¡Arden las palabras! Kierkegaard y Heidegger: una crítica a la modernidad

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¡Arden las palabras! Kierkegaard y Heidegger: una crítica a la modernidad

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A medida que el lenguaje se hace más funcional,
se vuelve impropio para la palabra, y de
hacérsenos demasiado particular pierde su
función de lenguaje.
Jacques Lacan

(…) el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta,
se le quema –confuso- en la garganta,
exhausto de sentido;
(…) sí, todo él, lenguaje audaz del hombre,
se le ahoga -confuso- en la garganta
y de su gracia original no queda
sino el horror de un pozo desecado
que sostiene su mueca de agonía.
José Gorostiza

Una abeja retorna al panal e informa de un botín. Con movimientos seductores la exploradora indica distancia y dirección del suculento polen. Minutos después, el enjambre de abejas llega sin equívocos al lugar indicado. El mensaje de la excursionista no tiene margen de error, guía cual brújula el movimiento de la tropa. La precisión en el “lenguaje” de los himenópteros reluce, mientras el lenguaje humano posee otra condición. Mas, ¿qué condición hiende una grieta inconmensurable entre unos y otros? Una cualidad paradójica: el lenguaje es imposibilidad de comunicar todo: está habitado por silencios que lo revientan. El silencio deslava la pretensión de decir todo al igual que las olas de mar forman acantilados en la costa; danza con las palabras cual enamorado en la pista de baile. Pero esta circunstancia no está en desventaja con la comunicación de las abejas; por el contrario, representa la potencia que permite virar hacia una apertura que distingue al humano de éstas. Martin Heidegger y Søren Kierkegaard la entienden y harán eco en las cavernas del pensamiento para reflexionar más allá de una visión totalizante.

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En 1846, bajo el pseudónimo de Johannes Climacus, Kierkegaard escribe el Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas, texto que problematizará dos puntos capitales: en primer lugar, la importancia del individuo singular colmado de interés infinito, personal y apasionado por su felicidad eterna. Este será, para el autor, el nudo de la ética, es decir, la apropiación de la individualidad del existente como la cuestión más importante antes que ser arrastrado por la marea de lo histórico-universal. Por otro lado, avizorará uno de los efectos de la época moderna: la producción de un pensamiento especulativo, preñado por el discurso histórico-universal, que intenta explicar todo como parte de un sistema objetivo-racional. La objetividad y su apertura a la generalidad del mundo ocluye la irreductibilidad de la interioridad; es una construcción tan grande que le será imposible al individuo habitarla. Anti-Climacus, autor de La enfermedad mortal, comenta:

Un pensador acaba de construir un enorme edificio, lógico, un sistema, un vasto sistema que abarca toda la existencia y toda la historia universal, etc., etc. Ahora bien, consideremos su vida personal. ¿Dónde habita? ¡Asombroso! ¡Lamentable y ridículo hasta más no poder! Porque nuestro pensador no habita personalmente, como cabría esperar, en ese espléndido palacio de bóvedas altísimas, sino que habita en las caballerizas de al lado, o quizá en la misma perrera, o a lo más en la casita destinada al portero del palacio.[1]

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Aquél que construye un mundo sin poder habitarlo representa la máxima comicidad pero al mismo tiempo un peligro. Kierkegaard repara que el peligro más grande de la modernidad lo constituye el olvido de la individualidad. Los andamios que sostienen esa gran construcción moderna son Descartes y Hegel; la época moderna no puede entenderse sin los aportes que ambos pensadores abonan a tierra filosófica y al cristianismo. Esta es la razón por la cual Climacus los tiene en la mira a lo largo de su tratado. El autor del Postscriptum advierte que tanto el cristianismo como la filosofía están atrapados en los espesos arbustos de la modernidad. El primero ha desviado su atención del interés apasionado del individuo para sostener la certeza de la fe y constituirse como doctrina objetiva que pretende ser el lazo de felicidad eterna de la comunidad; mientras la filosofía, por su parte, ha relegado al individuo al tratar la universalidad y lo majestuoso como punto nodal.

