello, en el prólogo, el escritor argumentaría que el arte no puede contemplarse si se ve invadido de prejuicios morales; es decir, para Wilde, arte y moral se tienen que diferenciar y apreciar, puntualmente, en senderos opuestos, por esa razón anota: “no hay libros morales o inmorales. Los libros están bien o mal escritos: eso es todo”. En todo caso, la perorata no le daría la razón al escritor, porque, a causa de otros cargos que le fueron imputados, Oscar Wilde sería penalizado con el presidio. Un asunto penoso, y excesivo, que inspiraría su poema, La balada de la Cárcel de Reading.
La época victoriana, por tanto, marca un antes y un después en la historia de pornografía. Las investigaciones que se han llevado a cabo especifican que a partir del siglo XIX, la censura hacia la pornografía se recrudece, aunque también, contradictoriamente, el mismo conservadurismo pujante, apoyado por la naciente industria (como se dijo ya), le daría a la pornografía, al fin de cuentas, las herramientas necesarias para su futura y masiva comercialización; sobre esto, recuerda Naief Yehya:
La rígida y sobria sociedad victoriana de la Inglaterra del siglo XIX infectó al resto del mundo con el credo utilitario de la Revolución industrial, con su desprecio por lo superfluo y su negación del placer, pero a la vez fue el caldo de cultivo para que la prostitución y la pornografía se desarrollaran a niveles sin precedentes.[2]
Por este motivo, hoy existe cierto consentimiento (todavía polémico) en que Occidente conserva el derecho de autoría de la pornografía, pero aclaremos esto, no porque en otros lugares del mundo no existieran obras con carácter sexual (pensemos en la India o China) explicito, sino porque sólo en Occidente el material pornográfico se convirtió en una mercancía que desde un inicio tuvo una gran atracción. Ahora bien, ante este atolladero, preguntemos de nuevo: ¿qué es la pornografía?
Adentrándonos en la etimología, pornografía es un término de origen griego cuya morfología se compone de dos semánticas, por un lado pornos, que significa prostituta, y por el otro grafos, que alude a la escritura, o en su defecto, al dibujo. Esto en consecuencia nos dice que por pornografía se entiende, originalmente, todo aquello que se escribe o plasma gráficamente en torno de la vida de las prostitutas.
En efecto, aquel viejo oficio configuraría por bastante tiempo el centro de la pornografía, ya fuese a través de crónicas, tratados, dibujos, etc. Las investigaciones ahora, permiten también rastrear cómo es que la pornografía así entendida se experimentó en la antigüedad clásica, y en consecuencia, apreciar por otro lado cómo es que fue recibida socialmente la prostitución. ¿Qué es lo que sucede aquí? En principio nos vamos a encontrar con diversos testimonios, uno de los cuales se le atribuye a Demóstenes por su magnífico discurso de Contra Nerea que data del año 334 a.c. Él nos presenta algo notable, ya que no condena la prostitución, por el contrario, lo que argumenta es: “Tenemos cortesanas para el placer, las concubinas para proporcionarnos cuidados diarios y las esposas para que nos den hijos”. El breve fragmento antes citado, pese a que hoy puede causar cierto escándalo, tuvo una razón de ser. Y esto es que la prostitución no fue mal vista en su tiempo, ya que era bastante común el uso de aquellos servicios sin que fuera menester esconderlo.
La comunidad lo toleraba sin mayor problema. Justo por eso no es incidental, en efecto, que dada la fecundidad del trabajo de la prostitución, ésta fuera objeto de incontables conversaciones, muchas de ellas eruditas, de boca de los más versados e importantes ciudadanos.
