La música empieza donde se acaba el lenguaje…
E.T.A. Hoffmann
El lógos también se canta. Hecho música, está presente en el ser humano porque expresa el ritmo de la vida y de la comunicación simbólica, a la vez que nos conmueve con la fuerza evocadora del sentimiento y la sensibilidad creadora. La música y su “contenido discursivo” bosquejan la imagen de una constitución del mundo. La sociedad no es meramente reproducida, sino reconocida e, incluso, criticada por la música. Las obras de arte son respuestas a la constelación social, circunscritas por las necesidades históricas, para tratar de resolver los enigmas que el mundo plantea a la humanidad. Por lo tanto, podemos observar —junto con Adorno, la tendencia de toda la historia de la música, estrechamente ligada a la filosofía.[1] Ningún artista puede superar por sí sólo la contradicción entre “arte desencadenado” y “sociedad encadenada”: todo lo que puede hacer es contradecir con el “arte desencadenado” la “sociedad encadenada”.[2]
Adorno ha analizado la manera privilegiada de expresión inconsciente de las emociones musicales, individuales y sociales, sobre las demás artes, por la ausencia de la apariencia.[3] La ausencia de la apariencia en la música nos otorga un conocimiento que imbrica la forma y el contenido artístico, para registrar la historia de la humanidad en la que surge el diagnóstico de Adorno sobre la moderna «música objetiva» que rompe con el protocolo de expresión subjetiva y nos muestra la rigidez de la actual sociedad industrial. La coerción a hacer temáticos los ritmos y rellenarlos cada vez con diferentes configuraciones seriales, construyen formas impuestas por la técnica. La reproducción en masa y la aceptación de esquemas industriales, sobre todo en la producción y difusión, tallados por los elegantes procedimientos de los agentes comerciales, fabrican, mediante métodos de psicotecnia y propaganda, obras de arte trastornadas y alienadas.
La «música mecánica» que nos describe Adorno[4] está caracterizada por la alienación inherente a la técnica, a la forma y al contenido mismo de la obra. Este tipo de obras han sucumbido al principio destructor de la relación crítica con la expresión, común a toda obra responsable, que sólo acepta la coerción de la imaginación. La repetición de las formas melódicas y de los modelos rítmicos temáticos está presente en las piezas estandarizadas y degradadas por el mercado de la industria cultural y por la consecuente manipulación del lenguaje musical. El comportamiento del arte que tapa la alienación en lugar de afrontarla, duplica el esquema artificial que Nietzsche criticaba a Wagner,[5] porque detestaba la «técnica motívica», que quiere inculcar los pensamientos en los caracteres destinados a la cultura de masas industrial.
En efecto, la letra de las canciones se ha convertido en un vehículo idóneo para transmitir y reproducir actitudes y comportamientos que se articulan significativamente gracias a su particular potencial evocativo emocional, y se asocian, multitudinariamente mediante preceptos normativos que confirman la elaboración histórica de espacios vitales de participación social, conformados por prácticas que portan y aportan sentido y significado. Nuestro modo de ser, de pensar y de conducirnos está orientado inconscientemente por un horizonte de significatividad que dota de sentido a los elementos que estructuran el mundo. Las pasiones arman una red o estructura de valores jerarquizada que conforma el mundo axiológico, y expresa la postura ética en relación a un autoconcepto, que recoge la fuerza expansiva de la intencionalidad creativa. Las pasiones dependen del carácter individual y cultural y las acciones revelan la voluntad más íntima, ofreciéndonos un autoconocimiento sobre las condiciones de nuestro carácter. Así, la importancia del carácter para la vida social es reconocida por una voluntad autoconciente del flujo y reflujo de sus deseos.
La dimensión social del arte y la dimensión artística de lo social modelan el comportamiento humano, actualizando conocimientos, valores, actitudes y creencias que convergen para generar un ámbito de “identidad común” construida y manifestada a través del ethos cultural. El espíritu del arte se impone por encima de los artistas y de las obras individuales. El arte no es sólo expresión de un individuo, sino del «ethos» de una época. El sentimiento de un pueblo y la forma de situarse conforme a valores y creencias, reflejan las esferas sociales mediante un proceso dialéctico entre lo concreto y lo abstracto, permitiendo el reconocimiento de la pertenencia a un ethos cultural, envuelto en el juego de las relaciones de poder.
La música es creada por el ethos cultural, y éste, a su vez, es alimentado por ella. Las canciones han sido consideradas como un recurso activo de comunicación, que muestra las fibras más internas de una sociedad. La composición musical es una expresión personal que refleja los intereses de una cultura, y condensa en un “discurso armónico”, una “psicología colectiva”, que es influida por los canales de comunicación de masas. Las profundas transformaciones en el campo estético y político están, por lo tanto, conectadas con el gran movimiento de masas.
La capacidad de manipulación y persuasión de los procesos de transmisión y “dominación ideológica” de la industria cultural, disuelve la conciencia crítica colectiva mediante una “estrategia sin estrategas” —como diría Foucault— que penetra en la conciencia y sujeta a la subjetividad, a través de la construcción social de las identidades, mediante una experiencia discursiva, anudada en el “imaginario colectivo” en torno a la figura del “artista” de la industria cultural.