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Cristianismo y filosofía tratarán de agotar con palabras la generalidad del mundo circundante; las lanzan como inmensas redes para capturar de forma inmediata, certera y objetiva todo lo existente. Incluido el existente mismo. El pseudónimo kierkergaardiano llama a este decir objetivo comunicación directa. La doctrina cristiana y el discurso filosófico hablarán objetivamente en aras de poder decir todo y develar la verdad para que el escepticismo no haga acto de aparición. Sin embargo, el pensamiento objetivo, con su comunicación directa, muestra su radical indiferencia a la interioridad del individuo:

El pensamiento objetivo es del todo indiferente para la subjetividad, y, por tanto, es también indiferente para la interioridad y para la apropiación; por ello, su comunicación es directa.[2]

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Aquí el aguijón de Kierkegaard hunde su punta en la piel desnuda de la modernidad. Da cuenta que la de la comunicación utilizada por ésta es inmediata y no oculta secretos; puede decir todo pero, al igual que el ilusionista, esconde en el acto de mostrar: cuanto más presente está la universalidad la subjetividad sucumbe. El discurso universal avanza à-côté de aquél que existe. Habla de verdades universales, de certezas, despoja a la fe de los misterios que la envuelven. No obstante, Climacus quita el velo que cubre la paradoja: decir todo permea el olvido del individuo y su relación con Dios. Y es ahí, en la interioridad, donde la comunicación directa tartamudea. Existe un indecible entre el individuo y la propia relación con su felicidad eterna. No todo puede decirse por la comunicación directa. Por ello Abraham no puede comunicar a nadie que Dios le haya pedido sacrificar a su hijo, acto que desborda al discurso moderno.

Si bien la modernidad, el cristianismo y la filosofía se han servido de una comunicación que quiere decir la totalidad de las cosas, la individualidad no se reduce a la presencia absoluta, certera e inmediata que propicia esa comunicación. Por consiguiente, Climacus acerca más la comunicación del existente a la poesía que al discurso científico-filosófico al decir: “Dondequiera que lo subjetivo sea de importancia para el conocimiento (…) la comunicación será una obra de arte (…)”.[3] La comunicación como obra de arte no dice todo, ni tampoco lo pretende. Existe un silencio constitutivo en esta comunicación subjetiva. Es una comunicación indirecta. Si la comunicación directa sotierra el valor de la interioridad, la comunicación indirecta la desenterrará cual tesoro para darle un amplio valor a las palabras; aquí ya no son flatus vocis, carentes de una relación con aquél que habla, sino dirán algo del orden de la verdad de la individualidad: a pesar de no poder ser dicha ni comprendida en su totalidad. Imposible mostrar una verdad inmutable ante todos, desnudar la individualidad, acotarla a una simple descripción. Entre la interioridad y la generalidad existe una gran hendidura: en la comunicación directa el individuo, en su extravío por los senderos del mundo histórico-universal, tratará de agotar la totalidad de las cosas en su decir mientras que la comunicación indirecta, cual obra de arte, comunica: pero no todo; trepa entre las líneas del pentagrama subjetivo para repicar sus sonidos, pero también sus silencios.

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En el discurso moderno nada quiere saberse del silencio que habita lo individual; al pretender mantener a flote la claridad destellante de la totalidad, un descuido hacia individuo acontece. Mientras la locomotora de la modernidad avanza rápidamente, arroja al olvido otra cuestión fundamental: la pregunta por el ser. Martin Heidegger corre el manto metafísico de la época moderna y se atreve a ir más allá del discurso que oculta esta pregunta; ésta direcciona como faro luminoso su pensamiento en el vasto océano filosófico; por ello entre Ser y tiempo y sus posteriores reflexiones no existe una limítrofe infranqueable sino virajes que permiten seguir el curso del viento que lo adentre en la inmensidad marítima con mayor ahínco. El lenguaje es una brisa que dirigirá las reflexiones del filósofo alemán a las costas del ser. Pensar al lenguaje significa pensar al ser cuando la modernidad ha sepultado su importancia para colocar un amplio edificio metafísico: morada del pensamiento occidental. La tierra germana del siglo XX edifica su construcción metafísica sobre un andamiaje técnico y así logra la realización del sueño cartesiano del dominio de la res extensa con el auxilio de la técnica[4]; su contoneo seduce a la época: erige bardas inmensas que separan la reflexión del olvido. Por ello Heidegger no duda en mencionar que “La metafísica es el olvido del ser, y esto es la historia del ocultamiento y de la retirada de aquello que da ser”[5]. Así, ser y lenguaje son depuestos en los márgenes para dar pie a una reflexión calculadora y dominante sobre las cosas. El hechizo de la técnica atrae hacia sí las reflexiones intelectuales mientras la pregunta por el ser continúa ofuscada. Tal encantamiento representa, para el filósofo, el abuso del legado moderno; para el pensador, las venas de la modernidad rebosan de sangre tecnificada cuya reflexión tenderá a dominar la naturaleza, no a pensar.

