Lo humano y la Religión en Luc Ferry, Marcel Gauchet y Jean-Luc Marion

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Lo humano y la Religión en Luc Ferry, Marcel Gauchet y Jean-Luc Marion

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En este ensayo, me propongo analizar el problema de lo religioso en la obra filosófica de Jean Luc Marion, quien desarrolla una filosofía que no renuncia a pensar la idea de trascendencia o de “distancia” en un sentido cristiano después de la proclamación nietzscheana de la muerte de Dios. Como afirma Marion en su obra El Ídolo y la Distancia:

Primero una evidencia: Lo que denominamos, siguiendo la última (o penúltima) palabra metafísica, la “muerte de Dios”, no significa que Dios quede expulsado del campo de juego, sino que indica el rostro moderno de su insistencia y eterna fidelidad.[1]

Incluso la expresión de Nietzsche “La muerte de Dios”, no puede pensarse sin Dios, es impensable sin referencia a Dios, en la medida en que todo pensamiento presupone la idea de Dios en un sentido no reductible a lo onto-teo-lógico. Trataremos de analizar el concepto de lo “onto-teo-lógico” como momento negativo e impreciso de lo divino, es decir, de Dios. La tesis que defiende Jean-Luc Marion, una tesis que nos sitúa entre la filosofía y la religión, sostiene que la “muerte de Dios” proclamada por Nietzsche no cancela la cuestión de Dios, la cuestión de la “distancia” o de la “diferencia ontológica” que permite al hombre acceder a una forma de lo divino que se mantiene a distancia entre lo visible y lo invisible, entre el Ídolo y la Distancia:

La muerte de Dios, lejos de implicar la descalificación de la cuestión de Dios, o de lo divino, restaura de manera urgente la de su enfrentamiento espantoso, inmediato, a cara descubierta. La desaparición del ídolo onto-teo-lógico provoca, de común acuerdo, la búsqueda frenética de un cuerpo a cuerpo, que esperamos a veces nupcial, con lo divino, en el delirio desheredado de una insignificancia sádica.[2]

La trascendencia de Dios, en el pensamiento judeo-cristiano, y más concretamente en el pensamiento occidental a partir del cristianismo ha sido de gran trascendencia en el ámbito político, moral y religioso. Marcel Gauchet sostiene en su obra El Desencantamiento del mundo, una historia política de la Religión, que “el cristianismo ha sido la religión de la salida de la religión”.[3] Marcel Gauchet aborda la religión desde un enfoque político, situándose en la línea de autores como Pierre Clastres, Cornelius Castoriadis y Claude Lefort. La modernidad, según Marcel Gauchet, significa la irrupción de un orden social moderno ya no configurado ni constituido por la religión, de tal manera que el mundo moderno, es decir, la democracia moderna refleja a través de sus instituciones que la religión es innecesaria, y consecuentemente, carece de vigencia en la modernidad desde el punto de vista político. La modernidad refuerza la idea de que la religión ya no es propiamente lo que rige nuestro mundo des-divinizado o desencantado.

Marcel Gauchet

Marcel Gauchet

La tesis de Marcel Gauchet consiste en afirmar que el judeocristianismo es el momento de la trascendencia de lo divino, es decir, de la retirada de Dios del mundo, que Max Weber identificó con el proceso de “desencantamiento del mundo”, es decir, con la expulsión de los dioses del mundo, lo cual conlleva, por otra parte, la separación radical entre el hombre y Dios, entre el mundo humano y la esfera de lo divino. El primer rasgo de la religión para Marcel Gauchet es la heteronomía:

[…] lo religioso es un principio exterior y superior a la humanidad. (…) Dicho de otra manera, lo religioso no es simplemente la heteronomía, es decir, el hecho de que la ley provenga de otra parte que de la humanidad misma, sino incluso la negación de la autonomía, es decir, el hecho de que los seres humanos rechazan el atribuirse a sí mismos la organización social, la historia, la fabricación de las leyes, y se niegan a percibirse a sí mismos como la fuente de su organización social, de la ley y de la política, extrapolando esta fuente hacia una trascendencia, una exterioridad, una superioridad y, por así decir, una dependencia radical.[4]

