Crisis de la humanidad mundial y tareas de un humanismo por venir

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Crisis de la humanidad mundial y tareas de un humanismo por venir

TOMADA DE EL PAÍS

 

Resumen

La pandemia del COVID-19 está significando una verdadera catástrofe a nivel mundial, tanto por el número de infectados (más de un millón al 3 de abril de 2020), como por el gran número de muertos. Varios filósofos, algunos muy reconocidos en el panorama contemporáneo, han hecho aportes al análisis del problema; todos son importantes y valiosos. En este ensayo recojo inquietudes expresadas por ellos, teniendo en cuenta los antecedentes de su actividad en la filosofía (su obra previa), y tratando de ofrecer una visión más amplia sobre el asunto, apoyado en otros pensadores de nuestra época y de la historia de la filosofía. 

Palabras clave: pandemia, crisis, feminismo, capitalismo, esperanza, cultura.

 

Abstract

The COVID-19 pandemic is signifying a true catastrophe worldwide, due to the number of infected (more than a million as of April 3, 2020) and due to the large number of deaths. Several philosophers, some well known in the contemporary scene, have tried to make contributions to the analysis of the problem; they are all important and valuable. In this essay I gather concerns expressed by them, taking into account the background of their activity in philosophy (their previous work), and trying to offer a broader vision on the subject, supported by other thinkers of our time and the history of philosophy.

Keywords: pandemic, crisis, feminism, capitalism, hope, culture.

 

En una frase famosa Hegel decía que la filosofía es como el ave de Minerva, solo emprende su vuelo al atardecer, al final de un proceso. Pero cuando el panorama es sombrío en demasía como hoy se hace urgente filosofar, anticiparse un poco. La actual pandemia de coronavirus lo exige. Por otra parte, hay que recordar que si bien el búho de la sabiduría canta las exequias de un mundo que acaba, también puede, con una esperanza terca —lo mejor que tenemos los seres humanos—, atreverse a cantar la aurora posible de un nuevo mundo. Bajo esta consideración he escrito las siguientes líneas.

 

Crisis de la humanidad mundial

El subtítulo de este apartado dice todo lo que filosóficamente podemos decir respecto a la pandemia del coronavirus COVID-19 que padecemos desde inicios de este 2020. Expresa de alguna manera una réplica del famoso texto de 1935 de filósofo alemán Edmund Husserl, “La filosofía en la crisis de la humanidad europea”.[1] Las diferencias resaltan. Hoy la crisis no remite a una zona geográfica y cultural particular —Europa—, sino que incluye al planeta entero, y tampoco se trata de pensar la crisis desde una teoría o doctrina filosófica determinada (la “fenomenología trascendental”, como hacía Husserl) sino desde el pensar filosófico en general y, al fin, desde toda forma de pensamiento posible.

No decimos “crisis mundial de la humanidad” como una referencia simplemente al hecho de que la humanidad en su conjunto atraviesa por una problemática que afecta a todos. Decimos crisis de la “humanidad mundial” queriendo decir crisis de toda la humanidad o, exactamente, crisis de la humanidad como tal. Esto es lo que tenemos ante nosotros. No es el hecho de la manera como la pandemia está afectando gravemente (¿hasta dónde? ¿hasta cuándo?) a los seres humanos, sino el hecho de que no estábamos preparados para esta desgracia, cuando es claro que hubiéramos podido estarlo. Y no lo estuvimos precisamente porque el modelo de la organización social-mundial ha estado errado (“el orden mundial previo al virus era letal” dice Markus Gabriel),[2] y ha estado errada en general la idea de humanidad con la que hemos operado. Esta idea es lo que la pandemia ha venido a reventar. Un minúsculo y extraño ser —un alien verdadero—, multiplicado inconmensurablemente a través de los cuerpos humanos, ha venido a destruir no solamente nuestras vidas sino también nuestras certezas y sus hábitos más inveterados, todo aquello que no poníamos en cuestión, o no de manera suficiente y decidida. Nuestras debilidades, nuestros defectos, nuestras ficciones, nuestros riesgos.

Es innecesario introducir alguna teoría de conspiración para darnos cuenta de que hay dimensiones de la naturaleza que no controlamos, que ni siquiera conocemos ni entendemos bien. En verdad la Naturaleza —el universo, en general— no es nuestra enemiga ni nuestra amiga; no tiene ninguna intención y ningún plan —aunque el COVID-19 pareciera sembrado por una mente diabólica o un verdadero ángel exterminador. Lo que es racionalmente aceptable es el reconocimiento de que los efectos desastrosos de la pandemia tienen que ver no con el virus en sí mismo sino con las condiciones de la vida humana. El virus está lanzando un desafío no solamente a nuestra capacidad de sobrevivencia sino a la posibilidad de transformar nuestra forma de existencia. Ciertamente, estamos sometidos a la contingencia y ninguna transformación nos garantizará de modo absoluto una vida sin mal ni riesgo. No buscar tal improbable garantía y en cambio asumir con responsabilidad nuestra finitud y labilidad sería un signo de que empezamos a cambiar de actitud.

