Lo marginal es un concepto relacional: aparentemente relegado a las orillas de lo establecido, se trata de una condición asociada a lo subterráneo, a menudo también a lo clandestino; en todo caso a lo oculto, aquello que crece a la saga y a la sombra de los grandes temas y circunstancias que redondean el ideario de lo mainstream. Sobre todo, lo marginal es una fuente de sorpresas; aunque también de exclusiones, de injusticias y de todos los meandros que entre cubren los entredichos de una sociedad. La condición de la marginalidad es, así, dinámica. Casi se diría que perversa y polimorfa, puesto que atraviesa la espina dorsal de los temas del momento, siempre desde los rasgos intempestivos que la definen.
Ciertamente en nuestras sociedades, la filosofía y las humanidades se encuentran relegadas a una condición de marginalidad acentuada, incoativa, sin coartada. Condición de marginalidad que, habrá que admitir, se ha forjado por su propio fuero. Frente a las derivas capitalistas que hacen de los saberes tecnocientíficos el modelo que lleva la égida de la productividad y que hace las delicias de la acumulación del capital, así como de sus esquemas empobrecedores de todas las demás prácticas reflexivas en el orden del saber, las humanidades y, entre ellas la filosofía, se han debido subsumir a la corriente mayoritaria del dictum que subyace implícito a todos los ranqueo de las universidades: publicar o morir. Un imperativo que, sin embargo, no va acompañado de la infraestructura editorial que sería necesaria para cubrirla. En ese sentido, ante un mundo que dice valorar el pensamiento más que en cualquier otra época de la humanidad, notamos que sólo se valora el pensamiento que se traduce inmediatamente en productos y servicios, o bien en patentes y resultados contabilizables para perpetuar los modelos civilizatorios que nos arrastran a la catástrofe ecológica, social y económica que nos asola desde hace decenios. No hay tiempo para más. Principalmente, no hay tiempo para detenerse a pensar.
Ante un escenario como este, la filosofía se ha conformado con asumir el incómodo papel de Casandra: aquella de la testiga de la catástrofe, que conoce sus causas, pero que no puede hablar para detener la embestida que viene. Desacreditada como un saber improductivo, la filosofía se ha conformado con su papel de diagnosticadora; una sabia que señala las heridas y sus morfologías, pero que poco puede hacer por remediarlas.
Poco, tal vez, excepto crear puentes entre estructuras de experiencia nacientes y recursos reflexivos que conforman un enorme acerbo tanto teórico como práctico. De tal modo que el pretendido lugar marginal de la filosofía, en el mundo contemporáneo, le ha permitido ser un puente en el diálogo entre saberes (universitarios y no universitarios) y expectativas (sociales, en busca de justicia y transformación social). Desde este enfoque, la filosofía nunca ha sido tan demandada, por parte de las movilizaciones sociales y de las ciencias humanas, como marginada en la repartición de presupuestos y modelos de desarrollo tecnocientíficos. Sin embargo, es éste lugar incómodo y marginal lo que, irónicamente, le permite florecer; ya que, cabe constatar, no hay ningún problema fundamental de nuestra sociedad para el que no se solicite el concurso de la filosofía.
Puesto de esta manera, gran parte de los retos que actualmente enfrenta la filosofía no tiene que ver con hacerla rentable o susceptible de llenar las expectativas neoliberales que se ciernen sobre ella, sino justamente en convertirla en una práctica de encuentro, de mutua escucha entre saberes (activistas y universitarios), de solidaridad precisamente con las luchas y las condiciones de marginalidad y exclusión que plagan este mundo en etapa terminal. Es así que la generación de espacios para la investigación, la escritura y el encuentro entre prácticas reflexivas y formas culturales que, por necesidad, deben escapar al acelerado ritmo de la producción mercantil, resultan absolutamente indispensables. Por ello, mientras que la mayor parte de las revistas universitarias siguen produciendo dossiers monográficos sobre los autores más consagrados, un espacio como el de Reflexiones marginales ha fungido como sitio de acogida de aquellos proyectos, voces y generaciones que no habrían encontrado otro lugar para manifestar sus necesidades de intervenir y comprender las problemáticas que nos rodean y que, a menudo, nos conforman. En ese sentido, Reflexiones marginales ha sido un espacio editorial inquieto, audaz y sumamente versátil que ha abierto brecha y ha formado, a su vez, a toda una nueva generación de autoras/es, investigadoras/es y, sobre todo, editoras/es invitadas/os que, en sus páginas digitales, han cultivado el arduo oficio de la lectura, la discusión y la creación de circuitos de distribución de contenidos filosóficos a través de las redes y las geografías. De tal modo que sería difícil precisar, al menos con el rigor que ameritaría, cuántas nuevas líneas de investigación, de docencia y de prácticas colegiadas y colectivas de debate ha albergado, creado y fomentado un espacio de encuentro como ha sido nuestra revista digital al menos desde 2013.