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Según Gauchet, la religión, concretamente, desde una “definición política de lo religioso”, pertenece a un tiempo pasado totalmente superado. En este sentido, Marcel Gauchet sostiene, como bien subraya Luc Ferry, que la religión “no aparece nunca más como una disposición metafísica y esencial de la humanidad, sino como un momento histórico ligado a una organización social y política concreta”[5]. No obstante, como reconoce el mismo Marcel Gauchet, no desaparece del todo lo religioso en un mundo sin religión, y en este sentido, defiende que persiste lo religioso después de la religión:

Una salida de la religión es posible. Esto no significa que lo religioso debe dejar de hablar a los individuos. Sin duda incluso hay posibilidad de reconocer la existencia de un estrato subjetivo no eliminable del fenómeno religioso, o independiente de cualquier contenido dogmático fijado, que consiste en una experiencia personal.[6]

Luc Ferri

Luc Ferri

Marcel Gauchet concluye afirmando que incluso el fin de la religión no implica que nos hayamos desembarazado para siempre de la cuestión de lo religioso: “Incluso suponiendo que la edad de las religiones se ha terminado definitivamente, es preciso persuadirse que entre la religiosidad privada y los substitutos a la experiencia religiosa, nunca habremos terminado, probablemente, con lo religioso”.[7] Luc Ferry considera desde un punto de vista filosófico y moral que la religión como elemento fundamental de nuestra cultura humanista no ha desaparecido, sino que sigue perviviendo la religión a través de una trascendencia que ya no se manifiesta en la idea de un Dios trascendente que crea y ordena el mundo desde un punto de vista absolutamente externa al mundo humano. La tesis de Luc Ferry consiste en afirmar que existe un ámbito de lo absoluto en el orden humano, que no es tanto el Dios trascendente, sino el hombre mismo como encarnación de lo sagrado. Dios ya no es el principio del cual se parte para hablar de la religión, sino que el hombre por sí mismo puede dar cuenta de la religión o de la trascendencia en la medida en que participa de lo sagrado, que para la filosofía moderna es la libertad o la razón, aquello que confiere al hombre un status diferente a los demás entes.

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Los derechos humanos, la ética moderna basada en la idea del sujeto kantiano, se sustentan en la idea de que el hombre es portador de valores eternos y absolutos. Esta es la tesis que defiende Luc Ferry en su obra El Hombre-Dios o el Sentido de la Vida.[8] Según Luc Ferry, en el mundo en que vivimos, un mundo laicizado y desencantado, estamos brutalmente confrontados con la cuestión del sentido, o mejor dicho, con su eclipse.[9] Luc Ferry asume este declive que presenta la cuestión del sentido en la modernidad, del absurdo de toda búsqueda de lo absoluto en el mundo moderno. No obstante, la verdadera religión para Luc Ferry es aquella precisamente que se presenta como la más conforme a la aspiración humana, la cual se nos revela plenamente en la modernidad.

Luc Ferry distingue dos procesos que tienen lugar en la modernidad que permiten pensar conjuntamente al hombre en relación con lo divino o lo absoluto: por una parte “La humanización de lo divino”, que permite la traducción del contenido teórico y práctico de la religión al lenguaje del humanismo. Por otra parte, “una divinización del hombre”, es decir, la posibilidad de ver en el corazón del individualismo autónomo la emergencia de una trascendencia, ya no vertical (Dios), sino horizontal (entre los hombres). En palabras de Luc Ferry: “Es el hombre en cuanto tal el que aparece actualmente como sagrado ¿Cómo la cuestión del sentido de la vida se replantea en la era del hombre-Dios?”.[10] El desencantamiento del mundo no se reduce, según Luc Ferry, a la simple separación entre la religión y la política.[11] Luc Ferry considera que la cuestión del sentido no sólo presupone que existe lo divino en el hombre, sino que además lo divino debe humanizarse:

A la divinización de lo humano, a esta nueva religión del Otro a la que nos convida tan a menudo la filosofía contemporánea, respondería la voluntad no sólo de humanizar lo divino, de hacerlo más evidente para los hombres y más cercano a ellos, sino también de reformular nuestra relación a ello (lo divino) en términos que ya no sean los de unos argumentos de autoridad.[12]

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La religión encontraría su pleno cumplimiento en el humanismo del hombre-Dios, “como si la interiorización de la espiritualidad fuera, para la misma religión, una exigencia indispensable”.[13] La religión no desaparece del todo con la irrupción del humanismo. Por el contrario, solamente a partir del humanismo es posible encarar plenamente la cuestión del sentido de la vida. Sólo desde el humanismo del hombre-Dios, según Luc Ferry, la cuestión de la religión se replantea verdaderamente.

