Spinoza: la imitación de los afectos

Resumen

La presente glosa se ocupa de los dos mecanismos de producción de los afectos desarrollados por Spinoza en la tercera parte de la Ética: la producción de cualquier afecto a partir de los tres afectos primarios y el mecanismo de imitación.

Palabras clave: afectos, imitación, objetivación, producción, reciprocidad, semejanza

 

Abstract

This commentary deals with the two mechanisms of production of affects: developed by Spinoza in the third part of the Ethics: the production of any affect from the three primary affects and the mechanism of imitation.

Keywords: affects, imitation, objectification, production, reciprocity, similarity

 

 

 

El principio de semejanza

La tercera parte de la Ética se dedica explícitamente a la naturaleza y origen de los afectos, recorren esta parte dos formas de producir afectos: la producción directa de cualquier afecto a partir de los tres afectos primaries (deseo, alegría y tristeza) y el mecanismo de imitación con sus consecuencias. Existen dos tipos de afectos: acciones y pasiones. Sentimos las pasiones como impotencia, pasividad y perturbación, que son las experiencias fundamentales de lo que Spinoza llama “servidumbre”. La búsqueda de la libertad consiste en encontrar remedios para las pasiones y un acceso a la potencia de la razón. Es bien sabido que Spinoza no acepta la dicotomía cartesiana según la cual las pasiones del cuerpo corresponden a las acciones del alma y viceversa. Por el contrario, según un principio que algunos estudiosos llaman, impropiamente, paralelismo, pero que en realidad consiste en una unidad del cuerpo y la mente; así cualquier aumento de la potencia del cuerpo corresponde también a un aumento de la potencia de la mente, cuando la mente y el cuerpo son una causa adecuada, es decir, actúan simultáneamente. La transición a la actividad implica, por lo tanto, cierto conocimiento de la vida de los afectos.

Spinoza no solo describe los afectos, sino que reconstruye su génesis. Esto implica no solo que los describe según un orden geométrico, racional, sino también que este orden es el de su producción. Por lo tanto, antes de decir nada sobre este o aquel afecto, explica los mecanismos de su producción. Primero, muestra cuáles son los afectos primarios y, luego, indica mediante qué fenómenos se diversifican, componen y transforman.

Los tres afectos primarios, las primeras formas que adopta el esfuerzo por perseverar en el propio Ser, y por la modificación de la potencia de actuar, son: el deseo, la alegría y la tristeza. El deseo es la tendencia a perseverar en el propio Ser, la alegría es el aumento de nuestra potencia de actuar, la tristeza su disminución. Las transformaciones que experimentan estos afectos primarios pueden clasificarse en dos categorías principales. Podría decirse que la vida humana finalmente se organiza en torno a dos tipos de afectos: los basados en la conexión entre objetos y los basados en la semejanza, que facilitan la imitación de los afectos. Así, una primera serie de proposiciones explica la génesis del mecanismo de objetivación:

 

“…mientras la mente imagina aquellas cosas que aumentan o favorecen la potencia de actuar de nuestro cuerpo, el cuerpo está afectado por modos que aumentan o favorecen su potencia de actuar, y, por lo mismo (por 3/11), la potencia de pensar de la mente se aumenta o favorece. Y, por consiguiente (por 3/6 y 3/9), la mente se esfuerza cuanto puede en imaginarlas”[1].

 

Y cómo los afectos fundamentales se vinculan a los objetos, y cómo de la alegría y la tristeza se surgen el amor y el odio:

 

“…el amor no es otra cosa que la alegría acompañada de la idea de una causa exterior; y el odio no es otra cosa que la tristeza acompañada de la idea de una causa exterior. Vemos, además, que quien ama, necesariamente se esfuerza por tener presente y conservar la cosa que ama; y, por e1 contrario, quien odia, se esfuerza por alejar y destruir la cosa que odia”[2].

 

Posteriormente, Spinoza analiza los mecanismos de asociación (E3p14-17) y de temporalización (E3p18) sobre la esperanza y el miedo, y, completándolos, con la proposición 50 sobre los presagios. Finalmente, explica los mecanismos de identificación (E3p19-24): amamos a quienes aman lo que amamos y odiamos a quienes lo odian, y a partir de la proposición 22 la argumentación se centra en una tercera perspectiva por lo demás indeterminada y fascinante.

