Resumen
El pensamiento de Walter Benjamin sigue siendo enigmático; tal vez sea el corto circuito resultante de mantener los polos de la experiencia firmemente unidos. El carácter inquietante del pensamiento de Benjamin se encuentra en una profundidad insondable revestida de cierta vulgaridad. Es desacostumbrado tal acercamiento a lo sagrado: sin los ritos y prestigios que, con la religión o el culto oficial, lo acompañan. Todo depende de la mirada que devuelven las cosas. En esa suerte de heteronomía se cifra todo el poder de su obra. Es lo no humano antes o independientemente de que sea divino, prerrogativa de un Dios.
Palabras clave: teoría critica, Walter Benjamin, mirada del objeto, Modernidad.
Abstract
Walter Benjamin’s thought remains enigmatic; perhaps it is the short circuit resulting from holding the poles of experience firmly together. The disturbing character of Benjamin’s thought is found in an unfathomable depth clothed in a certain vulgarity. Such an approach to the sacred is unaccustomed: without the rites and prestiges that, with religion or official worship, accompany it. It all depends on the look that things return. In this sort of heteronomy, all the power of his work is encoded. It is the non-human before or regardless of whether it is divine, the prerogative of a God.
Keywords: critical theory, Walter Benjamin, object look, Modernity.
De Walter Benjamin (1892-1940) todavía queda mucho que aprender. Quizá lo primero es que no hay para qué ser incendiario si la intención es comportarse como un auténtico revolucionario. Sus lectores lo perciben con meridiana claridad: nada en sus planteamientos es convencional. Pero al salir de la convención, su obra parece intemporal. No es asignable a una época determinada. De algún modo, es actual; hoy tiene muchos lectores, quizá más que nunca. Su obra es un cofre que aún reserva numerosas sorpresas. Sólo que esto no lo salva, al contrario, de lectores frívolos y, peor si cabe, pedantescos. No diré nada más: sólo que el pensador de los pasajes, como toda una legión, ha prohijado su particular escolástica, que se afana sin recato sobre su cartera. Sabemos cuál es la peculiaridad del análisis benjaminiano, o una de ellas: mantener unidos los polos o los extremos de la experiencia. Lo más bajo en lo más alto, lo racional en lo irracional, lo insignificante en lo emblemático. Quería unir a André Breton con Le Corbusier y a la Torre Eiffel con un puente colgante. Eso era, para él, “bárbaro”, pero en un sentido positivo. La modernidad no sólo es burguesa; no está obsesionada nada más con el afán de seguridad. Es contradictoria, y es menester descifrar qué, a pesar de todo, la mantiene unida.
La modernidad se parece a la obra de Benjamin: violentamente contrastante, dispareja, claroscura. Vulgar y ultra refinada, libérrima y siniestra. La modernidad, como la obra de Benjamin, es “impura”. Escribe en una sibilina combinación de estilo académico con irreverencia. A Ana Useros, por ejemplo, le encanta que a Walter Benjamin se le note su cinefilia: “Lo que nos gustaría reivindicar es que en ningún caso Benjamin construye un discurso teórico o sociológico sobre el cine en el que se mezclen referencias que lo acerquen a una sensibilidad cinéfila, sino que es justamente esa sensibilidad cinéfila la que le proporciona las claves que diferencian su análisis del de sus contemporáneos filósofos”.[1]
Eso, por caso, lo hace más contemporáneo nuestro que su amigo y colega Theodor W. Adorno, quien murió más de treinta largos años después. El carácter inquietante, y diríase incómodo, del pensamiento de Benjamin se encuentra, creo, en una profundidad insondable revestida de cierta vulgaridad. Es, al menos, desacostumbrado tal acercamiento a lo sagrado: sin los ritos y prestigios que, con la religión o el culto oficial, lo acompañan.