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Pese los suculentos encantos que brinda la modernidad, Heidegger exhorta a dar un paso atrás para adentrarse entre los boscosos caminos del ser: estas veredas siempre han permanecido a la vista, mas su cercanía los convierte en caminos no hollados: todo lo cercano se aleja escribe Goethe. El ser se esconde en la obviedad, a la vista del hombre; pero éste es el único que puede preguntar por aquél, pues esta cuestión encarna su propia existencia: el hombre pregunta por el ser, pues ahí está en juego su existir en el mundo que habita. Primer dardo dirigido a la modernidad: el hombre no está constituido ni es resultado inapelable de la unión de cuerpo y alma. El existir del hombre está fundamentado en un abismo: carece de esencia; su existencia está enclavada en las posibilidades que el mundo le ofrece. Nuestro autor, para evitar una confusión metafísica, le llamó Dasein; cuando menciona que éste existe hace referencia a su perpetua indeterminación; su existencia radica en un constante hacer en el mundo; existe fuera de sí. Por ello el Dasein es su aperturidad; vida fáctica que el mundo arroja al existente:

Y fáctico, por consiguiente, se llama a algo que «es» articulándose por sí mismo sobre un carácter de ser, el cual es de ese modo. Si se toma el «vivir» por un modo de «ser», entonces «vivir fáctico» quiere decir: nuestro propio existir o estar-aquí en cuanto «aquí» en cualquier expresión abierta, por lo que toca al ser, de su carácter de ser.[6]

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Al preguntar por el ser la interrogante me implica. Esta cuestión, en apariencia abstracta y universal, refiere a lo más particular: en cada caso a mi existencia abierta. En Ser y tiempo tres son los modos que exponen esta llaga de la aperturidad de la existencia: el habla, el comprender y la disposición afectiva.[7] Apertura significa un fulgor repentino que vuelve a caer en penumbras. Nunca atrapa la totalidad de las cosas. Así el habla; pues nunca dice todo: su primer movimiento desoculta; el segundo vuelve a ocultar en su decir:

La función del habla es hacer accesible algo en cuanto estando aquí presente, mostrándose abiertamente. En cuanto tal, tiene el λόγος la posibilidad señalada del άληθεύειν (desocultar, poner aquí a la vista, a disposición lo que antes estaba oculto, encubierto).[8]

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Desocultar nunca significa transgredir al ser y arrancarle sus posibilidades al exponerlo en su totalidad sino dejar que su apertura acontezca por un breve instante en el tiempo. El lenguaje como soporte ontológico entrecruza al ser: lo rodea. El habla no captura, sólo abre espacios en la penumbra para que sus destellos aparezcan, por ello el pensador alemán no duda en entender al lenguaje como “(…) advenimiento del ser mismo, aclara y oculta.”[9]. Cuando el lenguaje clarea un resto queda entre sombras; un silencio permite hablar más de una vez del sentido del ser porque éste se escabulle entre los huecos de las palabras. La palabra crea metáforas que atraen al ser para acariciarlo por un momento: fugaz parpadeo. Esto es la apertura en flor del ser que el lenguaje posibilita.