Sería el signo de un humanismo renovado, sabiamente autocrítico, que prefigura a un ser humano que ama la vida en la vida propia y en la de los demás, como en la de otros seres, sin soberbia ni ficciones teológicas, metafísicas o antropocéntricas.

En seguida presento una lista de los aspectos de la civilización mundial que la pandemia ha puesto directamente en crisis. A la vez iré apuntando las necesarias modificaciones, verdaderas reinvenciones, que los humanos tenemos que hacer si es que queremos tener futuro o, quizá, si es que hay futuro. No está de más decir que tengo en mente no solamente los pronunciamientos que distintos filósofos han hecho recientemente sobre el problema, sino lo que varios filósofos han dicho a lo largo de la historia y que pueden ser útiles para pensar el momento actual.

 

Soberbia humana. Humanismo crítico y feminista

La probable trasmisión del virus de animal a humano (para el caso de coronavirus actual y para otros virus anteriores) nos hace ver en primer lugar el error de suponer que el ser humano no tiene límites, y puede dominar y controlar todo lo que quiera. Lo que muestra el posible origen del virus es nuestra actitud equivocada respecto a los animales, esto es, el modo descuidado e irrespetuoso de nuestra relación con la vida animal —no solo la vida salvaje sino también la vida animal en granjas y emporios de producción de alimentos—. Es la actitud objetivante, cosificante respecto a la vida y a la naturaleza toda, respecto a toda realidad, lo que está en cuestión aquí. Se trata en verdad de la problematización de nuestro entero modo de vida.

Como ha señalado Gómez Campos en un artículo reciente, el feminismo contemporáneo ha planteado de forma clara una crítica radical al modelo civilizatorio dominante en toda la historia humana, por su carácter patriarcal, cosificante y violento, y nos recuerda la posibilidad —perdida en los orígenes de la cultura— de otro modelo; un modelo femenino, matricial más que matriarcal, sustentado en los valores de la convivencia pacífica, solidaria y respetuosa de la vida, es decir, una existencia que prioriza los rasgos positivos de la condición humana sobre los negativos.[3] Herbert Marcuse observó hace tiempo las convergencias de los planteamientos feministas con la idea de un modelo cultural no violento ni alienante, regido por las cualidades de la sensibilidad y la afectividad —un modelo erótico, que nos relaciona de forma equilibrada y pacífica con la naturaleza y con nuestros congéneres.[4] Es la estela entera de nuestros valores no de los declarados y profesados sino de los efectivamente practicados— lo que debemos modificar. Requerimos promover comportamientos más pacíficos, no centrados en la búsqueda desenfrenada, obsesiva al grado de la histeria, del éxito, la ventaja, la ganancia y, por ende, la dominación. Por lo menos no debemos desvalorar tan contundentemente, como se practica contumazmente en la sociedad moderna, la serenidad (descalificada como pasividad), la quietud, la demora, la tranquilidad; es decir, lo que los antiguos llamaban vida contemplativa. Es necesario que los humanos hagamos la paz no solo entre nosotros, sino con la Naturaleza, con el cosmos, con el Ser en cuanto tal.

El confinamiento a nuestras casas para evitar la trasmisión del virus nos está enseñando ahora y para el futuro posible que tenemos que revalorar —volver a habitar todos— el espacio de la vida privada, que tradicionalmente se había asignado casi exclusivamente a las mujeres. El ámbito de lo que la filósofa Hannah Arendt llama la labor, que tiene que ver con todas aquellas actividades y funciones requeridas para la reproducción de la vida: la alimentación, el aseo, la higiene, el descanso y, particularmente, las relaciones interpersonales directas, cotidianas, que son la base de la existencia y de la constitución o formación de las personas. El espacio privado es, notablemente, el encargado de la educación primera de las y los niños y los adolescentes, el lugar donde se adquieren (o no) las normas y principios más elementales para la convivencia y la interacción comunitaria. Cierto es que la asignación de las mujeres al espacio privado tuvo siempre un carácter discriminador y opresivo para ellas. El movimiento feminista cuestionó desde hace tiempo, no solo teóricamente sino también prácticamente, el modelo tradicional de la asignación de roles y tareas entre ambos sexos. No se trataba obviamente de destruir el espacio privado sino de hacer equitativa la actividades y responsabilidades de varones y mujeres en ese espacio, tal y como ocurre inversamente en el espacio público. En general, tampoco se trataría de destruir la familia, la célula de socialización básica, sino de aceptar la diversidad de sus formas de configuración, atajando los atavismos ideológicos más recalcitrantes al respecto. Humanos que no son capaces de valorar su hogar no valorarán nunca ese gran hogar de todos que es la Tierra. En el futuro será necesario lograr un equilibrio entre la esfera privada y la esfera pública, así como entre la labor, por un lado, y el trabajo y la acción pública, por otro. Desde sus orígenes todas las grandes culturas han recomendado como virtud básica el equilibrio, la mesura, la proporción, la ratio, precisamente.