Luc Ferry propone una diferente definición de la religión que no se sitúa estrictamente en el plano histórico y político, como en Marcel Gauchet, sino en un plano filosófico y metafísico:

[…] lo religioso, simplemente, si me atrevo a decir, como discurso que trata sobre la relación entre lo finito y lo infinito, entre lo relativo y lo absoluto, con una cuestión central: la cuestión de la finitud o, para decirlo claramente, de la muerte. Esta definición metafísica de lo religioso es, en cierta forma, relativamente independiente de la definición política que nos brinda Marcel Gauchet. Es la definición que encontramos (…) en la filosofía moderna, al menos, desde Descartes.[14]

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Luc Ferry considera que la religión no desaparece en los tiempos modernos sino que pervive en la filosofía moderna, la cual desde Descartes hasta Hegel, ha tratado de “traducir en un vocabulario que es el de la razón, por tanto, en unos conceptos por esencia laicizados, los grandes discursos religiosos, comenzando evidentemente por el discurso cristiano”.[15]

El ejemplo más claro de esta traducción de lo religioso en el lenguaje de la razón es La Fenomenología del Espíritu de Hegel:

La fenomenología del Espíritu (…) narra el trayecto de una conciencia que Hegel denomina la “conciencia ingenua”, la “conciencia natural”, como él dice todavía porque ésta emerge apenas de la naturaleza, es decir, el ser humano, finito e ignorante, que por etapas se acerca al absoluto, es decir, a Dios, al entendimiento infinito, a este “saber absoluto” que no es evidentemente más que uno de los nombres de lo divino. El proyecto de Hegel es hacer de tal manera que este extraño itinerario por el cual el ser humano se reúne con Dios, el ser finito se une al saber absoluto, este trayecto que se efectuaba por medio de la fe en la religión (este “disparo de pistola” que nos propulsa en la fusión inmediata con Dios), sea por el contrario realizado por la filosofía en el seno de este elemento profundamente laico que constituye el elemento de la razón. Yo creo (dice Luc Ferry) que en un sentido que habrá un día que precisar, esta trayectoria de la Fenomenología del Espíritu vale de manera emblemática para toda la filosofía moderna- no simplemente para Hegel, sino ya para Descartes, e incluso para Kant. La filosofía occidental moderna podría en efecto definirse como un intento por retraducir los grandes conceptos de la religión cristiana en el interior de un discurso laico, es decir, de un discurso racionalista.[16]

Marcel Gauchet afirma la idea de la trascendencia como el aspecto esencial de la religión. En este sentido, el mundo moderno, racional e ilustrado, que se constituye a partir del alejamiento absoluto de Dios, y por tanto, de la separación radical entre el hombre y Dios, dará lugar no sólo al desencantamiento del mundo sino consecuentemente al fin de la religión, en el sentido político. Por el contrario, Luc Ferry aboga por una segunda forma de trascendencia que no se opone al humanismo moderno, es decir, a la afirmación de la libertad humana como nueva esfera de lo sagrado, como humanización de Dios a través de la salvación cristiana y por otra parte, como divinización del hombre a través de la ley moral (kantiana) que hace de cada ser humano un fin en sí mismo; en los términos de Husserl de una trascendencia en la inmanencia.

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Jean-Luc Marion defiende una tercera forma de trascendencia, una trascendencia de lo divino y de lo religioso que no se reduce a la visión histórica y política de Marcel Gauchet, y desde este punto de vista, Marion se aproxima a la mirada filosófica y metafísica de Descartes en el sentido antes señalado por Luc Ferry, pero rechazando por completo el planteamiento de una razón filosófica o metafísica que destruye la diferencia ontológica entre el concepto filosófico de Dios y el icono religioso que nos permite acceder al Dios invisible. La diferencia ontológica que Marion trata de hacer visible en su invisibilidad esencial es aquello que escapa al ámbito conceptual filosófico, es decir, lo divino religioso que escapa a la razón, y por tanto, a las racionalizaciones de lo divino desde Descartes hasta Hegel. El Dios de lo onto-teo-lógico nos aleja de Dios al tratar de enmarcarlo dentro de un discurso filosófico que ha determinado la metafísica occidental, la cual representa la totalidad de los entes en cuyo ordenamiento jerárquico se sitúa Dios en la cúspide como “ente supremo”, como causa de sí mismo, como fundamento de todo lo real que a su vez no tiene ningún otro fundamento. Dios como ente supremo fundamenta sin ser a su vez fundamentado. En términos filosóficos, desde Aristóteles, Dios es el primer motor inmóvil que no puede ser movido por otras causas, es el principio de todo ser y de todo conocimiento. El concepto filosófico de Dios, el Dios de lo onto-teo-lógico, al mismo tiempo que nos ofrece un concepto de Dios como ídolo, nos aleja de Dios como distancia:

