Raymond Roussel
Resumen
El texto aborda la configuración que teje el lenguaje, sus huellas en el tiempo, la estructura de signos por medio de la cual se reflejan las cosas, y la semántica que engrana a las cosas entre sí. Aborda los planteamientos al respecto de Michel Foucault, especialmente en su obra Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, y el análisis que elabora acerca de la obra de Raymond Roussel, como conducto para desgranar la potencia autónoma de las entidades lingüísticas, así como la fuerza subterránea de donde brota el lenguaje.
Palabras clave
Foucault, Roussel, lenguaje, semántica, palabra, signo.
Abstract
The text addresses the configuration that language weaves, its traces over time, the structure of signs through which things are reflected, and the semantics that mesh things together. It addresses Michel Foucault’s approaches on the matter, especially in his work Words and Things. An archeology of the human sciences, and the analysis he elaborates on the work of Raymond Roussel, as a conduit to reveal the autonomous power of linguistic entities, as well as the underground force from which language springs.
Keywords
Foucault, Roussel, language, semantics, word, sign
- La palabra revelada
El lenguaje es el espejo de las cosas, su desdoblamiento: universo de posibilidades en el territorio de lo humano. En el lenguaje tenemos una configuración de la “realidad”, una codificación de sus elementos; y en las cosas tenemos un atisbo de sentido, un murmullo catalizado por el lenguaje mismo.
En ese territorio de encuentro entre lo que es y su sitio en la palabra se abren fisuras, grietas, surcos. El lenguaje va dejando huellas en el tiempo que permiten aproximarse a culturas, pueblos, momentos significativos, desde los resquicios abiertos entre las palabras y por los cuales se filtra la luz: vestigios de lucidez.
En el lenguaje podemos encontrar una estructura de signos en la cual se reflejan las cosas y su conexión con el mundo, dando lugar a una relación de correspondencia, un enjambre de avenidas que van y vienen sembradas de posibilidades para ahondar en el ser. En ese mundo donde destellan imágenes que se permutan en un juego de reflejos, hay un sustrato de palabras, un rumor continuo que duplica estos reflejos que se dibujan, como nos dice Michel Foucault, entre las palabras y el espacio que se abre entre ellas.[1]
Este espacio puede ser un “no-lugar” en el lenguaje, un sitio donde se instala una brecha inaudita entre las palabras y lo que nombran, tal como Foucault analiza en su libro acerca de Raymond Roussel; y señala también esta brecha en el prefacio de Las palabras y las cosas al referirse al texto de Jorge Luis Borges que inspirara la escritura de ese libro.
Foucault perfila ahí determinadas figuras articuladas al tejido de cierta semántica que engrana a las cosas entre sí, entre las cuales podemos nombrar aquí la emulación y su operación como reflejo y espejo, y que establece, como proceso, un medio de correspondencia, así como la analogía, que permite una cantidad interminable de puntos de encuentro y guiños entre las cosas.[2]
Ambos transcursos implican que opere un proceso de semejanza entre las cosas, que es intrínseco al signo, que es tal mientras establezca ese parecido con la cosa que representa, y que es inherente a la imagen que se nombra.
“Si el lenguaje existe es porque, debajo de las identidades y las diferencias, está el fondo de las continuidades, de las semejanzas, de las repeticiones, de los entrecruzamientos naturales. La semejanza, excluida del saber desde principios del siglo XVII, constituye siempre el límite exterior del lenguaje: el anillo que rodea el dominio de lo que se puede analizar, ordenar y conocer. Es el murmullo que el discurso disipa, pero sin el cual no podría hablar”.[3]
Con distintos códigos, en contextos diferentes, durante siglos la semejanza ha conservado su lugar en el mundo, su relación con el signo, su bisagra con la imaginación.
El pensamiento, puente que reúne a las palabras con las cosas, erige y decodifica el universo de signos que brotan continuamente de un mundo que conocemos e interpretamos, donde territorios como la semiología o la hermenéutica establecen corredores para que opere la interpretación.