¿Qué es lo que tenemos en esta primera línea?, lo que tenemos es que la pornografía no sólo especificó, digámoslo de este modo, una intencionalidad lasciva per se, sino que también implicó la reflexión, el diálogo pausado y racional, tal como lo muestran algunas otras obras de los maestros de la época. Aquí es donde recurrimos al valioso trabajo del historiador Montgomery Hyde, quien, en su Historia de la pornografía, se dio a la tarea, minuciosamente, de recopilar una buena cantidad de documentos, los cuales, de manera puntual, nos permiten apreciar la noción, o la concepción del sentido original del término pornografía: veamos el siguiente fragmento:
Tú, mi profesor de sabiduría, te demoras en las tabernas, no con amigos varones sino con rameras y mantienes siempre a tu alrededor unas cuantas busconas, y siempre tienes esos atrayentes libros que han escrito Aristófanes, Apolodoro, Ammonio y Antifanes: y también Gorgias de Atenas: todos estos hombres han escrito tratados sobre las prostitutas de Atenas.
¡Ah, qué hermosa es tu erudición!… Tú, maestro de lujuria, en nada te diferencias de Amasis de Elis, quien, como nos dice Teofastro en su ensayo Del amor, era un experto en asuntos del corazón. Y no sería error llamarte pornógrafo como los pintores Aristides (de Tebas) y Pausias (de Sición) y otra vez Nicofanes. Todos estos son mencionados como buenos pintores de estos temas por Polemon.
Y muchos dramas, oh, desvergonzados, llevan los nombres de prostitutas: Thalatta de Diocles, Corianno de Ferecrates, Anteia de Eunicus o Filillus, Thais y Fanion de Menandro, Opra de Alexis, Clepsidra de Ebulo. Y diremos que esta última ramera ganó su nombre (que significa reloj de agua) por medir su favores con un reloj, interrumpiéndose al quedar éste vacío.[3]
Lo anterior, repitamos, nos presenta aquella atmósfera, amigable, de diálogo, en la cual la pornografía ocupó un lugar notable, sin mayor prejuicio. Apreciemos que en la cita que transcribimos de ninguna manera existe una censura o repudio; por el contrario, el pornógrafo tal cual, se consideró un profesor de sabiduría, un erudito, un guía para los poco experimentados. Por ello, no sería raro que algunos escritores, así como pintores, poetas y filósofos, y como aclara Naief Yeyha, también médicos hayan sido considerados grandes pornógrafos en virtud del conocimiento que sobre las prostitutas y las artes amatorias poseían.
Esto nos recuerda un tanto aquellos fragmentos que Michel Foucault analizaría en su Historia de la sexualidad, concretamente sobre el concepto de afrodisia (de Afrodita, diosa del amor y la belleza, de donde surge el término afrodisiaco), cuyo significado aludía, refiere el filósofo francés, al conocimiento de las proezas sexuales pero con una clara intención regulativa, ello para mantener el cuidado físico, limitando siempre los excesos.
En Grecia, empero, la censura moral se podría decir que fue tenue, por ello es que la pornografía gozaría de buena salud entre sus ciudadanos. Lo mismo, como se puede inferir, sucedió, tiempo después, en Roma, donde se recogen muchas de las prácticas griegas aunque con otro sello. En la Roma imperial, o republicana, la pornografía y la prostitución son tan normales, como tomar vino. Su conjunción explosiva, estuvo reservada, como sabemos, al culto a Baco, donde la bebida y la orgía redimían al hombre de su penosa mortandad.
La pornografía, por lo tanto, brilló a causa de ser un estupendo motivo de enseñanza para los jóvenes, encaminado a los placeres del cuerpo, pero también a la paciente reflexión. Lo que justo se puede constatar entre las páginas del Diálogo de cortesanas, de Luciano de Samosata, escrito en el 189 d. c. O también, dando un mirada a los famosos murales de Pompeya, los cuales, tras su resistencia al paso del tiempo, después de haber sido sepultados por la ceniza del Vesubio, permiten ahora dar cuenta de sus tradiciones, su técnica mural, y naturalmente muchas de sus prácticas sexuales, en donde destacan por supuesto las orgías: frescos decorativos y pedagógicos. Los murales de Pompeya, en ese sentido llegan a recordarnos las hermosas esculturas talladas en piedra de templo hindú Khajuraho, que tuvieron el mismo fin.