Incluso la contracultura se convirtió en uno de los principales intereses de las industrias discográficas, convirtiéndola en una pieza más del engranaje social. El ataque de la contracultura es asimilado por el sistema, y aprovechado como baluarte del consumismo. El caso del “arte pop”, analizado por Umberto Eco,[6] nos muestra que este tipo de arte surge como una crítica irónica de una civilización fetichista, invadida por objetos de consumo, y durante su desarrollo va presentando una aceptación de la sociedad de consumo que criticaba.
Al reconciliar el arte de vanguardia con las masas, el pop surgió como un juego sofisticado de la cultura de masas, introduciendo elementos populares en el ámbito elitista del arte. En el pop la música se convierte en una religión en la que los músicos reviven la función mágica de ser los portadores de las experiencias rituales de la comunidad y, por tanto, la industria cultural la atrapa para “estetizar la política”.[7]
Pronto los jóvenes se convirtieron en unidades comerciales de consumo independientes, con gustos y necesidades diferentes. Las convenciones artísticas seguían proviniendo de la clase dominante y las imágenes de la cultura pop no eran tan populares como podía parecer, ya que no respondían a los intereses de la mayoría plasmados en el ethos cultual. Lo que sí surgió fue una iconología que catalizaba la contracultura en un enfrentamiento entre las visiones políticas y los modelos artísticos para mantenerlos vigilados y controlarlos a través de los diversos procedimientos de la industria cultural.
Entonces, tras detectar el trastorno en la relación orgánica y dialéctica entre la música y el ethos cultural, a partir de la emergencia de la industria cultural me gustaría unirme al llamado de Benjamin para depositar nuestra confianza en la espontaneidad del carácter revolucionario de la producción artística[8]. La «estetización de la política» al traducir o trasponer del discurso político al lenguaje artístico resulta contraproducente e incluso reaccionario, porque los artistas son productores de oportunidades públicas de experiencia estética, aunque su campo de posibilidades sea moldeado sistemáticamente por el funcionamiento omniabarcante de la industria cultural.
Benjamin nos ha enseñado que el arte plasma la “honradez de su tiempo” y representa el entusiasmo estético y el “amor por lo lejano”. “El público está a la espera de sí mismo y en el diletante percibe el noble esfuerzo de la ‘voluntad de arte’, que se entrega a la tendencia inmanente de realizar el espíritu de su comunidad. Las cuestiones est-ético-culturales, involucradas en la difusión de valores espirituales, han transformado “¡L’ art pour l’ art!, en ¡L’ art pour nous!” La dignidad metafísica de nuestra actividad social se intensifica en el arte, otorgándole voz a nuestros sentimientos. Sin embargo, “los sentimientos —nos recuerda Benjamin—, por muy subjetivos que sean, no carecen de razón histórica”[9]. Una obra artística no está aislada, sino que está inserta en relaciones sociales, condicionadas por las relaciones de producción. Benjamin nos invita a cuestionar no sólo la actitud que sostiene una obra con respecto a las relaciones sociales de producción de la época, si es reaccionaria o revolucionaria, sino también la posición que ocupa dentro de esas relaciones. La función que tiene la obra revolucionaria dentro de las relaciones de producción es superar las antinomias que de otro modo son insolubles.
La energía que se desprende de la fuerza vital, ligada a una determinada concepción del mundo, nos muestra que el arte está vinculado a la ética porque nos muestra las contradicciones sociales y posibilita la transformación del mundo. El condicionamiento social de los medios técnicos de la actividad artística se enfrenta con la tarea de «politizar el arte» y entregar a las masas ciertos contenidos que puedan renovar, desde dentro, el mundo. El conocimiento del carácter socialmente condicionado de sus normas se convertirá en un elemento impulsor importante de las tendencias a cambiar el orden social imperante.
La lucha política ha sido integrada en el sistema de espectáculos de variedades de la gran ciudad, convirtiéndola en un artículo de consumo. El sistema de aparatos que representa la autoenajenación humana ha convertido las oportunidades revolucionarias en contrarrevolucionarias. Por lo tanto, la resistencia y la rebelión de las masas contemporáneas, frente al estado de enajenación de su subjetividad política, implica un nuevo tipo de percepción dentro del “monstruoso sistema generador de gustos y opiniones, cuya meta obsesiva es la reproducción”[10]. La posición en el proceso de producción puede encauzar la actividad artística y con ello la práctica política. La «estetización de la política» llevada a cabo por la industria cultural y su “encargo ideológico”, implica una sujeción al negocio del espectáculo, que maquilla la miseria y la barbarie ocasionadas, sirviéndose de diversos distractores mediante los cuales se “canta la omnipotencia del capital y se alaba las mieles de la sumisión”.[11]
En la época moderna no sólo el material, los procedimientos y la invención artística, sino que el concepto mismo de arte, ha reconfigurado profundamente el mundo social. La metamorfosis del «valor para el culto», del «arte aurático», en «valor para la exhibición», se debe a que el carácter epifántico, irrepetible y perenne de la singularidad de una obra de arte se ha cambiado por la repetibilidad técnica que destruye el «aura». Ya es claro que el modo en que se organiza la percepción humana está condicionado de manera histórica y, en la época actual, la demolición del aura conlleva la homogeneización del mundo, incluso de aquello que es único. La autenticidad escapa a la reproductibilidad técnica porque separa lo producido del ámbito de la tradición y lo sustituye por su aparición masiva. La función social del arte, en su conjunto, se ha trastornado al transformar su fundamento ritual en «praxis política»[12].
