Estos fragmentos seleccionados constituyen un adelanto de los Diarios escritos por Søren Kierkegaard entre enero y marzo de 1849. Forman parte de sus Papeles X1 A o NB, aún inéditos en castellano. La doble nomenclatura, que aparece al comienzo de cada uno de ellos, se debe a que los nombrados como X1 A corresponden a la edición danesa de los Søren Kierkegaards Papirer, editados por Gyldendal, y sus equivalentes NB, a la nueva edición de Gads Forlag de los Søren Kierkegaard Skrifter, que pueden consultarse en línea: www.sks.dk.
Los que se dan a conocer a continuación son el relato de las tres entrevistas que le concedió o, más bien, le pidió el rey Christian VIII en el año 1847. Van enmarcadas, al principio y al final, por la referencia al esfuerzo que había significado su tarea de escritor y la respuesta a ese esfuerzo por parte de la intelectualidad y el pueblo danés que, al momento de escribir estos diarios personales, llevaba ya cuatro años de burlas y agravios constantes. Un hecho que iba a marcarlo a tal punto que lo llevaría a definirse a sí mismo como “el mártir de la risa”.
X1 A 39 / NB9:39
Resulta difícil que logre llevar todo adelante; es demasiado para un hombre. Precisamente porque convenía reflejar el cristianismo fuera de un formidable refinamiento, cultura, de la confusión del academicismo, etc., yo mismo debía estar en posesión de toda esta cultura, en cierto sentido, delicado como un poeta, y mero intelecto como un pensador. Pero para lo que viene después se necesitan fuerzas físicas y una educación estricta de otro tipo: saber vivir con poco, no necesitar muchas comodidades, poder utilizar una parte del intelecto en esta autodisciplina.
Por lo tanto, toma un niño sano y fuerte, y edúcalo en este tipo de autodominio. Entonces, en un par de años bien aprovechados, se familiarizará con toda mi operación mental, no necesitará ni la décima parte de la diligencia y el esfuerzo de mis reflexiones ni el tipo de dones que yo he tenido y que precisamente eran necesarios para el primer ataque. Pero, entonces, he aquí el hombre que se necesita: endurecido, estricto y, no obstante, lo suficientemente armado de dialéctica.
Pero en verdad, me atrevo a decir, la tarea que he tenido fue hercúlea. Para ello, he tenido los presupuestos absolutos, una fortuna maravillosa y una bendición, mas para lo que viene no tengo tales presupuestos. Debería volver a ser un niño y, preferiblemente, no un hijo de la vejez, pues estos en general carecen de fuerzas físicas, debería tener salud física y mucho menos fantasía y dialéctica.
X1 A 41 / NB9:41
Lamentable, como le dije un día a Christian VIII,[1] lamentable ser un genio en una ciudad de provincia. Desde luego, lo dije como una cortesía hacia él; le dije: “La única desgracia de Su Majestad es que su sabiduría y sensatez son demasiado grandes y el país, demasiado pequeño; es una desgracia ser un genio en una ciudad de provincia”. A lo que él respondió: “Entonces tanto más se puede hacer por los individuos singulares”. Era la primera vez que yo hablaba con él. Me dijo muchas cosas elogiosas y me pidió que lo visitara, a lo que respondí: “Su Majestad, no visito a nadie”. Entonces, él dijo: “Sí, pero sé que no tendrá nada en contra de que envíe por usted”. A eso respondí: “Soy un súbdito, Su Majestad no tiene más que mandar; pero, por lo mismo, me reservo una sola cosa”. “Vamos, pues, ¿qué es?” “Que me esté permitido hablar con usted en privado.” Después me dio la mano y nos separamos. En el transcurso de la conversación, al principio, también dijo algo sobre mí, que yo tenía tantas ideas, si no podía confiarle algunas a él. A esto le respondí que yo había pensado que todo mi empeño, entre otras cosas, era beneficioso también para cualquier gobierno, pero que el punto era precisamente que yo fuera y siguiera siendo un particular[2] ya que, de lo contrario, se infiltraría de inmediato una interpretación mezquina. Y, además, agregué: “Tengo el honor de servir a un poder más alto, por el cual me he jugado la vida”.