Pese a todo, pese a la belleza de aquellas representaciones y expresiones pornográficas que podemos enlistar por decenas, esto se va a desdibujar una vez que llegamos a la entrada del cristianismo. La razón es que, justo a partir de la concepción teológica que los cristianos trazaran sobre el cuerpo, éste, lejos de ser motivo de regocijo y placer, pasa a ser objeto de pecado. Adán y Eva en la narración bíblica lo expresan al experimentar el pudor por su desnudez, como resultado de comer del fruto del árbol de la sabiduría. A partir de entonces, la pornografía (y todo lo relacionado a la sexualidad) se convertiría, en corto tiempo, en una obsesión y fuente de incontables prejuicios por su elemento inmanente: la corporalidad. De ahí que para san Pablo, la castidad sea lo preferible para el buen cristiano, y para san Jerónimo, el sexo únicamente podría tolerado dentro del matrimonio.
Visto así, se comprende que a partir del siglo VI d. c., las obras que detallaran un contenido sexual, ya fuera o no con alusión a las prostitutas, serían prohibidas e injuriadas por sugerir ardientes deseos. Sin embargo, para evadir aquello, empezaron a circular las obras en los bajos fondos de la mercadería, a un alto costo, dada la censura persecutoria. De cualquier manera, la turbulencia de la propia prohibición moral llevada a cabo por influencia del cristianismo, no eliminó el ahínco ni la necesidad de elaborar obras que dibujaran y exploraran, a veces burlonamente, la sexualidad humana. Al contrario.
Hacia el siglo XIV, todavía en los albores de la Edad Media, surge en el panorama histórico un escrito fundamental: el Decameron, escrito por Giovani Boccaccio. El Decameron, para los eruditos, destaca como uno de los textos pilares de la literatura occidental. Inspirado, como se sabe, claramente en obras de Oriente, concretamente de Las mil y una noches, pero digámoslo así, con un sentido contextual, situado, Bocaccio construyó todo un conjunto de cuentos bastante sugerentes tanto por el estilo de su prosa (escrito en italiano), como por su contenido: en gran medida el sexo, el cuerpo y la bebida, visto en picaros actos de los que hacen gala sus variados personajes.
Pero, como era de esperarse, pese al arte y excelsitud de la escritura de Bocaccio, su Decameron de inmediato sería tachado de obsceno (ya que inspiraba a la lujuria), y luego, de reaccionario, a causa de la burla que el autor hiciera del clero. Como sea, Boccacio lograría traspasar su tiempo, e influir de manera patente en el Renacimiento, gracias a su talante humanista, su crítica mordaz, y por supuesto, al interés que hubo de su texto en muchos y variados lectores, especialmente en uno: Pietro Aretino.
Pietro Aretino, en efecto, no nace en cuna de nobles, pero fue amigo de los poderosos, y le sacó provecho, como por ejemplo, del papa Clemente VII, y varios de los miembros de la familia Médicis, que le dieron su protección. Un gran talento acompaño a este personaje que ha sido reconocido como el primer gran pornógrafo de los nuevos tiempos, los tiempos renacentistas; con Aretino, la pornografía se convierte en objeto mercantil, ya sin tapujos. Su gran audacia estilística, su prosa diáfana e insurrecta, le haría además de ganar un gran público, acumular una importante fortuna en vida, gracias a su escritura, entre las que destacan, sus Sonetos lujuriosos, acompañados por una veintena de placas ilustradas por Giulio Romano, al más puro estilo del Kama Sutra.