De la proposición 27 a la proposición 31 vemos surgir un universo afectivo totalmente otro y, en la misma medida en que Spinoza es, en cierto sentido, un clásico, a partir de este punto es un revolucionario. De lo que se trata ahora es de reconstruir toda una parte del comportamiento partiendo de una propiedad fundamental que nada tiene que ver con el objeto: la imitación de los afectos. Describe ahora los afectos que aparecen en nosotros no generados por un objeto externo, sino por el comportamiento de algo, o mejor dicho, de alguien, con respecto a ese objeto. La génesis de tales afectos radica en que este otro o cosa se nos asemeja. Existe, pues, una segunda serie de afectos que constituyen una “esfera de semejanza”. La proposición 27 introduce la expresión “algo semejante a nosotros”, que de ahora en adelante tendrá una importancia fundamental; y ahora observamos que en todas las proposiciones anteriores no ha habido ninguna referencia explícita al hombre. Sin embargo, Spinoza, quien nunca define al hombre, asume que reconoceremos espontáneamente qué es esta cosa “semejante a nosotros”: “Si imaginamos que algo semejante a nosotros, hacia lo cual no hemos tenido ningún afecto, es afectado por algún afecto, somos afectados por un afecto similar”[3].

Spinoza enseguida explica el principio de esta imitación de los afectos:

 

“Las imágenes de las cosas son afecciones del cuerpo humano, cuyas ideas representan los cuerpos externos como presentes a nosotros (por 2/17e), esto es (por 2/16), cuyas ideas implican la naturaleza de nuestro cuerpo y, a la vez, la naturaleza presente del cuerpo externo. Así, pues, si la naturaleza del cuerpo externo es semejante a la naturaleza de nuestro cuerpo, la idea del cuerpo externo que imaginamos implicará una afección de nuestro cuerpo semejante a la afección del cuerpo externo; y, por lo mismo, si imaginamos a alguien semejante a nosotros afectado por algún afecto, esta imaginación expresará una afección de nuestro cuerpo semejante a ese afecto. Por consiguiente, por el hecho de que imaginamos que una cosa semejante a nosotros está afectada por algún afecto, somos afectados por un afecto semejante al suyo. En cambio, si odiamos una cosa semejante a nosotros, seremos (por 3/23) afectados, junto con ella, por un afecto igual y contrario) mas no semejante”[4].

 

Aquí la cuestión importante es que nada predetermina los afectos.

 

Se sigue una serie de proposiciones sobre las consecuencias lógicas de esta eficacia de la semejanza. La proposición 31, en particular, aborda el efecto del reforzamiento o debilitamiento de los afectos: si imaginamos que alguien ama lo que nosotros amamos, u odia lo que nosotros odiamos, entonces, por este solo hecho, nuestro amor o nuestro odio se fortalecen. Aquí no hay cálculo racional ni asociación. El simple hecho de que algo semejante a nosotros tenga un afecto (o que creamos que tiene un afecto) basta para generar este afecto en nosotros o, en caso de que ya existiera, para aumentar su potencia, porque la capacidad de sentir que produce la semejanza se suma a la que originalmente estaba presente. A la inversa, si imaginamos que alguien siente aversión por aquello que amamos, surge un conflicto entre el sentimiento original y el que surge de la semejanza: ninguno de los dos afectos basta para suprimir al otro; nos encontramos, por lo tanto, en una fase de fluctuación de ánimo (fluctuatio animi).

 

“Lo que imaginamos que conduce a la alegría, nos esforzamos cuanto podemos en imaginarlo (por 3/12), esto es (por 2/17), nos esforzaremos cuanto podemos en contemplarlo como presente, o sea, como existente en acto. Ahora bien, el conato o la potencia de pensar de la mente es igual y simultánea en naturaleza al conato o potencia de actuar del cuerpo (corno claramente se sigue de 2/7 c y 2/11c). Luego, nos esforzamos de forma absoluta, o sea (pues por 3/9e es lo mismo), apetecemos o intentamos que eso exista: que era lo primero. Por otra parte, si imaginamos que se destruye aquello que creemos ser causa de tristeza, esto es (por 3/13e), aquelló que odiamos, nos alegraremos (por 3/20). Y, por tanto, nos esfozaremos (por la primera parte de ésta) por destruirlo, o sea (por 3/13), por apartarlo de nosotros a fin de no contemplarlo como presente: que era lo segundo”[5].

