Resumen
Se nos olvida que en el siglo XVII, el de la “concepción” de la Modernidad (si, como dicen, el autor de las Meditaciones metafísicas es su padre), España no era sólo la primera potencia política de Europa, sino también su primera potencia intelectual y artística. Y se nos olvida que la Francia de entonces era, en todo caso, una suerte de “potencia emergente”, que ha servido luego de bisagra para el relevo o para la hegemonía nórdica actual. Este olvido nos borra importantes pistas tanto sobre la lectura de la obra de Descartes como sobre la comprensión de nuestro tiempo.
Palabras clave: Modernidad, hispanidad, interdisciplinariedad, frontera, voluntad.
Abstract
We have forgotten that in the 17th century, the century of the “conception” of Modernity (of which is said to be that the author of the Metaphysical Meditations is its father), Spain was not only the main political power of Europe but also its intellectual and artistic frontrunner. Furthermore, we forget that France at that time was, if anything, merely a kind of “emerging power” that has served as a conduit for its replacement or for the current Nordic hegemony. This forgetfulness conceals important clues for the reading of Descartes’ work and an understanding of our times.
Keywords: Modernity, hispanity, interdisciplinarity, border, will.
En su clásico estudio Descartes et Pascal, lecteurs de Montaigne (publicado por primera vez en Suiza en 1942, en las duras circunstancias que la fecha evoca), el cual será, en cierto modo, su testamento filosófico (pues muere en 1944 cuando su libro está por ser reeditado en Nueva York), León Brunschvicg señala que, no obstante lo notorio de la influencia del gran creador de los Ensayos en los dos más grandes pensadores de Francia –hecho que su libro estudia como por primera vez–, ésta ha pasado prácticamente desapercibida porque los lectores de Pascal y de Descartes no suelen serlo de Montaigne y viceversa:
“La mayoría de los comentaristas de Descartes —observa a propósito del autor que aquí nos interesa— han sido filósofos de profesión que no han leído más que por distracción los Ensayos de Montaigne; los de Montaigne han sido las más de las veces hombres de letras que han retrocedido ante el estudio de los Ensayos científicos de Descartes. Es por eso —concluye— que no siempre han sido puestas de relieve suficientemente las relaciones de solidaridad al mismo tiempo que de oposición que nos ha parecido que existen entre las dos obras”.[1]
Y, sin embargo, subraya Brunschvicg enseguida el diálogo que entablan esos dos autores y aún su polémica colaboración, es de la mayor importancia, pues lo que está en juego es nada menos que todo un cambio de civilización (y esto el viejo profesor de la Sorbona lo escribe, recordémoslo, en Aix-en-Provence, en la “Francia libre” a la que ha tenido que irse huyendo de la persecución nazi, pues también él era de origen judío, y en un momento entonces a su vez crucial para la historia de Europa y del mundo todo).
Y es todo un tema de reflexión lo que los intelectuales, judíos y no judíos (Stein, Ortega, Klemperer, Heidegger…), hicieron durante la guerra; un tema que atraviesa, que desgarra o rompe incluso las fronteras… Pero es otro tema. Desde unos tiempos, entonces en extremo desafiantes; desde la filosofía y no sólo desde la historia de la filosofía, esforzándose León Brunschvicg por dar lo que él puede dar, nos ayuda a todos a caer en la cuenta de una conversación que es muy importante para entender la historia de nuestra civilización, su presente crucial de entonces y de ahora y, en suma, para entendernos o para conocernos a nosotros mismos.
Cuando apremia eso a lo que Ortega le llamaba estar “a la altura de los tiempos”, se nos impone en efecto el tratar de elevarnos para alcanzar una altura de miras desde la que, por lo pronto, se advierten relaciones que, sin eso, al ras de las meras disciplinas, quedaban forzosamente ocultas para los meros “especialistas”. Sea como sea, y de vuelta a los trabajos ordinarios, digamos, de los especialistas en “estudios cartesianos”, que relaciones tan importantes como la advertida por León Brunschvicg se deberían volver unos muy bien establecidos logros o acquis. Por ejemplo, el de la cita “oculta” (para la mayoría de los lectores contemporáneos y para los meros “especialistas”) que hace de Ensayos II, XVII nada menos que en la entrada misma del Discurso del método.