 

Crasa estupidez. Racionalidad verdadera

Lo que la pandemia ha evidenciado en primer lugar es la irracionalidad de los sistemas sociales, particularmente del sistema capitalista. Lo que inmediatamente se puso en crisis, sobre todo en Occidente fue el sistema de salud, la institución médica que ha estado sometida a los criterios del orden económico neoliberal, ya por la privatización de los servicios médicos que ha ido a la par con el desarrollo del capitalismo, ya por la falta de recursos y presupuestos por parte de los Estados para la acción médica y, antes, para la investigación científica.

La falta de estudios críticos sobre esta situación —la situación de la ciencia y la técnica— es otra carencia del orden cultural moderno. Se cree que el pensamiento científico-técnico por sí solo va a resolver los problemas humanos y va a saber qué orientaciones y decisiones tomar. Pero este no es, estrictamente, un asunto científico-técnico sino que pertenece al campo de la reflexión filosófica y humanística. No hay manera científica o técnica de definir los valores que deben regir nuestros acciones e instituciones. Esto pertenece a la ética filosófica y al pensamiento en cuanto tal, es decir, a una función que es algo más que “conocimiento” y que “conocimiento empírico”. La filosofía, el pensamiento ético, las humanidades y el arte —que ayudan a entender lo que somos, lo que queremos ser y lo que debemos ser— deben ser revalorados como la base o el fundamento de nuestra posibilidad de comprensión, como el espacio de la autocomprensión, sin el cual ningún entendimiento ni conocimiento científico y ninguna acción técnica tienen sentido y, al fin, verdad y valor para comprender el mundo y orientarnos en él

La priorización acrítica de la ciencia, el cientificismo de la sociedad moderna es una pura ideología que solo produce ciudadanos enajenados y funcionales a los poderes establecidos. La medicina, en cuanto saber que se encuentra en la frontera entre el saber científico-técnico y las ciencias sociales y humanas, no puede operar con criterios cientificistas, ni estar sometida a los parámetros económico-empresariales o burocrático-funcionales. Los procedimientos objetivistas, cosificantes, de la práctica médica no pueden continuar. La medicina no puede seguir siendo considerada como negocio de particulares o, en el caso de México, como objeto de corrupción dentro del sistema de salud pública en connivencia con empresas abusivas. Hay que recordar una verdad de Perogrullo: la medicina debe curar, no enfermar. En la sociedad contemporánea, la medicina enferma no solo física sino también social y culturalmente.[5] Requerimos un nuevo régimen del saber, donde se atiendan por igual los criterios empírico-técnicos y los criterios éticos-sociales, donde la salud humana sea vista desde una perspectiva integral y crítica; científica y filosófica: esto es, humanística.

Uno de los rasgos de esa medicina integral por venir es lo que se ha dicho muchas veces, pero nunca ha sido aplicado seriamente: la priorización de la prevención sobre la curación. Se ha apologizado como un gran avance de la medicina moderna la prolongación de la esperanza de vida, aunque a la vez la economía capitalista se ha encargado de que esa vida prolongada no sea cualitativamente mejor. Larga vida, aunque esté llena de achaques y enfermedades crónicas (diabetes, hipertensión, cardiopatías), algunas de las cuales son resultado de la estresante forma de vida moderna y el tipo de alimentación (comida chatarra, alta en azúcares y grasas) promovido por un mercado sin reglas y por grandes empresas multinacionales (como Coca-Cola). El virus ha mostrado lo débil y contradictorio de esta condición. En general, ha evidenciado la letalidad constitutiva de la economía capitalista, dirigida por criterios puros de competencia y de ganancia voraz. Es una economía de muerte en todos los aspectos, no solo en el que se refiere a la producción de armas, sino también en la comida, la diversión, el “turismo” —incluye Gabriel—, la comunicación, la educación, la medicina, las sectas y, obviamente, los servicios fúnebres. El capitalismo te vende comida que mata, te ofrece medicina que mata, te da trabajo en maquiladoras que mata, y te ofrece panteones “de primera clase” para cuando ya estés totalmente muerto.

El capitalismo es un sistema intrínsecamente irracional y perverso, pues opera en principio bajo la inversión entre medios y fines; la actividad económica, que es un medio para la reproducción de la vida humana, se convierte en un fin en sí mismo. Pero lo peor del capitalismo es que generaliza ese mecanismo a toda actividad social y cultural. Todo es objeto de negocio y de ganancia, todo tiene un precio. El capitalismo pervierte, así, todos los subsistemas de reproducción de la vida social; lo que es un medio se convierte en fin en sí mismo y el fin es olvidado o destruido: la economía promueve el despilfarro; el sistema de justicia produce injusticia; la administración entorpece la acción; las cárceles fabrican delincuentes; la educación deseduca; los sistemas de comunicación incomunican; la ciencia atonta y la religión reproduce el pecado (y la academia enseña a no pensar).

El diagnóstico y la crítica a la alienación económica del sistema capitalista hecho por Marx no estaba equivocado: era parcial. La alienación se extiende a todos los ámbitos de la vida socio-cultural, y ésta se vuelve una propedéutica para el infierno. Ciertamente, la alternativa al capitalismo no puede ser ese capitalismo de Estado, autoritario, llamado equivocadamente comunismo.