El ídolo no personifica al dios, y en consecuencia, no engaña al adorador que no ve al dios en persona. Por el contrario, el adorador se sabe el artesano que, con metal, madera o piedras, ha trabajado hasta ofrecer al dios una imagen que ver (εϊδολων) para que consienta a adquirir un rostro. Lo divino no produce al ídolo, y no se produce como un ídolo. El adorador tiene perfecta conciencia de que el dios no coincide con el ídolo (…) El hombre deviene religioso al preparar un rostro a lo divino (…) (El ídolo) se caracteriza solamente por la sumisión del dios a las condiciones humanas de la experiencia de lo divino, lo cual nada prueba que no sea auténtica. La experiencia humana de lo divino precede el rostro idolatrado. El rostro idolatrado que elabora el hombre precede a su investidura por el dios. En el ídolo, lo divino toma sin ninguna duda el rostro efectivo de un dios. Pero este dios toma su forma de los trazos que le hemos dado, conforme a lo que hemos experimentado efectivamente, de hecho, de lo divino. (…) El ídolo nos remite, a través del rostro de un dios, a nuestra experiencia de lo divino.[17]

Jean-Luc Marion nos previene contra la idolatría conceptual que nos aleja de dios, y por otra parte, nos manifiesta la distancia que supone la insuficiencia del discurso filosófico. Exponer a Dios a la mirada del hombre, hacerlo completamente visible conlleva según Marion matar a Dios, es decir, destruir su irreductible misterio e invisibilidad:

El ídolo del templo muere al ser visto a plena luz, puesto que aparece como lo que es (o al menos lo que deviene bajo una luz parecida): madera trabajada, metal forjado, piedra esculpida. El Dios no permanece visible en tanto que la mirada se hace lo bastante casta para no poseerla en carne y hueso- en y como ídolo (…) En un sentido, el ídolo no debe ser visto para seguir siendo ídolo- a pesar de la etimología (..) El hombre más feo (Zaratustra, IV) ha matado a Dios porque Dios lo veía con un ojo que lo veía todo, lo mataba con la mirada. Devolver esta mirada, ver a Dios tal cual, es matarlo. Pues no vemos otra cosa que un ídolo.[18]

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Dios es creador y el mundo se explica como un acto creador de Dios. Dios como origen del mundo, aparece en el proceso y desenvolvimiento del mundo. Dios es también historia (según Hegel) y explica el sentido racional de la historia. Dios interviene en la historia dándole un sentido y una dirección concreta. Descartes confiere a Dios el poder de fundamentar la veracidad y la objetividad del conocimiento humano. El hombre puede conocer la verdad gracias a un Dios bueno y sabio. Dios también aparece como el fundamento del poder político: la autoridad política como delegada del poder de Dios en la tierra. La unidad de Dios no sólo garantizaba la unidad del cuerpo político sino también la unidad de la moral basada en leyes universales. Dios aparece como fundamento de la igualdad entre todos los hombres. Todos somos hijos de un mismo padre (Dios), sin embargo, la religión cristiana introduce una distancia fundamental entre el padre y el hijo, entre el dios trascendente del antiguo testamento, y el hijo de Dios, Jesucristo, con rostro humano, demasiado humano:

Ninguna muerte de Dios llega tan lejos como la deserción de Cristo por parte del padre, en el viernes santo; y en el fondo del abismo infernal que se abrió en el seno mismo de nuestra historia, una vez por todas, sale la filiación insuperable que confiesa para siempre la paternidad del padre. Dios revelándose como Padre, avanza en su propia retirada. Es por esta razón, que desde que Cristo es hijo a medida de una tal distancia, toda muerte de Dios, toda huida de los dioses encuentra su verdad y su superación en un desierto que sólo crece en la medida en que el Hijo lo recorre hacia el padre.[19]