En cuanto entré por la puerta y dije mi nombre, él dijo: “Me alegra muchísimo verlo; he oído tantas cosas buenas de usted”. A esto respondí (y, por supuesto, en la antesala, me había sentado con temor y temblor y no sabía si iba a entrar con los pies o cabeza abajo por la puerta (alguien que estaba de pie allí conmigo me preguntó si iba a inclinarme tres veces cuando entrara, a lo que respondí que, para mí, era una pregunta ridícula, que un viejo cortesano podía decidirla de antemano, que yo no sabía si iba a entrar de pies o cabeza abajo), pero después, tras haber entrado, me acerqué tanto al rey que dio un paso hacia atrás, fijó en mí sus ojos, en los que vi de inmediato lo que yo quería): “Y yo, Su Majestad, siempre me dije a mí mismo: al final, el hombre con el que mejor te hallarás es el rey, pues para que eso suceda debe ser uno que tenga espíritu suficiente para ello y que, así, esté tan alto que no pueda ocurrírsele ser desconsiderado conmigo”.
En conjunto, bien valió la pena anotar mis conversaciones con él.
X1 A 42 / NB9:42
La segunda vez que hablé con Christian VIII fue en Sorgenfrie[3] muchos meses después. Dicho sea de paso, su conversación no era, en cierto sentido, muy significativa para mí, porque él quería que yo hablara. Pero hablar con él resultaba estimulante y nunca he visto a un hombre mayor tan animado, por poco enardecido, casi como una mujer. Tenía una especie de voluptuosidad con relación al intelecto y el espíritu. De inmediato advertí que eso podría ser peligroso para mí y, por lo tanto, me mantuve alejado de él con la mayor cautela posible. En presencia de un rey, me pareció indecoroso utilizar mis rarezas como pretexto para no ir y, en consecuencia, adopté otra táctica: que yo era enfermizo. Christian VIII tenía dotes brillantes, pero se extraviaba en su gran inteligencia, que carecía de un fondo moral en la proporción correspondiente. Si él hubiera vivido en un país del sur, y me imagino a un religioso astuto, Christian VIII habría sido una víctima segura. Ninguna dama, ni siquiera la más eminentemente dotada, habría tenido un real poder sobre él; en parte, porque era demasiado inteligente para eso y, en parte, un poco dado a la superstición masculina de creer que el hombre es más inteligente que la mujer. Y un jesuita — él sí que podría haber manejado a Christian VIII a su antojo; sin embargo, este jesuita debía haber tenido a su disposición lo interesante, pues eso era, en realidad, aquello por lo que suspiraba. Pero encantador, extraordinariamente fino, con un raro buen ojo para lo que pudiera deleitar y alegrar al individuo singular; justamente ese individuo singular era él.
Entonces entré. Él dijo: “Hace mucho tiempo que no lo he visto por aquí”. A eso respondí, todavía junto a la puerta: “Quizá Su Majestad permita ante todo que me explique. Debo rogar a Su Majestad que tenga la certeza de que aprecio la gracia y el favor que me manifiesta, pero soy de constitución enfermiza y, por eso, vengo tan raras veces. En realidad, no soporto la espera en una antesala; me agota.” A esto respondió que no hacía falta que yo esperara y que, en todo caso, podía escribirle. Se lo agradecí. Después, pasamos a la conversación que, en parte, la hicimos paseando. Él siempre prefería hablar de cuestiones de gobierno o hacer alguna consideración general sobre distintos temas políticos. Ese día, dirigió la conversación hacia el comunismo, por el cual sentía, con mucha claridad, angustia y miedo. Le expliqué que, según lo que yo había entendido, todo el movimiento que estaba por desatarse era un movimiento que de ningún modo llegaría a afectar a los reyes. Sería una lucha entre una clase y otra, pero las partes en discordia siempre tendrían interés en llevarse bien con el monarca. Eran los problemas de la antigüedad que volvían y, por lo tanto, resultaba fácil ver que el rey, en cierto modo, quedaba al