En efecto, la función social decisiva del arte actual es el ejercitamiento en la interacción concentrada de la humanidad estableciendo un equilibrio entre el hombre y el “sistema de aparatos”. El arte, por lo tanto, no es solamente ese ámbito especial, en donde los conflictos de la existencia individual pueden recibir un tratamiento, sino que cumple la misma función de una manera incluso más intensa a escala social. El arte y la filosofía pueden retomarse, entonces, como un remedio para tratar algunos de los problemas que nos aquejan. Conjuntamente, nos pueden otorgar una visión autocrítica que nos permita trazar objetivos de manera más consistente. El arte puede contribuir a modificar o transformar al hombre por medio de la acción propositiva de la filosofía.
La filosofía nos ofrece algunos recursos epistemológicos y éticos que nos permiten explorar y descubrir los contenidos más profundos de la psique, para percatarse de las ideas y de los hábitos adquiridos y, por lo tanto, es necesario extenderla para analizar, incluso, el “discurso musicalizado” que la industria cultural ofrece al ethos cultural. Este tratamiento ético de la psique encuentra sus ámbitos de aplicación a nivel individual y social, puesto que toma como recurso la música y palabra, ya que moldean simbólicamente la subjetividad, mediante nuestra participación activa, mostrando nuestra responsabilidad en nuestro modo de ser y de estar en el mundo.
Este diagnóstico crítico de la cultura que se adentra en las profundidades de la historia nos permite desentrañar la constitución de la subjetividad por “la trama histórica”, y poder ofrecer, así, una resistencia micro y macropolítica, que mediante «prácticas de subjetivación» logre “fortalecer al yo comunitario” para que busque fracturar las supuestas certezas que nos identifican como víctimas pasivas de un destino aparentemente inmutable, inescrutable y común.
La filosofía nos permite recuperar la experiencia estética gestada por la música y su capacidad para recobrar la «armonía» entre el individual y la sociedad, alimentando la crítica trazada en función de un proyecto ético-erótico-estético-político, que tiene como finalidad llevar al ser humano a la autotransfiguración y a desarrollar su creatividad en un arte del vivir, a través de la autopersuación activa y el ejercicio de la autonomía, la soberanía y el trabajo de sí mismo sobre sí mismo…
Bibliografía
-Adorno, Theodor, W., Filosofía de la nueva música. Trad. de Brotons Alfredo. Madrid, Akal, 2003.
– Benjamin, Walter, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Trad. de Bolívar Echeverría. México, Ítaca, 2003.
________________ La metafísica de la juventud. Trad. de L. Martínez de Velazco. Barcelona-Buenos Aires, Paidós-ICE-UAB, 1993.
________________ El autor como productor. Trad. de Bolívar Echeverría. México, Ítaca, 2004.
– Constante, Alberto y Leticia Flores Farfán, Filosofía y Psicoanálisis. México, unam-ffyl, 2006. (Col. Jornadas).
– Nicol, Eduardo, Metafísica de la expresión. 2ª. ed. México, FCE, 1974.
– Ragué, Arias, M. Los movimientos pop. Dir. Manuel Salvat. Barcelona. Biblioteca Salvat, 1973, (Grandes Temas, 41).
Notas
[1] Sólo por mencionar un ejemplo, Schönberg se contraponía al estilo “representativo” de Strauss, pero guardaba relación de sentido con las diversas direcciones formalistas del positivismo lógico, con el intento de “axiomatización” de las ciencias o con las aplicaciones del “simbolismo matemático” al estudio de las formas lógicas. Cf. E. Nicol, Metafísica de la expresión, p. 247.
[2] Cf. Th. W. Adorno, Filosofía de la nueva música, pp. 89-117.
[3] Cf. ibid., p. 43.
[4] Cf. ibid. p. 119.
[5] Vid. F. Nietzsche, Estética y teoría de las artes. Pról. Selección y notas de Agustín Izquierdo. Madrid, Técnos, 1999. (Col. Metrópolis).
[6] Cf. M. Ragué Arias, Los movimientos pop, pp. 9-19.
[7] Walter Benjamin, El autor como productor. Trad. de Bolívar Echeverría. México, Ítaca, 2004.
[8] Cf. W. Benjamin, Ibid, p.12.
[9] Cf. Walter Benjamin, Metafísica de la juventud, Trad. de L. Martínez de Velazco. Barcelona-Buenos Aires, Paidós-ICE-UAB, 1993. p.175.
[10] Cf. W. Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Trad. de Bolívar Echeverría. México, Ítaca, 2003.pp. 9-28.
[11] Ibid., p. 25.
[12] Cf. ibid., p. 51.
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