Lo que requerimos enfrentar a la perversión de los sistemas sociales en general es una nueva racionalidad, una verdadera racionalidad. Una razón de los fines y no solo de los medios. Un razón sensible y abierta a la existencia real, que no se conforme con construir sistemas teóricos, cerrados y acabados, sordos a todo clamor de la vida, incapaces de pensar en serio. Una razón crítica que luche contra la alienación humana y contra la propia alienación de la razón, contra una racionalidad subsumida que se niega a sí misma y se convierte en sin-razón. La filosofía del siglo XX fue radical en su crítica al racionalismo moderno —abstracto, indiferente, carente de sentido y valor—, pero el posmodernismo llevó las cosas al límite de promover y defender el mero irracionalismo. El nihilismo posmoderno no es una vía transitable. Un racionalismo filosófico integral postula, en contra del escepticismo moderno, que la razón nos da acceso a la realidad tal cual; y en contra del relativismo posmoderno, que cabe postular principios y valores universales con los que debemos guiarnos –justicia, igualdad, libertad. Una nueva razón incluye necesariamente, en la medida en que son partes de lo real, las dimensiones de la sensibilidad y la afectividad, que puedan realizar el respeto a la dimensión general de la vida social y comunitaria.

TOMADA DE BYZNESS

 

Falsa dicotomía. La comunidad humana

Byung-Chul Han, filósofo surcoreano que hizo carrera académica en Alemania, es conocido por sus acres diagnósticos de las formas negativas de la vida en la sociedad posmoderna.[6] A propósito de la pandemia publicó recientemente un artículo en el que compara el modo oriental y el occidental de enfrentar el problema.[7] Su análisis se centra en la caracterización crítica del sistema político chino y la forma drástica en que el gobierno de ese país ha actuado para frenar el contagio. El sistema autoritario chino, apoyado en el uso a gran escala de las nuevas tecnologías informáticas, ha operado bajo esquemas estrictos de control de la población. La condición de su eficacia tiene que ver, según Han, con la restricción de las libertades individuales y la ausencia de democracia —la represión de cualquier oposición política— que se da en ese país. Aunque no pretende un juicio equilibrado sobre los dos mundos que analiza, Han esboza una crítica al modo individualista e irracional —egoísta— de los ciudadanos de los países occidentales; extrañamente, no relaciona los aspectos negativos de Occidente con aquellos positivos que él valora y con los cuales se identifica.

Si nos remitimos a los hechos cabe observar que el análisis de la oposición entre Oriente y Occidente no puede quedarse en el nivel de los sistemas político-económicos —en la oposición: autoritarismo contra democracia, capitalismo contra comunismo— pues, de hecho, países orientales que esencialmente han aplicado el mismo tipo de medidas que China, como Japón, Hong-Kong, Singapur y la misma Corea del Sur, no tienen sistemas políticos autoritarios sino democráticos y capitalistas, a la manera de Occidente. Aceptando las críticas que Han hace al autoritarismo político oriental, queremos, sin embargo, ir más allá y pensar que la diferencia entre ambas zonas geopolíticas es también una diferencia cultural, que remite a historias y tradiciones (mentalidades, dice Han) claramente distintas y distantes. La “distancia” podría explicar la falta hasta ahora de una mediación entre ambos extremos, esto es, la posibilidad de un tercer modelo de organización política y sociocultural. Es lo que quisiéramos ensayar en adelante.

El propio Han expresa la diferencia cultural que nos interesa analizar, y que ha sido tema de la filosofía política y de la cultura en las últimas décadas: la contraposición entre individualismo y comunitarismo.[8] Al filósofo surcoreano no le interesa ahondar en esta perspectiva, su actitud parece desvalorar todo rasgo cultural oriental. Sin embargo, reseña con detenimiento todas las ventajas de los países orientales respecto a la epidemia: el uso generalizado de mascarillas, la información precisa que se tiene sobre su desarrollo, la disciplina de los ciudadanos y su confianza en el Estado. Se trata básicamente de un comportamiento donde los ciudadanos orientales no tienen dificultad para asumir que lo racional es poner el interés colectivo sobre el individual. Han señala también, aunque menos detenidamente y con menos agudeza crítica, las desventajas de Occidente, particularmente de Europa: la negligencia de la población para atender las medidas, el desprecio a la autoridad, el absurdo cierre de fronteras, la ambigüedad de los gobiernos, etc. Se trata básicamente de un comportamiento donde los ciudadanos occidentales ponen, irracionalmente, su interés individual sobre el colectivo. Parece que en el momento actual es difícil asumir una postura neutral sobre esta situación, aunque cabe todavía pensarla en términos filosóficos.