La contribución de José Manuel Cuesta Abad al Congreso Pasajes y constelaciones. En torno a Walter Benjamin, celebrado en Madrid en 2010, discurre, en parte, por esa ladera. Es, sin lugar a dudas, la cuestión del aura: mantener la lejanía en lo más cercano, o la inaccesibilidad en aquello que se halla a mano. Con una importante advertencia o intuición: todo depende también de la mirada que devuelven las cosas. Pienso que en esa suerte de heteronomía se cifra todo el poder de su obra. Es lo no humano antes o independientemente de que sea divino, prerrogativa de un Dios. Lo incómodo es que, no se sabe muy bien cómo, resulta posible pensar o percibir de otro modo. Benjamin está dislocado de lo moderno y, a la vez, de lo antiguo y de lo arcaico, aunque este último vocablo, por su lazo con el arqué, se preste mejor a localizar su posición. Debajo de la historia, pero sin apartarla del todo, fulgura la naturaleza. “La percepción de que habla Benjamin se basa en la posible reciprocidad visual o, para ser más exactos, en un quiasmo reflexivo en virtud del cual el ser humano puede investir a los objetos naturales e inanimados de la capacidad de alzar la vista y devolver la mirada”.[2] Esta formulación continúa siendo problemática: es el hombre quien inviste a las cosas. ¿A propósito? No es sencillo decidirse.
Pero está claro que, para Benjamin, semejante condición es indispensable para una intuición poética del mundo. Las cosas animadas e inanimadas y las palabras mismas cobran una calidad literalmente espectral. ¿Es por aquí -y sólo por aquí- que sería alcanzable un verdadero reencantamiento del mundo? Tal vez esto signifique ir demasiado lejos. En cualquier caso, el tópico es romántico; la posibilidad de comprender como especulación, como juego de espejos, se encuentra tematizada por Fichte y por Novalis desde fines del siglo XVIII. Pero, como aduce Cuesta Abad, el trasfondo de semejante especulación es religioso: que lo real sea infinito es una forma de decir que todo está, en su comienzo y en su final, en Dios. Quizá esta lectura no atiende debidamente a la distinción entre lo divino y lo sagrado. No importa. La intuición poética que posibilita la irrupción del aura es humana, aunque esa posibilidad no está íntegramente en su voluntad. ¡Pero tampoco es que las cosas real y efectivamente nos miren! La situación es delicada, y el comentarista puede extraviarse con facilidad en consideraciones técnicas sobre la retórica del poema. No tiene mucho sentido averiguar si la “orden” de cambiar la vida procede del poema o del poeta; el hecho es que se puede pasar a otro orden de percepción y de pensamiento. Tal vez esta opción no aplique a todos; pero no por elitismo o por ademán o tic aristocrático, sino porque no obedece a imperativo alguno, categórico o no. El aura equivale a la postulación de un más allá interno a las cosas, a una trascendencia inmanente. Insisto: no parece nada simple entender tal condición.
La obra de arte debe estar inmóvil, “como paralizada por un hechizo” dice Benjamin comentando a Goethe, para que pueda ser concebida como tal obra de arte, y no como mero objeto de consumo contemplativo, de espectáculo. “Porque lo bello no es ni el velo ni el objeto velado, sino el objeto en su velo”. Esta frase del ensayo sobre Las afinidades electivas, citada por el comentarista en la página 127, resume de maravilla la actitud de Benjamin. Lo sagrado es, al contrario de su acepción cristiana (o hegeliana), aquello que se desmarca de la impostura de toda reconciliación, sea dialéctica o sea mística. El objeto en su velamiento no puede ser una totalidad, sino un fragmento incompleto, un torso, como en el poema de Rilke: no puede ser adorado porque está roto. Pero esta condición implica ello no obstante una referencia al “más allá” de todo objeto finito. Por lo mismo, no podemos estar completamente de acuerdo con Cuesta Abad cuando “traduce” el simbolismo de la incompletud. Parece, en Benjamin, una cuestión menos erudita; más apropiado podría ser alinearlo con su pertenencia al judaísmo. El peligro del cristianismo es, como sabemos ya, humanizar en exceso al Dios y su gesto recíproco, divinizar demasiado al hombre. El Dios del judío, sin ser quizás lo Otro absoluto, no es tan humano. Las consecuencias, que aquí apenas es posible entrever, son definitivas. En cuanto a la obra de arte, sí podemos, en general, consentir las conclusiones del crítico: “Reflexiva y crítica, fragmentaria y contingente, asimbólica e inexpresiva, la obra de arte moderna es creada como torso. Quiere esto decir que en la experiencia artística moderna prevalece un modo de expresión que rinde culto a la dimensión destructiva en el arte”.[3] Pero no es la destrucción como pretexto del arte, sino como efecto de un fenómeno que va infinitamente más allá y que Nietzsche tematizaría como la muerte de Dios. Para Benjamin, ese Dios (el del Nuevo Testamento) ni siquiera experimentó la existencia. Afortunadamente.