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Jean-Luc Marion considera el ídolo o los ídolos que convierten a lo divino en objeto de idolatría como aquello que nos aleja de Dios como distancia. La filosofía a través de sus conceptos también incurre en la idolatría que destruye la distancia entre el hombre y Dios:

Tántalo conceptual. La proximidad del ídolo enmascara y marca la huida de lo divino, y de la distancia que lo autentifica. Por tanto al apropiarse de “Dios” por medio de pruebas, el pensamiento se separa de la distancia, y se descubre, una mañana, rodeada de ídolos, de conceptos y de pruebas, pero abandonado por lo divino-ateo. De ahí la palabra en este sentido radicalmente atea de la metafísica, la de Leibniz. (…) Pues la cuestión de saber cómo Dios entra en la filosofía no se decide, en el sentido en que procede Heidegger, que a partir de la filosofía misma, a condición de entender ésta en su esencia, a saber, en su rostro historial de metafísica.[20]

Los ídolos de la metafísica encubren la verdadera esencia de lo divino, o como sostiene con sus propias palabras Marion:

Tomar en serio que la filosofía es una locura, para nosotros, esto quiere decir primero (aunque no exclusivamente), tomar en serio que el “Dios” de la onto-teo-logía vale como un riguroso ídolo, la que presenta el Ser del ente metafísicamente pensado; y por tanto, que lo serio de Dios no puede comenzar a aparecer y a cautivarnos con la condición de que, por una inversión radical, sea fuera de la onto-teología que pretendemos avanzar. (…) No se trata, como haría cualquiera de nosotros, de “superar la metafísica”, sino de plantear al menos esta cuestión: ¿El ídolo onto-teológico, triunfante o arruinado (no importa aquí) acaso cierra todo acceso al icono de Dios como “icono del Dios invisible”?[21]

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Jean Luc Marion afirma que respecto al paso hacia atrás para salir del ídolo hacia el icono, Heidegger no ofrece realmente indicaciones de cómo se podría realizar, ni de cómo atravesar el espejo de la idolatría, ni cómo retroceder hacia un estado de naturaleza conceptual no marcado irremediablemente por ninguna historia. Sólo queda una vía para Marion: “Recorrer lo onto-teológico mismo a lo largo de sus límites- de sus etapas (…) Será nuestra manera de penetrar conceptualmente en lo serio de una locura, de la locura que apunta al icono y rechaza el ídolo”.[22]

Alain Besançon

Alain Besançon

¿En qué consiste el icono de Dios que nos permitiría según Marion salir de la idolatría conceptual de la metafísica, del discurso racional que trata de encapsular a Dios en la razón y en la historia humana? Alain Besançon en su obra titulada La imagen prohibida, una historia intelectual de la iconoclastia, comienza con una cita de Hegel que afirma: “Hace mucho tiempo que el pensamiento ha dejado de asignar al arte la función de representación sensible de lo divino”.[23] El Dios judeocristiano se presenta a los hombres como una trascendencia que va más allá de lo sensible, como una entidad abstracta que rompe con el mundo natural y humano, y por tanto, que se presenta ante el hombre como lo absolutamente otro que no puede ser representado ya sea a través de la imagen o de la razón. La idea de trascendencia, o de distancia, entre lo humano y lo divino no desaparece en el cristianismo, sin embargo, el misterio de la fe cristiana se concentra en el misterio (que escapa a la razón y al mundo sensible) de la encarnación, que dio lugar a la figura del hombre-Dios (“L’homme-Dieu” que da título al libro de Luc Ferry[24]), sin embargo, Marion prefiere la expresión “El Dios-hombre”:

Si lo divino toma el rostro de Cristo, Dios-hombre, la manera en que afecta al ente humano se arriesga de tomar lo serio infinito de la encarnación: si Dios confiere a lo humano toda su amplitud, sin reserva, abandonándose desde el fondo de la distancia al ente humano- no son las maneras humanas las que asume Dios, sino la humanidad misma.[25]

(La religión cristiana)- como afirma Besançon –hereda de las afirmaciones bíblicas que tocan la invisibilidad de la naturaleza divina. Pero también la afirmación de que el hombre ha sido creado a imagen de Dios. Ésta última deviene central porque el Cristo- que es Dios- es un hombre visible y declara: El que me ha visto, ha visto al Padre”.[26]