“La fortuna dio a Montaigne —escribe Brunschvicg a la entrada de su propio libro— los lectores más asiduos y fervientes que un autor haya podido desear: René Descartes y Blaise Pascal. Ambos lo incorporaron a su propia substancia, impacientes empero por responderle y por poner así al abrigo de sus críticas inexorables los principios de sus convicciones”.[2]
Cruzada y todo, y no obstante el gran prestigio y la solvencia intelectual y académica del autor de ese decisivo cruce, la frontera entre las disciplinas y entre los corpus y las comunidades académicas o científicas, no dejó de existir, ni de seguir siendo la regla o lo más común. Y así, en un trabajo mucho más reciente, el más o menos popular filósofo francés contemporáneo —o el exitoso “divulgador” de la filosofía, que es otra forma de cruzar la frontera— André Comte-Sponville ha creído oportuno redescubrir y reexponer, ante la comunidad académica y filosófica de su lengua, el profundo parentesco que une a esos tres mismos autores.
Para André Comte-Sponville son Montaigne, Descartes y Pascal los más altos representantes de un “socratismo francés” que él opone, en nuestros días, en su preocupación central por el estilo y la claridad del pensamiento, así como en su esfuerzo por colocarlo siempre “a la altura del hombre”, a la tradición últimamente dominante en toda la filosofía continental: la alemana, que con pocas salvedades, no se caracteriza precisamente por la claridad, la calidad de su escritura ni su cercanía con la experiencia de los hombres “puramente hombres” que diría Descartes (AT, VI, 3).[3]
Y estas cualidades indisolublemente humanas y filosóficas de las personalísimas y universales obras de Montaigne, Descartes y Pascal —que, desde luego, algo tendrán que ver con su cristianismo y con su agustinismo— son al parecer también inseparables de la experiencia y de la dimensión “literaria” de esos pensamientos.
“En ninguna tradición filosófica, hasta donde yo sé —escribe Comte-Sponville—, la cuestión del estilo es tan importante como en esta tradición francesa que trato de evocar brevemente. Y en ninguna literatura, quizás, la filosofía ocupa un lugar tan eminente”.[4]
Trazada esa frontera, no ya tan sólo entre los corpus y las disciplinas, sino entre dos estilos “nacionales” o “culturales” (una frontera que nosotros sabemos más rica o más compleja de lo que supone el propio Comte-Sponville, pues no es tan sólo la frontera de lo “francés” frente a lo “alemán” sino, en todo caso, la de lo “latino” frente a lo “germano”, o la de una vieja y sofisticada tradición frente a una harto nueva —y eso nuestro gran germanista José Ortega y Gasset lo había notado ya),[5] queda abierta la pista para una relectura de la Modernidad: una en la que se incluya una clarificación de nuestra propia modernidad y, con ella, de la “filosofía moderna” y de las tareas pendientes de la contemporánea, que pasan por el esclarecimiento de la filiación y, sobre todo, de la significación mediterránea o latina de la gran obra de René Descartes, sin la cual ni la filosofía alemana, ni la inglesa, ni la francesa habrían sido posibles tal y como se desarrollaron.
Reinterpretada de ese modo la historia de la filosofía reciente, desde el momento mismo de su fundación —desde su arché, cabría decir—, también se impone o se abre, sobre todo, la tarea de la reinterpretación de su supuesto fracaso. La bancarrota de la filosofía de la historia que hizo de Descartes un filósofo “alemán” (Hegel y Heidegger principalmente, pero también Maritain) impone de suyo la revaloración de un Descartes latino (en el sentido filosófico que de lo “latino” hemos dado en otra parte, retomando a Rémi Brague),[6] de un Descartes que, además de paladín del método científico y filosófico —y además de discípulo, de hijo espiritual de los jesuitas y no un Lutero de la filosofía como también se ha pretendido—, es asimismo un gran poeta y un gran retórico, en el mejor sentido de la palabra.
Para el estudio del sistema filosófico cartesiano en sí mismo y con independencia de su recuperación por parte del idealismo alemán o del formalismo anglosajón del último siglo, contamos ya, desde luego, con todo aquello que ha clarificado muy amplia y muy sólidamente (entre Gilson y Marion, digamos, pasando por Hamelin, Alquié, Gouhier, Laporte y Rodis-Lewis) la rica y rigurosa tradición francesa de estudios cartesianos del último siglo. Pero se trata de una tarea que hay que prolongar, en su vertiente hispánica en lo que a nosotros respecta; sobre todo, desde luego, en lo que se refiere a sacar sus consecuencias propiamente filosóficas.