margen. Como en una casa, habría discordias entre los del sótano y la planta baja y entre éstos y los del primer piso, etc., pero el propietario no sería atacado. Luego hablé sobre cómo se combate con “las masas”: sólo permaneciendo en completa calma; que “las masas” eran como una dama con la cual nunca se combate en forma directa, sino indirecta, ayudándolas a dejarse arrastrar por ellas mismas y, dado que carecen de ideas, siempre querrían escapar en el instante siguiente — pero sólo permaneciendo firme. En ese momento, dijo: “Sí, eso debería hacer en particular un rey”. A eso nada respondí. Entonces hablé sobre el hecho de que lo que necesitaba toda la época era educación y que lo que en países grandes se convertía en violencia, en Dinamarca se convertía en travesuras. Cuando hizo algunos cumplidos sobre mi inteligencia, etc., aproveché la situación para decirle: “Su Majestad ve mejor, con mirarme nomás, que es cierto lo que digo porque, en lo que a mí respecta, en realidad, todo se trata de haber tenido una buena educación y, por ende, de mi padre, en realidad. Luego hablamos un poco de Guizot,[4] de un ataque que justo acababan de hacerle. Señalé lo vil de este equívoco, que mientras los Estados modernos en realidad han hecho del escándalo una dimensión oficial del Estado y, por lo tanto, la táctica es ignorarlo, de pronto, un día, se les ocurre decir que un ataque semejante debe ser una cosa seria. “Me imagino a Guizot; ha leído el ataque; después, a lo sumo, se ha mirado en el espejo para asegurarse de que la sonrisa y el gesto eran los completamente habituales — y luego, luego se inventa que debe ser una cosa seria; y si, por el contrario, otro día hubiera tomado en serio un ataque semejante, entonces se habrían burlado de él como de un gentilhombre de campo que no estaba acostumbrado a la vida de una gran ciudad.
En el margen:
Luego dijo algo de Sorøe;[5] dio una especie de conferencia sobre ella, y pidió mi parecer. Contesté que nunca había pensado nada sobre Sorøe. Me preguntó si no tendría ganas de un nombramiento allí. Ahora bien, yo sabía que justo esa mañana él había ido a pescar y, por eso, mi respuesta contenía una alusión al respecto. Que a los pescadores, además de las tanzas propiamente dichas, les gustaba tener una pequeña tanza inusual con la cual a veces atrapaban el mejor pez — una pequeña tanza inusual de esta clase era yo.
Continuación de X1 A 42 / NB9:42
Luego me agradeció el libro que le había llevado la última vez; lo que había leído “era muy profundo, pero demasiado elevado”. Le respondí: “Su Majestad, por supuesto, no tiene tiempo para leer libros y lo que escribo tampoco es apropiado para usted. Por otra parte, hace poco ha recibido a los naturalistas, algo justo para usted, algo que satisface también su sentido de la belleza”. Por lo visto, se sintió un poco irritado y dijo: “Sí, sí, pero lo otro también puede ser bueno”.
Varias veces había hecho ademán de irme y dije que no quería demorarlo por más tiempo. Y cada vez respondió a eso: “Sí, sí, tengo tiempo de sobra”. La tercera vez que ocurrió, dije: “Sí, Su Majestad se dará cuenta por sí misma de que yo tengo tiempo suficiente, pero tenía miedo de que Su Majestad no lo tuviera”. Después, me enteré por un hombre más experimentado, a quien se lo conté, de que me había comportado como un palurdo, de que querer ser cortés de esta manera con una Majestad, en realidad, es descortés, pues uno sólo tiene que esperar a que él se incline.
Finalmente, salí. Dijo que para él sería muy grato volver a verme. Después hizo un movimiento con la mano, que reconocí de la vez anterior: quería tenderme la mano pero, como el mismo hombre me había dicho que, cuando la Majestad ofrece la mano a alguien, era costumbre besársela, y no pude avenirme a ello, fingí no entender y me incliné.
Mientras tanto, me prometí a mí mismo visitarlo lo más espaciado posible.