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Dos temas contradictorios -subraya Besançon- se desarrollan en el Antiguo Testamento: “la prohibición de las imágenes; la afirmación de que existen imágenes de Dios”.[27]

La palabra “idolatría” como culto a las imágenes o a los ídolos ha sido objeto de prohibición, no solamente en la religión judeocristiana, sino en gran parte de la tradición de la filosofía occidental como tan magistralmente demuestra Besançon en su obra citada. No obstante, como demuestra Besançon, la palabra “idolatría” que surge en el contexto bíblico carece de sentido para la tradición grecorromana: “Eidôlon latreia: “culto a los ídolos”. ¿Qué se entiende por “culto” y por “ídolo”? Por “culto” (latreia), los autores profanos, de Platón a Luciano, La Escritura y los Padres designan el servicio de Dios. El homenaje cultual que se rinde a los ídolos como homenaje soberano y absoluto ofrecido al verdadero Dios son igualmente expresados por la palabra “latría”. Sin embargo, la palabra compuesta “idolatría” sólo se encuentra en el Nuevo Testamento. La definición de “Ídolo” (eidôlon) es menos clara, La palabra griega (…) traduce treinta nombres hebreos diferentes: “Vanidad”, “Nada”, “Mentira”, “Iniquidad”, “troncos de árboles”, “piedras redondeadas”, “inmundicias”, “excrementos”, “soplo”, “cosa vana”, “abominación”. Otra serie de palabras se apegan menos al aspecto moral que a la descripción material del ídolo: “amuletos portátiles”, imágenes de seres vivos”, “estatua”, “objeto esculpido”, “metal fundido”. La biblia no otorga a ninguno de estos objetos una naturaleza divina, y (..) los dioses de las naciones no son unos dioses sino la “obra de manos humanas, de madera y de piedra (…).[28]

Y concluye Besançon:

El ídolo no es sino la imagen, la representación de la divinidad. El culto y el honor no van dirigidas (sostienen los teólogos del paganismo) a la imagen sino a la divinidad. (…) Los cristianos han respondido a este alegato de la teología pagana. Santo Tomás, que sigue en esta cuestión La Ciudad de Dios, resume su propósito mediante una cita de San Agustín: Es supersticioso, idólatra, todo lo que ha sido instituido por los hombres en relación a la fabricación y al culto de los ídolos o en el propósito de honorar como Dios a la criatura o a una parte cualquiera de la creación”. Y más adelante, precisa: Los paganos tenían habitualmente la costumbre de emplear unas imágenes en el culto que ofrecían a las criaturas. Es por esta razón que el nombre de “idolatría” ha venido a designar todo culto a una criatura, aunque no implicara ninguna imagen.[29]

Jean Luc Marion propone una salida del ídolo, o de la idolatría, hacia el icono de la divinidad que se manifiesta en su invisibilidad:

“El ídolo está falto de distancia que identifica y autentifica a lo divino en cuanto tal- como aquello que no nos pertenece sino que nos acontece. Al ídolo, por contraposición responde el icono. ¿Cuál rostro nos ofrece el icono? Icono del Dios invisible, dice de Cristo San Pablo. Figura, no de un Dios que, en esta figura, perdería su invisibilidad para convertirse en familiar hasta la familiaridad, sino de un Padre que resplandece cuanto más con una definitiva e irreductible trascendencia que él da sin reserva para ver en la figura de su hijo. La profundidad del rostro visible del hijo ofrece a la vista la invisibilidad del Padre como tal. El icono no manifiesta ni el rostro humano, ni la naturaleza divina que nadie sabría encarar, sino, como decían los teólogos del icono, la relación entre uno y otro en la hipóstasis, la persona. El icono oculta y revela aquello sobre lo cual reposa: la separación en ella de lo divino y de su rostro. Visibilidad de lo invisible, visibilidad o invisibilidad se dan a ver como tales, el icono refuerza la una por la otra. La Distancia que las reúne en su irreductibilidad misma constituye, al final, el fondo del icono. La distancia que ya no se trata de abolir, sino de reconocer, se convierte en el motivo de la visión, en el doble sentido de un motivo: una motivación y un tema figurativo. A la topología del espejo, donde el ídolo nos remitía a la imagen auténtica, pero cerrada, de nuestra experiencia de lo divino, sucede la típica del prisma: una multiplicidad de colores descompone, o más bien orquesta lo que un prisma demultiplica según nuestro poder de visión- la luz que se dice blanca-que no lo es, pues permanece invisible al mismo tiempo que vuelve a todas las cosas visibles. Remarquemos que en el arte del icono, los colores codificados (rojo, azul, amarillo etc.) no se parecen a ninguna cosa supuestamente coloreadas de este modo; su pertinencia se afirma en un campo puramente semiótico (en este caso litúrgico) donde ellos (los colores) enuncian la eternidad, la divinidad, la gloria, la humanidad etc. Los colores no valen de ningún modo como indicios de cosas visibles que habría que dar a ver porque ya lo son (re-producir). Ellos son signos, desde lo visible a lo invisible irreductible, que se trata de producir, de hacer avanzar en lo visible en tanto que invisible. El icono manifiesta, propiamente, la distancia nupcial que une, sin confundirlos, lo visible y lo invisible, es decir, lo divino y lo humano. Esta distancia, el ídolo se esfuerza por abolirlo por la disponibilidad del dios fijo en la fijación de un rostro. Esta distancia, el icono la preserva y la subraya en la invisible profundidad de una figura insuperable y abierta. Desde el punto de vista del deseo, y por tanto, del objeto idolatrado, desde la obscenidad de un dios del cual esperamos y tememos a la vez la insistencia, la cual se hace un poco demasiado acuciante, y así podemos conducirlo a nuestro antojo, el icono substituye una forma de teofanía negativa: la figura no permanece auténticamente insuperable (norma, auto-referencia) en tanto que se abre en profundidad sobre una invisibilidad de la cual no abole, sino que revela, la distancia.[30]

Como subraya Alain Besançon en su obra La imagen prohibida,

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El icono es más que el arte-pues ella misma es un medio eficaz de salud. (…) Desde que la carne de Cristo y, con ella, la materia, (…) han sido trasfiguradas en la Resurrección, elevadas a la participación en la vida divina en la Ascensión, en Cristo, la criatura es capaz de acceder a la semejanza divina y de progresar en ella. El arte humano, “bautizado en la Iglesia”, puede, en el fuego del espíritu, hacerse capaz de traducir para nuestros sentidos y para nuestro entendimiento la Presencia de la divina trinidad misma. Entre el prototipo externo (el Cristo) y el prototipo interno (la imagen del Cristo grabado en el corazón humano) se realiza un intercambio salvífico y una fusión progresiva.[31]

Y concluye Besançon:

En tanto que arte, el icono es capaz de hacer ver unas cosas más altas que ninguna otra forma artística. Existe sin duda en todo arte una ambición de hacer ver lo invisible (Kandinsky). Es lo que hace el icono, y no hace más que eso. Lo que el icono representa-personajes o acontecimientos sagrados- no ha estado presente primero sino en el espíritu (…) lo que hace ver no es jamás sino lo invisible.[32]

“La muerte de Dios”, tal como lo proclama Nietzsche, no recae sobre Dios sino sobre un ídolo- “El crepúsculo no cae irremediablemente más que sobre un ídolo”[33] -sostiene Marion-

Dios funciona como un ídolo y Nietzsche precisa expresamente que la creencia cristiana se identifica, en su mediación genealógica, a la de Platón (…) Heidegger dice en este sentido, que en la palabra “Dios está muerto”, pensado en lo esencial, es puesto en el lugar del mundo suprasensible de los ideas, las cuales contienen el fin establecido por encima de la vida terrestre de esta vida misma, que la determinan desde arriba y por tanto, en cierta manera, desde el exterior; dicho de otra manera, “Dios es el nombre para el dominio de las ideas y de los ideales.[34]