Frente al Descartes “racionalista” (y por añadidura “marcionista”), tomado como rival a modo u “hombre de paja” por los empiristas ingleses y recuperado sobre todo por el idealismo alemán, hay que volver a estudiar al gran filósofo laico de la Contrarreforma que él mismo declaró ser (Contrarreforma dirigida sobre todo por los grandes teólogos españoles del Siglo de Oro)[7] y, con éste, al gran escritor que también fue el “Padre de la Modernidad”, retomando desde luego, para esto, algunos trabajos, raros pero muy clarificadores, como los de Marc Fumaroli[8] o Jean-Luc Nancy.[9]
Se trata —hay que insistir en ello— de un asunto que desborda la frontera de los puros —y a veces hasta puristas— “estudios cartesianos” y que involucra a la filosofía y a la cultura contemporáneas en toda su extensión y toda su riqueza. Recordándonos fuertemente lo hecho medio siglo antes por Unamuno y Ortega; y frente al diagnóstico sombrío que de la cultura moderna en toda su amplitud hacían en especial Husserl y Heidegger, también por cierto en la primera mitad del siglo buscando el rescate del “mundo de la vida” frente al mundo empobrecido que según ellos nos legaron Galileo, Descartes y las “ciencias unilaterales” que éstos fundaron o impulsaron, Milan Kundera proponía la recuperación de “la desprestigiada herencia de Cervantes”, que en «el gran arte europeo» de la novela y su saber complejo de la complejidad de lo humano, nos daba justamente el remedio contra la unilateralidad de las ciencias naturales y sus métodos: «En efecto —escribe el novelista y ensayista checo—, para mí, el fundador de los Tiempos modernos no es solamente Descartes sino también Cervantes».[10] Kundera piensa que los grandes temas existenciales que el Heidegger de Ser y tiempo considera ausentes de la filosofía moderna han sido explorados, antes que por el fenomenólogo, por cuatro siglos de novela europea; y piensa entonces que la novela de verdad tiene ante todo una dimensión cognoscitiva: «el conocimiento —escribe— es la única moral de la novela».[11] La obra de Cervantes y su posteridad es pues, para Kundera, el contrapeso necesario de la obra de Descartes. El Siglo de Oro Español, digamos, balancea a la Época Clásica francesa.[12]
Sin negarle el debido peso a esta iluminadora propuesta, lo que nosotros querríamos mostrar es que ni Cervantes ni el gran Siglo de Oro español en toda su riqueza —la filosófica, desde luego, a través de la escolástica española; y la religiosa, sobre todo a través de la espiritualidad ignaciana; pero también la literaria— son extranjeros a la obra misma de Descartes, en la que se puede rastrear y aquilatar, muy fecunda y muy reveladoramente, su presencia.
Todo esto impone una relectura y una revaloración muy amplias, y no muy amigas, de la “barbarie de la especialización” que decía Ortega, y de las harto rígidas fronteras que los “expertos” guardan, cual celosos agentes aduanales, entre las disciplinas de conocimiento en primer lugar, pero también entre las lenguas modernas y sus respectivas culturas, especialmente en lo que se refiere a esa decisiva “frontera interna”, a nuestra civilización occidental marcada, desde hace medio milenio ya y hasta la fecha (piénsese en Huntington tan sólo o en Octavio Paz), por la Reforma y la Contrarreforma.
Hasta donde sabemos, y no obstante su gran interés, sobre todo para nuestra cultura hispánica y en particular para el problema de “nuestra filosofía” y su lugar en el concierto o en el desconcierto de la filosofía occidental (¿y universal?), el problema que esbozamos aquí se ha estudiado muy muy poco. La explicación es simple: por un lado, los estudiosos de Descartes no suelen ser lectores, en países como Francia, Inglaterra o los Estados Unidos ni de los autores de nuestra lengua en general ni, en particular, de los de nuestro Siglo de Oro. Es por eso que este último no aparece en el ámbito de los estudios cartesianos que en nuestros días son dominantes a nivel mundial. En su libro Descartes y Plauto. La concepción dramática del sistema cartesiano (de 1997), el latinista español Benjamín García-Hernández —quien por su parte, como Brunschvicg, también cruzaba una importante frontera—, observaba asimismo que «hay que leer y releer Amphitruo, la primera comedia del Corpus plautinum, además de conocer bien el sistema cartesiano, para percibir su profunda conexión».[13] Y esos valiosos “conocimientos de frontera” en nuestros modernos gremios universitarios no son muy frecuentes. Por otro lado, a la separación misma (que entre nosotros se reproduce también entre los estudiosos de la filosofía y los de las letras y que es harto empobrecedora), al rezago general de nuestras instituciones filosóficas o a su marginalidad, hay que agregarle específicamente el que en nuestra lengua no existe una gran tradición de estudios cartesianos (lo cual no quiere decir que no se den estudios relativamente independientes de muy buen nivel: por ejemplo los de Luis Villoro, José Manzana Martínez de Marañón o Miguel García-Baró).