El desocultamiento acaecido por el habla encamina hacia una comprensión anímicamente templada; aquí el Dasein es arrojado a su mundo; proyectado a su fáctica existencia. A diferencia de la piedra, la planta y el animal, el hombre está en completa apertura, pues ahí están las posibilidades de su existencia en gerundio. Mientras Heidegger introduce al ser en la ranura de la palabra por la cual éste chapucea, la modernidad intenta despojar a las cosas de su apertura para adentrarlas en una lógica de dominación técnica. Cuando el sentido del ser aparece no queda delimitado sino tiene la posibilidad de ser reescrito en un nuevo decir. Renunciar a decir todo del ser implica dejar de lado la pretensión de dominar al ser para aceptar su esencial abertura.

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Kierkegaard y Heidegger se percatan que la modernidad camina con pies de plomo. Gardenias subjetivas y claveles del ser son pisoteados para crear amplios monumentos del olvido. Pero los dos pensadores también advierten que los monolitos modernos tienen grietas por las cuales germinan nuevas flores. La modernidad tratará de decir la totalidad de las cosas, incluyendo la individualidad única e irrepetible. Pero también olvidará que ha olvidado la pregunta por el ser y la palabra del hombre que lo funda. El vasto sistema moderno comunica todo y trata de cosificarlo; aplica, incansable, sus técnicas sofisticadas para hablar de materia cadavérica en movimiento; pero el ser y el individuo van más allá de la cuantificación y las cifras. El existente, para ambos pensadores, está más allá del bien y del mal ya que siempre se abre espacio entre la pretensión totalizante de la modernidad. Ser e individuo utilizan la palabra para incendiar la mecha que detona al edificio metafísico porque la palabra posibilita la escritura pasional e inconfesable del cuerpo subjetivo y es, al mismo tiempo, apertura de posibilidades que acontece como relámpago iluminador el cielo anochecido. Kierkegaard y Heidegger hacen arder las palabras cuando señalan la imposibilidad de decir todo. A pesar de ello, cuando el lenguaje arde fecundiza la tierra para que nuevos pensamientos hundan sus raíces en la tierra, abran sus flores y miren al cielo. Así, habrá otros pensadores que tomen su polen, acerquen su vuelo a la colmena y comuniquen que la palabra es un acercamiento a lo imposible.

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Bibliografía

Heidegger, Martin., Carta sobre el «humanismo» en Hitos, Alianza Editorial, Madrid, 2007.

——————, Ontología. Hermenéutica de la facticidad, Alianza Editorial, Madrid, 2000.

——————, Protocolo de un seminario sobre la conferencia Tiempo y ser en Tiempo y ser, Tecnos, Madrid 2000.

Kierkegaard, Søren, La enfermedad Mortal, Trotta, Madrid, 2008.

————————-, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas, Editorial Iberoamericana, México, 2009.

Safranski, Rüdiger, Un maestro de Alemania. Martin Heidegger y su tiempo Tusquets, Barcelona, 2007.

Esteban Arellano García.

Actualmente cursa la Maestría en Filosofía en la Universidad de Guanajuato. Licenciado en psicología. Cursó la especialidad en Clínica psicoanalítica en la Red Analítica Lacaniana (REAL). Miembro desde su fundación de la Sociedad Académica Kierkegaard. Miembro fundador de la revista y programa de radio Intempestivas. Filosofía, psicoanálisis y cultura.

[1] Kierkegaard, S., La enfermedad Mortal, Trotta, Madrid, 2008, Pág. 66.
[2] Kierkegaard, S., Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas. Editorial Iberoamericana, México, 2009, pág. 76.
[3] Ibídem, pág. 80.
[4] Cfr. Safranski, R., Un maestro de Alemania. Martin Heidegger y su tiempo, Tusquets, Barcelona, 2007, Pág. 381.
[5] Heidegger, M., Protocolo de un seminario sobre la conferencia Tiempo y ser en Tiempo y ser, Tecnos, Madrid, 2000, pág. 61.
[6] Heidegger, M., Ontología. Hermenéutica de la facticidad, Alianza Editorial, Madrid, 2000, pág.26.
[7] Este artículo no permite ahondar en las implicaciones del comprender, el habla y la disposición afectiva. Nos limitaremos a exponer el habla a condición de que se entienda que no pueden escindirse los otros dos.
[8] Ibídem, pág. 29.
[9] Heidegger, M., Carta sobre el «humanismo» en Hitos, Alianza Editorial, Madrid, 2007, pág. 269.

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