¿Existe alguna mediación, alguna síntesis posible entre el paradigma individualista y el comunitarista? El filósofo mexicano Luis Villoro se hizo la misma pregunta a lo largo de su vida.[9] Asumía desde su propia práctica profesional los valores de la tradición cultural occidental y particularmente los de la modernidad: el ejercicio de la razón crítica, el saber científico y los derechos humanos. Pero era consciente de que estos valores eran insuficientes y su nivel de abstracción podía llevar, contradictoriamente, a la mera mistificación, a la ideología. Una visión ética le llevó a considerar, sin caer en la mistificación etnicista, los valores de las comunidades indígenas mexicanas y latinoamericanas, tales como el sentido mismo de comunidad, el respeto a la naturaleza (sentido de lo sagrado) y la actuación política regida por principios éticos (cabe recordar que desde su juventud Villoro valoró también aspectos del pensamiento oriental).[10] La contradicción entre individualismo y comunitarismo la resuelve el filósofo mexicano mediante dos normas o principios correctivos: 1) la subsunción del individuo a la comunidad debe ser resultado de una libre decisión y no de un acto de violencia, física o simbólica (la fuerza del “todos dicen”, del “se acostumbra esto”); 2) la necesidad del individuo de pertenecer a una comunidad debe ser considerada un derecho humano universal (un derecho o una garantía individual y no un “derecho colectivo”, que también puede funcionar como una abstracción ideológica).

Pero ¿existe algún comunitarismo, alguna comunidad que esté dispuesta a respetar seriamente la libertad individual? ¿Puede existir una comunidad que no funcione bajo criterios identitarios, potencialmente sectarios, que requieren el sometimiento sin más de los individuos? Por otra parte, ¿existe algún Estado u organización que puede respetar el derecho de pertenencia a una comunidad como un derecho humano universal? ¿Qué tipo de Estado sería ese? ¿Qué tipo de comunidad sería aquella? Parece que la propia conformación actual de las comunidades y los Estados nacionales implica una respuesta negativa a las anteriores preguntas.

Es aquí donde el pensamiento utópico es requerido pues es nuestra única posibilidad. La única manera de resolver el conflicto individualismo/comunitarismo (Occidente/Oriente, pero también Norte/Sur) es a través de la idea de humanidad universal, de comunidad humana universal y de organización política multinacional, de Estado mundial (la utopía cosmopolita de Kant).[11] El derecho de pertenencia a la comunidad y el ejercicio de la libertad individual no son contradictorios en el plano universal. Pero ¿es posible tal solución? ¿Y cómo? Solo hay una manera, una que desde hace siglos o milenios han realizado los seres humanos un poco silenciosamente, como en el trasfondo de las diversas vicisitudes político-económicos y sociales de la historia: la comunicación y el intercambio cultural entre los pueblos.[12] La comunidad universal y el Estado mundial posibles son precisamente los de la cultura: comunidad cultural universal y Estado cultural mundial. La cultura es el sentido colectivo de la espiritualidad de un pueblo; hoy, de un pueblo cosmopolita, según Gabriel, de un pueblo cósmico, decía Gilles Deleuze.

Nada hemos admirado tanto de las nuevas tecnologías y del internet como las posibilidades de comunicación intercultural global. La cultura, es decir, la filosofía, la ciencia, el arte y la técnica, son los únicos valores que resisten la universalización y que pueden permitirnos construir una sociedad mundial capaz de unirse en su diversidad en torno a principios básicos de coexistencia y de defensa común de lo humano. Son los valores últimos del ser humano —el bien, la verdad, la belleza y la razón— los que, además, pueden justificar la lucha por la sobrevivencia, por la salvación de la humanidad, pues tales valores contienen, al fin, nuestra manera de responder al misterio de la existencia, y a la vez, la manera en que la existencia en general —el Cosmos, la Naturaleza, la Historia— revela, para sí misma y para nosotros, algo de su sentido.

Por su acción efectiva quizá el ser humano no merezca sobrevivir y el planeta sería feliz sin nuestra presencia. Pero sería una gran pena que pereciera el único lugar donde el valor y el sentido de la existencia —la conciencia reflexiva— puede revelarse, al menos como idea. Seguramente el ser humano nunca podrá resolver el misterio de la existencia —¿por qué existimos?, ¿por qué existe todo?—, pero extinguida la especie humana se extinguiría también la conciencia de ese misterio y la existencia toda —desde la lejana galaxia hasta las florecillas de octubre— nunca más podrá saber de su encanto y su fulgurante belleza. La mágica creación del universo habría sido al fin de cuentas un descomunal y absurdo desperdicio.

 

Injusticia mundial. Justicia universal

La utopía que hemos delineado no es un mero tema de ensoñación sino un imperativo para la humanidad actual. La comunidad humana universal no podrá realizarse si no se cambia el actual orden económico mundial, profundamente injusto e irracional. Estas son las tareas de un Estado democrático mundial, que el egoísmo de las Naciones-Estado —que es el egoísmo de sus ciudadanos— no ha creído nunca factible. No hay ninguna razón para que no lo sea, salvo nuestro sentido siempre parcial y al final falso de justicia, en otras palabras, nuestra disposición real, como humanos entre humanos, para optar más por la injusticia que por la justicia. Pero el asunto es más profundo.