 

“De aquí… se sigue que cada uno se esfuerza, cuanto puede, por que cada uno ame lo que él ama y odie lo que él odia”[6].

 

“Este esfuerzo por conseguir que todo el mundo apruebe lo que uno mismo ama u odia, es, en realidad, ambición (ver 3/29e). Y por eso vemos que, por naturaleza, cada cual desea que los demás vivan según su propio ingenio; y como todos lo desean por igual, por igual se estorban, y mientras todos quieren ser alabados o amados, todos se odian mutuamente”[7].

 

Estas proposiciones indican cómo nos esforzamos, en consecuencia, por preservar la constancia de nuestros afectos: si podemos, entonces, ser influenciados por los afectos de los demás, o por las opiniones que tenemos de ellos, la mejor situación sería aquella en la que los demás tuvieran los mismos afectos que nosotros desde el principio, y si este no es el caso, haremos todo lo posible por realizarlo. La tendencia humana a exigir que los demás vivan según el propio ingenio, tan decisiva para la moral y la política spinozistas (especialmente en lo que respecta a la religión), tiene su raíz en esta “propiedad de la naturaleza humana”, la imitación de los afectos.

Sin embargo, la psicología de la semejanza puede conducir a efectos pasivos. Si imaginamos que alguien (semejante a nosotros) disfruta de algo, inmediatamente amaremos esa cosa por imitación de su afecto, incluso si antes no la amábamos. Sin embargo, si esa cosa es algo que solo uno puede poseer, entonces esa misma imitación nos hará oponernos a su posesión, a pesar de que solo, siguiendo su ejemplo, la deseamos. De ahí el comentario de Spinoza de que una misma propiedad de la naturaleza humana hace que compadezcamos a los desdichados (porque espontáneamente compartimos su tristeza) y envidiemos a los afortunados (porque, como acabamos de ver, no podemos compartir completamente su alegría mientras posean exclusivamente su objeto).

 

“Por el solo hecho de que imaginamos que alguien goza de alguna cosa (por 3/27 y 3/27c1), la amaremos y desearemos gozar de ella. Ahora bien (por hipótesis), a esta alegría imaginamos que se opone el que aquél goce de la misma cosa. Luego (por 3/28) nos esforzaremos en que él no la posea”[8].

 

Así pues, el principio de semejanza, concebido como regla funcional universal de la naturaleza humana, resulta ser un factor poderoso en la explicación de las relaciones interhumanas. Pasamos de un mundo en el que nuestros afectos simplemente se dan sus objetos a un mundo en el que éstos se relacionan con otros de nuestra condición. La psicología de Spinoza se caracteriza, por tanto, por una doble regularidad genética: la interacción de los afectos primarios y la imitación de los afectos. Mientras que la primera dimensión recuerda a Descartes y Hobbes, la segunda dimensión basta para distinguir a Spinoza de los demás filósofos de su época. Su originalidad se aprecia en tres rasgos: la explicación de las causas, que considera el objeto del afecto secundario a su potencia; la imitación de los afectos basada en la semejanza; y, finalmente, la particular tenacidad con la que afirma que el mecanismo de los afectos permanece opaco para nosotros, incluso si nos creemos dueños de nuestras acciones. En suma, Spinoza proporciona los medios para comprender racionalmente lo que parece escapar a la razón y la conciencia.

 

El deseo de reciprocidad

La proposición 33 parece describir los esfuerzos que realizamos para reaccionar ante una situación particular de nuestra vida, o al menos, ante una situación que imaginamos encontrar. Sin embargo, esta proposición introduce un tema completamente nuevo, esencial para comprender el mundo de la religión y la política. La proposición 32 abordó un afecto muy conocido en la tradición moral: “Si imaginamos que alguien goza de una cosa que uno solo puede poseer, nos esforzaremos en lograr que no la posea”[9], por lo tanto, solo buscamos afectarlo externamente. En cambio, la proposición 33 describe algo completamente diferente, el esfuerzo por afectar la imaginación y los afectos de los otros: “Cuando amamos una cosa semejante a nosotros nos esforzamos cuanto podemos, en lograr que ella nos ame a su vez”[10].