Casi podría decirse, por irónico que parezca, que Reflexiones marginales ha salvado de la condición de marginalidad a cientos de egresadas y egresados de las universidades de México y, quizá, de América Latina; ya que en sus páginas desfilaban jóvenes que, mayoritariamente, buscaban consolidar sus propuestas filosóficas a través del único medio del que la filosofía ha dispuesto para ello: a través de la publicación escrita. Y su circulación en línea ha favorecido también que nuevos entusiastas se sumaran al proyecto que había sido comenzado -aún lo recuerdo- por Alberto Constante al finalizar aquél maravilloso curso sobre Las palabras y las cosas en el que, junto con tantas y tantos queridos colegas, participé; un curso que cambió vidas. Al menos la mía. Sería imposible, pues, hablar de la enorme contribución que ha hecho la mera existencia de una revista digital tan hiperactiva como Reflexiones marginales, sin hablar también de la notable contribución de su editor en jefe al respecto: nuestro sensei, Alberto Constante.
Con esta revista, no sólo se subsanó una de las principales falencias del sistema mexicano universitario: la falta de espacios para publicar, que atentan fundamentalmente contra los nóveles autores; aún más importante, la revista creó y fomentó la producción de un espacio que ha servido de incubadora para la continuación de la práctica filosófica -más allá de la docencia y la investigación universitarias- en un país en el que esta se ve desdibujada por una árida hiperespecialización monográfica. Reflexiones marginales es y será recordada como un sitio de debate, experimentación, ensayo y prueba de temáticas que sólo en unos años podremos avizorar.
Es por ello que el espacio de marginalidad, al que la filosofía ha transitado dócilmente, fue cuestionado y combatido, me atrevería a decir, por una publicación que hoy, luego de más de doce años de publicación ininterrumpida, ve su fin. Con ella, todo un conjunto de problemáticas, de reflexiones revulsivas y señeras se sitúan ante un final de época, ante un corte de caja que dejará huella en los anales de las publicaciones filosóficas, no sólo universitarias; porque Reflexiones marginales fue un sitio de pensamiento experimental que siempre convocó, y se mantuvo abierto, para todas las perspectivas y todas las voces, que supo navegar a través de los cambios y no sólo se adaptó, sino que se montó en la cresta de la ola de las transformaciones que definieron el horizonte de lo que pensamos y enseñamos en nuestras aulas: desde el redescubrimiento del posestructuralismo por toda una generación en la primera década de los dosmiles, hasta los meandros de la teoría queer y los estudios de género, las subjetividades trans y el cambio climático de nuestro horizonte posthumanista; lo mismo los debates sobre transhumanismo que sobre ontología circularon en sus páginas, siempre de la mano de los autores del lado B, marginal, de la historia de la filosofía, como Nietzsche, Deleuze, Foucault, Butler, Haraway, entre otras y otros.
Como dice la canción: “todo tiene su final”. Por ello celebro que una publicación como Reflexiones marginales haya definido la época que me permitió formarme como filósofo, incursionar en el campo de la edición, formar parte de mi primer comité editorial y, sobre todo, aprender el duro y señero oficio de la filosofía al lado de un maestro de generaciones como ha sido Alberto Constante. Quien, estará seguro, verá prosperar su legado en lo por-venir, como el pensador de la aurora que supo ser.
¡Gracias, sensei!