La injusticia ha sido desde siempre el rasgo cuestionable de nuestros comportamientos como individuos que forman parte de una sociedad. Por principio somos injustos con el otro, y lo somos porque el Otro es una singularidad infinita: nunca podemos darle todo lo que le corresponde.[13] La infinitud de la otredad no es algo simplemente cuantitativo; tiene un carácter cualitativo o, más bien, existencial: es el ser de una concreción abierta a todo y en devenir, lo que hace del otro algo irreductible a una definición, a una fórmula que nos permitiera decidir cuánto le corresponde, qué es lo justo para él. Ahora bien, en cuanto yo —el sí mismo— soy Otro para otros, soy también una singularidad infinita —incluso lo soy para mí mismo, para mi pura conciencia y mis propias formulaciones. No percibimos tal condición en la medida en que solo actuamos, y no pensamos, pues el pensamiento es lo único que nos permite acceder a la idea de infinitud; sin el pensar no hay infinitud para nosotros, quedamos condenados a la pura finitud, es decir, a reflejar simplemente el ser mortal que somos. Reducidos a nuestra finitud, y a la particularidad de nuestros intereses y conveniencias, somos indefectiblemente injustos. Solo en cuanto pensamos, en cuanto comprendemos —y todo ser humano tiene la potencia de pensar, su esencia es esa potencia— somos capaces de abrirnos a la inconmensurabilidad de la existencia y de cada existente, solo entonces podemos aprehender la idea pura de justicia en cuanto que es, constitutivamente, justicia infinita. De esta manera, el pensamiento nos enseña críticamente que no podemos mistificar ninguna situación real como definitivamente justa: nunca somos lo bastante justos y siempre podemos ser injustos. La idea, el ideal de justicia, es un parámetro que nos sirve para tomar conciencia de la injusticia existente y para evaluar su grado y las posibilidades efectivas de su superación —nunca absoluta. La justicia es un proceso interminable pero irrenunciable. Bajo esta idea: que la lucha por la justicia es permanente y nunca se clausura, debemos asumir nuestro compromiso por establecer relaciones justas entre los humanos —entre hombre y mujeres, entre prójimos y lejanos, entre poseedores y desposeídos, entre incluidos y excluidos.

La injusticia crece y se naturaliza al nivel de los sistemas sociales y de las relaciones geopolíticas mundiales. El problema más grave de los últimos tiempos es la enorme injusticia que existe en las relaciones internacionales, es decir, la casi inconmensurable disparidad en los ingresos, el bienestar y las capacidades de los seres humanos en función de los países y regiones a las que pertenecen. En tiempos de catástrofe, como la actual pandemia, la injusticia mundial muestra descarnadamente su realidad, su horror. La mortalidad excesiva que está produciendo el COVID-19 no se compara con la que anualmente se produce por causa de la pobreza y la falta de atención médica en el mundo. La pandemia vendrá a agravar la situación de los países pobres. Muchos de estos países, en los límites de la sobrevivencia, se encuentran atrapados, como productores de materias primas y como consumidores de los gadgets del capitalismo, en una lógica perversa, en una doble enajenación: venden sus productos a precios bajísimos para adquirir a precios altísimos mercancías fabricadas con esos productos (que a veces son mercancías meramente dañinas). Esta perversión colonialista debe terminar. No solo es económicamente inviable —esos países nunca van a salir del subdesarrollo— sino que es moralmente reprobable. Pero más allá de la lucha por un mundo de relaciones más justas, se trata de volver a concebir al Otro —al ser humano que somos cualquiera— como una singularidad infinita e infinitamente concreta. No como un ente que posea alguna cualidad intrínseca que le dé su dignidad y su valor, sino como ese ser que existe en estado de apertura e indeterminación —existencialmente— y que nunca es todo lo que es y siempre es más de lo que es. Un existente que no es sino un reflejo, miles de millones de reflejos, de la potencia infinita de la existencia.

 

Identitarismo ideológico. Filosofía perenne

Los seres humanos no tenemos una definición predeterminada, más bien somos lo que nos hacemos y lo que hacemos. Markus Gabriel agrega a la venerable tradición del existencialismo la siguiente definición: somos conforme a la imagen o idea que nos formamos de nosotros mismos.[14] El espíritu (la mente) es aquello que actúa y existe conforme a la definición que se hace de sí mismo. Esto significa que somos seres esencialmente libres, que la libertad es nuestro rasgo propio. Concebirnos como seres no-libres —meros productos de Dios, de la Naturaleza o de cualquier otro mecanismo— es claramente una estupidez (“mala fe”, le llamaba Jean-Paul Sartre), cuando tenemos la chance de concebirnos como queramos, como seres libres, y de serlo efectivamente. No hay otra explicación de la libertad; y es la filosofía lo único que nos permite descubrir la verdad esencial de lo que somos. Es la filosofía la que puede fundamentar una nueva antropología, una nueva idea de ser humano con la cual construir una humanidad universal, capaz de superar desafíos fenomenales como las pandemias y otros, y seguir adelante.