El lenguaje alcanza, pues la estatura para ser un signo —conjunto de signos de las cosas—, que opera en un mundo donde para la comprensión humana lo que es y lo que existe se ha cifrado en esos signos hasta dar lugar a un tejido entre naturaleza y verbo que genera lo que Foucault llama “un gran texto único”, que puede ser leído para quien tenga la facultad de hacerlo: el gran libro que es el mundo. La gran imagen que es el mundo desdoblado en sus signos y en sus reflejos.
“Nosotros, los seres humanos, descubrimos todo lo que está oculto en las montañas por medio de signos y de correspondencias exteriores; así, encontramos todas las propiedades de las hierbas y todo lo que está en las piedras. Nada hay en la profundidad de los mares, nada en las alturas del firmamento que el hombre no sea capaz de descubrir. No hay montaña tan vasta que esconda a la mirada del hombre lo que contiene; esto le es revelado por los signos correspondientes”.[4]
En su análisis sobre la representación del signo, Foucault nos dice que existen tres variables que sustituyen a la semejanza “para definir la eficacia del signo en el dominio de los conocimientos empíricos”: la primera es que el signo debe encontrar un sitio como parte del conocimiento; la segunda se sitúa en el vínculo que establece con aquello a lo que se da significado; la última es aquella que “puede tomar los dos valores de la naturaleza y la convención”.[5] Según la Logique de Port-Royal “el signo encierra dos ideas, una de la cosa que representa, la otra de la cosa representada, y su naturaleza consiste en excitar la primera por medio de la segunda”.[6] Aquí encontramos, según Foucault, la relación entre significante y significado, que “se aloja ahora en un espacio en el que ninguna figura intermediaria va a asegurar su encuentro: es, dentro del conocimiento, el enlace establecido entre la idea de una cosa y la idea de otra”.[7]
Podemos aludir a los conceptos relacionados con significado y significante a partir, principalmente, de Ferdinand de Saussure, que dio “una definición del signo que pudo parecer ‘psicologista’ (enlace de un concepto y de una imagen): pero es que de hecho redescubrió allí la condición clásica para pensar la naturaleza binaria del signo”.[8] Por ahora, y antes de profundizar en esas definiciones, para sumar a la conceptualización de Foucault en torno a la teoría del signo mencionaremos que como forma sencilla el signo no es significante, sino que “solo llega a serlo a condición de manifestar además la relación que lo liga con lo que significa. Es necesario que represente, pero también que esta representación, a su vez, se encuentre representada en él”.[9]
Desde la época clásica —pero derivadas hasta la actualidad—, Foucault entreteje estas ideas en torno a la representación y el signo, que “es la representatividad de la representación en la medida en que esta es representable”.[10] En este proceso el significado y el significante se representan uno en el otro, en un encuentro explícito por medio del vínculo que se establece entre ambos. Entendemos esa representación no como traducción textual, sino como relación de correspondencia en la que intervienen el lenguaje y el pensamiento.
En la ecuación que reúne al lenguaje con la representación también participan el espacio y el tiempo. La existencia de las palabras está determinada, condicionada, por esa fórmula de la existencia humana, que es ancla a los puertos terrenales. Es a través del tiempo que el lenguaje tiene la posibilidad de articular el conocimiento: “En este nudo de la representación, de las palabras y del espacio (las palabras representan el espacio de la representación y se representan, a su vez, en el tiempo) se forma, silenciosamente, el destino de los pueblos”.[11]
Al abrirse dentro de la representación, el lenguaje se despliega en signos verbales, y se entreteje con el conocimiento; de la concatenación de sus elementos brota lo que conocemos como discurso, que “no es apenas más que la reverberación de una verdad que nace ante sus propios ojos; y cuando todo puede finalmente tomar la forma del discurso, cuando todo puede decirse y cuando puede decirse el discurso a propósito de todo, es porque todas las cosas, habiendo manifestado e intercambiado sus sentidos, pueden volverse a la interioridad silenciosa de la conciencia de sí”.[12] Inserto, pues en ese discurso, es como el lenguaje pertenece al tiempo, así el tiempo es intrínseco al lenguaje, son partes de un mismo broche del cual emana el discurso y su naturaleza, sus cualidades, sus pulsiones.