Pero detengámonos un poco en la que es, para nosotros, la parte más interpeladora de esta explicación tan simple. En su recién citado texto de septiembre de 1911, “Una respuesta a una pregunta”, Ortega afirmaba que la historia de España estaba por hacerse apenas, y levantaba o volvía a levantar un diagnóstico krausista e “ilustrado” que se reiterará luego, incansablemente, hasta nuestros días. Constataba Ortega entonces, desde Alemania, que: “El hecho más exacto, mejor garantizado y a la vez más importante de entre cuantos se ofrecen a quien quiere emprender esa futura historia de España —cuya ausencia notaba—, es que se ha podido reconstruir la historia moderna de las ciencias fundamentales sin que sea necesario hacer intervenir en ella nombres españoles”.[14]
De donde concluía (“analíticamente”, digamos, o explicitando tan sólo su petitio principii, a la kantiana) que: “España no ha intervenido todavía en el mundo de los afanes humanos a modo de protagonista”.[15]
Y el flamante Catedrático de Metafísica de la Universidad Central cierra esas sesudas consideraciones con lo siguiente (a lo que el presente artículo busca en cierto modo responder mostrando, mínima pero contundentemente, que ello no es así del todo): “Se da, por ejemplo, el caso de que nuestra hegemonía política coincidiera con el Renacimiento, y más acá de él, con la época en que Europa echa los cimientos de su vida moderna; y sin embargo, somos el único pueblo que no colaboró en el Renacimiento ni en la subsecuente instauración del racionalismo occidental”.[16]
Ortega se olvidaba por ejemplo de la gran mística española, en la que Ganivet y Unamuno habían visto, frente a la para entonces ya desprestigiada escolástica oficial (siguiendo esta vez en ello a don Marcelino Menéndez y Pelayo), una filosofía verdaderamente fuerte y verdaderamente española.[17] Esto será objeto de disputa entre los dos grandes filósofos del “segundo Siglo de Oro” —o del “Siglo de Plata”— español. En 1909 Unamuno escribirá en el ABC que «si fuera imposible que un pueblo dé a Descartes y a San Juan de la Cruz, [él se] quedaría con éste»;[18] ante lo cual Ortega responde escandalizado, desde El Imparcial, en su artículo “Unamuno y Europa, fábula”. Y es que Ortega considera a Descartes nada menos que «nuestro sumo maestro» y «el hombre a quien más debe Europa»,[19] según escribe desde Holanda en 1937.
Si en su diálogo de 1904 “Sobre la filosofía española”, Unamuno constataba, como Ortega después, que no la había realmente aún. En 1905, el de Bilbao y Salamanca trata de poner remedio a ello en su Vida de don Quijote y Sancho, con la firme convicción, entonces, de que la filosofía española hay que desentrañarla de la literatura y ante todo de la gran obra cervantina. Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos será, al respecto, su propuesta más acabada. En ella reaparece, en las conclusiones (que datan de 1912), la idea del rol fundamental de “Don Quijote en la tragicomedia europea contemporánea”, lo cual en muchos sentidos es una respuesta a la afirmación de Ortega de que España no había tenido todavía ningún rol espiritual en la historia de la humanidad.
Unamuno discute en su obra cumbre con “la corriente central del pensamiento europeo”, con Kant, con Spinoza y también, desde luego, con Descartes. Y hasta hay ahí una réplica al artículo en el que cuatro años antes lo atacara Ortega: “¿Qué significa, por ejemplo, en la historia de la cultura humana, nuestro San Juan de la Cruz, aquel frailecito incandescente, como se le ha llamado culturalmente —y no sé si cultamente—, junto a Descartes?”[20]
Presente en el debate filosófico central del “segundo Siglo de Oro español”, Descartes es confrontado con el primero. ¿Qué hay de la obra de San Juan de la Cruz, nos preguntamos nosotros, de su noche obscura del alma y de su purificación de los malos afectos —como en los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola—, en la ascesis epistemológica de la duda metódica, cuyo rol es central en las Meditaciones del gran discípulo de los jesuitas que fue René Descartes?