TOMADA DE ECONOMÍA DIGITAL

 

Los conflictos social-humanos son los que nos impiden y han impedido avanzar a un estadio superior de humanidad, pero esos conflictos son básicamente producto de ideologías, el resultado de las ideologías, es decir, de concepciones irreflexivas, parciales y al fin falsas acerca de lo que somos. Se trata de concepciones de distinta índole que coinciden en el hecho de que buscan negar la libertad, nuestra libertad, y darnos un ser único y determinado. La primera tarea de la filosofía es la crítica sin concesiones de toda forma de ideología y de todo tipo de ideologías.

Las ideologías son formas de pensamiento que nos dicen que somos dependientes de algo que garantiza de modo cuasi-absoluto nuestra existencia: una divinidad, la naturaleza, el cerebro, los otros, la sociedad, el Estado, la técnica, etc. La ideología consiste en delegar en otra cosa la responsabilidad de nuestro ser, la forma ideológica es renuncia a pensar y decidir por sí mismo. Las ideologías sociales —religiosas, nacionalistas, políticas, tecnocráticas— cumplen la función de garantizar la coherencia de una conciencia individual y la consistencia funcional de un grupo o sistema social. Son el cemento que ajusta firmemente la identidad personal a una identidad colectiva, y de ésta a aquella. Toda ideología tiene un carácter identitario, cerrado, definitivo. Independientemente de algunas funciones positivas que han tenido las religiones, su maleficio intrínseco estriba en que se basan en una estructura identitaria que, haciendo uso de diversos elementos mitológico-simbólicos, solo sirve para reforzar la unidad de un grupo y el poder dominante en ese grupo, sociedad o sistema civilizatorio (judío, católico, protestante, islámico, budista, etc.). Toda religión busca su universalización, pero solo puede hacerlo a costa de negar las otras religiones o sistemas de creencias, de imponer su dogmática particular a todos. La única forma de pensamiento que puede ser universalizable en verdad, y que es capaz de cumplir el sentido válido de la escatología religiosa —la esperanza absoluta—, es la filosofía —ciertamente, los filósofos tienen, tenemos que ajustar cuentas permanentemente con los elementos religiosos, identitarios o dogmáticos que se filtran en nuestra manera particular de practicar el pensamiento. La autocrítica es el rasgo de una mentalidad filosófica consistente, comprometida con la verdad de lo que existe antes que con la coherencia de una doctrina o corriente. En filosofía, las ideas y los sistemas son medios para el fin de acceder a la realidad y a la verdad; no son fines en sí mismos. Quedarse fijado en la idea es la alienación propia del filósofo, es lo que constantemente debemos superar y que la filosofía siempre nos ha enseñado y exigido.

La filosofía contiene en sí misma y en su tradición todo para ser un pensar universal, de todos y para todos: el diálogo racional e incluyente entre mujeres y hombres, entre todas las culturas y todas las formas de sabiduría; el compromiso del pensamiento con la existencia; el propósito de pensar, sin presupuestos ni determinaciones previas, lo que es la realidad en cuanto tal; el sentido de la infinitud y la convicción de que lo que une a todos y cada uno es la capacidad de pensar: “En el acto de pensar todos los seres humanos, incluso lo más contrarios entre sí son entre sí iguales; cuando pienso estoy entrelazado, o más bien unido con todos los demás, más todavía, al pensar, yo mismo soy todos los seres humanos”.[15]

La humanidad futura será una o no será. El humanismo por venir será filosófico o no será.

 