La tercera vez que lo visité estaba en Sorgenfrie; le llevé un ejemplar de Las obras del amor. El pastor Ibsen[6] me había dicho que alguna vez [al rey] se le había metido en la cabeza que no podía entenderme y que yo no podría volver a sacarle esa idea. Lo tuve en cuenta. Entré; le alcancé el libro. Lo miró un poco, reparó en la disposición de la primera parte (Tú «has de» amar, Amarás a «el prójimo», «Tú» amarás al prójimo)[7] y, al instante, quedó impresionado; realmente era una cabeza bien dotada. Después, tomé de nuevo el libro y le pedí que me permitiera leerle en voz alta un pasaje, para lo cual elegí la mitad de la página 150 de la primera parte.[8] Se conmovió, ya que en general se conmovía con facilidad.
Luego se acercó a la ventana y lo seguí. Comenzó entonces a hablar algo acerca de su gobierno. Le dije que iba de suyo que yo pudiera decirle algunas cosas de las cuales él, de otra manera, no se enteraría, pues podría decirle cómo lo veían en la calle. “Pero, ¿debo hablar o no debo hablar? Pues si debo hablar, hablo bien directo”. Él respondió: “Usted sólo hable”. Entonces le dije que se había dejado seducir por los dones personales que poseía, que un rey en este sentido tenía algo de parecido a una mujer, que debe ocultar sus talentos personales y ser sólo ama de casa — y él, sólo el rey. Con frecuencia he reflexionado sobre cómo debe ser un rey. En primer lugar, puede ser feo; luego, ha de ser sordo y ciego o, por lo menos, fingirlo, pues simplifica muchas dificultades; una temeraria, una intempestiva réplica que, al haber sido dicha al rey, adquiere una especie de significación, se desecha mejor con un “¿Cómo dice?”, o sea, Su Majestad no la ha oído. Finalmente, un rey no debe decir mucho, sino tener un proverbio para decirlo en cada ocasión y que, por ende, no diga nada. Se rió y dijo: “Una encantadora descripción de un rey”. Entonces dije: “Sí, en verdad, aún hay algo más; un rey debe tener el cuidado de enfermarse de vez en cuando: eso despierta simpatía”. Después prorrumpió en una curiosa interjección casi como de alegría y júbilo: “¡Aah, seguro que por eso dice que usted es enfermizo; usted quiere hacerse el interesante!”
Sí, era muy cierto; con él, era realmente como hablar con una mujer, tan enardecido podía estar. A continuación, le señalé que se había dañado a sí mismo con sus audiencias, que se involucró en forma demasiado personal con Fulano y Mengano, que por ello alejó de sí, en especial, a los más altos funcionarios, que se volvieron impacientes frente a esta especie de influencia azarosa de extraños, que él mismo debía darse cuenta de que era imposible gobernar de esa forma, hablando con cada súbdito. No tuvo en cuenta que cualquiera con el que hablara así iría a disparatar sobre eso. Que el error se ponía de manifiesto en ese mismo instante, en que yo estaba hablando con él de ese modo, si bien yo era de seguro una excepción, puesto que me sentía religiosamente obligado a silenciar cada palabra. (Lo cual también es cierto; no he hablado de ello con ninguna persona mientras él vivió y, después de su muerte, con un solo individuo singular y en forma muy parcial). Él respondió que yo no debía creer que eran sólo sus posibles dones los que lo habían desviado, sino que cuando ascendió al trono tenía la idea de que ser rey ya no podía ser una cuestión de prestigio, y que poco a poco la había modificado.
Le dije que parte de estas observaciones ya había tenido yo oportunidad de hacerlas enseguida el primer día en que él ascendió al trono. Después dijo: “Sí, ¿no es cierto? Fue una vez que tuvo lugar una asamblea general, de la que usted era presidente”. — Memoria tenía. — En ese mismo instante se abrió la puerta de una habitación lateral y de inmediato volvió a cerrarse. Di un paso atrás. Él se dirigió a la puerta, pero mientras iba, dijo: “Seguro que era la reina;[9] a ella le gustaría tanto verlo; ahora voy a buscarla”. Entonces volvió con la reina de la mano — y yo me incliné. En el fondo, era una descortesía con la reina, que tampoco llegó a mostrarse en su hermosa presencia; incluso se la veía insignificante — pero, por lo demás, ¿es posible otra cosa cuando una reina ha de aparecer de este modo?