Del tiempo también surgen ingredientes para que el lenguaje se transforme, y las alcayatas de esa transformación se apoyan en los huecos que se abren en el discurso, en las fisuras entre las palabras, pobladas de posibilidades y revelaciones que pueden ser tan determinantes como sutiles. A esa alianza entre el lenguaje y el tiempo se vincula la representación en el discurso, cuyo elemento insustituible es el verbo; su presencia o ausencia determina la existencia de aquel, y traza una línea en los márgenes del lenguaje, y acerca de lo cual nos dice Foucault:
“El umbral del lenguaje se encuentra donde surge el verbo. Es, pues, necesario tratarlo como un ser mixto, que es, a la vez, palabra entre las palabras, apresado por las mismas reglas y que, como ellas, obedece a las leyes de régimen y concordancia; y después, alejado de todas ellas, en una región que no es la de lo hablado sino aquella de lo que se habla. Está en el límite del discurso, en el borde de lo que se dice y lo que es dicho, exactamente allí donde los signos están en vías de convertirse en lenguaje”.[13]
Destaquemos la presencia del verbo en singular, pues se trata de un solo verbo en específico: ser, que para la Logique de Port-Royal es el único verbo que existe dentro de los confines del lenguaje.[14] Y es que es desde el ser —verbo y sustantivo— desde donde se despliega el lenguaje, que a su vez es conducto para que el ser —sustantivo— se despliegue en el ser —verbo—, en el inmenso mundo de la palabra, que es verbo, pero también es preposición, articulación y nombre, un nombre —indispensable para el discurso— infinito y dotado de identidades. De igual forma, para Foucault, “la esencia del lenguaje se recoge en esta palabra singular. Sin ella, todo hubiera permanecido silencioso y los hombres, como ciertos animales, habrían podido hacer uso de su voz, pero ninguno de esos gritos lanzados en la espesura hubiera eslabonado jamás la gran cadena del lenguaje”.[15]
Esta palabra, conformada por universos, construida con galaxias, entraña una revelación que trasciende signos, significados, significantes, y nos da la pauta para abrevar en el centro de la existencia misma: “Las cosas, las palabras, la mirada y la muerte, el sol y el lenguaje, forman una figura única, apretada, coherente, lo que nosotros mismos somos”.[16] Esa frase, incluida en el libro que Michel Foucault escribiera en torno a la obra de Raymond Roussel, nos sirve ahora para indagar en torno al enigma de la palabra, que según el mismo Foucault resurge en la obra de Mallarmé, Roussel, Leiris o Ponge, en una tentativa de descifrar ese enigma:
“¿A qué se debe que las palabras, que en su esencia primera son nombres y designaciones y que se articulan de acuerdo con el análisis de la representación misma, puedan alejarse irresistiblemente de su significación original y adquirir un sentido cercano, más amplio o más limitado; cambiar no solo de forma, sino también de extensión; adquirir nuevas sonoridades y también nuevos contenidos, tanto que de un equipo probablemente idéntico de raíces, las diversas lenguas han formado sonoridades diferentes y además palabras cuyo sentido no se recupera ya?”[17]
Derivemos, pues hacia el análisis que hace Foucault acerca de los hallazgos de Raymond Roussel en torno al lenguaje, en específico en el libro que lleva el nombre del escritor francés —Raymond Roussel—; creaciones lingüísticas, edificios de palabras reveladas en los cuales la “significación desaparece desde el momento en que los valores representativos de las palabras son disociados o suspendidos: en su independencia, aparecen materiales que no son articulados por el pensamiento y cuyos lazos no pueden remitirse a los del discurso”.[18] Cosmos y cosmovisión de trazos inauditos que encuentran en la obra de Roussel, tal como avistara Foucault, una inmensidad de puertas abiertas.