Tampoco suele haber mucha coincidencia entre los lectores de Descartes y los estudiosos de San Juan y de San Ignacio. Salvio Turró advierte el parentesco entre las Meditaciones metafísicas y los Ejercicios espirituales, pero la exploración minuciosa de ese parentesco y de sus consecuencias, precisamente, todavía está por ser desarrollada.[21] La autorizada biografía del filósofo, hecha por Geneviève Rodis-Lewis, confirma, por lo pronto (y eso al más alto nivel de los “estudios cartesianos”) que, en sus años de estudiante, Descartes practicó asiduamente los ejercicios espirituales.[22]
Están harto más avanzados los trabajos que establecen la influencia filosófica de jesuitas como Antonio Rubio (1548-1615), el autor de los Comentarios a toda la lógica de Aristóteles o la Lógica mexicana (1603) que se estudiaba en La Flèche y en el resto de los colegios de los jesuitas («la lógica de Rubio —escribe Walter Redmond— probablemente ha tenido más influjo en Europa que cualquier libro de filosofía escrito en América Latina»),[23] y sobre todo, Francisco Suárez, el autor de las Disputas metafísicas, en la obra del Padre de la Modernidad.[24] Sobre la relación del teatro clásico francés con la obra de Descartes cabe desde luego citar el trabajo de Ernst Cassirer, Descartes, Corneille, Cristina de Suecia.[25] Alfonso Reyes, por su parte, nos recuerda que el teatro clásico francés es un heredero directo del teatro clásico español y aún del mexicano.[26]
Lamentablemente, insistimos, muchas veces las fronteras nacionales son también las fronteras de los estudios “científicos” (y eso muy especialmente en los que arraigan en la lengua y por ende en Babel). Marc Fumaroli, de nuevo, en su extenso estudio introductorio a su edición de La Querelle des Anciens et des Modernes, “Les abeilles et les araignées”,[27] nos muestra cómo la cultura italiana incorporada por la cultura clásica francesa es cuidadosamente copiada y ocultada, y debe ser desentrañada ahora por la crítica contemporánea. Con la cultura española seguramente pasó también lo primero y, en consecuencia, nos toca empezar a trabajar en lo segundo.
Los indicios son, con todo, muy sugerentes. En su muy agudo libro sobre Descartes, Ego sum, Jean-Luc Nancy se detiene a examinar el famoso “larvatus prodeo”, su referencia explícita al teatro y su posible relación con las obras concretas con las que tuvo contacto —acaso actuando en ellas— el estudiante René Descartes. Entre ellas menciona nada menos que El semejante a sí mismo, del novohispano Juan Ruiz de Alarcón, en la que el juego de máscaras y de pérdida y recuperación de identidades es por demás sugerente.[28]
Las pistas que nos da el propio Descartes (quien, como es sabido, prácticamente nunca cita sus fuentes) son también muy estimulantes. Todavía resuena, por ejemplo, la controversia que se desarrolló entre Michel Foucault y Jacques Derrida a propósito de unas líneas de las Meditaciones metafísicas (AT, VII, 18-19 / AT; IX, 14), en las que se hace referencia a los locos que, por ejemplo, se creen reyes cuando son muy pobres y que, entre otras extravagancias, se imaginan tener un cuerpo de vidrio, como el licenciado Vidriera justamente, el personaje de la homónima novela de Cervantes.[29] Su relación posible con Cervantes va desde luego mucho más lejos que esa posible cita y, para decirlo rápido, bástenos con recordar que en el Discurso del método, como en el Quijote, hay libros que indigestan o entorpecen nuestra percepción de la realidad, y hay caminos serpenteantes también, cuyo detalle nos sentimos invitados a explorar.