¿Cuál es la hora de la última instancia? Cuando Walter Benjamin comienza a hablar del “aura”, a mediados de los años treinta (aunque ya Ludwig Klages lo había hecho), la hora-del-arte ya ha sonado: la revolución se ha revelado en su esfera, y es esperable -y deseable- que contamine a todas las demás. La revolución producida en la esfera estética coincide con la profanación de sus valores; el arte deja de ser “aurático” en el momento en que se seculariza: una desecación del componente ritual, cultual, sacramental, mágico-hechiceril, en el que las obras se bañaban. Que ya no naden en esos santos óleos es una (buena) señal de los tiempos. La pérdida del aura -de su halo sacro- es marca de un progreso; no hay sitio para la nostalgia. Aquí Benjamin se despide de Hegel (y lo invierte): en el arte no brilla ya lo Absoluto. ¿Cómo distinguirlo entonces de lo banal, de lo vulgar, de lo comercial, de lo industrial? El aura es la pervivencia de lo singular concreto, de lo irrepetible, en una obra; reproducirla o multiplicarla (se venda o no) representa un pequeño sacrilegio. Antes de juzgarlo, bien haríamos en consignar el hecho. Y conceder que el origen del arte es religioso: cada obra es una epifanía, o, mejor, la metonomia de una revelación. En su origen: hoy el aura se ha disipado. ¿Lamentable o celebrable? Quizá ambas cosas. La cuestión es que no podemos decidir por anticipado si hacer un millón o un billón de copias de una obra la va a destruir como tal obra. Estará expuesta al choteo, sin falta, al manoseo, a la suciedad; pero Mozart seguirá siendo eternamente Mozart. La democratización, la accesibilidad de las obras, incluso su proletarización, no por decreto las degrada. La pérdida del aura no significa la destrucción de su poder estético; lo contrario sería más verdadero.
La postura de Benjamin -aquí y en otras partes- es oscilante, pero se vuelve más diáfana si atendemos a su concepción de lo divino: el Dios judío es profundamente antihegeliano (o al revés). También es conveniente reparar en su concepción del sujeto revolucionario: las masas proletarizadas, amorfas y manipulables, han desarrollado otra clase de percepción. Se han vuelto indiferentes a lo singular e irrepetible y les llama la atención lo opuesto: repetibilidad, improvisación, carácter efímero de los influjos artísticos. Las masas son superficiales y veleidosas pero van a la moda. Este reconocimiento del potencial disruptivo de lo cursi o baladí, de lo ínfimo y vulgar, va incluso a enemistar a Benjamin con sus propios colegas y correligionarios (Adorno, Scholem, Brecht). ¡Cuidémonos de idealizar a las masas! Sí, pero Benjamin aplaude el descenso de la obra desde la sublimidad religiosa hacia la profanidad política (un tema que ha brindado a G. Agamben mucho de qué hablar). Si el sujeto revolucionario es democrático y racional, el sujeto del Capital es “automático e irracional”; y ¿quién si no el arte -y en particular el cine- podría tutelar su alumbramiento? Esta posición fue extemporánea en su momento y hoy por hoy nos resulta incómoda: como el Cristóbal Nonato de Carlos Fuentes, la historia jamás vio nacer a ese sujeto de la revolución; lo que vino fue una imparable recaída en la barbarie. ¿Podría culparse a Benjamin? Sólo si descubriéramos que su percepción del proletariado continuaba siendo aurática. Que es justo lo que hicieron Adorno y Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración: lo que el arte convertido en Industria Cultural produjo -en Europa tanto como en América, y más aquí que allá- lo contrario del sueño benjaminiano; una masa amorfa y voraz, un engendro abominable de estupidez, insensibilidad y conformismo. Un público tosco y trivial siempre hostil y habituado a estar en guardia contra los “entendidos”. ¡Eso ocurre cuando el intelectual se quiere profeta!
A Bertolt Brecht -materialista empedernido- esta palabra, aura, le produjo escalofríos; dijo que era “un tanto espeluznante”[4] Lo cierto es que -a pesar de su importancia, o a causa de ello-, para la mayor parte de la crítica es una papa caliente. ¿Pertenece a la mística, a la teología, a la estética o a qué? ¿A la magia? Y, antes que nada: ¿es un concepto, o un distractor? ¿Un zeppelin, un papalote? Dejemos que los expertos se trencen. Deberá partirse por lo pronto, y por higiene, de una noción anárquica de la verdad: si cabe en un concepto, resulta que no podría ser verdad. El aura apunta a “lo heteromorfo”.[5] Es una expresión que quiere indicar que lo real no es asimilable a un orden lingüístico; o sobra, o falta, o está fuera de foco. Lo real es demasiado loco para decirse, definirse, formularse -inclusive establecerse. ¿Demasiado insensato para ser? A partir de esa idea en extremo inestable, los “conceptos” confeccionados por un pensamiento de lo heteromorfo -caso de W. Benjamin- se justificarán por su fuerza paralizadora y no por su conveniencia o acuerdo social.