Según testimonios, la obra de Aretino era a tal grado efectiva, que muchas mujeres la tomaban incluso como una herramienta (un ayuda) a la hora de iniciar el ritual de las caricias. El siglo XVI, pues, marcaría todo un espacio quizá fundacional en cuanto a la pornografía, ya con un contenido (como se dijo antes) no sólo direccionado a las prostitutas, sino diverso. El hombre se vuelve nuevamente centro. No por nada, durante el siglo XVI, los burdeles de nueva cuenta ganan terreno, todos abren sus puertas e incluso la Iglesia los tolera sin mayor problema. Sobre esto, Béatrice Bantman, comenta:
Con el Renacimiento, los placeres carnales, por primera vez desde el Imperio romano, vuelven a aparecer con fuerza en la sociedad refinada. (…) se habla de sexo en la mesa para quedar bien, se hacen sonetos galantes, se pinta el amor y los cuerpos desnudos llenan de nuevo los óleos y los frescos.[4]
De cualquier modo, los albores de la modernidad presagiaron otros rumbos más radicales, o quizá más contestarios, es entonces que la pornografía, en efecto, concertada por otras personalidades, encarnaría en un momento dado la crítica política, y a la vez la ofensiva a las buenas conciencias moralistas y religiosas. Y quién más, sino el Marqués de Sade, el gran arquitecto y filósofo del mal, de la ofensa, de la burla y el libertinaje, un racionalista de la Ilustración, para narrar y exponer el acto sexual, la violencia, y conjuntar a la vez el semen y la sangre, como diría Octavio Paz, para oficializarlos en aras de la Revolución.
De la pornografía erótica a la pornografía de masas: la mercancía Kitsch
El siglo XVIII inaugura la época de la razón, que apadrina los cambios políticos y económicos que darían el sello al ropaje del mundo moderno. En esta carrera por el progreso, donde la ciencia se vuelve núcleo, la pornografía en su avanzada tenderá a perder su peso subversivo para asentarse, poco a poco, en una mercancía sin más.
Por supuesto, el paso de un modelo de pornografía, que podemos llamar erótica, a la pornografía como mercancía descontextualizada, a-crítica y Kitsch, no se dio de la noche a la mañana. Hubo de transitar un buen tiempo para llegar a ello. Por motivos de espacio, no podemos aquí trazar el repaso histórico pertinente ni las muchas obras que se pueden citar. Sin embargo, hemos de decir que es aquí donde se dan las más de las confusiones y controversias. Si como hemos visto, la pornografía, en su sentido original partió por la narración de la vida de las prostitutas, para después pluralizarse su contenido, ello también aclara, según anotamos, que la pornografía por igual estuvo íntimamente ligada al factor que hoy calificamos como erótico, que implica cierto contexto, o mejor aún, un “prefacio” del acto sexual. Y no sólo o únicamente, como sucede al día de hoy, la exposición directa de la genitalidad. Esto, efectivamente, da pauta para otro tránsito, el que va de la pornografía artesanal o artística, a la pornografía auspiciada por la máquina y su reproductibilidad técnica, retomando un concepto audaz de Walter Benjamin.
Estamos así, bajo el imperio de la imagen. Si en el siglo XVIII, Sade fue uno de los grandes pornógrafos, y críticos de su tiempo, hoy en día la subversión queda descartada del discurso porno. El hecho de que, a través de la fotografía o la pantalla, se nos presente un cuerpo desnudo, exponiendo sus genitales, al zoom de la toma, tal cosa no pretende de ningún modo invertir la moral imperante, sino vender un producto entre otros más. La mercancía de la imagen, gracias al regocijo de la técnica, radicalizada a su vez en la llamada pornografía cyborg, faculta naturalmente el objetivo: la atracción del cliente. La proyección de la pornografía contemporánea, si se compara con la antigua, manifiesta la nula disidencia discursiva. Lo que no sucedería tras el embate de la Revolución francesa (sólo por decir uno), donde la pornografía erótica todavía acompasa y rompe el canon de la moral establecida.
Hoy, por el contrario, la simple representación de la genitalidad, se concentra en lo inmediato, muchas veces con mal gusto. Ahí, lo femenino se presenta, ante todo, como una parca actuación de quejidos, siempre dispuestos, aludiendo a la imagen de la ninfómana ideal, sólo para un lapso fugaz del acto masturbatorio. Imágenes sumadas, cortos embotados.