- Las revelaciones en la palabra de Raymond Roussel
Michel Foucault encuentra en la obra de Raymond Roussel las pautas para desgranar la potencia autónoma de las entidades lingüísticas. Y es que —Foucault nos dice— la obra de Roussel se distingue por ocultar, “con el pretexto de una revelación, la verdadera fuerza subterránea de donde brota el lenguaje”.[19]
Esa fuerza subterránea, primigenia, impetuosa como lava, conecta a la vida con la muerte, nos acerca inexorablemente a un fin y a un principio, tanto a la muerte como al nacimiento, donde —nos advierte Foucault hacia el final de su reflexión—, el lenguaje apenas se aproxima.
Raymond Roussel nació en París en 1877 y murió en Palermo en 1933. Fue poeta, novelista, músico y dramaturgo. Aunque no fue especialmente destacado entre sus contemporáneos, sí ejerció una influencia importante en algunos artistas del siglo XX, sobre todo entre los surrealistas, muy especialmente en el ámbito de las artes plásticas. Dos de sus libros más conocidos son Impresiones de África (1910) y Locus Solus (1914), que se distinguen por seguir pautas formales con base en juegos de palabras.
Con lúcida maestría, Foucault nos revela el lenguaje detrás del lenguaje en Roussel, su capacidad de decir sin decir, y de sobrepasar límites extremos que se tornan procesos alquímicos que dan lugar a verdaderos edificios lingüísticos, mundos alternos donde el lenguaje adquiere no una, sino varias vidas alternas, se desdobla como en un juego de espejos que multiplica las posibilidades, haciendo uso de “una ambigüedad que es a la vez límite y recurso. Aquí encuentra el lenguaje, el origen de un movimiento que le es interior: su vínculo con lo que dice puede metamorfosearse sin que su forma deba cambiar, como si girara sobre sí mismo, trazando alrededor de un punto fijo todo un círculo de posibilidades”.[20]
Foucault atisba esos mundos, ese juego de universos de los cuales se desprenden otros, tan iguales como infinitamente distantes, en un “espacio de desplazamiento” donde —nos dice al referirse al gramático Dumarsais— “nacen todas las figuras de la retórica: catacresis, metonimia, metalepsis, sinécdoque, antonomasia, litote, metáfora, hipálage y otros jeroglíficos constituidos por la rotación de las palabras dentro del volumen del lenguaje”.[21]
Roussel es un lente a través del cual Foucault magnifica esa rotación de palabras para descifrar las fórmulas entretejidas como realidades invertidas, donde el lenguaje adquiere vuelos insólitos, brillos en enormes frescos tallados en el tiempo, desdoblando con esos resplandores lo no dicho: Roussel “no quiere duplicar la realidad con otro mundo, sino descubrir, en las duplicaciones espontáneas del lenguaje, un espacio insospechado y recubrirlo con cosas nunca dichas”.[22]
En esa indagación, Foucault también entrevé la existencia de “algo” que existe “debajo del lenguaje, una astucia no dominada por él”. ¿Qué es esa “astucia”? ¿De dónde viene a traernos esta “interrogación abierta”? Esa “astucia” le da cierta autonomía al lenguaje, le sitúa en linderos con sus propios mecanismos y voluntades, o al menos así nos lo desliza Foucault a partir de la obra de Roussel, quien “sabía muy bien que nunca se dispone de un modo absoluto del lenguaje. Y que este se burla del sujeto que habla, en sus repeticiones y desdoblamientos”.[23] Lo que sí sabemos es que “se esboza aquí un espacio dudoso, donde las palabras y lo que dicen giran, unas en relación con las otras, en un movimiento ambiguo, movidas por una rotación lenta que impide que el retorno de las cosas coincida con el retorno del lenguaje”.[24]
Este desfase abre una grieta, un abismo entre lo que es y lo que se dice, un desdoblamiento de la imagen que es el lenguaje en el mundo, para dar lugar a otra imagen detrás —o a muchas más—, iguales, pero ya lo dijimos, abismalmente diferentes, la misma imagen fuera de foco una o muchas veces, que no se alcanza a sí misma en ese “retorno del lenguaje” a la realidad, a las cosas por él nombradas.
