Narciso

Narciso

Narciso. Fresco en el yacimiento arqueológico de Pompeya (Italia)

 

 

Trad. Miguel Ángel Gómez Mendoza

 

 

Aquellos castigados por los dioses no parecen tener ni un momento de respiro. Viven en una circularidad de culpa de la cual no pueden liberarse. Precisamente porque el castigo es divino, se demuestra imposible de eludir, la tortura dosificada con habilidad de manera tal que el alma y el cuerpo sufran juntos. Los infames de la mitología no experimentan expiación. Mientras nuestros condenados esperan el desmembramiento del infierno, Tántalo, Sísifo y compañía, están obligados a ofrecer eternamente la misma única representación ante los ojos de los espectadores divinos que los contemplan. No hay posibilidad de aplazamiento, permisos por enfermedad o paternidad. No hay sueños, tentaciones o muerte. La única realidad es el látigo del domador, la obesidad geométrica del destino.

Sin embargo, las reglas a veces son irrespetadas. Héroes más extraños pueden impedir el funcionamiento del sistema, liberando espectros de Hades o impidiendo la ejecución de algunos castigos. Aunque se imaginen que han vencido a los dioses, alterando el ritmo de las cosas eternas, su satisfacción solo es momentánea. Solo los poetas siguen creyendo que Prometeo fue salvado por Hércules. De hecho, él todavía puede encontrarse en Elbrus, conversando con su propia águila de uso personal. Los rebeldes gozan parte de gloria, incluso si no logran cambiar nada. De vez en cuando, a las personas se les debe dar la ilusión de que pueden eludir las decisiones de los dioses del Olimpo, porque solo de esta manera se puede reducir el número de hospitales psiquiátricos.

Aunque solo los héroes más ruidosos gozan de los aplausos de la multitud, no son ellos a quienes temen los dioses. Demasiado ocupados con su propia gloria, ya no tienen tiempo real para oponerse. El peligro viene de los anónimos o de los personajes en segundo plano. Permaneciendo en la sombra, los silenciosos tienen suficiente tiempo para planear su escape con maestría. Ellos no recurren a gestos grandiosos, no controvierten la injusticia del destino, no preparan su entrada triunfal en la posteridad. Temiendo más que cualquier cosa, la esclavitud, rechazan aceptar la ley del sistema. Analizando con destreza el conformismo, ellos se evaden en sus propias mentes, escapando para siempre de la circularidad de la culpabilidad. Para semejantes espíritus, no hay castigo demasiado severo, ya que siempre logran salvarse. Estos son los verdaderos enemigos de los dioses, las únicas criaturas a las cuales deben temer. Su existencia es el único límite de la omnipotencia divina. Aunque creen que los han derrotado, los dioses son halados por la soga.

Es probable que Narciso sea el personaje típico de esta historia. Castigado por los dioses por delitos menores, simplemente porque les impidió satisfacer algunos de sus caprichos, él no es una de las figuras infames de la mitología. Sin embargo, está destinado a ser prisionero eterno de su propio rostro, destinado a contemplarse hasta la descomposición, hasta el delirio lúcido que nunca teme la liberación. Aparentemente incapaz de rebelarse, él continúa mirándose. Ningún héroe asesino parece interesado en su historia y los mitógrafos no nos transmiten nada sobre la voracidad infinita de sus ojos, obligados a alimentarse siempre de la misma imagen. Incluso después de la invención de la televisión, Narciso mira la misma única pantalla, solo en un lugar al cual nunca lograremos penetrar. Los dioses, exentos de rebeldía, parecen satisfechos. No obstante, no sospechan que tienen al único prisionero que se les escapó desde el principio, el ser que engañó el destino. Por supuesto, él sigue estando junto al borde del lago y parece imperturbable. Pero los dioses no saben que Narciso no se ha mirado ni por un momento. Aunque les cueste creerlo, Narciso es ciego.