-Córrele que ahí vienen los legales, ándale, escóndete ‘ónde puedas-. Ramiro estaba asustado, no podía mantener la mirada en una sola dirección debido a la temblorina. José Ayari, por su parte sólo miraba la punta del cerro sentado en los escalones que dan a la puerta de la iglesia. Tranquilo, sin miedo, sin temblar.
-¿No me estás oyendo, cabrón? ¡Ahí vienen esos carajos nomás a robarnos el oro de la casa del señor! Mejor vente conmigo y que’l padre se las arregle como pueda. Nosotros no tenemos por qué estar aquí ¿pa’ que nos maten? Bueno, que conste que te dije que te iba a cargar la calaca-. Ramiro, tan nervioso como estaba sólo pudo concentrarse en un paso tras otro para poder huir del lugar.
José no se movía, no decía nada, no tenía nada qué decir. Ahí seguía, sentado y con hambre mientras Ramiro quién sabe dónde andaría ya. José, se levantó tranquilamente sin quitar el ojo de la punta del cerro que estaba enfrente de él, se sacudió su calzón de manta, se puso su sombrero de paja y echó a caminar hacia un tronco cortado que le servía de silla cuando había danzas frente a la iglesia. Ese tronco estaba escondido entre los árboles de casi trescientos años. Eran tan viejos que decían que habían sido plantados por los primeros españoles, sobre las tumbas de los soldados que habían muerto en la guerra contra los indios. Para José, sentarse en ese tronco cortado era como sentarse en un español que no descansaba en paz. Era su forma de burlarse del pasado.
Así pues, con unos piquetillos en la panza que le anunciaban que era hora de comer y con los labios secos y partidos por la sed que tenía de un trago de sotol, se fue quedando dormido ahí sentado donde estaba. Posible es que haya soñado que apuñalaba a Pedro Jiménez o que lo estrangulaba hasta ponerle la cara morada. Tal vez haya soñado que comía harta tortilla y se revolcaba en charcos de sotol. Quizá no haya soñado nada y esa dormitada sólo haya sido un pestañeo.
Un griterío y una cascada de risas lo despertaron de su sueño y sin hacer ruido se fue un poco más para adentro del bosque, pero nomás lo suficiente para poder ver todo lo que hacían estos legales que no se distinguían mucho de los ilegales. José se había olvidado del hambre, de la sed y de ese odio contra los españoles que quién sabe de dónde lo había agarrado.
Los legales gritaban pero no se lograba entender nada de lo que decían, se carcajeaban pero no se les veía que estuvieran felices. José, miraba. Soñaba.
El padre de la humilde iglesia blanca, amarillenta por el sol, salió a patadas y con las ropas ya manchadas con la sangre que brotaba de varias partes de su cuerpo. Gritaba y le pedía al señor perdón por aquellos hombres que lo golpeaban. Con la voz ronca, el cuerpo doblado por el dolor y con la piel teñida casi en totalidad del color de las sandías maduras, el padre apena podía mantenerse consciente.
Los hombres del gobierno, sucios, en ropas tan distintas y viejas pero que querían semejar un uniforme, agarraron al padre y lo amarraron a la cruz de madera que sacaron del interior de la iglesia. Fue un alivio porque con tanto golpe ya no se podía ni mantener de pie.
Luego, los legales sacaron todo lo que era de oro y plata o cualquier cosa que pudiera sacársele provecho, y todo lo demás que sólo tenía valor espiritual se echó en una hoguera con excepción de las pinturas y las figuras de los santos.
El padre miraba todo esto arder y lo de oro y plata entrar en grandes costales. No había ya rastros de esperanza, nadie saldría de casa para arriesgarse por unas cuantas pinturas y algunas figurillas viejas y sin color. Incluso él pensaba que a lo mejor no tenía sentido intentar hacer algo, a fin de cuentas estaba solo con Dios.
Una vez que echaron todo a los costales y luego de quemar lo demás, formaron las estatuas contra la pared, listas para ser fusiladas. El padre no entendía lo que estaba sucediendo pero le dolía y le causaba impotencia no poder evitar que fueran a dispararle a las pinturas y figuras, como si fueran personas.
José, desde su escondite en el bosque miraba todo mientras escuchaba el sonido de los grillos y el cacarear de las aves. La iglesia amarillenta por el sol con un toque dorado que le daba el ocaso. Frente a la iglesia estaba una pira casi extinta, una fila de pinturas y figuras balaceadas. El padre había sido dejado en la cruz amarrado. Los legales se habían ido y parecía que todo había ocurrido tan rápido, como un sueño.
En ningún instante se alteró José, quizá ni supo qué pasó. Se acercó lentamente cuando ya se había metido el sol y miró entre las cosas quemadas nomás para curiosear. Luego, fue a donde habían fusilado las imágenes y descubrió que algo brillaba a la luz de la luna dentro de dos de las figurillas de santos. José, temiendo un poco por nunca haberse acercado tanto a una de estas santas imágenes, logró tirar por completo por las escaleras ambas figuras para que terminaran de romperse y poder extraer una buena cantidad de monedas de plata que estaban ocultas y que los legales no lograron descubrir.
El padre, que estaba ya por morir logró mirar la escena y vociferó unas cuantas palabras que hicieron que José se acercara. Este último, mirando al viejo, sintió lástima por él y le puso una moneda en la oreja. José le sonrió y besó su frente y, sin más, se alejó con el tesoro por entre los árboles por donde en la tarde había escapado Ramiro.
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