Lo más curioso y significativo es la cercanía de Descartes con su contemporáneo (poco menos de cuatro años menor que él) don Pedro Antonio Calderón de la Barca de Henao y Riaño. Si en las Meditaciones metafísicas (1641), una vez planteada la hipótesis del sueño, «duerma yo, o esté despierto, dos más tres serán siempre cinco» (AT, IX, 16), en La vida es sueño (publicada en 1936, un año antes que el Discurso del método, pero seguramente representada por lo menos unos 4 años antes y según los especialistas anterior, en realidad, a 1630), Segismundo, que precisamente no sabe si es rey o mendigo, recibe de Clotaldo el consejo de que «aun en sueños no se pierde hacer el bien».[30]
Por otro lado, el siguiente pasaje de la Primera Meditación pareciera incluso que hace alusión a Segismundo:
“Y lo mismo que un esclavo que goza en el sueño de una libertad imaginaria, cuando comienza a sospechar que su libertad no es más que un sueño teme ser despertado, y conspira con esas ilusiones agradables para ser más largamente engañado por ellas, así recaigo yo insensiblemente en mis antiguas opiniones, y temo despertarme de este sopor, de miedo a que las vigilias laboriosas que sucederán a la tranquilidad de este reposo, en lugar de aportarme alguna luz y algún esclarecimiento en el conocimiento de la verdad, no fuesen suficientes para aclarar todas las tinieblas de las dificultades que acaban de ser agitadas”.[31]
Semejantes coincidencias invitan a una muy cuidadosa relectura, que entre otras cosas ha de rastrear los posibles contactos entre esos dos hombres. ¿El uno leyó al otro, o por lo menos supo de él? Lo que parece del todo establecido es que tuvieron ambos unas mismas o muy cercanas fuentes. Tanto en Calderón como en Descartes, por lo pronto, la libre voluntad es la barrera en la que se rompen las dudas, y esa es una coincidencia fundamental que en sí misma merece ser examinada muy de cerca.[32]
El antecedente más completo para este aspecto de la investigación pendiente es el recién citado libro de Benjamín García-Hernández: Descartes y Plauto. La concepción dramática del sistema cartesiano, de 1997. Del mismo año es el estudio “Descartes et Cervantès: le malingénie et la folie de Don Quichotte”, del investigador estadounidense Steven Nadler.[33] Este artículo, que no cita ningún estudio precedente sobre el tema, es a su vez citado por Denis Kambouchner en la bibliografía de su comentario general de las Meditaciones, lo cual —dada la expresa intención de exhaustividad de esta última obra— nos confirma en nuestra percepción de estar, digamos, ante una especie de terreno virgen o por desmontar.
La bibliografía sobre el tema, en efecto, es muy escasa. Víctor Gómez Pin lo aborda, inspirado por el debate entre Foucault y Derrida, en el apartado “Consideraciones de la hipótesis de la locura” de su libro Conocer Descartes y su obra, de 1979. En su recién citado libro, García Hernández nos remite, sobre todo y muy abundantemente, a estudios relativos al teatro en los colegios de los jesuitas. Destacamos, de entre su copiosa bibliografía, tan sólo un par de estudios directamente relativos a nuestro tema: uno sobre las ideas claras y distintas en Calderón, Descartes y Suárez;[34] y otro sobre San Ignacio y Descartes[35] (sobre esto último, en el 2010 Ramón Sánchez Ramón publicó un muy importante estudio).[36] Respecto del problema general de la dimensión literaria y retórica de la obra de Descartes, además de a los estudios ya citados, me permito remitir una vez más a la segunda parte de mi diálogo con Jean-Luc Nancy: “El espíritu existe de manera plural”, en donde el filósofo francés nos da importantes y reveladoras indicaciones a ese respecto.
Las sucesivas recuperaciones que de la obra de Descartes llevaron a cabo las distintas filosofías “modernas”, más o menos nacionales todas ellas (y nacionalmente “canónicas”), han ocultado la verdadera fuente de la que se nutre el pensamiento del llamado “Padre de la Modernidad”, que es la del catolicismo —o universalismo— de la Contrarreforma, en toda su riqueza y complejidad. Por ende, una de las principales fuentes de la civilización moderna, si bien tiene su centro o su meollo en la búsqueda metódica de las verdades claras y distintas, comporta también, además de su oculta dimensión espiritual, toda una dimensión poético-retórico-hermenéutica que es de suma importancia esclarecer.
Cervantes, Alarcón y Calderón, ya sea directa o indirectamente, están presentes en Descartes lo mismo que Antonio Rubio, Francisco Suárez y San Ignacio de Loyola, enriqueciendo su dimensión estrictamente conceptual y arraigándola en nuestra tradición. Espejear la obra del Parménides moderno con la de nuestros grandes místicos, filósofos y escritores no puede menos que abrirnos nuevas vías de interpretación, tanto de la obra de Descartes, como de nuestra época y sus tareas intelectuales pendientes.