Bibliografía

  1. Feuerbach, Ludwig, Abelardo y Heloísa y otros escritos de juventud, Comares, Granada, 1995.
  2. Foucault, Michel, La vida de los hombres infames, La piqueta, Madrid, 1990.
  3. Gabriel, Markus, “El orden mundial previo al virus era letal”, El País, 23 de marzo de 2020. (https://elpais.com/cultura/2020/03/21/babelia/1584809233_534841.html?ssm=TW_CC&fbclid=IwAR2TNiwbOZaxHFmRbmT7L8yfMxtzKbaMu02NnjiDdCixd048ZQ1RXAP03YM), consultado el 2 de abril de 2020.
  4. Gabriel, Markus, Concebir la mente humana tras el fracaso del naturalismo, Pasado y presente, Barcelona, 2019.
  5. Gabriel, Markus, Por qué el mundo no existe, Océano, México, 2016.
  6. Gabriel, Markus, Yo no soy mi cerebro. Filosofía de la mente para el siglo XXI, Pasado y Presente, Barcelona, 2016.
  7. Gómez Campos, Rubí de María, “Masculinidad, violencia y humanidad”, en Tribuna digital, (http://www.tribunadigital.online/2020/03/masculinidad-violencia-y-humanidad/?fbclid=IwAR0qsvWLbZ6_-7cPB5IsIiiVrvbZ6ayipZRrH1iEywOqpqVIQ0Pr1CXsVsY)
  8. Gómez Campos, Rubí de María, El feminismo es un humanismo, Anthropos, Barcelona, 2013.
  9. Han, Byung-Chul, Filosofía del budismo zen, Herder, Barcelona, 2015.
  10. Han, Byung-Chul, “La emergencia viral y el mundo de mañana”, en El País, 22 de marzo de 2020. (https://elpais.com/ideas/2020-03-21/la-emergencia-viral-y-el-mundo-de-manana-byung-chul-han-el-filosofo-surcoreano-que-piensa-desde-berlin.html), consultado el 2 de abril de 2020.
  11. Husserl, Edmund, “La filosofía y la crisis de la humanidad europea”, en La filosofía como ciencia estricta, Nova, Buenos Aires, 1973.
  12. Husserl, Edmund, Crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Folios, México, 1984.
  13. Ilich, Ivan, Némesis médica. La expropiación de la salud, Barral, Barcelona, 1975.
  14. Kant, Emmanuel, Lo bello y lo sublime. La paz perpetua, Espasa-Calpe, Madrid, 1946.
  15. Marcuse, Herbert, Calas en nuestro tiempo. Marxismo y feminismo. Teoría y praxis. La nueva izquierda, Icaria, Barcelona, 1976.
  16. Marcuse, Herbert, Eros y civilización, Seix-Barral, Barcelona, 1968.
  17. Nancy, Jean-Luc, El sentido del mundo, La marca, Buenos Aires, 2003.
  18. Nancy, Jean-Luc, Justo imposible. Breve conferencia acerca de lo que es justo o injusto, Proteus, Barcelona, 2010.
  19. Ramírez, Mario Teodoro, Filosofía culturalista, Gobierno de Michoacán, Morelia, 2005.
  20. Ramírez, Mario Teodoro, La razón del otro. Estudios sobre el pensamiento de Luis Villoro, UNAM, México, 2010.
  21. Rocker, Rudolf, “Nacionalismo y cultura”, (https://es.theanarchistlibrary.org/library/rudolf-rocker-nacionalismo-y-cultura.pdf), visto el 2 de abril de 2020.
  22. Villoro, Luis, Estado plural. Pluralidad de culturas, UNAM/Paidós, México, 1998.
  23. Villoro, Luis, Páginas filosóficas, Universidad Veracruzana, Xalapa, 2006.

 

Notas
[1] Cfr. Husserl, E., “La filosofía y la crisis de la humanidad europea”, en La filosofía como ciencia estricta, ed. cit., pp. 135-172. Un desarrollo más amplio se encuentra en Husserl, E., Crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, ed. cit.
[2] Gabriel, Markus, “El orden mundial previo al virus era letal”.
[3] Gómez Campos, Rubí de María, “Masculinidad, violencia y humanidad”. Ver también de la autora: El feminismo es un humanismo.
[4] Cfr. Herbert Marcuse, Calas en nuestro tiempo. Marxismo y feminismo. Teoría y praxis. La nueva izquierda, ed. cit. Sobre el “modelo erótico” ver del mismo autor: Eros y civilización.
[5] El texto clásico, un verdadero punto de inflexión de la crítica de la medicina: Ivan Ilich, Nemesis medica. La expropiación de la salud. Del socorrido, aunque siempre ambiguo, Michel Foucault, no remitiría tanto a sus conocidos textos, El nacimiento de la clínica o Vigilar y castigar, sino a varios artículos sobre el desarrollo histórico de la medicalización que aparecen en: Foucault, M., La vida de los hombres infames, ed. cit.
[6] Sus varios y breves libros son bien conocidos y accesibles. Hago referencia solamente a uno que muestra su conocimiento de la tradición cultural oriental: Byung-Chul Han, Filosofía del budismo zen.
[7] Han, Byung-Chul, “La emergencia viral y el mundo de mañana”.
[8] Cfr. Ramírez, Mario Teodoro, Filosofía culturalista, ed. cit.
[9] Cfr. Ramírez, Mario Teodoro, La razón del otro. Estudios sobre el pensamiento de Luis Villoro, ed. cit.; y Villoro, Luis, Estado plural. Pluralidad de culturas, ed. cit.
[10] Ver particularmente: Villoro, Luis, “Una filosofía del silencio: la filosofía de la India”, en Páginas filosóficas, ed. cit.
[11] Cfr. Kant, Emmanuel, Lo bello y lo sublime. La paz perpetua, ed. cit.
[12] Cabe recordar el texto muy reconocido hace tiempo, pero siempre vigente, del anarquista alemán perseguido por los nazis Rudolf Rocker, Nacionalismo y cultura, 1936. La edición de este libro ha sido rara, aunque afortunadamente hoy se encuentra en internet.
[13] Cfr. Nancy, Jean-Luc, Justo imposible. Breve conferencia acerca de lo que es justo o injusto, ed. cit. De la múltiple bibliografía de Nancy cabe mencionar: El sentido del mundo, ed. cit.
[14] Cf. Gabriel, Markus, Neoexistencialismo. Concebir la mente humana tras el fracaso del naturalismo, ed. cit.; ver también de Gabriel, Markus, Yo no soy mi cerebro. Filosofía de la mente para el siglo XXI, ed. cit.; y Por qué el mundo no existe, ed. cit.
[15] Feuerbach, Ludwig, “De Ratione, una, universali, infinita”, en: Abelardo y Heloísa y otros escritos de juventud, ed. cit. p. 85.

 

 

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