Esa relación palabra-cosa, retomada en páginas precedentes a partir de las pesquisas de Foucault, se sitúa —al seguir el rastro de Roussel— al acecho del vínculo inextricable, pero al mismo tiempo huidizo entre lo que es y lo que se nombra, en esa existencia que siempre está —respecto a la palabra— “adelantándose a la mirada”. Y sin embargo, el lenguaje tiene, entre sus ventajas respecto a lo que nombra, la posibilidad de crear un doble verbal que “es llevado por una zona de repetición. Ahora bien, al hablar de esta repetición exacta —de este doble mucho más fiel que él— el lenguaje repetitivo tiene la función de denunciar el defecto, de iluminar el minúsculo desgarrón que le impide ser la representación exacta de lo que representa”.[25] Ese “minúsculo desgarrón” es, pues, una grieta, un abismo también, hendidura en la identidad de lo que es y lo que se nombra, desdoblamiento sobre el rostro en el cual se forma una máscara apenas perceptible, de hecho exactamente igual a aquel, pero máscara al fin.
Este desdoblamiento multiplica también el sino de determinadas articulaciones, pues un lenguaje que pareciera libre puede resultar un “lenguaje esclavo, medido al milímetro, avaro de su marcha, obligado, sin embargo, a recorrer una enorme distancia por estar ligado desde el interior con la frase simple y silenciosa que en su fondo, calla”.[26]
Pero ¿quién es el que se burla del sujeto, de nosotros? Es un “no ser que circula en el interior del lenguaje” y que “está lleno de cosas extrañas: es la dinastía de lo improbable”, que, sin embargo, abre lagunas entre las palabras que “llegan a ser fuentes de inagotable riqueza”.[27] Así lo podemos entrever en el siguiente fragmento de Impresiones de África, de Roussel:
“Finalmente, apareció el emperador Talú VII, curiosamente ataviado como cantante de café–concert, con vestido azul escotado que formaba atrás una larga cola, sobre la cual se destacaba el número “472” en cifras negras. Su cara de negro, llena de energía salvaje, no carecía de cierto carácter, bajo el contraste de una peluca femenina de magníficos cabellos rubios cuidadosamente ondulados. Llevaba de la mano a su hija Sirdah, esbelta criatura de dieciocho años, cuyos ojos convergentes estaban velados por espesas cataratas, y cuya frente negra llevaba un capricho rojo en forma de minúsculo corsé, estrellado con trazos amarillos”.[28]
El método de escritura empleado por Roussel se distingue en algunas de sus creaciones por el uso de la homonimia y la homofonía —en particular en el francés original de los textos, y a menudo no conservado en la traducción— y por composiciones que, por ejemplo, abren y cierran con dos frases que prácticamente resultan iguales, aunque en contextos y con sentidos muy diferentes, pero vinculadas por medio de una historia que podría concebirse como un vínculo semántico. No obstante, su método de escritura es mucho más complejo, tanto que el mismo autor escribió su procedimiento para ser publicado en un breve libro póstumo —Cómo escribí algunos de mis libros (1935)—, quizá para asegurarse de que sus fórmulas no quedaran en el terreno de lo indescifrable.
En el caso de su producción poética, Nuevas impresiones de África es un poema compuesto por 1,274 líneas, y dividido en cuatro cantos. Aquí Roussel desarrolla todo el poema en alejandrinos, con frases rimadas que incluyen notas a pie de página y a los lados; años antes había escrito otro largo poema titulado La Doublure (1897), en un estado de gran exaltación, y previendo un gran éxito tras su publicación. La edición del libro fue del mismo Roussel, pero no tuvo el éxito esperado por el autor, que, sin embargo, siguió escribiendo y confiando en su propio genio.[29]
Fue hasta la escritura de su relato Chiquenaude —publicado en una edición que también pagó el mismo Roussel— que aplicó por primera vez sus “invenciones lingüísticas”. Algunas de sus obras fueron llevadas al terreno del teatro, sin tener tampoco el éxito que buscaba, aunque sí logró cierta notoriedad más vinculada con el escándalo y la ferviente defensa que hicieron de su obra algunos artistas surrealistas.