Bibliografía
- Alarcón, Juan Ruiz de, Obras completas I, Fondo de Cultura Económica, México, 1977.
- Beyssade, Jean-Marie, Descartes au fil de l’ordre, PUF, Paris, 2001.
- Brunschvicg, Léon, Descartes et Pascal, lecteurs de Montaigne, Brentano’s, Nueva York, 1944.
- Calderón de la Barca, Pedro, La vida es sueño, Espasa-Calpe, Madrid, 1997.
- Comte-Sponville, André, “Le courage d’être clair”, en Jean-François Mattéi (sous la direction de) Philosopher en français, PUF, Paris, 2001, pp. 421-429.
- Derrida, Jacques, L’écriture et la Différence, Seuil, París, 1967.
- Descartes, René, Œuvres de Descartes, edición de Charles Adam y Paul Tannery, Vrin, París, 1996.
- Foucault, Michel, Histoire de la folie à l’âge classique, Plon, París, 1961.
- Fumaroli, Marc, La diplomatie de l’esprit. Hermann, Paris, 1998.
- García-Hernández, Benjamín, Descartes y Plauto. La concepción dramática del sistema cartesiano, Tecnos, Madrid, 1997.
- Kambouchner, Denis, Les Méditations métaphysiques de Descartes. Introduction générale. Première Méditation, PUF, Paris, 2005.
- Kundera, Milan, L’art du roman, Paris, Gallimard, 1986.
- Moreno Romo, Juan Carlos, Vindicación del cartesianismo radical, Anthropos, Barcelona, 2010.
- Moreno Romo, Juan Carlos, “Una vía latina y una hermenéutica cartesiana”, en Martínez Contreras y Ponce de León (Dirs.), El saber filosófico 3: Tópicos, AFM-Siglo XXI, México, 2007, pp. 40-46.
- Moreno Romo, Juan Carlos, “Calderón et Descartes. La primauté de l’action”, en Jean Ferrari, Roberto Formisano & Mauricio Malaguti (dirs.), L’Action. Penser la vie, agir la pensée, Vrin, París, 2013, pp. 167-170.
- Nancy, Jean-Luc, Ego sum (trad. Juan Carlos Moreno Romo), Anthropos, Barcelona, 2007.
- Nancy, Jean-Luc y Juan Carlos Moreno Romo, “El espíritu existe de manera plural”, en Escritos, XXI-47 (julio-diciembre de 2013), pp. 395-418.
- Ortega y Gasset, José, Obras Completas I, Taurus, Madrid, 2004.
- Ortega y Gasset, José, Obras Completas IV. Taurus, Madrid, 2005.
- Redmond, Walter y Mauricio Beuchot, La lógica mexicana en el Siglo de Oro, UNAM, México, 1985.
- Reyes, Alfonso, Obras completas VI, Fondo de Cultura Económica, México, 1957.
- Rodis-Lewis, Geneviève, Descartes, Biographie, Calmann-Lévy, París, 1995.
- Sánchez Ramón, Ramón, “Las raíces ignacianas de Descartes. Estado de la cuestión”, en Pensamiento, LXVI-250, pp. 981-1002.
- Turró, Salvio, Del hermetismo a la nueva ciencia, Anthropos, Barcelona, 1985.
- Unamuno, Miguel de, El porvenir de España y los españoles, Espasa-Calpe, Madrid, 1973.
- Unamuno, Miguel de, Obras selectas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1986.
Notas
[1] Cfr. Brunschvicg, Descartes et Pascal, lecteurs de Montaigne, ed. cit., pp. 151-152.
[2] Cfr. Brunschvicg, op. cit., p. 15.
[3] Cito la clásica edición de las Œuvres de Descartes preparada por Charles Adam y Paul Tannery a finales del siglo XIX y principios del XX (Vrin, París, 1996 en su edición más reciente), dando en números romanos el tomo, y en arábigos la página.
[4] Cfr. Comte-Sponville, “Le courage d’être clair”, ed. cit., p. 424.
[5] Cfr. “Alemán, latín y griego” y “Respuesta a una pregunta” en Ortega y Gasset, Obras Completas I, ed. cit., pp. 451-454 y 455-464.