“Aura” es uno de este tipo. Hay que imaginar la sonrisa sardónica de un pensador consciente de las capitulaciones positivistas: el logos jamás ha “superado” al mito porque uno y otro se localizan en estratos o topos que no se encuentran, que no intersectan. El gesto del lógico ante lo que no comprende y por ende declara irracional es irrisorio (y, si aquél tiene poder, increíblemente nocivo). El positivismo cae por detrás (y por debajo) del mito creyéndose por encima (y adelante). Ningún pensador que se precie sucumbirá a sus efluvios de bata, recetario y estetoscopio. Si aún siguiera siendo cuestión de superar, de actualizar, de escalar o ir más lejos, el logos tendría que sufrir una intervención quirúrgica bastante severa. No es en modo alguno seguro, ni siquiera probable, que sobreviva. A juicio de Benjamin, la filosofía está obligada a moverse en el ámbito de una “iluminación profana” para la cual las categorías aristotélicas y kantianas y los conceptos científicos se quedan francamente muy rabones. Se trata de dar un paso más allá (o más acá) de lo sagrado, pensado en un registro muy riguroso, pero sin abandonar la expectativa de iluminación. Observemos al pasar que el aura de la tradición cabalística se halla emparentada con el éter greco-romano: una capa, un velo, una envoltura de sutileza extrema que sobrevuela a sujetos y objetos “nimbados” de prestigio y de una muy peculiar soberanía: el aura es a las cosas mismas lo que el éter a las grandes masas radiantes y planetarias. Ambos términos se enderezan a guarecer, proteger, fortalecer la singularidad de lo existente. También para hacerlos trans-parecer; de ahí su índole paradójica: ¿un velo que da a ver? ¿una luminosidad que oscurece? ¿un soporte que desfonda? El aura es “una cifra para la paradoja de una experiencia posible de lo imposible”.[6] Un modo de acoger lo imposible y de alojar a lo desconocido, una palabra diseñada para brindar hospedaje a lo siniestro y a lo hostil. Después de todo, ¿no es justamente de eso de lo que, con éxito variable, y múltiples descalabros, se ha ocupado la filosofía? Indirectamente, al menos. Nada tan alejado del acicalamiento teosófico-espiritualista que este diseño benjaminiano del aura: 1. Aparece en todas y cada una de las cosas, 2. Se modifica “desde la base” en cada encuentro, y 3. No es un “encanto iridiscente” sino una especie de “vaina” en la que están sumergidas las cosas, “como en los cuadros tardíos de Van Gogh”.[7] Algo muy similar podrá decirse de la música (sólo lo es si la envuelve este halo de misterio). De esto se trata: el aura no es una propiedad del objeto -o del sujeto- sino aquello que lo protege de caer en el tobogán de los vínculos de apropiación. Que nada pueda poseerse: tal es el secreto. Que nada sea sustituible: tal es el misterio. El aura (o el éter) impiden quedar atrapados en la lógica del Capital (de la cual el Estado es un infame subproducto). ¡Esto es mística!