Foucault admite que mediante el acercamiento a la obra de Roussel “estamos buscando las formas puras. Lo que importa es, en los intersticios del lenguaje, la parte soberana de lo aleatorio, el modo en que se esquiva allí donde reina, pero que se exalta allí donde fracasa oscuramente”.[30] Eso aleatorio alcanza incluso el origen de las palabras —que llegan quién sabe de dónde—, su (des)orden —sin pies ni cabeza—, su sinsentido —“sometido a su propia lotería”.
Según Foucault, la escritura de Roussel se erige con maestría sobre lo aleatorio, y “erigió un mundo verbal cuyos elementos levantados y apretados unos contra otros conjuran a lo imprevisto”, para dar lugar, finalmente, a “una tentativa de organizar, según el discurso menos aleatorio, el más inevitable de los azares”.[31] Este lenguaje aleatorio, sin embargo, es empujado hacia su propia destrucción, y se aproxima, sin alternativa, hacia la muerte, subrayando con ello la intensidad de su belleza, y al mismo tiempo abriendo una dimensión interna en el lenguaje: “Es este vacío repentino de la muerte en el lenguaje de siempre, e inmediatamente el nacimiento de estrellas, que definen la distancia de la poesía”.[32]
Con elocuente precisión, Foucault da cuenta de los mecanismos de las obras de Roussel, de su desdoblamiento. Nos hace partícipes de su magia, no para quitarles su encanto, sino para subrayar su grandeza, cuando nos dice que “son, pues, bifurcadas y doblemente maravillosas: repiten, en un lenguaje hablado y coherente, otro que es mudo, roto y destruido; repiten también, en imágenes sin palabras e inmóviles, una historia con su largo relato: sistema ortogonal de repeticiones”. Así pues, quid de la cuestión, “es, en este punto, la repetición-reflejo en donde la muerte y la vida remiten una a la otra y se cuestionan en conjunto”.[33]
Esto se vincula con el hecho de que las máquinas de Roussel, según nos dice Foucault, funcionan de tal manera que tamizan cada palabra hasta su destrucción, para desdoblarse en un renacimiento surgido de su propia abolición, hasta ser igual a sí misma, pero distinta: reflejo surgido del espejo negro de la muerte, franqueando un umbral que le lleva hasta la poesía, hasta el canto, que brota de la repetición misma. Foucault nos dice que “por obra del maravilloso poder de repetición que se oculta en las palabras, el cuerpo de los hombres se transforma en sonoras catedrales”.[34]
Sin embargo, en el lenguaje que subyace con tonos postreros, que ha sido sometido a la muerte y luego a la revelación, el eco, la repetición se detiene. ¿Qué hay más allá? Nos dice Foucault que “el lenguaje oculto en la revelación solo revela que más allá no hay más lenguaje y que lo que habla silenciosamente en ella es ya el silencio: la muerte está agazapada en ese lenguaje último que, al abrir finalmente el ataúd esencial del telar, solo encuentra el vencimiento de su plazo”.[35]
Pero mucho antes de que caiga ese telón, también cercana al silencio, está la inspiración, corriendo como lava subterránea por las venas del lenguaje, y, sin embargo, “lenguaje anterior al lenguaje”, aparición primigenia que se prepara “para transformarse en un hierro sólido y memorable, el hilo de oro de un tejido sagrado. En el fondo duermen las imágenes que habrán de nacer, serenos paisajes sin mundo”[36] que dan vida a los universos poéticos de Roussel.