En el margen:
Luego el rey le mostró a la reina el ejemplar del nuevo libro, a lo cual respondí: “Su Majestad me ha puesto en un aprieto, pues no he traído ningún ejemplar para la reina” Me respondió: “Ah, nosotros dos nos contentamos con uno”.
Continuación de X1 A 42 / NB9:42
La reina dijo que me conocía bastante; me había visto una vez en las murallas[10] (de donde me escapé, y dejé a Tryde[11] en la estacada) y que había leído una parte de “su Lo uno y lo otro,[12] pero no pude entenderlo”. Le respondí: “Hasta Su Majestad se dará cuenta de que es tanto peor para mí”. Pero había algo más notable aún en la situación. Christian VIII escuchó de inmediato el error y, desde luego, yo también lo escuché; sorprendido, escuché decir a la reina exactamente lo que dicen las costureras, etc. La mirada del rey cayó sobre mí; la esquivé. Luego, hablamos un par de palabras más; después, el rey le dijo a la reina: “¿Juliane se quedó sola en tu aposento?” Ella respondió: “Sí” — y se fue.
A continuación, seguí hablando con el rey. Me preguntó si iba a viajar este año. Le respondí que, si fuera el caso, sería un viaje corto a Berlín. “Usted debe tener muchos conocidos interesantes allí.” “No, Su Majestad, en Berlín vivo completamente aislado y trabajo en forma intensísima.” “Pero entonces usted podría muy bien viajar también a Smørum-Ovre”[13] (y luego se rió de su propio chiste). “No, Su Majestad, tanto si viajo a Smørum-Ovre como a Smørum-Nedre, no se logra un incógnito, un ocultamiento entre cuatrocientas mil[14] personas.” Ahora había un poco de sarcasmo, y respondió: “Sí, es muy cierto”.
Luego me preguntó sobre Schelling.[15] Aquí hice de prisa algunos intentos para transmitirle algún efecto. Me preguntó sobre la posición personal de Schelling en la Corte, sobre el prestigio de que gozaba en la Universidad. Dije que Schelling andaba más bien como el río Rin, que en su desembocadura se convierte en agua estancada — así se desangra en su condición de Real Excelencia prusiana. Luego hablé un poco más sobre cómo primero la filosofía hegeliana había sido la filosofía del gobierno y ahora, seguro, debería ser la de Schelling.
Esta última visita fue un ejemplo de la delicadeza de Christian VIII al desplegar una especie de atención que precisamente estaba destinada a esta persona singular; fue tan halagador como podía ser, al punto de convertirla en una visita familiar.
Más tarde, no volví a hablar con él. Había decidido con firmeza ir a verlo lo más espaciado posible, de preferencia sólo cuando yo tuviera un libro para llevarle. Pero no me arrepiento de haberlo visitado; es un querido recuerdo para mí. Si él hubiese vivido más tiempo, no habría sido bueno para mí, pues podía no gustarle mucho que alguien tuviese una tarea privada; él pensaba que formaba parte del gobierno del rey asignarle a cada uno incondicionalmente su tarea. Y por eso fue también que fui a verlo sólo en el instante en que pensé entrar en un cargo oficial.
Toda la relación es para mí un hermoso recuerdo; él no tuvo ocasión de ninguna otra cosa más que de tener una impresión absolutamente animada de mí y yo siempre lo vi sólo como la amabilidad y la vivacidad mismas.