[6] Cfr. Moreno Romo, “Una vía latina y una hermenéutica cartesiana”, ed. cit., pp. 40-46.
[7] Cfr. Moreno Romo, Vindicación del cartesianismo radical, ed. cit., pp. 335 y ss. (apartado VI, 2, D): “La filosofía moderna es, pese a todo, la hija de la Contrarreforma”.
[8] Cfr. Fumaroli, “La diplomatie au service de la méthode. Rhétorique et philosophie dans le Discours de la méthode”, ed. cit., pp. 377-401.
[9] Cfr. Nancy, Ego sum, ed. cit.
[10] Cfr. Kundera, L’art du roman, ed. cit., p. 14.
[11] Idem.
[12] Cfr. Nancy y Moreno Romo, “El espíritu existe de manera plural”, ed. cit., p. 409.
[13] Cfr. García-Hernández, Descartes y Plauto. La concepción dramática del sistema cartesiano, ed. cit., p. 15.
[14] Cfr. Ortega y Gasset, Obras Completas I, ed. cit., p. 461.
[15] Idem.
[16] Idem. El subrayado es nuestro.
[17] Cfr. El porvenir de España, en Unamuno, El porvenir de España y los españoles, ed. cit., pp. 11-59.
[18] Cfr. José Ortega y Gasset, Obras Completas I, ed. cit., p. 257.
[19] Cfr. José Ortega y Gasset, Obras Completas IV, ed. cit., p. 369.
[20] Cfr. Unamuno, Obras selectas, ed. cit., p. 460.
[21] Cfr. Turró, Descartes. Del hermetismo a la nueva ciencia, ed. cit., p. 399.
[22] Cfr. Rodis-Lewis, Descartes. Biographie, ed. cit., p. 36.
[23] Cfr. Redmond y Beuchot, La lógica mexicana en el Siglo de Oro, ed. cit., p. 244; y también p. 246: “La lógica de Rubio fue publicada al menos 18 veces en ocho ciudades europeas, y siete ediciones llevan el título de ‘la lógica mexicana’”.
[24] Cfr. Kambouchner, Les Méditations métaphysiques de Descartes. Introduction générale. ed. cit.
[25] Traducción francesa en Vrin, París, 1997.
[26] Cfr. Reyes, “Ruiz de Alarcón y el teatro francés”, en Obras completas VI, ed. cit., pp. 413-425.
[27] Cfr. Fumaroli, La diplomatie de l’esprit, ed. cit.
[28] Cfr. Nancy, Ego sum, ed. cit., p. 72. Y también, desde luego, Ruiz de Alarcón, Juan, Obras completas I. Fondo de Cultura Económica, México, 1977, pp. 349-435.
[29] Cfr. Beyssade, Descartes au fil de l’ordre, ed. cit.; Derrida, L’écriture et la Différence, ed. cit.; Foucault, Histoire de la folie à l’âge classique, ed. cit.
[30] Cfr. Calderón de la Barca, La vida es sueño, ed. cit., p. 156 (versos 2146 y 2147).
[31] (AT, IX, 18).
[32] Cfr. Moreno Romo, “Calderón et Descartes. La primauté de l’action”, ed. cit., pp. 167-170.
[33] Publicado en Laval théologique et philosophique, 53-3, 1997, pp. 605-616. En mi compilación Descartes y nuestra modernidad (Anthropos, Barcelona, 2017) daré una versión española de este interesante estudio.
[34] Cfr. Sullivan, “Tam clara et evidens: “clear and distintict ideas” in Calderon, Descartes and Fracisco Suárez S. J.”, publicado en V. Ebersole (ed.), Perspectivas de la comedia II. Ensayos sobre la comedia del Siglo de Oro español, Albatros Hispanófila, Valencia, 1979.
[35] Cfr. Arthur Thomson, “Ignace de Loyola et Descartes”, Archives de Philosophie, 35, 1972, pp. 61-85 [he podido al fin leerlo y es verdaderamente contundente, muy pertinente y muy actual].
[36] Cfr. Ramón, “Las raíces ignacianas de Descartes. Estado de la cuestión”, ed. cit., pp. 981-1002. En el ya citado colectivo Descartes y nuestra modernidad podrá leerse, del mismo investigador, el trabajo “Descartes, discípulo de Ignacio de Loyola”.
Leave a Reply
You must be logged in to post a comment.