Así, las primeras películas pornográficas que se rodaron en la nueva era del siglo XX, se hicieron en formatos de ocho y súper ocho, 16 y 32 milímetros; y todos ellos datan de inicios del siglo pasado, pero, al detalle que aún conservan algo de la vieja tradición del porno erótico. Sin embargo, la carrera acelerada del capitalismo, y por ende, el perfeccionamiento de la técnica fílmica, le tenía augurado a la pornografía su mutación al cliché, y al glamour de doble fondo moral. Entre los años 70 y 80, del siglo anterior, finalmente se daría el boom de la industria del porno, y pasaría a clasificarse éste con una X, el cual significa “explícito”. Tiempo después, la X se superlativa y convierte en XXX, XXXX, o XXXXX, según el gusto del espectador. Esto quiere decir que las emociones se acartonan, y se exige más. Las X se suman, en efecto, en la vorágine del consumismo. La meca del cine porno, desde prácticamente sus inicios, sigue siendo Estados Unidos, donde se hallan las principales compañías, mismas que logran filmar una gran cantidad de películas por año, siempre con actrices y actores desechables.
Actualmente, en el mundo de la pornografía, gracias a la masificación de títulos, también los llamados géneros del porno se han multiplicado, desde el tradicional mainstrream, pasando por la pornografía hardcore, el amateur, hasta llegar al mítico snuff, el underground por antonomasia; género desde el cual se hacen gala las más radicales y terribles escenas, como por ejemplo, las violaciones y los asesinatos. El elemento nodal de una mercancía demasiado cotizada, es ése. Y todo, a razón de satisfacer el “goce” del espectador, que siempre exige la novedad fuera de los límites, si es que los hay. Vemos entonces cómo es que el espectáculo, dentro de la máquina capitalista, embaucado alrededor de la imagen replicada técnicamente sobre el terreno de lo fugaz, se impuso a la pornografía erótica, que por lo regular tuvo un tinte crítico, pedagógico, por momentos disidente, y muchas veces estético.
Para quienes son consumidores, la pornografía a fin de cuentas figura como un medio, una herramienta que aglutina y da salida a los deseos, las fantasías, fetiches, o perversiones en simples ráfagas: es la brevedad del vouyerismo. Sentidos múltiples: condena, censura, obscenidad, delito, palabras todas que sin embargo no terminan hoy por cercar definitivamente a la pornografía. El debate a fin de cuentas seguirá, y sólo el tiempo revelará, además de todo, qué cambios y adaptaciones tomará, camaleónicamente, el porno en el mundo acelerado, más virtual, cada vez más lejano. No obstante, difícil es que se puede estar en espera de que el porno, de un giro radical a aquella estética de lo obsceno,[5] en la cual tanto énfasis pusiera Guido Almansi, haciendo alusión por supuesto a los viejos maestros de la pornografía, que, sin duda, causaban mucho más agrado.
Bibliografía
- Lawrence, D. H., Pornografía y obscenidad, Argonauta, Buenos Aires, 2001
- Yehya, Naief, Pornografía: obsesión sexual y tecnológica, ed. Tusquets, México, 2004
- Montgomery Hyde, Harford, Historia de la pornografía, ed. La Pléyade, Buenos Aires, 1969
- Bantman, Béatrice, Breve historia del sexo, ed. Paidós, Barcelona, 1998
- Almansi , Guido, La estética de lo obsceno, ed. Akal, Madrid, 1977.
Notas
[1] D. H. Lawrence, Pornografía y obscenidad, ed. Argonauta, Buenos Aires, 2001, p. 41.
[2] Naief Yehya, Pornografía: obsesión sexual y tecnológica, ed. Tusquets, México, 2004, p. 62.
[3] H. Montgomery Hyde, Historia de la pornografía, ed. La Pleyade, Buenos Aires, 1969, p. 47.
[4] Béatrice Bantman, Breve historia del sexo, ed. Paidós, Barcelona, 1998, p. 49.
[5] Cfr. Guido Almansi, La estética de lo obsceno, ed. Akal, Madrid, 1977.
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