Cuando amamos algo que se parece a nosotros, buscamos, en la medida de lo posible, que nos ame a cambio. Las cosas en general no producen esta reacción: normalmente nos sentimos satisfechos si podemos disfrutar de algo sin esperar nada a cambio. Si, por ejemplo, nos gusta la comida italiana o admiramos un Van Gogh, no necesitamos ni esperamos que nos amen por ello. Sin embargo, en el caso de algo que imaginamos como semejante a nosotros, el principio de semejanza entra en juego y complica el afecto: “Nos esforzaremos también por hacer todo aquello que imaginamos que los hombres admiran con alegría y, al contrarío, nos opondremos a hacer todo lo que imaginamos que los hombres aborrecen”[11]. En cuanto amamos algo, intentamos imaginarlo. Pero, si este algo es semejante a nosotros, nos vemos impulsados a imitar sus afectos al imaginarlo. Para aumentar nuestra alegría, intentamos imaginarlo como afectado por la alegría. La alegría, sin embargo, conectada con la idea del otro es el amor por nosotros. En consecuencia, nuestro amor por algo semejante a nosotros solo puede ser realmente completo si es correspondido y si hacemos todo lo posible para lograrlo. Esta tesis requiere tres comentarios. En primer lugar, puede parecer banal y evidente que un amante también desee ser amado. Sin embargo, desde el punto de vista de Spinoza, esto no es así, dada su particular manera de construir los afectos, exige una explicación causal.

Además, se podría pensar que el intento de hacerse amar por el otro es sobre todo una condición para disfrutarlo, ya que este gozo implica su consentimiento, lo cual no ocurre con la comida ni con un cuadro al óleo, pero este no es el razonamiento de Spinoza. Para él, el deseo de reciprocidad es ante todo un efecto interno y no una condición exterior. Finalmente, cabe preguntarse quién es ese “otro” que imaginamos como semejante a nosotros. No es necesariamente una persona. El afecto que los humanos sienten por las mascotas, en la medida en que se acercan más a ellas, por ejemplo, también implica algo así como la expectativa de reciprocidad. Y de un Dios que imagino como semejante a mí. También espero que él corresponda al amor que le doy con un amor semejante, independientemente incluso de la compensación que espero obtener mediante prácticas de culto en su honor.

Lo que nos ocupa aquí va más allá de la cuestión del amor. En primer lugar, la exigencia de que los demás se comporten como yo lo hago, o como espero, para que mi imaginación se contagie a la suya en cierto sentido; y en segundo lugar, la frustración que resulta de no lograrlo. Aquí tenemos, como consecuencia directa de la imitación de los afectos, un motivo para las relaciones entre individuos, un motivo que regula gran parte de nuestro comportamiento religioso y político.

La contraparte de este deseo de reciprocidad es el deseo de exclusividad: “Si alguien imagina que la cosa amada está unida a otro con un vínculo igual o más estrecho que aquel que él solo poseía, será afectado de odio hacia la misma cosa amada y de envidia hacia ese otro”[12]. La imitación de los afectos, por lo tanto, no conduce a una sociabilidad universal. Al contrario, es el fundamento de los celos y, aún más importante, es una de las bases antropológicas del fanatismo religioso. Pues, si imagino a Dios como semejante a un hombre, también le atribuyo esta pasión y, en consecuencia, debe odiar a los hombres cuando se apartan de Él para favorecer a un ídolo, u odiar a ese hombre incluso si simplemente debe compartir su lealtad con un ídolo. Lejos de poder fundar una sociabilidad racional y un acuerdo equitativo entre los hombres, el afecto de semejanza y la imitatio affectuum son más bien una fuente de celos, rivalidad, intolerancia y fanatismo. Es un largo y arduo camino desde estos motivos afectivos hasta esa sociabilidad que Spinoza describe en términos de un pacto en el Tratado teológico-político y como un equilibrio de intereses en el Tratado político.

 

 

 

Bibliografía

 

Spinoza, Baruj, Ética demostrada según el orden geométrico, ed. y trad. Atilano Domínguez, Trotta, Madrid, 2000.

 

 

Notas

[1] Baruj Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, ed., cit., E3p12dem.
[2] ibid., E3p13e.
[3] ibid., E3p27.
[4] ibid., E3p27dem.
[5] ibid., E3p28dem.
[6] ibid., E3p31c.
[7] ibid., E3p31e.
[8] ibid., E3p32dem.
[9] ibid, E3p32.
[10] ibid., E3p33.
[11] ibid., E3p29.
[12] ibid, E3p35.