Jean Luc Marion no identifica a Dios con una “Idea”, ni con una “Imagen idolatrada”, y en este sentido, se distancia tanto de Marcel Gauchet como de Luc Ferry: para el primero la religión se realiza en la historia a través del pensamiento pre-moderno o salvaje, es decir, a través de las formas sociales que presuponen un orden divino-superior- y trascendente que antecede al hombre y lo gobierna desde lo alto. Se trata de la religión como forma de organización social y política superada por la modernidad, y por tanto, como algo del pasado ya superado por la modernidad. Por el contrario, Luc Ferry considera la religión en el seno de la modernidad, donde el hombre adquiere por sí mismo la idea de trascendencia sin salirse de la inmanencia, es decir, del mundo moderno. Marion no sigue el mismo camino que estos autores, sino que propone una vía para escapar a la idolatría, al culto a los ídolos, a través de Cristo que se manifiesta en nosotros, de manera inmanente, pero a través de la distancia con el Dios-Padre creador; El cristianismo no sólo se refiere a la distancia entre el Hombre y Dios, sino también a la distancia que separa y une al Hijo con el Padre; la retirada del dios Padre a la vez invisible y visible a través de su hijo:

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Para el hombre, existe una manera de admitir el Cristo- (…) la retirada en la cual aparece el Hijo en la distancia al Padre (…) el Cristo no disimula ni él mismo, ni al Padre: hace, por el contrario- explotar el secreto más radicalmente impensable – que la retirada, como distancia, constituye el lugar y el modo único, en el que el Hijo se une tanto más al Padre, en cuanto que recibe definitivamente el poder distinguirse de él para siempre.[35]

Hemos visto, a través de Marcel Gauchet, de Luc Ferry, y de Jean-Luc Marion, tres perspectivas de la religión. Asumir que existe una trascendencia que no podemos encapsular en nuestro discurso filosófico-conceptual constituye sin duda un reto para la modernidad, la cual empezó por pensar al hombre por su poder o capacidad de autonomía, por su libertad absoluta frente a cualquier forma de autoridad que provenga sea de la tradición o de la religión. Pensar la religión como parte esencial de la modernidad es una postura que aúnan a Luc Ferry y a Marion. Luc Ferry trata de conjugar la trascendencia de lo sagrado con lo humano, convirtiendo al hombre dotado de razón en el hombre-dios como lo único absoluto de este mundo. Jean-Luc Marion no pretende pensar lo absoluto como pretende Luc Ferry desde una postura filosófica y metafísica. La religión es lo otro de la filosofía que no puede ser pensado sino a través de una visión propiamente religiosa. Marcel Gauchet, quien asume las consecuencias de la muerte de Dios, tras la estela de Nietzsche y de Weber, no parece retroceder ante una modernidad que ha dejado de pensar en Dios como elemento constituyente del mundo moderno.

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Notas

[1] Marion, Jean-Luc, L’Idole et la distance, Grasset, 1977, p. 11.
[2] Ibid., p. 42.
[3] Gauchet, Marcel, Le Désenchantement du monde, Une histoire politique de la religion, Gallimard, 1985, p. II.
[4] Ferry, Luc, Gauchet, Marcel, Le Religieux après la Religion, Grasset, 2004, p. 16-17.
[5] Ibid., p. 20.
[6] Gauchet, Marcel, Le Désenchantement du Monde, op. cit., p. 292.
[7] Ibid.
[8] Ferry, Luc, L’homme Dieu ou le sens de la vie, Grasset, 1996.
[9] Ibid., p. 12.
[10] Ibid., p. 61.
[11] Ibid., p. 64.
[12] Ibid., p. 67.
[13] Idem.
[14]Ferry, Luc, Gauchet, Marcel, Le Religieux après la Religion, op. cit., p. 21-22.
[15] Ibid., p. 22.
[16] Ibid., p. 22-23.
[17] Ibid., p. 22-23.
[18] Ibid., p. 52.
[19] Ibid., p. 11.
[20] Ibid., p. 30-31.
[21] Ibid., p. 37.
[22] Ibid., p. 37-38.
[23] Besançon, Alain, L’Image interdite, une histoire intellectuelle de l’Iconoclasme, Fayard, 1994, p. 7.
[24] Ferry, Luc, L’homme-Dieu ou le sens de la vie, Grasset, 1996.
[25] Marion, Jean-Luc, op. cit., p. 271-272.
[26] Besançon, Alain, op. cit., p. 10.
[27] Ibid.
[28] Ibid., p. 94.
[29] Ibid., p. 95.
[30] Ibid., p. 25-26.
[31] Besançon, Alain, op. cit., p. 188.
[32] Ibid., p. 189.
[33] Marion, Jean-Luc, op. cit., p. 55.
[34] Ibid., p. 57.
[35] Ibid., p. 150-151.

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