El lenguaje, nos dice Foucault, en ciertos terrenos —cercanos al mito— se desliza en un laberinto infinito poblado de identidades asignadas a las cosas. Y, sin embargo, esta ebullición de posibilidades es lo que le da su capacidad de metamorfosis, su posibilidad de calzar sentidos diferentes a partir de las mismas palabras. Hay en todo esto una presencia fundamental: la mirada, partícipe de esa muerte, testigo de ese desdoblamiento: “Como si la función del lenguaje fuera, al doblar lo visible, la de manifestarlo, y mostrar así que necesita, para ser visto, ser repetido por el lenguaje: solamente la palabra afinca lo visible en las cosas”. Volvemos a la presencia de la máscara, al desgarrón, donde “el lenguaje es ese intersticio por el cual el ser y su doble están unidos y separados; es pariente de esa sombra oculta que hace ver a las cosas ocultando su ser”.[37] Dualidad que también se formula en esa bisagra que une a la palabra con el silencio, y a la cual Roussel se refiere como “este punto culminante de las palabras, tan protegido en su reserva, tan exaltado también por la disposición piramidal de los niveles de lenguaje”.[38]
Pero, así como la muerte es medular para la naturaleza del lenguaje, así lo es también el nacimiento que, nos dice Foucault, “está a la vez fuera del lenguaje y en el extremo del lenguaje. Las palabras se elevan lentamente hacia él; pero ¿podrán acaso alcanzarlo jamás, ellas, que son siempre repetición, a él, que es siempre comienzo?”[39]
Bibliografía:
- Michel Foucault en Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI Editores, Argentina, 1968.
- Michel Foucault, Raymond Roussel, Siglo XXI, Buenos Aires, 1976.
- Paracelso, Archidoxis mágica, 1559; trad. francesa, 1909. En Foucault, Las palabras y las cosas, ed., cit.
- Raymond Roussel, Impresiones de África, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, p. 19.
- http://patriciopron.blogspot.mx/2008/11/raymond-roussel-1877-1933-la-gloria-de.html.
Notas:
[1] Según lo expresa Michel Foucault en Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, ed., cit., pp. 35 y 41.
[2] Ibidem., pp. 37 y 39.
[3] Ibidem., pp. 138-139.
[4] Paracelso, Archidoxis mágica, 1559; trad. francesa, 1909, pp. 21-3. En Foucault, Las palabras y las cosas, ed., cit., pp. 50 y 52.
[5] Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit., pp. 75-78.
[6] Logique de Port-Royal, 1ª parte, cap. IV, en Foucault, Las palabras y las cosas, p. 80.
[7] Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit., pp. 75-78.
[8] Ibidem., p. 83.
[9] Idem.
[10] Ibidem., p. 81.
[11] Ibidem., p. 131.
[12] Michel Foucault, El orden del discurso, ed. cit., p. 49.
[13] Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit., p. 111.
[14] Logique de Port-Royal, pp. 106-7. En Foucault, Las palabras y las cosas, p. 112. La Logique de Port-Royal es el nombre con el cual se conoce a La logique, ou l’art de penser, contenant, outre les règles communes, plusieurs observationes nouvelles propes à former le jugement, publicado por primera vez en 1662 de forma anónima, y cuyos autores son Antoine Arnauld y Pierre Nicole, importantes miembros del movimiento jansenista.
[15] Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit., p. 112.
[16] Foucault, Raymond Roussel., ed. cit., p. 188.
[17] Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit., p. 129.
[18] Ibidem., p. 119.
[19] Michel Foucault, Raymond Roussel, ed., cit., p. 16.
[20] Idem.
[21] Dumarsais: Les Tropes, París, 1818, 2 vols. La primera edición es de 1755. En Foucault, Raymond Roussel, p. 27.
[22] Ibidem., p. 28.
[23] Ibidem., p. 46.
[24] Ibidem., p. 33.
[25] Ibidem., p. 34.
[26] Ibidem., p. 49.
[27] Ibidem., p. 50.
[28] Raymond Roussel, Impresiones de África, ed. cit., p. 19.
[29] Véase http://patriciopron.blogspot.mx/2008/11/raymond-roussel-1877-1933-la-gloria-de.html. Consultado el 30 de marzo de 2016.
[30] Ibidem., p. 51.
[31] Ibidem., p. 52.
[32] Ibidem., p. 59.
[33] Ibidem., p. 69.
[34] Ibidem., p. 72.
[35] Ibidem., p. 82.
[36] Ibidem., p. 84.
[37] Ibidem., pp. 139-140.
[38] Ibidem., p. 150.
[39] Ibidem., p. 184.