X1 A 43 / NB9:43
Dicho sea de paso, en cierto sentido a Christian VIII le debo algo, y mucho, a saber, la impresión agradable y benéfica de vida que me ha transmitido. Siempre he tenido una predisposición demasiado grande a ser descuidado con relación a lo finito. Ahora bien, si las salidas a lo del rey hubieran tomado un giro desagradable para mí, entonces habría tenido una influencia significativa en mí para volverme aún más indolente. El caso fue justo lo contrario. Esta relación también en otro sentido fue beneficiosa para mí. Rodeado de toda la plebe y de una envidia tan mezquina, sin tener de ayuda una ilusión mínima, debido a que era y soy lisa y llanamente un hombre particular y a la miseria de las condiciones en Dinamarca, por causa de lo sublime que hay en mí, me había convertido en un tipo raro a los ojos de “las masas”, ya que no podían comprenderme. En este punto, sin embargo, fue bueno también que los aristócratas envidiosos, que siempre y en secreto habían utilizado a la plebe contra mí, pudieran tener una pequeña dificultad para roer. Por eso, debía ser resaltada un poco mi existencia. A tal efecto, mi relación con el rey significaba algo. Era, en cierto sentido, justo la tarea para mí: no más que un simple hombre, un rey absoluto, y ahora para colmo justo Christian VIII. Me resultó fácil ver que la relación podía llegar a ser peligrosa para mí, que Christian VIII podía sentirse demasiado a gusto conmigo; por eso, debí usar una extrema cautela como admitirá, a buen seguro, quienquiera que sepa lo mucho que se inclinaba hacia mí. Pero, por otro lado, la relación llegó al punto en que yo podría haberla acentuado en cualquier instante si hubiera sido necesario hacerlo.
Christian VIII era tan inteligente que, cuando recibía la impresión de una inteligencia eminente, casi supersticioso respecto de su propia inteligencia, se volvía casi fantástico, y temía continuamente a los fantasmas. No tenía nervios fuertes; su vida había dejado marcas en toda su constitución espiritual; carecía de una postura ética; lo religioso lo rozaba apenas, sólo estéticamente — y luego era inteligente. Que esta constitución era desproporcionada es fácil de ver, y es como si estuviera destinada a ser presa de la malicia, pero, nótese bien, del modo más ameno y muy deleitoso. En el fondo, era muy dominante. El hecho de que se valiera con gusto de quienes no fuesen los del entorno oficial era una ilusión de su inteligencia. Tenía miedo de cualquier carácter real. Si alguien era de constitución tan fuerte que se manifestara siquiera en lo musculoso, por así decir, entonces lo alejaba. Pero un carácter imperturbable oculto en la flexibilidad de la inteligencia y de la fantasía, ése era su horizonte. Esa “x” no pudo resolverla y, como por una ley de la naturaleza, caería en poder de alguien semejante.
En todo caso, Christian VIII me enriqueció con muchas observaciones psicológicas. Quizás un psicólogo debería prestar especial atención a los reyes y, en especial, a los reyes absolutos, pues, en efecto, cuanto más libre es el hombre y mejor ligado está a las preocupaciones y consideraciones de la finitud, tanto más se puede conocer al hombre.
X1 A 44 / NB9:44
A veces, sin embargo, tener que ver con seres humanos casi me repugna; preferiría quedarme en silencio absoluto. Cuando se les habla a cada uno de ellos sobre lo más alto, sobre un pequeño sacrificio, sobre querer uno servir a la verdad: todos ellos lo aprueban y dicen: “Así es, así debe actuar toda persona”. Pero el virtuosismo sin par, mediante el cual proceden por lo que a ellos se refiere, apunta a fines mundanos: sí, es terrible. De este modo, voy a quedarme completamente solo, señalado como un tipo raro y medio loco.
X1 A 120 / NB10:42
El martirio de la risa[16] es, en realidad, lo que he sufrido; sí, algo más y más profundo me atrevo a decir sobre mí mismo: yo soy el mártir de la risa; porque cualquiera del que se rían, aun para burlarse de una idea, no por eso resulta necesariamente un mártir de la risa. Así, por ejemplo, si un hombre lisa y llanamente serio lo sufre por una buena causa, luego no tiene una relación más profunda con el martirio que sufre. Pero, yo soy el mártir de la risa y, al serlo, toda mi vida ha sido trazada para eso y en eso me comprendo por completo, sí, es como si ahora me comprendiese por primera vez — mientras que, por ejemplo, me resulta difícil comprenderme como alguien que va a ser asesinado y, luego, más difícil aún verme como alguien que tiene éxito en el mundo. No, en el mártir de la risa me reconozco a mí mismo. Justamente para llegar a serlo soy el más gracioso de todos, en posesión de una vis comica[17] en un grado eminente, podría haber incluso representado la risa en una escala superior a ninguna otra; también podría haber atraído a los hombres al hielo resbaladizo, engañándolos al hacerlo, así llegaba a ser justo lo que los tiempos exigen — esta superioridad, esta autodeterminación es el criterio del martirio más ideal. Y con toda razón, yo mismo debo ordenar a la risa que me ataque (como Ney[18] ordenó a los soldados que le dispararan). Y el que tenía que ejecutar la orden habría sido con alegría mi lugarteniente y, por cierto, nunca se le habría ocurrido otra cosa sino que el puesto número uno me correspondía a mí.