La fórmula “iluminación profana” es intencionalmente equívoca. Suena nietzscheana: hay una indecible profundidad en la superficie. Y también pessoana: hay suficiente metafísica en no pensar nada. Las cosas esplenden en su aparecer: no esconden nada, no son mustias ni taimadas: su franqueza desarma. El aura es la carencia de doblez. Es el “ornamento” de cada cosa, aquello que le hace desistir de su ser objeto: lo inaprehensible de su parte manual (y sígnica, e instrumental). A la vez, como bien vio Heidegger y más recientemente Agamben, se abre a lo Abierto. ¿Y eso qué es? Ya se ha indicado: la innumerable resistencia a la numeración, lo nouménico refulgente, lo singular infestado. No es tan misterioso, la verdad sea dicha: contentémonos con Van Gogh, y si no, con Baudelaire; con Yves Bonnefoy, para no ir más lejos. Para Benjamin no es Dionisos sino su reminiscencia. No es lo real, sino su huella, su remanencia, su marca de agua: “la ebriedad se contrae”, escribe Benjamin, “y, al hacerlo, toma la forma de una flor”.[8] Lo místico está aquí, ahora, siempre y en todas partes: lo real no precisa ni pesquisa ni desciframiento. Contra toda hermenéutica, las cosas simplemente no pueden mentir: se dan a lo bestia, sin reservas (las reservas son humanas). Es como si al meter la cuchara al pudin del mundo nos fijáramos en el hueco que abren y no en la materia arrancada por su comestibilidad. Por eso vendría a ser lo contrario, o el gemelo perverso, del fantasma aristotélico, por un lado, y del espíritu hegeliano, por el otro: una sombra desprovista de negatividad. ¿Sombra constituyente? Sí, siempre y cuando se deslinde de una realidad hecha a nuestra medida. El aura opina que la salud (mental) depende de dejar un miembro fuera de las cobijas: en la intemperie, en la inclemencia, en el viento solar. En todo caso así ha sobrevivido la especie, amenazada hoy día por su intratable obsesión inmunitaria. Ya se verá. “Irrepetible aparición de una lejanía”, salmodia el confuso, bizarro y escurridizo cabalista. No el absoluto hegeliano: la lejanía de lo próximo, lo efímero en la duración; no la dialéctica, menos aún la desértica positividad: ojos para ver lo invisible (por demasiado a la vista). El oficio del arte es alejar lo próximo, devolverles su independencia y diríase su desdén a todas las cosas: a los bordes de una serranía, a la silueta de un tallo o de una formación rocosa o arenosa o de un tronco inescrupulosamente retorcido: a cada ínfimo instante, convertido en mundo por una necesidad estrictamente doméstica y, en su vértebra, dominical. Los grandes conceptos filosóficos sólo admiten lecturas poéticas, es decir: dislocadas. Aleatorias.
Al igual que los instantes, ilegibles no por decreto pero sí por inmotivación. El aura es menos geométrica que geótica; espíritu de la tierra en su germen, todo madura y va viendo (o escuchando) pasar: crecer y declinar. El tiempo es radicalmente curvo, y ni Einstein sabría para qué (desmerecería de su ciencia). El polo magnético es, como en cualquier poética que se precie, la duermevela: el margen donde lo real se irrealiza en lo del último Baudrillard, la Realidad Integral. Es en el pasaje, el túnel, el puente, el látigo, la balaustrada o el columpio: ni lo real en su violencia ni la Realidad en su afeite. Todo para la lucidez está a medio camino, menos indeciso que impracticable. Los acantilados no sólo son de mármol. El aura traza un halo vaporoso, es el vaho de lo real en la membrana que lo distingue del mundo (interpretado). Normalmente la gente se irrita, se enfada, se desespera por esta indecente propiedad; lo real no es el aura, pero sí su caída por detrás de la conciencia. Que sea de todos modos recuperable asusta comprensiblemente. Todos tratamos de hacer, de lo real, cultura: es nuestra naturaleza, qué vergüenza. En síntesis, nos apena querer, nos espanta hablar y hacer de las cosas un signo, pero no sabemos hacer otra cosa. El aura nos lo recuerda a cada paso. Escapa, trasmina, desdice, interdice, dizque dice, no dice nada más.
Bibliografía
- Ana Useros, El misterio Chaplin, en Mundo escrito. 13 derivas desde Walter Benjamin, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2013.
- Bertolt Brecht, Diario de trabajo, Nueva Visión, Buenos Aires, 2009.
- Bolívar Echeverría, Arte y utopía, prólogo a La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Era, México, 2011.
- José Manuel Cuesta Abad, Estética de la destrucción: Rilke, Benjamin, Riegl, en Mundo escrito. 13 derivas desde Walter Benjamin, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2013.
- Josef Fürknäs, “Aura”, en Conceptos fundamentales, Los 90, Buenos Aires, 2016.
- Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Era, México, 2011.
Notas
[1] Ana Useros, Op. cit., p. 78.
[2] José Manuel Cuesta Abad, Op. cit., p. 121.
[3] Ibídem, p. 133.
[4] Bertolt Brecht, Op. cit., p. 16.
[5] Josef Fürnkäs, Op. cit., p. 89.
[6] Walter Benjamin, Op. cit., p. 96.
[7] Ibídem, pp. 101-102.
[8] Ibídem, p. 104.
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