Notas
[1] Referencia al rey de Dinamarca Christian VIII (1786 – 1848), con quien Kierkegaard tuvo varios encuentros durante el año 1847: el primero, el 13 de marzo; el segundo, el 18 de julio y el tercero, el 3 de octubre, poco más de tres meses antes de la muerte del rey.
[2] Por oposición a hombre público.
[3] Alusión al Palacio de Sorgenfri, residencia de los reyes de Dinamarca, rodeado de un enorme parque. Está ubicado en la parte suburbana del norte de Copenhague.
[4] François Pierre Guillaume Guizot (1787 – 1874), historiador y político francés. Llegó a ocupar el cargo de primer ministro bajo el reinado de Luis Felipe de Orleáns. Aquí, Kierkegaard se refiere al escándalo en que se vio envuelto Guizot cuando algunos de sus funcionarios fueron acusados de corrupción.
[5] Ciudad comercial en el sudoeste de la isla de Selandia, que contaba con una academia literaria de prestigio.
[6] Peter Diderik Ibsen (1793-1855), teólogo y pastor, amigo del rey Christian VIII y su esposa.
[7] Cf. Søren Kierkegaard, Las obras del amor, Primera Parte, II.1, II.2, II.3, traducida por Demetrio Gutiérrez Rivero, revisada por Victoria Alonso, Ediciones Sígueme, Salamanca / España, 2006.
[8] Ibidem, pág. 170.
[9] La reina Caroline Amalie, casada con Christian VIII en 1815.
[10] Referencia a las antiguas murallas que rodeaban Copenhague, capital de Dinamarca.
[11] Eggert Christopher Tryde (1781-1860), teólogo y pastor de la iglesia de Nuestra Señora [Vor Frue Kirke] en Copenhague.
[12] La reina reproduce incorrectamente el título Enten – Eller [O lo uno o lo otro], que Kierkegaard había publicado en 1843 con el seudónimo de Víctor Eremita, como Enten og Eller [Lo uno y lo otro].
[13] Smørum-Ovre por oposición a Smørum-Nedre, dos pequeñas aldeas al oeste de Copenhague, donde se llevaba una vida provinciana y aislada. Una traducción literal sería Smørum de Arriba y Smørum de Abajo, de uso común en Europa para denominar llamar a los dos sectores de una misma área ubicada en distintos niveles geográficos.
[14] Cantidad de habitantes que había en Berlín hacia 1848.
[15] Friedrich Wilhelm Joseph Schelling (1775-1854), filósofo y profesor universitario alemán, crítico de Hegel. En su primer viaje a Berlín, Kierkegaard había asistido a sus clases, entre noviembre de 1841 y marzo de 1842.
[16] Referencia a los violentos ataques que, desde el periódico El Corsario, se dirigían a Kierkegaard para ridiculizarlo y convertirlo en el hazmerreír del público y hasta de los niños de Copenhague.
[17] En latín en el original: capacidad para lo cómico.
[18] Michel Ney (1769 – 1815), fue Mariscal del Imperio de Napoleón Bonaparte. Tras la derrota de Napoleón, el Mariscal de Francia fue condenado a muerte. Aquí, Kierkegaard se refiere al hecho de que le fue concedido el derecho a ordenar su propio fusilamiento a los soldados que debían hacer fuego contra él, quien además se rehusó a tener vendados los ojos.